Por Marta Lorente Sariñena

¿Para qué sirve la Historia?

Las bibliotecas de todo el mundo están repletas de escritos en defensa no tanto de la Historia cuanto de su utilidad: de todos es sabido que al gremio de los historiadores profesionales nos va la vida en ello. Pero más allá de posturas defensivas y, quizás, corporativas, lo cierto es que a fuerza de repetir argumentos, la mayoría de nosotros hemos acabado por interiorizarlos. Es por ello que creo sinceramente que  no sobra hablar de Historia cuando se tratan algunos temas constitucionales que, con independencia de su actual problemática, no nacieron precisamente ayer. Entre tantos otros, éste es sin duda el caso del poder judicial, o si se quiere, de la administración de justicia, que tan presente está en el día a día de nuestra democracia, sobre todo por el protagonismo que viene asumiendo en los últimos tiempos por tantas y tan distintas razones.

Tengo para mí, sin embargo, que en este capítulo, se suele acudir demasiado alegremente a la Historia para legitimar posiciones, sobre todo cuando de lo que se trata es de hablar de la separación de poderes, de la independencia del juez o de los peligros de su politización. Hay, si se me permite, un conjunto de relatos estándar que sirven tanto para un roto como para un descosido pero, sobre todo, que no resisten la más mínima confrontación con lo que a día de hoy sabemos sobre la historia de la justicia en general y la española en particular. Así las cosas, no me resisto a dar una primera, informal y discutible contestación a la pregunta sobre la utilidad de estudiar la historia de la justicia porque, aun cuando sólo fuera para no reproducir estupideces, merecería la pena mejorar el nivel medio de los conocimientos sobre la misma.

Subjetividades aparte, uno de los capítulos más importantes de la historia de la justicia  es aquel que se refiere a su ¿separación? de la administración. Lo que sigue pretende ofrecer una primera versión de este proceso centrándose en uno de sus aspectos claves: la creación de una jurisdicción administrativa y resumiendo muy apretadamente las últimas aportaciones de la historiografía sobre esta cuestión.

Algunas consideraciones previas.

La historia de la justicia ocupa un terreno muy difícil de acotar. El principal obstáculo deriva del hecho de que, en la medida en que las que comúnmente denominamos revoluciones burguesas, o, si se quiere, movimientos que acabaron con la sociedad corporativa occidental, provocaron la mayoría de las veces una brusca reducción del campo de la justicia, resulta difícil “ver” la dimensión que ocupaba previamente por la justicia en el gobierno de los hombres.

Y es que, antes de que las revoluciones constitucionales elevasen a categoría de principio básico la famosa división de poderes entendida como garantía de los derechos individuales, la justicia lo ocupaba todo o casi todo. Es más, como algunos afirman, aun cuando pueda demostrarse que el Estado de justicia devino obsoleto en las vísperas de la Revolución Francesa, se necesitó de esta última para crear un campo conceptual diferente: así pues, en este específico orden de cosas, la Edad Media llegó hasta 1789.

Hay que reconocer que esta interpretación no resulta universalmente compartida, por lo que debo aclarar que las presentes páginas se inscriben en una historiografía que desde hace ya bastantes años viene insistiendo en la relevancia de la discontinuidad y, por tanto, del rechazo a la noción de progreso entendida como nervio conductor del discurso historiográfico. Este punto de partida ayuda a alejar nuestras actuales comprensiones de las que gestionaron las sociedades corporativas propias del universo del ius commune occidental, entre las que se por supuesto se encuentra la que ahormó la Monarquía Católica en toda su dimensión territorial.

En otro orden de cosas, también debo advertir sobre mi particular comprensión de la historia constitucional, de la que sin duda forma parte la historia de la justicia contemporánea o, dicho de otro modo, estatal. Durante muchos años, la historiografía jurídica española despreció el estudio del o de los periodos constitucionales, por cuanto creyó que éstos debían ser tratados por los estudiosos del Derecho. Cierto es que esta suerte de autocontención iushistoriográfica pasó a mejor vida hace ya bastantes años, pero cierto es también que la ausencia de reflexión propia propició que el estado de la cuestión de objetos de investigación tales como la historia de la separación de poderes, de los derechos, de la ley, de la representación… fuera diseñada por juristas muy preocupados por fijar los orígenes de sus respectivas disciplinas, y mucho menos por dar cuenta de las dificultades en su consolidación. Lejos de mi intención está despreciar el ingente y esclarecedor trabajo de quienes han contribuido a historiar nuestro pasado constitución; quiero simplemente advertir respecto de los caracteres básicos de la historia constitucional, la cual no es sino el resultado de interpretar los principios desde el análisis de los mecanismos institucionales que los hicieron posibles, y no al revés, como suele ser habitual.

Así centradas las cosas, las presentes páginas aspiran simplemente a localizar una serie de elementos básicos para la historia de la justicia o, mejor, para poner de relieve la reducción que sufrió en el tránsito del Antiguo Régimen al Estado nacional decimonónico, en el convencimiento de que, cuando menos por lo que a España se refiere, dicho tránsito se extendió durante muchos años. Repárese que, si bien se declaró la separación de poderes en 1810, hasta 1870 no se dotó a la Administración de justicia de un estatuto constitucional completo y coherente, a lo que habría que sumar que las normas que desde el Cádiz de las Cortes se fueron acumulando no sólo fueron incompletas, sino infralegales en la mayoría de las ocasiones, como bien pone de relieve el famoso Reglamento Provisional de 1835. En consecuencia,  cualquier historia que pretenda narrar la constitución de la justicia decimonónica española tiene que lidiar con un complejísimo amasijo de normas cuyo origen extraparlamentario priva al historiador de la siempre agradecida fuente de la discusión política. Al mismo tiempo, la falta de motivación de las sentencias de jueces y magistrados, así como la inexistencia de un o unos instrumentos articulados de publicación de las mismas, obliga a quien intenta iluminar el proceso a perderse en unos archivos judiciales de difícil manejo.

Mas la falta de información no sólo resulta ser obstáculo para el historiador sino, en mi opinión, síntoma de una enfermedad que sin duda aquejó a la tormentosa constitución de la Administración de justicia del Estado contemporáneo. La debilidad de este último no impidió que se produjera un proceso de reducción del ámbito que había ocupado la justicia en la legitimación y gestión de la jurisdiccional Monarquía Católica; sin embargo, dicha reducción no puede identificarse con la sufrida en otros territorios que, como el francés, siguen utilizándose por la historiografía como referente básico. Si bien  el viento de la Revolución Francesa se llevó por delante no sólo una concepción de la gestión jurisdiccional del poder político, sino también las instituciones y hombres que la habían hecho posible hasta entonces, la leve brisa española no pudo arrasar los propios con un solo golpe de efecto: es por ello que la reforma de la así llamada Administración de justicia decimonónica se demoró en un tiempo en el que los problemas se reprodujeron una y otra vez. La depuración y selección de los jueces, la organización de las instancias, la falta de medios, la regulación de la responsabilidad… fueron entendidas como problemas ya en las Cortes de Cádiz, sin que las diferentes Asambleas y Gobiernos los pudieran solucionar una vez recuperado el tracto constitucional a partir de 1834, o de 1836 si se prefiere. De nuevo, la lentitud constituye un síntoma de debilidad estatal, cuya calidad no debe utilizarse como explicación sino muy por el contrario como objeto de estudio en sí misma. En todo caso, valga por ahora una simple consideración: si hay algo que diferencia al modelo estatal español del francés de referencia fue justamente el tema que aquí nos ocupa, esto es, la constitución de la administración de justicia. Dos son los momentos claves que ejemplifican la anterior afirmación por cuanto corresponden a dos momentos capitales en los que se trató de repensar por razones muy distintas la reducción de la justicia

(i) el gaditano, donde se constitucionalizó una antigua forma de ver las cosas y

(ii) el moderado, donde se intentó crear una justicia administrativa siguiendo patrones galos.

1812. La constitucionalización gaditana de la justicia

1808 puede entenderse de dos maneras. Una versión nacionalista ha identificado ese año con el momento inicial de conformación de una serie de naciones, con la española a la cabeza, que irán dotándose progresivamente de normas constitucionales; otra, sin embargo, insiste en que en dicha fecha se derrumbó el aparato plurisecular de lo que conocemos con el nombre de Monarquía Católica por causa de la vergonzosa actitud de los que por aquel entonces eran sus titulares dando lugar a una dispersión bicontinental de corporaciones. Por lo que aquí interesa, la acefalía de poder provocada por la renuncia voluntaria de su primer titular conllevó un inmenso desprestigio de la institución monárquica, así como de todo el aparato institucional que recibía su legitimación de la cabeza, con todo lo que ello suponía de quiebra para la concepción de una justicia que se entendía derivada del Rey. Con independencia de la opinión que nos merezca el comportamiento particular de sus miembros, no cabe duda de que las tradicionales instituciones de justicia, las Audiencias, Chancillerías y Consejos, se vieron privados de autoridad, por lo que no resulta extraño que otras trataran de ocupar el terreno que hasta entonces había sido propio de aquéllas.

Es bien sabido que el vacío de poder lanzó a hombres e instituciones a un complicado proceso, muchas veces violento, a lo largo del cual se intentó “repensar” la antigua  Monarquía. La Constitución aprobada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812 fue uno de los resultados alcanzados a lo largo de dicho proceso, ya que la primera norma gaditana debe entenderse más como una Constitución dada por la Nación bihemisferica y bicontinental a la Monarquía Católica, que como una norma fundamental de naturaleza ahistórica en la que se sentaron las bases de lo que después se entendería como Nación española peninsular. El marcado continuismo de discursos, instituciones y hombres que se advierte en el momento constitucional gaditano no anula que uno de los nuevos principios estructurantes del nuevo orden de cosas fue el de separación de poderes, sin el cual poco o, mejor, nada, puede afirmarse respecto de la administración de justicia contemporánea. Declarado en la famosa sesión de 24 de Septiembre de 1810 con la que se abrieron las Cortes, fue finalmente recogido en el texto constitucional y desarrollado en una serie de normas posteriores de entre las que destacan las referidas a la (re)organización de las instituciones de justicia y sus procedimientos.

Ahora bien, ni entonces ni ahora se suele reparar en una cuestión muy simple que más o menos podría formularse así: ¿cómo puede separarse algo que no tenía existencia previa? Podríamos convenir en que los términos división o separación pueden traducirse por constitución ex novo de los propios poderes, pero a esta idea deben sumársele otras para alcanzar una más adecuada comprensión de las cosas. Dejando a un lado la portentosa conversión de la Asamblea Nacional en el instrumento de la voluntad general, y si a la justicia y administración en concreto nos referimos, habría que añadir que el principio de separación de poderes sirvió en Francia no tanto para organizar la defensa de los derechos de los individuos miembros de la sociedad frente al poder político, cuanto para legitimar la emergencia de una Administración autorregulada, acumuladora de privilegios entre los que destaca el de su propia jurisdicción, origen del derecho que porta su nombre. El proceso que llevó a crear tal invento, pergeñado durante la era revolucionaria pero consolidado sin duda a lo largo del Consulado y el Imperio, viene siendo analizado en las últimas décadas críticamente por la historiografía, la cual ha demostrado la desconexión existente entre la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la erección de una jurisdicción administrativa que entraría en competencia, por cierto de forma muy exitosa, con la ordinaria.

Esta interpretación no ha cuajado suficientemente en el seno de la historiografía jurídica española, no obstante lo cual todos o casi todos los autores han convenido en afirmar que, en principio, el modelo de separación de poderes inaugurado en Cádiz no pivotó como lo hiciera el francés en torno a la erección de una jurisdicción administrativa,  sino que muy por el contrario mantuvo su vieja condición judicialista: con la Constitución de Cádiz y la legislación doceañista en la mano, nos dicen unos y otros, no es posible localizar ni siquiera una leve traza de una jurisdicción administrativa tendencialmente fagocitadora del campo de la justicia ordinaria. Así pues, poca o nula discusión existe sobre que la comprensión gaditana del principio de separación de poderes llevó simplemente a privar de capacidad legislativa y ejecutiva a los integrantes del aparato de justicia, sin que ello supusiera que los asuntos de la administración o los propios administradores no pudieran ser llevados ante jueces y tribunales. Porque, desde el mismo 24 de Septiembre de 1810, si para algo sirvió el principio de separación de poderes fue para legitimar la capacidad normativa de las Cortes, esto es, tanto de las Generales y Extraordinarias como la de todas las demás Asambleas reunidas en virtud de la aplicación de la primera norma gaditana; en consecuencia, los jueces y tribunales debían simplemente aplicar la ley, lo que suponía el reconocimiento de que la soberanía residía exclusivamente en la Asamblea, con o sin el Rey.

Con ser cierta, la anterior interpretación dista mucho de ser capaz de desvelar los entresijos del complejísimo mundo gaditano. A diferencia de lo sucedido en Francia, donde la implantación del reinado de la ley supuso la creación de una serie de instrumentos nomofilácticos (la obligación de motivar las sentencias y la creación de la famosa Corte de Casación), los constituyentes y legisladores doceañistas se olvidaron no sólo de imponer, sino ni tan siquiera de imaginar algo semejante. La prohibición de motivar sentencias se mantuvo y el nuevo Tribunal Supremo se asemejó más a los antiguos Consejos recibiendo y elaborando consultas que a una corte de casación, por cuanto los procesos terminaban, a salvo de la nulidad de los mismos, en las Audiencias. Al mismo tiempo, y frente al cambio profundo que supuso la ley francesa de 1790, el constitucionalismo gaditano hizo pocas reformas en el aparato heredado: se mantuvieron todas las instancias judiciales, cambiando algunas de denominación y estructura, a la vez que no hubo una “limpieza” general de cargos judiciales por más que se produjesen algunos ceses  o destituciones. Como he afirmado en múltiples ocasiones, no es posible hablar del “imperio de la ley” en el seno del constitucionalismo doceañista, que sin duda se mantiene irreductible por lo que a la asimilación al experimento revolucionario francés se refiere.

A pesar de que el constitucionalismo gaditano no supo, no quiso o no pudo diseñar instrumentos necesarios para defender la ley, sí se ocupó por el contrario de defender su principal obra, la propia Constitución. Es en este punto donde convergen la –posible- reducción de la justicia y lo que vengo en denominar constitucionalización de mecanismos institucionales ya conocidos, cuyo análisis, a su vez, aclara en mi opinión esa condición judicialista que todos aprecian respecto del constitucionalismo gaditano. No se paró en delimitar qué asuntos debían ser considerados administrativos y cuáles judiciales, ya que sujetó a todos los empleados públicos a la denominada responsabilidad por infracciones a la Constitución, por la que todos los actos de todos los empleados y/o autoridades, – eclesiásticos incluidos -, pudieron ser sindicados por sus superiores, por jueces y tribunales o incluso por la propias Cortes, a las que se encomendaba  deducir la responsabilidad del presunto infractor. Con ello, una especial versión de los tan viejos como conocidos agravios se elevó a categoría, por cuanto se les dotó de un nuevo procedimiento, tan generoso en términos procesales, que conllevó  la  reproducción e, incluso, ampliación de la litigiosidad propia del Antiguo Régimen.

De aceptarse esta interpretación, la problemática que afecta a la judicialización de los contenciosos de la administración se aleja de la infructuosa búsqueda de la composición o (re) composición de listados de asuntos –ora gubernativos, ora contenciosos- para centrarse en el mantenimiento de la vieja idea de la inexistente protección de los agentes de autoridad frente a los particulares cuando aquéllos actuaban mal el oficio. Sin duda, esta vieja concepción de la responsabilidad de los ocupantes, y en ocasiones, dueños, de los oficios se coló en el constitucionalismo gaditano, que la (re)utilizó para tratar de defender su principal obra.

Llegados a este punto, podemos volver  a preguntarnos: ¿se produjo en Cádiz una reducción del ámbito de la justicia? En mi opinión, no. El constitucionalismo gaditano instauró un nuevo y especialísimo modelo de resolución jurisdiccional de los conflictos, aun cuando, eso sí, lo situó bajo una norma articulada al mismo tiempo que concibió la Asamblea como instancia última respecto de la interpretación de la misma. Se podría advertir que el escaso éxito de la primera norma doceañista despojó de relevancia a su creación, pero los estudios sobre el primer constitucionalismo americano vienen demostrando hasta qué punto la influencia del texto gaditano en la constitución de los nuevos Estados bloqueó la creación de jurisdicciones administrativas al otro lado del Océano. La vinculación entre los diversos procedimientos por infracciones a la Constitución y el recurso de amparo mexicano ha sido ya tratada por autores que, como Barragán, han agotado los argumentos para demostrar la conexión. Algo similar podría afirmarse del rechazo que países tales como Chile, Perú o Argentina mostraron respecto de la erección de una justicia administrativa.

En resumidas cuentas, el constitucionalismo gaditano, así como otros hispánicos coetáneos o sucesores, reformularon las categorías jurisdiccionales bien conocidas a lo largo de la primera mitad del siglo XIX , adecuándose así a unas sociedades que hasta entonces habían desconocido la existencia de un ámbito denominado administrativo.

1845. La creación de una jurisdicción administrativa

 No es dudoso que la Ley de 1845 sentó las bases de la organización de la jurisdicción administrativa. Sus estudiosos se han referido  a los diferentes intentos, propuestas y reformas que, desde finales del reinado de Fernando VII,  se fueron acumulando, hasta la definitiva aprobación de aquella ley en virtud de la cual se crearon los consejos provinciales dejando al Real o, como después se llamará, de Estado, como suprema instancia de la jurisdicción de la Administración. Desde 1834, con el Decreto por el cual se suprimieron definitivamente los antiguos Consejos, la famosa confusión de asuntos de justicia y gobierno estuvo en la boca de todos o casi todos los actores políticos de la época, creando un caldo de cultivo favorable a la erección de una justicia administrativa que, esta vez sí, reduciría notablemente el campo de actuación de la justicia. A partir de entonces, se supone, jueces y tribunales se limitarían a gestionar los conflictos entre particulares, mientras que los entablados entre estos últimos y los diferentes órganos de la Administración tuvieron que ser llevados ante la misma. Si a todo ello sumamos la deficiente reforma del aparato judicial; su pertinaz carencia de medios personales y materiales; la falta de formación de los jueces y su vinculación al poder político, el resultado es que el aparato de justicia decimonónico sufrió una espantosa falta de independencia que anuló la virtualidad del principio de división de poderes. Esta simplificada interpretación del estado de las cosas de la justicia hasta la promulgación de la ley de 1870 puede ser corregida en dos de sus extremos, puesto que si bien el primero afecta a la valoración –genérica- de las reformas internas del aparato, el segundo se centra en la correspondiente a la erección de las instancias administrativas encargadas de gestionar los contenciosos de la administración.

Hay que esperar al estallido de la Gloriosa para encontrarnos con un esfuerzo serio de restructuración de la justicia. No es que no se dictaran normas, más bien al contrario. Si de algo sufrió el siglo fue de una sobreabundancia de las mismas, de entre las que  destacan las destinadas a la  regulación de la responsabilidad del juez, pieza insustituible de la constitución de una justicia independiente. Sin responsabilidad, dijeron unos y otros, no puede pretenderse la independencia de unos jueces cuya legitimación debía basarse exclusivamente en la correcta aplicación de la ley. Sin embargo, políticos, juristas, jueces y, en fin, todos aquellos implicados directa o indirectamente en la reforma de la justicia fueron plenamente conscientes de la existencia de un insalvable escollo:  ¿Qué razones podían alegarse para exigir la responsabilidad del juez? ¿Cómo podía ser exigida la responsabilidad de aquellos que no aplicasen la ley cuándo nadie sabía qué leyes estaban vigentes y cuáles no?

La famosa lentitud de la Codificación española impidió consolidar un ordenamiento, por lo que todo el siglo XIX, por lo menos hasta la publicación del Código civil, “disfrutó” de un orden normativo tan indefinido en sus confines como plano en su articulación. A nadie debe extrañar que  la obligación de motivar las sentencias se retrasara, o que la casación tardase en extenderse a todos los pleitos, hasta el punto de que hasta 1889 hubo una casación sin Código, la civil, y un Código sin casación, el penal. La vinculación del juez a la ley siguió siendo un mero deseo, un punto en el programa de las políticas del Derecho y no una pieza insustituible del nuevo aparato de justicia, en el cual contaban sobre todo los hombres y no los principios. Entre 1834 y 1868, el de separación de poderes apenas importó a la hora de reformar la justicia, lo que sin duda arrastró importantes consecuencias:  la discusión de la propia ley de 1870, origen de nuestras instituciones de justicia, se centró en los problemas de personal ocupante hasta entonces de los cargos de justicia, poniéndose de manifiesto una vez más la preocupante incapacidad española de configurar el famoso tercer poder, la cual, por cierto, parece en muchas ocasiones llegar hasta nuestra más reciente actualidad.

Respecto de la justicia administrativa, muchas voces se alzaron, desde 1833/1834, para reclamar la creación de algo similar a lo que por aquel entonces existía en el vecino reino francés, a pesar de que en aquellas fechas la jurisdicción administrativa en Francia estuvo sometida a un aluvión de críticas de todo tipo. Mas con independencia de la situación del famoso modelo francés, lo cierto es que a partir de 1834 se sentaron las bases de la Administración española. División provincial, subdelegados, supresión de los consejos y creación del Real de España e Indias… y, finalmente, aprobación de la ley de 1845.  Ahora bien, tengo para mí que los historiadores no hacemos suficiente hincapié en los por aquel entonces fueron considerados verdaderos problemas: así, por ejemplo, no se subraya lo suficiente que los Decretos de 1834, en virtud de los cuales se disolvieron definitivamente los antiguos Consejos de la Monarquía Católica, creando unos nuevos tribunales que supuestamente debían poner fin a la “espantosa” confusión entre los asuntos gubernativos y contenciosos, no fueron capaces de impedir que  un expediente gubernativo acabara convertido en una causa judicial mediando agravio, ni prohibieron llevar ante la justicia ordinaria a los ocupantes de empleos públicos. Vistos así, los Decretos de 1834 vienen a confirmar la excelente salud de antiguos mecanismos de corte jurisdiccional y, por tanto, lo limitado de la reforma.

No obstante, no son los ¿defectos? de las reformas emprendidas en la década de los treinta las que interesa comentar, sino las limitaciones de la Ley de 1845. Con ella, – se supone -, España entró en el club de los países dotados de una jurisdicción administrativa. Estudios recientes, sin embargo, vienen poniendo de relieve que el obstáculo fundamental para la constitución de una jurisdicción administrativa entre 1834 y 1845 no se debe localizar en el aparato de justicia, ni siquiera en los defensores de otra forma, más liberal por cierto, de resolver los conflictos entre los ciudadanos y la administración, sino en el mantenimiento de algo tan conocido en la Monarquía Católica como era la pluralidad de fueros. Es más, la creación de una jurisdicción administrativa no se entendió como una suerte de formalización institucional del principio de separación de poderes, sino que muy por el contrario se asemejó a la creación de un nuevo fuero, esto es, a la dotación de jurisdicción al único Ministerio que le faltaba: el de Gobernación. Esta hipótesis valorativa no es en absoluto descabellada,  ya que basta comprobar cuáles fueron los –pocos- asuntos tramitados por los consejos provinciales, que se supone debían ser la primera instancia de la jurisdicción administrativa, o los extraños experimentos “forales” que se mantuvieron en las Provincias Vascongadas, cuyo estudio ha demostrado que la ley de 1845 fortaleció a las instituciones forales y no precisamente a la Administración central. No quiero restar importancia ni a la ley de 1845 ni menos a las consecuencias que conllevó su aplicación, pero creo que puede afirmarse que media todo un universo entre la creación francesa y la justicia administrativa española, creada en 1845 y abolida, sin conseguirlo, por la Revolución Gloriosa en 1868.

Así pues, y ya para finalizar, ¿reducción de la justicia? Por supuesto que sí, pero no sólo. Si algo caracterizó el proceso de constitución de una (nueva) Administración de Justicia en la España del Ochocientos no fue tanto el “saqueo” de su campo por parte de una cada vez más fuerte Administración, sino el mantenimiento de una pluralidad jurisdiccional que no puede asimilarse sin riesgo a la –exclusiva- administrativa. Y pluralidad implica no sólo conflicto, sino discusión sobre la atribución de asuntos, por lo que en buena medida el viejo juego de la concertación siguió vigente durante años por más que todo o casi todo estuviera cambiando en derredor. En este contexto no resulta extraño comprobar la extraordinaria suerte que siguió gozando el antiguo mecanismo de la consulta, ya que todas las instituciones, incluso las creadas en momentos revolucionarios, pretendieron tener naturaleza consultiva por lo menos en parte. Si por consulta entendemos formación colectiva de una decisión, la conclusión resulta evidente: en la España isabelina, los órganos unipersonales, propios de la administración activa, estuvieron no sólo rodeados, sino sobre todo abrumados, por órganos deliberantes no legitimados mediante sufragio de los ciudadanos.

Este estado de cosas entró en crisis muy tempranamente, aun cuando se mantuvo hasta la revolución de 1868. Sin duda ésta fracasó políticamente, a pesar de lo cual a lo largo del Sexenio se consolidaron las bases de lo que después será el aparato de justicia español, cuya historia, más allá de 1870, queda fuera de la sí limitada intención de estas páginas.


 

Giaquinto Corrado, Alegoría de la Justicia y la Paz Museo del Prado