Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Si las líneas paralelas son las que nunca se cruzan (o, de acuerdo con lo que hemos aprendido de Euclides, se cruzan en el infinito, que para el caso viene a ser lo mismo), la teoría de los universos paralelos es la que sostiene que, para referirse a la realidad -el universo-, se puede y se debe hablar en plural, porque en efecto son varios. Un multiverso: esa sería la palabra. O -con las dos en mayúscula- “Muchos Mundos”.

A partir de la mecánica cuántica [ya se sabe lo del gato de Erwin Schroedinger (1887-1961), que estaba vivo y muerto al tiempo], la tesis, que en el inicio pudiera antojarse disparatada, la desarrolló el científico americano Hugh Everett (1930-1982) y  encuentra amplia aceptación en su gremio. Nuestro compatriota Alberto Casas, del Instituto de Física Teórica de Madrid, lo explicó en 2014:

“Esta hipótesis de los muchos mundos de la física puede parecer delirante…, lo cual la hace también apasionante. Con el tiempo, la interpretación de los Muchos Mundos ha ido ganando adeptos y hoy en día se considera una perspectiva física cuántica, aunque no está comprobada (y es difícil diseñar experimentos que puedan decidir entre ella y la ortodoxia). Pensemos un momento sobre sus fascinantes implicaciones. Si se acepta la hipótesis de los Muchos Mundos, el yo que sentimos sería sólo una de nuestras versiones: el yo de una cierta rama cuántica. Y de forma permanente se siguen creando desdoblamientos de nuestro yo, puesto que continuamente estamos realizando observaciones de uno u otro tipo. Los nuevos yos que se crean a cada momento comparten un pasado común, pero tienen ante sí un futuro diferente. Naturalmente, las historias posteriores en cada una de las ramas serán también diferentes. Las dos realidades coexisten de forma simultánea”.

Al fondo de la idea está, por supuesto, otro de los padres de lo cuántico, Werner Heisenberg (1901-1976), autor precisamente del principio de incertidumbre: “la observación cambia el objeto observado”. Son mis ojos los que “hacen” a la cosa. No se puede (más allá de la constante de Planck) medir al mismo tiempo el movimiento de un objeto y su posición.

Es una versión 2.0, en suma, de la doctrina averroísta (o sea, cordobesa) de la doble verdad, sólo ahora sin que los hemisferios separados sean la teología y la filosofía.

El marco mental nuestro, el de los juristas, sigue estando aferrado a los viejos dogmas. El artículo 20 del Código Penal, que enumera qué personas se encuentran “exentas de responsabilidad criminal”, menciona en su apartado 3º al “que, por sufrir alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alterada gravemente la conciencia de la realidad”. Subrayemos esto último: la realidad, en singular. Como si hubiese una, que además resultaría fácil de detectar. Porque sólo bajo ese presupuesto puede empezar a pensarse en que existan las tales alteraciones, o sea, en la existencia de personas que andan desviadas de esa línea. Los hiperventilados, para decirlo en el lenguaje de los jóvenes.

Pero basta leer la prensa de cualquier día o incluso hablar con militantes (o simpatizantes entusiastas, vamos a llamarlos así) de partidos para confirmar que el legislador penal anda equivocado y que en efecto los universos son no ya dos, sino muchos más. No me refiero al lenguaje de los políticos de profesión, a quienes la naturaleza les ha dotado del suficiente cuajo para decir hoy (en el Gobierno) una cosa y mañana (en la oposición) justo la contraria, sin dejar ver jamás el menor atisbo de estar fingiendo: es la vieja doctrina del casuismo -las cosas son buenas o malas según lo que yo diga-, sólo que expresada de manera más burda. Pienso más bien en los adictos de unas u otras siglas -porque en efecto la lealtad es a las siglas, no a los contenidos, que, como digo, se muestran dúctiles- y sus explicaciones, por ejemplo, al hilo de la gestión del asunto, difícil donde los haya, del coronavirus.

Los unos tienen clarísimo, y lo repiten a la menor ocasión y sin el menor titubeo, que se trata de una epidemia mundial e imprevisible, de suerte que el Gobierno lo está haciendo muy bien -el día 14 de marzo era el idóneo para el estado de alarma: ni antes ni después- y lo que hay que lamentar es la deslealtad de la oposición, porque somos el único país donde no se cierran filas con los que, porque han ganado las elecciones, se están viendo en la horrible tesitura de tenerse que tragar el marronazo. Un mundo de buenos y malos. Entre el blanco y el negro no hay matices.

Pero si uno cambia de interlocutor, lo que escuchará es justo lo mismo pero a la inversa. Las cifras de fallecidos son las más altas del mundo, o casi, y eso se debe a la imprevisión imperdonable y luego a la incapacidad de comprar mascarillas o artefactos para hacer las pruebas. A las Comunidades Autónomas (al menos, la de Madrid y las de su cuerda) no se les puede reprochar nada y menos aún al personal sanitario, que se han revelado auténticos héroes. Y todo ello explicado con absoluta convicción y sin el menor resquicio a la duda: lo mismo que en el caso anterior.

Tan es cierto que se trata de dos grupos coriáceos que cada uno de ellos tiene sus propios tabúes. Los unos no hablan del sectarismo que hasta el mismísimo 14 de marzo no sólo mostraron sino del que blasonaron (y que alcanzó su cénit en la manifestación dizque feminista del día 8, que es la bicha a la que no hay que mentar). Y los otros omiten la existencia y las andanzas de un tal Trump (55.000 muertos el 25 de abril, y eso sin contar la ocurrencia del desinfectante), al que siguen adorando aunque ahora secretamente: en las catacumbas. Los dos hemisferios ejercen, así pues, la autocensura. Casi diríase que los identifica uno más por lo que callan que por lo (mucho) que parlan.

Ni que decir tiene que esos dos universos paralelos (la teoría física la debemos dar definitivamente por confirmada a la vista de lo que se acaba de exponer, que cualquiera habrá podido constatar en su círculo inmediato) necesitan autoreforzarse y de ahí que cada una de las sectas se dedique a llenar las redes sociales con sus mensajes y, más importante aún, a denunciar lo que hace el otro como algo no sólo falso sino además fruto del odio. Un odio del que para más inri se predica que tiene unas raíces tan antiguas como haga falta para que termine sirviendo para el discurso: el franquismo, la guerra civil, la pelea de Montiel de 1369 o incluso los tiempos de Viriato, pastor lusitano. Hasta donde haya que remontarse. La batalla del relato -la palabra clave- se muestra generosa y traga lo que le echen. A quienes vemos las procesiones desde el balcón nos sorprende mucho, pero es así: en el estómago de unos y otros hay cabida para sapo tras sapo.

En fin, no hará falta decir que la comunidad de los científicos ofrece también la impresión de ser un auténtico gallinero, porque cada uno es de su padre y de su madre. Aunque a nadie de ellos le ha llegado todavía la hora de ser humildes y reconocer aquello de que “sólo sé que no sé nada”. Los tiempos de cocción tienen sus propios ritmos, que, como sucede con los molinos de la historia, casi nunca se muestran rápidos.

Los de nuestro oficio, que somos muy conscientes de que carecemos de la virtud que los dioses dispensaron a Tiresias -vaticinar el resultado de un litigio, aun en forma de porcentajes, es un compromiso en el que los clientes nos colocan a los Abogados cuando nos quieren poner en una situación agobiante-, hemos elaborado un discurso hermético y que persigue el noble propósito de crear (a posteriori) certidumbre -la sacro santa seguridad jurídica- y que los pleitos se acaben cerrando algún día. El paradigma de esa manera de pensar lo constituye la institución de la cosa juzgada, sin la que no se entiende la figura del procedimiento, cuyos orígenes inquisitoriales no pueden impedirnos reconocer que representó un gran progreso para la civilización: que, si dos se enfrentan, decide un tercero después de oírlos. Todo consiste en un argumento de pura autoridad: “Roma locuta, causa finita”, así sea justo o injusto, a los ojos de cada quien, lo que quiera que Roma haya resuelto. Pero somos gente modesta y no tenemos inconveniente en confesar lo limitado de nuestros alcances. El Tribunal Constitucional, en su temprana Sentencia 77/1983, de 3 de octubre, proclamó que “es claro que unos hechos no pueden existir y dejar de existir” a la vez, pero se encargó de precisar que eso es sólo “para los órganos del Estado”, de los que en el caso uno era administrativo y otro judicial. A esos únicos efectos. Que se trata de un modus vivendi -una transacción para que la sociedad pueda vivir en paz o al menos en relativa paz- somos los primeros en saberlo.

En efecto se trata de una ficción piadosa -un apaño, vamos a llamarlo así-, porque la auténtica realidad es la otra: la sociedad se encuentra intelectualmente tajada en dos hemisferios (o más), cada uno de ellos autosuficiente y, en cuanto hermético, autorreferencial. Y de esa realidad tan dual (bifaz, si se quiere empleen esa palabra) participa la ciencia, cada vez más precaria. Si verdades hay muchas, ¿cómo vamos a saber quién tiene su percepción alterada y quién no? ¿Cómo vamos a poder estar en condiciones de aplicar el artículo 19.3 del Código Penal, del que pueden depender cosas tan importantes como ir a la cárcel o no?

A los sistemas mentales que, como el que es propio de los de nuestro oficio, responden a los rasgos de lo cerrado no se les podrá reprochar incoherencia -es el atractivo de esos planteamientos-, pero, en revancha, le exigen a uno el autismo con respecto a lo que ocurre a su alrededor y puede escuchar con sus oídos y tocar con sus manos. Y eso es lo que nos pasa, que, como los monjes de clausura, vivimos en un convento: una suerte de confinamiento crónico, sólo que intelectual.

Lo que ocurre (y esa es la parte buena, al menos comparativamente) es que lo que hay fuera del cenobio, en lo que las personas consagradas llaman el siglo, es una jaula de grillos y, como bien explica José Esteve Pardo, el Leviatán, al que se presupone omnisciente, anda desconcertado, porque se apoya en unos pies cada vez más de barro. Al final va a resultar que, hechas las sumas y las restas, lo nuestro, pese a su aparente modestia -sólo podemos asegurar que los pleitos, con un resultado que nos gustará o no pero que no hemos podido augurar, se terminan acabando algún día y que luego, salvo casos rarísimos, no se pueden reabrir- acaba resultando lo único mínimamente fiable. El círculo de la historia, que nos había dejado de lado en el último siglo, se cierra y vuelve al punto inicial, cuando socialmente se nos consideraba tanto.

Va a resultar que, aunque no alcancemos la estatura de los profetas, no somos los peores en este mundo de incertidumbre absoluta. No sólo es que en todos lados cuecen habas, sino que, en comparación, nuestras habas (ya) no son las peores. Como decía San Agustín, “si me miro, no soy nada; si me comparo, crezco”. Un gran consuelo.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo