Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Los hechos

 

Como es notorio, y de acuerdo con el Art. 149.1.16 de la Constitución, las competencias administrativas en materia de sanidad se rigen -con la importante excepción de las ciudades de Ceuta y Melilla- por el principio de descentralización, salvo las bases y la coordinación, que es lo que, así signifique una cosa o la otra, queda a cargo de los poderes centrales. Y el estado de alarma en el que nos encontramos, el tercero de la pandemia, no ha cambiado las cosas: la trinchera inicial (y por ende la mayor responsabilidad) está en las CCAA, cada una de ellas, políticamente hablando, de su padre y de su madre.

Dos son sobre todo los indicadores que miden la calidad de la gestión. Uno es la incidencia acumulada por 100.000 habitantes en los últimos catorce días y ahí el ranking sólo clasifica a los que, dentro de lo malo, lo hacen aún peor que los demás. Por ejemplo, y según los datos del lunes 18 de enero, tenemos -dando por cierto que en las cifras no hay trampa ni cartón- la siguiente lista negra:

  • Extremadura (PSOE): 1.220,74.
  • Murcia (PP): 889,28.
  • Castilla-La Mancha (PSOE): 780,48.
  • Comunidad Valenciana (PSOE): 760,13.
  • La Rioja (PSOE): 738,64.
  • Madrid (PP): 698,67.
  • Castilla y León (PP): 696,13.

Por el otro lado, el de las CCAA menos malas, tenemos a Asturias (PSOE, 257,24) y Canarias (PSOE, 163,88).

En suma, que ningún partido puede sacar pecho ni tampoco avergonzarse: entre los pésimos hay de todo y entre los buenos (mejor dicho: los menos malos) igualmente.

Un segundo indicador de la mala gestión -el torpezómetro, o sea, la vara de medir la torpeza- está en el porcentaje de vacunas que han sido aplicadas sobre el total de las disponibles. La media es del 53 por ciento y, a fecha 14 de enero, jueves, las siete menos infames eran las siguientes:

  • Melilla (PSOE, Estado): 100.
  • Ceuta (PSOE, Estado): 82.
  • Comunidad Valenciana (PSOE): 78.
  • Asturias (PSOE): 71
  • Galicia (PP): 67
  • Cantabria (PRC): 64
  • Castilla y León (PP): 63

Así pues, no todos tirios y tampoco todos troyanos. Y los farolillos rojos también son, como el arco iris, multicolores: País Vasco (PNV) 38 y Madrid (PP) 33.

Desde el jueves 14 han pasado varios días -este artículo se escribe el 19, martes- y, al parecer, el tiempo se empieza a aprovechar. Y, en uno y otro grado, por todo el mundo. Pero siendo en todo caso decepcionante el resultado.

Los datos: una ducha de realidad, como suele decirse. El inclemente San Martín que -a modo de la alegoría del pintor Ambrosetti- acaba tarde o temprano retratando a los que practican el mal gobierno.

 

La autonomía y la responsabilidad

 

Bien pudiera pensarse que entre las ventajas de la descentralización está el de posibilitar a los ciudadanos, primero electores y luego contribuyentes o a la inversa, la información necesaria para poder juzgar, el día de las urnas, lo que, en el ejercicio de lo que son sus competencias propias, hace o no hace cada quien. Poniendo así término a esa fase inicial e inmadura en la que los Gobiernos autonómicos de turno, enarbolando sólo la bandera identitaria y la retórica de los agravios históricos, de hecho no respondían de su gestión porque lo suyo era sólo la reivindicación y la protesta contra el enemigo común, Madrid: tan común que, más allá de zonas y de siglas, la propia Administración regional madrileña también lo ha hecho suyo. Pero sucede ¡ay!, que hay indicios de que no salimos de la enfermedad infantil.

Tenemos Administraciones varias -la del Estado y la de las 17 CCAA, pese a su elefantíasis y la consiguiente carestía, no agotan el elenco- y además un sistema de distribución de cometidos, el famoso reparto competencial, lo suficientemente intrincado como para que siempre quede un resquicio para autoexonerarse de las calamidades y echarle la culpa al otro. Al frente de cada una de esas unidades administrativas se encuentra un plantel de esos individuos tan peculiares que son los políticos -con su partido, claro está-, a quienes la noción de interés general les resulta no sólo ajena sino incluso odiosa. Y al servicio de todo ello se encuentran auténticos ejércitos de funcionarios, en los que, sin embargo, ha hecho mella el virus sindical. El cuadro resultante resulta terrible y carísimo.

Autonomías, partitocracia y sindicatos. Tres palabras bellas en teoría, sí. Pero…

La entropía es el desorden o, mejor dicho, la medida del grado de desorden. Y Ludwig Boltzmann (1844-1906), uno de los padres de la termodinámica, puso de relieve que, se quiera o no, tiende fatalmente a un máximo.

Y luego, ya bien entrado el siglo XX, la ciencia elaboró la teoría de las catástrofes, que explica la propensión de los sistemas estables a manifestar discontinuidad (pueden producirse cambios repentinos del comportamiento o de los resultados), divergencias -siempre en sentido creciente- e histéresis: el estado de las cosas depende de su historia previa, pero no todo cambio resulta reversible. Esa teoría se utiliza en geología, mecánica, hidromecánica, óptica geométrica, fisiología y biología. De hecho, presenta zonas secantes, o al menos tangentes, con la teoría del caos. Sobre su virtualidad en las ciencias sociales -el gran empeño de Erik Christopher Zeeman- está abierto el debate que resulta conocido.

 

Las instituciones

 

Menos mal que, en medio de ese caos, hay instituciones que todavía se muestran (milagrosamente) a salvo, como la Unidad Militar de Emergencias, la UME, que está para lo que se antoje, así sea para un roto y para un descosido, y vaya que en los últimos tiempos se acumulan los rotos y los descosidos; la Guardia Civil -el honor es mi divisa, todo por la patria-; y Correos, que, por ejemplo en materia electoral, sigue prestando un servicio muy confiable y con exquisita independencia. Tres reliquias: casi unos fósiles insólitamente vivos fuera de su medio. A ver lo que duran.

¿Nadie -políticos y no sólo políticos- se ha preguntado por qué razón todo lo demás   –el grueso de la Administración- cada vez sirve menos, a poco que sople un poco de viento o lluevan cuatro gotas, para prestar servicios públicos y se encuentra concentrada en labores de imagen o abiertamente propagandística -en esencia, para echar las culpas a otro-, como si el celofán fuese más importante que el contenido del producto?

España, país del pesimismo crónico -los orígenes son muy anteriores al Noventayocho: baste pensar en Quevedo-, propende a los análisis apocalípticos (Miré los muros de la patria mía…) y todos caemos en exageraciones y solemos descalificar de manera global a nuestras instituciones. Pero, aun haciendo un esfuerzo intelectual de contención, es difícil cerrar los ojos ante lo que objetivamente constituye una calamidad: la descentralización no funciona, el sectarismo partidista resulta insufrible y la sindicalización del empleo público no es neutral a la hora de la eficacia de los desempeños. Lo que no significa ignorar que la cocción de las habas no representa un monopolio de la celebrada gastronomía nacional.

 

Sobre el electorado

 

Es un hecho inconcuso, en suma, de que, a la hora de la gestión sanitaria, entre los buenos y los malos -o los malos y los pésimos- los hay de todas las familias, sin discriminación de apellidos. La pregunta surge de inmediato: ¿tenemos una opinión pública que, a la hora de votar (y, antes, de que cada quien forme criterio), va a olvidar por un momento las anteojeras -la ideología, en suma- y ponderar los fríos números? Mucho me temo que no. Si uno quiere hacer en su entorno un test de sanchistas, no tiene más que ver el número de veces que mencionan -venga a cuento o no, por la mañana o por la tarde- a Isabel Díaz Ayuso, por supuesto sin tono de aplauso precisamente. Y a la inversa: si lo que se pretende saber es de cuántos peperos estamos rodeados, el medio más seguro -prácticamente infalible- consiste en contar las ocasiones en que, sea cual fuere el asunto del discurso, en seguida se llega a una mención, de contenido igualmente acusatorio, a Pedro Sánchez. Es lo que se dice un electorado con un alto grado de polarización. Es igual lo que hunos y hotros, gobernando tal o cual Administración, hagan o dejen de hacer. Los datos sólo interesan a los estudiosos: unos frikis, diríase.

Y lo mismo si ponemos el foco en los comentarios sobre la calamitosa gestión -en realidad, más que calamitosa, inexistente- de las consecuencias de la nevada de 8 y 9 de enero en Madrid: los hunos sólo miran lo que quieren mirar -que las entradas de los Hospitales estuvieron varios días llenas de nieve, lo cual es cierto- y los hotros, igualmente hemipléjicos, únicamente ponían el foco en el Aeropuerto o en la M-40, infraestructuras de titularidad estatal, donde la dejación no fue menor. Desastres sin paliativos todos ellos, sí -una de las dos nadas lucha contra la otra nada, por decirlo con las conocidas categorías de Heidegger-, pero limitándose cada uno a mirar lo que depende del otro.

O sea, que a la gente, por mucho que rajen en el bar -hay que ver, delante de una cerveza y en un ambiente propicio, los sapos y culebras que salen por esas bocas-, el esquema político que tenemos les parece bien. No es sólo un asunto de resignación y de voto al mal menor. Es que se recrean, diríase.

En ese contexto, es de celebrar que, por debajo de tanta polvareda y, peor aún, tanta locuacidad y verborrea de los políticos -los lavaderos de los pueblos, si se les coteja con lo que ocurre en una sesión parlamentaria, casi son, por su sobriedad expresiva, auténticos conventos de clausura-, siguen en pie los que pudiésemos calificar de correctivos: las tres instituciones, beneméritas todas ellas y no sólo la segunda, que se han mencionado.

Si son sólo las excepciones lo que funciona bien, lo lógico sería diagnosticar los males del resto -el grueso de la organización- y aplicar de inmediato la correspondiente terapia. Pero, por las razones que sea, nadie da ese paso. Nos cuesta mucho escuchar la admonición de Ortega e ir… ¡a las cosas, a las cosas!

 

Sobre el otro correctivo

 

Hasta ahora, el caos inercial de la Administración (y el despilfarro, que es su consecuencia) se topaba con un segundo y poderoso límite: la deuda pública o, para decirlo personificadamente, los acreedores. Pero desde hace un año, y con la coartada de la COVID, se nos ha aparecido un prestamista que traga por todo, el Banco Central Europeo. De las dos vigas que soportaban el circo nacional, o que impedían que el esperpento se desbordase, una de ellas -ésta- ha dejado de existir y parecemos haber entrado en una época de fiestas saturnales. Aunque la historia demuestra que no va a resistir toda la vida.

Entre tanto, sólo queda, se insiste, la UME, la Guardia Civil y Correos: piezas que se están mostrando duras de roer para ese tridente en que hemos terminado degenerando a fuerza de sumar el Estado de las Autonomías, la partitocracia y los sindicatos.


Foto: Pedro Fraile