Por Norberto J. de la Mata
El Gobierno actual, en funciones, no está muy activo; y aunque el legislativo actual no lo sea (en funciones), tampoco lo está. Pero a nadie se le escapa ya que quien, de facto, legisla (al margen de tecnicismos procedimentales) no es el legislativo, sino el ejecutivo.
Sin embargo, la última etapa de la legislatura anterior sí fue importante en cuanto a novedades legislativas se refiere. En general y en el ámbito penal-sancionador en especial. Y, mientras no haya nueva regulación penal, ello da pie para poder seguir opinando sobre ellas. Es lo que ha hecho recientemente el Grupo de Estudios de Política Criminal (grupo de trabajo de profesores universitarios, magistrados y fiscales de todo el territorio español), de cuya Junta Directiva formo parte, en la reunión que tuvimos en Bilbao los pasados días 15 y 16 de abril. Como es habitual, se redactó un Manifiesto que recoge su opinión y que, aunque en él no se diga nada nuevo, me parece interesante reproducir aquí, porque nunca está de más ni recordar viejos principios jurídicos ni seguir llamando la atención sobre nuevas tendencias políticas. Lo que sigue es lo que se aprobó como texto consensuado:
“1. En las sociedades democráticas el concepto de orden público ha de vincularse necesariamente con el ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas, puesto que la existencia de éstos constituye el presupuesto de la propia organización política. En consecuencia, una nueva política criminal en materia de orden público debería proscribir la tipificación de infracciones penales y administrativas que sancionen el ejercicio legítimo de derechos fundamentales así como evitar que dicha tipificación, por la vaguedad y amplitud de la redacción o por la desproporción de las sanciones, pueda generar el efecto desaliento que han proscrito el TC y el TEDH.
2. La reforma del Código penal y de la Ley de Seguridad ciudadana de 2015 y las ordenanzas municipales de los últimos años han ampliado las infracciones penales y administrativas que afectan a los usos del espacio público. De esta manera, se reprimen una serie de conductas que antaño fueron consideradas legítimas, algunas incluso propias del ejercicio de derechos fundamentales, con una capacidad expansionista nunca antes vista en la etapa democrática, sorteando las garantías que hemos consensuado desde la configuración del Estado democrático y de derecho.
Precisamente en momentos de mayor conflictividad social, como consecuencia de los recortes de los derechos sociales, se han promulgado una serie de normas sancionadoras, penales y administrativas que desincentivan que los ciudadanos ejerzan libertades públicas y parecen no dejar una sola conducta de protesta social sin castigo, al tiempo que desconocen principios básicos del Estado de Derecho como los de legalidad (taxatividad), interdicción de la arbitrariedad, proporcionalidad, culpabilidad, presunción de inocencia y derechos de defensa.
El concepto de orden público se convierte así en una noción apta para justificar un poder punitivo expansivo, incierto, con amplia discrecionalidad de las autoridades, consagrando la máxima de esta era neoliberal: un sistema liberal en lo económico, pero altamente intervencionista en lo social. El legislador trasmuta el concepto de orden público a paz pública, privilegiando la autoridad, en un continuo de comportamientos prohibidos, en los que quedan pocos resquicios de libertad. Se trata, por tanto, de una noción de orden público y seguridad ciudadana muy cercana al reconocimiento de la ciudad como un espacio no público, sino de unos pocos. Ello, además, denota un interés político de construir no actores sociales, sino ciudadanos sumisos (muchas infracciones son meras desobediencias) y legitimar la exclusión de sectores problemáticos del espacio público bajo un entendimiento autoritario de la noción de ciudadanía, por lo cual estas normas deben ser reformadas cuanto antes.
Una propuesta político criminal alternativa en materia de uso del espacio público debería basarse en la maximización del ejercicio de derechos individuales y en el respeto a los principios fundamentales del ius puniendi.
3. Las reformas del Código penal y de la Ley de Seguridad ciudadana facilitan la detención, identificación, enjuiciamiento, la condena y ejecutividad de supuestos muy cercanos -cuando no subsumibles- al ejercicio legítimo de derechos políticos y, con ello, pretenden silenciar y amedrentar a la sociedad civil movilizada. En esta lógica de represión aparecen una serie de nuevas infracciones con las que se podrían sancionar supuestos de ejercicio legítimo del derecho a la manifestación y reunión. También se mueve en esta lógica la tipificación como delito o como infracción administrativa de nuevos comportamientos que, sin afectar directamente al contenido esencial de estos derechos, suponen casos limítrofes al ejercicio legítimo de estos derechos. Según la “teoría del efecto desaliento” podrían verse lesionadas estas libertades cuando se sancionen conductas que se relacionen con su ejercicio de forma ambigua y con una sanción desproporcionada.
La teoría del efecto desaliento (chilling effect) hunde sus raíces en la jurisprudencia constitucional norteamericana, que se ha servido de ella para declarar inconstitucionales normas que sancionaban conductas que pueden desalentar al conjunto de los ciudadanos del ejercicio de derechos ante el temor a ser sancionados por infringir una norma cuyo alcance resulta impreciso, ya sea por su excesiva amplitud (overbreadth) o por la vaguedad (vagueness) con que aparece definida.
Como podrá imaginarse, extremadamente graves son los supuestos en los que convergen indeterminación de los tipos, desproporcionalidad de la sanción y efecto desaliento. Y estos son, precisamente, algunos de los supuestos previstos en las reformas de 2015.
4. Un elemento esencial para garantizar la presencia de espacios de ejercicio de derechos y disfrute de libertades es el funcionamiento regular de las instituciones y sujetos institucionales que tienen como misión primordial su preservación y mantenimiento. En consecuencia, sobre la base de tal fuente de legitimidad, se considera necesaria la protección penal del principio de autoridad que deben ejercer en una primera línea las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Ha de destacarse que el mayor reproche de las conductas que afectan a los miembros de los cuerpos policiales encuentra justificación razonable en la mayor lesión que suponen determinadas acciones dirigidas contra quienes forman parte de esos cuerpos siempre que actúan en el ejercicio de las funciones de protección de derechos y libertades. Pero no se pueden obviar los riesgos de pervertir e hipertrofiar el principio de autoridad, pues si bien dicho principio es constitucionalmente aceptable cuando su legitimidad descansa en su carácter instrumental para la defensa de los derechos y libertades, deja de serlo cuando pasa a ser una instancia autorreferencial de legitimidad, por encima incluso de los propios derechos y libertades. En otras palabras, la protección de ese principio puede ser, y lo ha sido, la excusa o cobertura para criminalizar la disidencia política y fortalecer prácticas y regímenes no democráticos.
El mejor punto de partida para una nueva política criminal protectora del orden público lo constituyen unas políticas públicas que promuevan una organización social igualitaria y el establecimiento de unos cuerpos policiales que acomoden su actuación a la propuesta alternativa de regulación del uso de la fuerza policial que el Grupo de Estudios de Política Criminal ya divulgó en el año 2008.
Normativamente, los delitos de atentado, resistencia y desobediencia han tenido por objeto la tipificación de los ataques dirigidos contra las personas que ejercen las funciones públicas de mantenimiento del orden con ocasión del ejercicio de tales funciones. Sin embargo, el concreto redactado de las conductas típicas, así como la gradual extensión del círculo de sujetos pasivos provoca, por un lado, dificultades interpretativas que pueden derivar en trato desigual y en excesos criminalizadores y, por otro lado, dan una respuesta sancionadora grave a conductas que nada tienen que ver con la instrumentalidad en que descansa la legitimidad del principio de autoridad. Un objetivo político criminal prioritario debe ser, en consecuencia, depurar el ámbito de protección penal identificando las conductas que la merecen y los sujetos pasivos que deben ser protegidos.
5. Por otra parte, y como ya propuso el Grupo de Estudios de Política Criminal, el trabajo sexual remunerado de mayores de edad debería considerarse una actividad lícita, cuyo ejercicio libre y voluntario no pudiera ser reprimido. Debe normalizarse y regularse para garantizar los derechos y las obligaciones de quienes ejercen dicha actividad y de los clientes, garantizando también el uso del espacio público de manera libre y respetuosa con los derechos de todas las personas. El ejercicio de la prostitución no constituye una amenaza ni lesiona el orden público en el sentido que defendemos. El espacio público es común y por tanto debe garantizarse su libre utilización. Con el fin de asegurar los derechos de todas las personas, creemos conveniente crear espacios públicos donde se pueda ejercer libremente la prostitución, en buenas condiciones de higiene y seguridad. Por ello, creemos necesario derogar las normas que conculcan la libre prestación de servicios sexuales entre adultos, criminalizando y sancionando a ofertantes y demandantes de estos servicios, estigmatizando y empeorando las condiciones de vida y trabajo de los primeros.
6. Finalmente, para abordar el top manta desde la perspectiva del orden público no podemos limitarnos a la solución policial. Este abordaje basado en la persecución y sanción ha demostrado ser ineficaz, inadecuado y generador de conflictos. Esta problemática debe ser afrontada desde una perspectiva transversal y multidisciplinar, implementando políticas que den solución no solo a las consecuencias, sino también a las causas de este fenómeno.”
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