Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Como es sabido, la Ley de Defensa de la Competencia ilegaliza no sólo los acuerdos entre empresas -el cártel en sentido formal- sino también lo que llama “conductas conscientemente paralelas”, o sea, las que se plasman en aquello que se pacta con el gesto de las cejas o a veces ni eso: te sigo la pista -quizá incluso sin conocerte personalmente- y hago lo propio.

Las Comunidades Autónomas son 17 y tienen el grueso de las competencias en educación. Los inicios de septiembre han sido testigos de rebrotes de la pandemia y se plantea la tesitura de si abrir los centros -primero colegios o institutos y luego Universidades- o no hacerlo. Cada una de las decisiones tiene ventajas e inconvenientes, aunque sabiendo que todo parece indicar que las cosas tienden a empeorar.

El hecho es que las 17 Administraciones, actuando como un solo hombre, casi “a la búlgara”, han decidido abrir: en circunstancias precarias y sin medidas de seguridad, y con evidentes carencias tecnológicas para la teledocencia, pero abrir, aun a sabiendas de que en breve probablemente haya que ordenar machine arriére. La unanimidad alcanzada (y, para más inri, con la bendición centralista de Isabel Celáa) ha sido tan relevante como el propio contenido material de la decisión.

¿Por qué abrir? Nadie ignora que lleva trazas de un error que traiga fatales consecuencias -aunque, eso sí, se disimula-, pero ponen por encima otro dato: saben que si la pifia todo el mundo, no pasará nada.

¿Alguno habrá tenido la tentación de decir que lo mejor, hechas las sumas y las restas, es no abrir? Sin duda. Pero sabe que, si luego las cosas milagrosamente se arreglan y el curso, allí donde sí se inició, no se interrumpe (escenario remoto pero no imposible), quedará estigmatizada y -lo peor- en solitario. Ese riesgo, por nimio que se antoje, no se puede asumir. Es lo último, porque lo inverso, que la decisión aislada se acabe revelando correcta (o sea, haberse anticipado a la evidencia de que abrir era un disparate) no cotiza nada: de entrada, esa Comunidad Autónoma recibiría las diatribas que nos podemos imaginar -no le interesa la educación, lo suyo son los bares, etcétera- y luego, pese a acreditarse que era quien estaba en lo cierto, no vería reconocido mérito alguno. En suma: hay que ir con el rebaño y equivocarse, sí, pero -punto crucial- a la vez. En cuadrilla, como dicen los penalistas.

A las Comunidades Autónomas, y en general a las Administraciones Públicas, no les resulta aplicable la Ley de Defensa de la Competencia y por tanto la conducta de las 17, conscientemente paralela, no constituye infracción. Pero eso no significa que otros bienes jurídicos, incluso del más alto rango, no estén chirriando.

Si la Constitución ha optado por el pluralismo territorial -en eso consiste la autonomía: Art. 2 y 137- es precisamente para que cada quien puede desarrollar su propia política y así distinguirse: ¿No habíamos quedado en que cada uno tiene sus hechos diferenciales? ¿No había que luchar -recuérdese el encendido debate estatutario de 2005 y 2006, sobre todo en Cataluña- por las competencias y blindarlas, sin injerencias de Madrit? ¿No fue la Sentencia del TC de 2010 un agravio intolerable, al nivel de los Decretos de Nueva Planta de Felipe V o, peor aún, el penalti de Guruceta por la entrada de Veláquez a Rifé?

Y eso por no hablar del otro pluralismo, el propiamente político o ideológico, proclamado en el Art. 1 como valor superior -ahí queda eso- y que encuentra su expresión en los partidos (Art. 6). En las campañas, todos se presentan como muy distintas de los otros, hasta el grado de no querer siquiera arrimarse porque el mero roce resulta tan peligroso como raspar la lija. Pues bien, he aquí que a la hora de la verdad, unos y otros Gobiernos autonómicos, ya sean tirios o troyanos, ya luchen con los aqueos o con los defensores de Helena, acaban haciendo exactamente lo mismo. Moraleja: da igual a quien vote uno. Si la democracia significa opción, aquí no hay tal. Al par se decide abrir -los de babor, los estribor y los mediopensionistas- y lo mismo sucederá a la hora de cerrar (por supuesto, echándole la culpa a alguien, para seguir los sabios consejos de Baltasar Gracián: “Todo lo favorable obrarlo por sí, todo lo odioso por terceros”, como reza el aforismo 187 del Oráculo Manual). Por graves que sean los errores, lo único importante es que no los haya cometido yo en exclusiva. El rebaño -la cuadrilla- resulta impune: efecto emulación. Nunca salirse del carril y, eso sí, entre tanto disimular.

La noción de “clase política” viene nada menos que de 1899 y se acuñó en Italia, una vez más el laboratorio del mundo. Gaetano Mosca había nacido en 1858 (en Palermo, precisamente) pero sus reflexiones se han mostrado eternas. El debate sobre la autonomía y el pluralismo político acaba teniendo mucho de fuegos artificiales.


 

 

 

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz