Por Juan Antonio Lascuraín

Los juicios paralelos en los medios de comunicación son un moderno dios Jano, con sus dos caras que miran en sentido opuesto. Algunos ven en ellos una especie de aportación social informal a la persecución de ciertos delitos que son a la vez muy dañinos y difíciles de detectar, y que por ello presentan un preocupante déficit de prevención. Esto formaría parte de su cara luminosa. Piensen en la violencia de género, en los atentados sexuales, en la corrupción pública. Su tan antipática elevada impunidad se debe sin duda a las circunstancias de opacidad en las que suelen cometerse estos delitos. Cuando los hechos objeto de acusación no se dan por probados o cuando sí lo son, pero la sentencia no es todo lo contundente que podría ser, se achaca a veces popularmente a los jueces su excesivo formalismo, o su excesivo garantismo con respecto a los acusados, o su falta de empatía con quien se dice víctima del delito. En ese contexto, la información y las opiniones de los medios supondrían una especie de ayuda o complemento “democráticos” a la administración de justicia. Como subraya Vittorio Manes, los juicios paralelos se autoconciben así – más bien, se “venden” así – como una contribución a la lucha contra la impunidad.

Esta visión de las cosas es harto discutible. No lo es, y sigo con la cara luminosa de los juicios paralelos, lo que tienen de contribución al debate público (político) en una sociedad democrática. Así, por de pronto, los denominados juicios paralelos (las informaciones y valoraciones sobre asuntos que están siendo objeto de enjuiciamiento) son una obvia manifestación del ejercicio de las libertades de información y expresión en su núcleo irreductible: cuando se refieren a asuntos de interés público. Los juicios paralelos son casi siempre juicios paralelos ‘penales’. Es indiscutible el interés general, de organización social, en la detección y sanción de las conductas que más gravemente dañan tal organización, que son las penales. Empobrecer el debate en esta materia equivaldría a empobrecer la democracia; enriquecerlo, a enriquecerla. En no pocas ocasiones ha aplicado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la información judicial su famosa metáfora de la prensa como “perro guardián” de la democracia.

Y está después – tercera posible medalla para los juicios paralelos – el rol estelar de la publicidad como contrapeso al enorme poder de los jueces. La lucha histórica por una administración de justicia decente fue, sí, una lucha por el imperio de la legalidad, pero sobre todo una lucha por su publicidad. Me subo a hombros de gigantes: advertía Jeremy Bentham que “la publicidad es el alma misma de la justicia”; que “mantiene al propio juez, mientras está juzgando, en juicio”.

La cara oscura de los juicios paralelos

En el tapete del debate sobre la legitimidad democrática de los juicios paralelos estos exhiben con sonrisa ganadora su carta de triunfo, la libertad de expresión política como libertad consustancial a la democracia. Todos decidimos en un ágora donde todos podemos informar y ser informados, donde todos podemos opinar y tratar de persuadir a los demás.

Lo que pasa es que quien juega en contra de los juicios paralelos tiene otro comodín, otra carta de triunfo, que es la de la presunción de inocencia como principio, como haz de derechos imbricados en la dignidad de la persona que no toleran la espuria catalogación de esta como culpable: porque la condena penal es una afrenta al honor, una especie de excomunión social; porque frecuentemente detrás de la culpabilidad está la cárcel; porque el de la culpabilidad es un pulso desigual entre el individuo y el todopoderoso Estado. La preocupación ética de las sociedades por la evitación de la lacra de los falsos culpables la encontramos ya en el Deutoronomio, hace más de 3.000 años: “solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación” (Dt 19, 15).

¿Y cómo afectan los juicios paralelos al principio de la presunción de inocencia? Para tratar de ser más preciso, y también para aquilatar las dimensiones del problema, convendrá precisar qué se entiende por juicios paralelos y qué por principio de presunción de inocencia. Esto me recuerda la respuesta que se atribuye a Unamuno acerca de si creía en Dios. “¿Que si yo creo en Dios? Todo depende de qué signifique `yo´, de qué signifique `creer´ y de qué signifique `Dios´”.

1. No llamamos “juicio paralelo” (“pseudoproceso” lo denomina también el TEDH) a la información de tribunales, sin más. El juicio paralelo es un juicio y es paralelo: es paralelo porque se produce contemporáneamente a un juicio, se refiere a un asunto sub iudice, a un caso no definitivamente fallado; y es un juicio porque tiene una cierta pretensión abarcativa: es un cúmulo de informaciones y valoraciones sobre un asunto y suele terminar en un veredicto que se ha ido avanzando ya durante el proceso comunicativo. El asunto suele ser penal y el veredicto suele ser de culpabilidad. Recuerden el caso español de La Manada y cómo se produjo un cúmulo de valoraciones mediáticas, que generaron incluso movilizaciones sociales, con una determinada tesis: la víctima no había consentido las relaciones sexuales; las mismas habían sido impuestas mediante intimidación. Por ello no estábamos ni ante un acto penalmente irrelevante ni ante un “mero” abuso sexual por abuso de superioridad, sino ante una agresión sexual constitutiva de violación.

2. Las finalidades de un proceso penal son claras en un Estado de Derecho. Se trata de la verdad material. De saber qué sucedió. E importa tanto esa materialidad cuando es positiva, cuando se afirma que el delito se cometió, que nos rodeamos de muchas garantías para alcanzarla. Lo decide un juez, alguien sabio e imparcial, y lo decide sin prejuicios, a partir de que sus ojos ven y sus oídos escuchan. La prueba se practica ante él y en condiciones de contradicción de las partes, y sobre todo de plena defensa para el acusado, que puede alegar y contraprobar lo que estime oportuno. Y las reglas para valorar esas pruebas son un campo inclinado a favor de tal acusado. El punto de partida es que no hizo lo que se le atribuye; que el que imputa, miente. Para rebatir esa presunción no basta el 51% de probabilidad de comisión. El delito solo se afirma si la convicción del juez es plena, más allá de toda duda razonable.

Regreso del proceso al pseudoproceso; del juicio a su paralelo, que no es un espejo, sino un espejo deforme. Y es que la aspiración de quien realiza el juicio paralelo no es necesariamente cognitiva. Si lo realizan medios privados, empresas privadas, su finalidad, transparente y legítima, será normalmente el lucro. Las informaciones y opiniones se expondrán con el contenido y de la forma que sean más llamativos, más teatrales, que generen más audiencia. Y ahí está la ficción, la literatura y el cine para comprobarlo: atrae más la curiosidad la maldad morbosa que el simple accidente.

Con el mismo resultado de espalda a la realidad la intención del medio privado o público puede ser política. Puede ser que no le interese la verdad sino la culpabilidad o la inocencia del acusado por intereses políticos partidistas. Aludo aquí a otro caso muy conocido, el caso de los EREs, con decisiones encontradas del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. Muy interesante porque puso de manifiesto otro rasgo de los juicios paralelos, que es el mal perder de sus autores, que terminan imputando el fallo que no les gusta a la parcialidad del Tribunal.

¿Y qué más da?, puede pensarse. Al fin y al cabo es un juicio paralelo, va por otra vía, su veredicto no incidirá en el ordenamiento jurídico, tiene por destino el limbo.

La influencia del juicio paralelo sobre el juicio real

El problema es que, como subraya Antonio del Moral, tales juicios no son paralelos, sino oblicuos. Influyen de manera espuria en el juicio de verdad, en ese que nos hemos empeñado tanto en preservar su veracidad. Influyen de al menos cuatro maneras.

1. La presión de los medios (su información, su valoración) puede ser tal que el acusado entre a la sala del juicio no como un inocente, sino como un culpable en espera de juicio, de bendición de su culpabilidad.

Recuerda esto a aquello que le dice la Reina blanca a Alicia, la del País de las Maravillas: “ahí tienes al mensajero del Rey. Está encerrado ahora en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles y por supuesto, el crimen se cometerá al final”.

2. Se altera asimismo la virginidad de la prueba. Los jueces han accedido ya a ella sin garantías en su producción. En ocasiones los testigos llegan ya al juicio resabiados, más pendientes de mantener sus respuestas previas a los medios tras entrevistas pagadas o capciosas, o con dificultad para distinguir si lo que recuerdan es de propia mano – de propio ojo, de propio oído – u obedece a la insistente explicación de los medios acerca de lo sucedido, grabaciones y videos mediante.

3. La víctima principal del juicio paralelo es, en tercer lugar, la imparcialidad del juez, sobre todo si es lego, sometido a una fuerte presión acerca de cuál debe ser el veredicto, qué exige la justicia, qué debe hacer si no quiere aparecer, por ejemplo, como un aborrecible machista o como un despreciable ciudadano vendido a los poderosos.

4. Y la cuarta y última víctima del juicio paralelo es en ocasiones la propia víctima del delito. Revíctima en su anonimato y en su privacidad. Y condicionada a veces en su propia autonomía, en su decisión de continuar con su denuncia o en cómo testificar si los medios la han convertido en una especie de adalid de una determinada causa. “Sigue y machaca”, sería el mensaje, “quieras o no, lo veas correcto o no”. Algo de esto vieron algunos analistas en Jenni Hermoso como destinataria del beso de Rubiales.

¿Qué hacemos?

Los juicios paralelos son, pues, ejercicio de las libertades de información y expresión, amén de garantía de publicidad del juicio, pero también que pueden resultar intensamente dañinos para las esenciales garantías procesales del imputado o acusado. Dicho en breve: se pueden cargar el criterio y derecho de presunción de inocencia, tan consustancial también al Estado democrático de Derecho. Tenemos, por una parte, en un peculiar pulso, el derecho estelar de la democracia, que es, en palabras de la Corte Suprema de los Estados Unidos, el debate público “desinhibido, vigoroso y abierto”. Pero, por otra parte, imbricado en la dignidad humana esta la presunción de inocencia, cuya desvirtuación, la afirmación de culpabilidad, exige un muy acendrado deber de veracidad que puede quedar debilitado por el juicio paralelo.

¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer jurídicamente? ¿Seremos capaces de mantener la cara luminosa de nuestro Jano y eliminar a la vez alguna de sus peores excrecencias?

Malas soluciones

1. La solución más brava para evitar los, por así decirlo, peores juicios paralelos pasaría por penalizarlos. Más allá de su aparente contundencia es este un mal remedio, como pasa a veces con los remedios penales, peor que la enfermedad a la que responde.

En primer lugar por su inevitable imprecisión, pues se trataría de vedar las informaciones y opiniones “adecuadas para influir en la resolución de un proceso penal” (como se tipifica en Austria; similar es la fórmula del contempt of Court británico).

Esta imprecisión, ya mala per se en un precepto penal, es peculiarmente dañina cuando lo que se considera delito, y sobre todo si se castiga con pena de prisión, es el exceso en el ejercicio de un derecho fundamental, porque disuadirá de tal ejercicio. Por si las moscas, las moscas penales, los medios no se expresarán sobre algo tan público como los juicios penales. ¿Quién querrá pasear por la finca, cosa que es muy buena para la salud, si en la misma hay bancos de arenas movedizas mal señalizados?

2. Podemos poner el punto de mira no en la información, para prohibirla, sino en sus consecuencias procesales nocivas, para evitarlas. Pensemos en la medida del aplazamiento del juicio como carta en la manga del tribunal frente a un juicio paralelo especialmente incisivo, posibilidad esta sugerida por la Corte Suprema de los Estados Unidos. Esta medida no me parece en absoluto procedente. Parece más bien un aliciente perverso para perversos abogados poco interesados en que se celebre el juicio. Un “montemos un juicio paralelo” a ver si dilatamos la pena o la disolvemos por aburrimiento. Y además, siguiendo el viejo refrán castellano, parece un ejercicio de vestir un santo para desvestir a otro, el derecho fundamental a no padecer dilaciones indebidas.

3. Podemos pensar también en la absolución y en la recusación, medidas también que no se fijan en la información sino en sus efectos. La primera, propuesta por algunos autores alemanes, sostendría que la renuncia a la pena sería la única respuesta constitucional adecuada frente a una inocencia que no se ha podido desvirtuar con garantías. Pero, y mucho pero, más allá de la dificultad de concretar cuando tal cosa sucede, cuándo el juicio paralelo ha sido tan incisivo, tan influyente, resurge de nuevo la cuestión del aliciente perverso para los culpables: “montemos un circo mediático y librémonos de la cárcel”. También la recusación nos conduce a un túnel sin salida. Si determinados juicios paralelos contaminan a los jueces, ¿qué jueces, que no sean marcianos, los podrán sustituir? ¿Quién podrá juzgar el caso de La Manada o el beso de Rubiales? Y en todo caso, y de nuevo con los santos desvestidos: ¿qué queda del juez ordinario predeterminado por la ley si podemos moverle la silla con un juicio paralelo suficientemente potente?

Buenas soluciones

En ese pulso constitucional entre libertad de expresión y presunción de inocencia buena parte del balance óptimo se ha querido encontrar en el encapsulamiento de todo o de parte de la información procesal, o lo que es lo mismo, en las prohibiciones de información, algo que ya vimos en su radicalidad con los tipos penales de enjuiciamiento paralelo dirigidas a los medios de comunicación. Ahora me voy a referir a soluciones más matizadas.

Y es que aquí desde luego no sobran los matices. Me voy a permitir los dos siguientes.

1. El primero es una observación de sociología jurídica. Los juicios paralelos se suelen alimentar de informaciones que provienen en buena parte de los funcionarios públicos encargados de la investigación penal – que son quienes disponen normalmente de tales informaciones – y suelen deberse a fines espurios, sean políticos o se deban al afán de que la investigación “triunfe”, progrese en sentido acusatorio. Es ese echar el mundo encima del imputado porque el investigador considera que es culpable y que su éxito profesional pasa por tal constatación. El otro foco de revelación reside en las partes del proceso que conocen tales informaciones por obvias razones procesales de defensa de sus intereses, que puede aconsejar también su difusión pública.

2. El segundo matiz es el de diferenciar estrategias. Una cosa son las prohibiciones de revelación de información a los funcionarios públicos y otra, bastante más delicada desde el prisma de la libertad de expresión, son las prohibiciones de comunicación a los medios de comunicación.

Penar la revelación

La información que surge de la instrucción es, como vimos, una información no depurada cuyo conocimiento daña la presunción de inocencia del imputado y la imparcialidad del futuro juez. Las autoridades públicas (policía, fiscales, juez de instrucción) deberían comunicar solo sus hitos fundamentales (la instrucción misma, medidas cautelares, auto de finalización) y, creo, en principio, con reserva de identidad y de imagen de los imputados para la mejor salvaguarda de su presunción de inocencia.

La cara b de esta propuesta es la prohibición penal a los funcionarios de otras informaciones, como delito de revelación de secretos, prohibición que debe extenderse a las partes procesales en relación con toda la información que se declare reservada, que, según lo dicho, debe ser casi toda. La incomprensible laxitud que existe, al menos en España, con la quiebra de esta reserva debe combatirse con penas relativamente severas, que acentúen la importancia de la prohibición y que sean acordes a la dificultad de detección de tal ilicitud, como pasa por ejemplo en materia de revelación de información privilegiada en el mercado de valores.

¿Hace bien esto nuestro Código Penal? En teoría, en relación con los funcionarios, sí. Conforme al artículo 417 la revelación de “secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados” acarreará pena de prisión de uno a tres años e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de tres a cinco años si “resultara grave daño para la causa pública o para tercero”. Si se trata de “actuaciones procesales declaradas secretas por la autoridad judicial” y el revelador es “Juez o miembro del Tribunal, representante del Ministerio Fiscal, Secretario Judicial o cualquier funcionario al servicio de la Administración de Justicia la pena se impondrá en su mitad superior” (o sea, en cuanto a la prisión, de dos a tres años, lo que se convierte en una pena no suspendible salvo que se imponga en su mínimo de dos años).

Creo que la previsión es adecuada siempre que se lleven a cabo dos correctas interpretaciones. La primera es que las actuaciones sumariales son siempre secretas y que cuando se declara su secreto se hace para las partes personadas. La Ley de Enjuiciamiento Criminal señala que “[l]as diligencias del sumario serán reservadas y no tendrán carácter público hasta que se abra el juicio oral” (art 301) y que “podrá el Juez de Instrucción […] declararlo [el procedimiento], […] total o parcialmente secreto para todas las partes personadas (art. 302). Luego ya lo era para el resto del mundo. La segunda interpretación es la de que la filtración del sumario, por lo afirmado en esta entrada en relación con la presunción de inocencia y la imparcialidad judicial supone en principio un grave daño para el imputado o para la causa pública (porque en otro caso la pena se quedará en una multa).

Si el filtrador es “abogado o procurador” (art. 466.1 CP) o “cualquier otro particular” (art. 466.3 CP) la pena será solo de multa e inhabilitación (inferior para los segundos sujetos), pena que me parece muy poco preventiva y que habría que elevar. Como poco preventiva es la laxitud con la que de facto se persiguen estos delitos y que por su propia opacidad exigen una indagación entusiasta y, lamentablemente, incisiva.

Otras soluciones

Más delicada es, como adelantaba antes, la cuestión en relación con los medios de comunicación por razones que tienen que ver con su rol contributivo al libre mercado de las ideas políticas. Con todo, creo que deberían considerarse excepcionalmente ciertas prohibiciones de comunicación.

1. La primera se refiere a las entrevistas a los testigos del hecho que se investiga. La declaración privada previa del testigo es, perdóneseme el símil, como torear el toro antes de la corrida. No solo porque, siguiendo la metáfora taurina, el testigo llegue “resabiado” al juicio, carente de la espontaneidad que busca la prueba como garantía de veracidad, sino por el sesgo que se generará en él de mantener su testimonio privado, siempre en mayor o menor medida adulterado con preguntas capciosas y en todo caso vertido sin condiciones de contradicción, con preguntas de ambas partes y control judicial imparcial.

2. Espinosa es la prohibición de comunicación de pruebas ilícitas. ¿Puede un medio publicar las conversaciones telefónicas irregularmente captadas o, por extremar el ejemplo, la declaración obtenida mediante tortura? No sé si es un “no” absoluto, pero sí que es al menos un “no” sin consignar la información completa: sin consignar la invalidez de tal información y las razones de la misma.

¿Y si atenuamos la pena para quien ha resultado finalmente culpable y ha sufrido previamente un prolongado e intenso juicio paralelo en el que fue insistentemente reputado como culpable?

La propuesta dista de ser insensata. Si por una parte existe algo así como la “pena de banquillo”, si the process is the punishment, y si, por otra parte, el juicio paralelo es, en lo que ahora importa, un juicio que ha generado en el imputado una carga nada desdeñable en forma del daño al honor propio de la pena, resultará que el condenado recibió ya una pena, una consideración de culpable que puede hacer que la pena final formal resulte desproporcionada. El supuesto es en lo esencial análogo al que hizo que en España, primero como construcción jurisprudencial y luego como reforma del Código Penal, se considerasen como atenuantes las dilaciones indebidas en el proceso.

Algunas conclusiones para el debate

Si hago un breve balance de las respuestas al conflicto de valores que suscitan los juicios paralelos resultará que para su solución considero descartables:

  • los delitos de juicio paralelo,
  • los aplazamientos del juicio,
  • la absolución del acusado y
  • la recusación del juez.

Y que me parece que son atendibles, que merecen reflexión:

  • los deberes penales de secreto para los funcionarios y las partes, cuya infracción debe amenazarse con una posible pena breve de prisión;
  • la seriedad de la instrucción en estos casos, de endógena opacidad;
  • las prohibiciones de difusión de entrevistas a testigos y de publicación parcial de los resultados de las pruebas ilícitas;
  • la no retransmisión pública en directo de los juicios, cuestión que no he tenido tiempo de abordar; y
  • la atenuación de la pena en ciertos casos graves.

Finalizo el catálogo con una última medida. Si el principal peligro de los juicios paralelos es su influencia en el juez, y si esta es considerablemente mayor en el caso de los jurados legos, no digo yo que solo por esto debamos terminar con la institución del jurado – que es lo que a mí me pediría el cuerpo respecto a tan arcaica institución -, pero sí al menos que pudiera preverse que en casos de juicio paralelo intenso pudiera el Tribunal Supremo decidir que se optara excepcionalmente por un enjuiciamiento puramente profesional.

Los juicios paralelos son un fenómeno cuantitativamente menor en el mundo de la información judicial, pero muy incisivos en la dignidad de la persona cuando se producen. Son ineludibles en una sociedad democrática a la vez que pueden acarrear consecuencias insoportables en tal sociedad democrática. Solo se puede «conllevarlos».

V., las palabras de Ortega y Gasset en 1932 sobre España y el problema catalán: “El problema catalán [aquí el problema de los juicios paralelos] es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; es un problema perpetuo, que ha sido siempre y seguirá siendo mientras España [aquí, el Estado democrático] subsista”.

Esa conllevancia admite distintas composiciones según las distintas culturas constitucionales. Comporta tolerar los juicios paralelos tratando de evitar sus excrecencias, interfiriendo en ciertos flujos de información y limitando algunas de sus consecuencias sobre el penalmente acusado. Hacer mucho más equivaldría a hacer tambalearse la libertad de expresión y el control público sobre el poder judicial y desconocer que el desempeño de los tribunales en las sociedades democráticas está genéticamente destinado a producirse, no en el vacío, sino en el ruido necesario que conforma el debate sobre los conflictos sociales y el ejercicio del poder. Sus profesionales, los jueces, deben estar formados para cumplir su trascendental función elevándose sobre esa superficie.

Para lo que no creo que sirvan los juicios paralelos es para alcanzar una especie de justicia popular allí donde no llega la justicia formal. Para castigar a las supuestas manadas que dejan libres los jueces. Porque ni es justicia conforme a nuestros valores constitucionales ni es popular. La justicia popular en las democracias es la garantista de los tribunales, que se imparte en nombre del pueblo. El juicio paralelo puede terminar en un linchamiento alimentado por la mentira, por el espectáculo lucrativo o el interés partidista. No se puede escribir derecho con renglones torcidos. Solo Dios, según santa Teresa.


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