Por Juan Antonio García Amado*

 

Sobre el papel y el sentido de la dogmática penal y sobre el papel de los penalistas en los regímenes autoritarios

 

¿Dónde estaban y qué pensaban los penalistas alemanes cuando se juzgaba a Hitler en 1924 por su fallido golpe de Estado? Y en qué andarán hoy en día.

El 9 de noviembre de 1923, Hitler y un puñado de camaradas del partido nazi, entre los que destacaba el general Ludendorff, toman violentamente la cervecería de Múnich donde daba un discurso una alta autoridad bávara, Gustav Ritter von Kahr. Suenan tiros y el propio Hitler lleva una pistola que dispara varias veces al techo. Más adelante el enfrentamiento en las calles causa muertos entre policías y golpistas. El 23 de febrero de 1924 empieza el juicio contra Hitler y sus secuaces. Los juzga un tribunal especial mixto, de jueces profesionales y legos, tribunal que no sería constitucional con la Constitución de Weimar en la mano. Pero el gobierno, en Berlín, no se atreve a imponer el tribunal constitucional y legalmente competente, que tenía su sede en Leipzig. Esa es una primera gran irregularidad.

El tribunal en Múnich está presidido por un magistrado apellidado Neithardt, conocido por sus ideas ultraderechistas y por el modo sesgado en que viene aplicando la ley penal a delitos de cariz político, con mucha dureza cuando son socialistas o comunistas los acusados y con gran suavidad cuando se trata de derechistas y ultraconservadores. Con el consentimiento de ese presidente del tribunal, el juicio se convierte en una gran exhibición oratoria y propagandística de Hitler.

La sentencia se hace pública el 1 de abril. Se había juzgado a Hitler y los demás golpistas por el delito de alta traición, cuya pena podía llegar a cadena perpetua. El fiscal, en sus palabras finales, dice que la persona de Hitler le merece respeto, pero que su culpa es grave. El fiscal exprime atenuantes y solicita una pena de ocho años de cárcel. El tribunal extrema la interpretación favorable de atenuantes y condena a Hitler nada más que a cinco años, mientras que absuelve a Ludendorff, con el argumento de que creía ese acusado que el golpe era para apoyar al gobierno legítimo. De otros acusados, a los que también impone el tribunal penas leves, dice que obraron por nobles motivos patrióticos.

Ludendorff ya había sido acusado y absuelto anteriormente, cuando se juzgó a los autores de otro intento de golpe de Estado en 1920, el llamado Kapp-Putsch. También en esa ocasión la máxima condena fue de cinco años para un antiguo ministro apellidado von Jagow, y también entonces se justificó lo nimio del castigo por el “enorme amor a la patria” del acusado.

Hitler era austriaco, no tenía nacionalidad alemana, y la ley establecía sin lugar a dudas o interpretaciones que el extranjero que fuera condenado por alta traición debía ser expulsado de territorio alemán al acabar de cumplir su pena privativa de libertad. En su alegato final, Hitler pide que no se le imponga ese castigo accesorio. El tribunal dice, en la sentencia, que no procede tal expulsión de Hitler, por ser un hombre que piensa y siente como un alemán y que luchó por Alemania en la guerra.

La pena la cumple Hitler en la prisión de Landsberg en unas condiciones poco menos que lujosas; tanto, que algún historiador ha escrito que sin duda Hitler nunca había vivido antes tan confortablemente. Cumple solo una pequeña parte de esos cinco años de condena.

¿Acaso deja de ser totalmente antiliberal y de propósito autoritario una sentencia así, aunque trate de reducir la pena y de extender las causas de exoneración y de aligeramiento de la responsabilidad? Parece bien evidente que, precisamente por estar políticamente sesgada e ir de modo descarado contra la igualdad ante la ley penal, se trata de un ejemplo paradigmático de práctica autoritaria del derecho penal.

Esto da pie, incidentalmente, a sostener una tesis que aquí no podré fundamentar, pero que parece bastante obvia: la de que no debemos confundir las actitudes autoritarias con el punitivismo ni pensar que es progresista, antipunitivista y penalista muy liberal el que en tal o cual caso es partidario de la interpretación más restrictiva posible del tipo penal o de la imposición de las penas más bajas que quepan, sin forzar o forzando la legalidad. Ni todos los punitivistas son antidemócratas, ni son partidarios de un derecho penal de impronta liberal todos los antipunitivistas o que de tal se revisten para esta o aquella ocasión. Y, si queremos sumirnos en perplejidad completa, recordemos que, en conjunto, el Derecho penal español de ahora mismo probablemente aplica penas más duras que el del último Código Penal del franquismo, el de 1974. Y conste que quien esto escribe aborrece el punitivismo, detesta todas las dictaduras, empezando por la que vivió en su infancia, y abomina de todos los populismos, comenzando por el populismo penal.

En estas cuestiones, una eventual catalogación de los cultivadores de la dogmática penal podría combinar tres criterios entre sí independientes:

a) La actitud ante el Estado de Derecho democrático y la democracia como criterio de legitimación de la ley penal. Aquí la división elemental se dará entre penalistas leales a la democracia como suprema pauta de legitimidad de la ley y los enemigos de la democracia o que quieren subordinarla radicalmente a otros valores o intereses personales o grupales: valores o intereses religiosos, políticos, económicos, atinentes a una determinada moral, etc. Mismamente, en la España de ahora mismo hay más de cuatro profesores que desprecian el sistema democrático en que vivimos y, en el fondo, toda democracia genuinamente representativa, si bien no lo dicen a las claras, sino que se dedican a cuestionar su legitimidad aludiendo a los defectos de la transición española a la democracia, a los vicios ocultos o visibles de la Constitución del 78 y a supuestas tramas conspiratorias que siempre impedirían que alcancemos una real y efectiva democracia “popular”. Esas buenas gentes viven en la paradoja y el desconcierto, pues, seguramente por falta de luces, suelen firmar manifiestos de respaldo a grupos protofascistas o muy ligados a lo más profundo de la corrupción que se ha vivido en España desde que hay democracia. No hace falta que mencionemos por su nombre a personajes más o menos honorables, pero de muy dudosa trayectoria, a los que estos colegas admiran y respaldan siempre que pueden, mientras se creen el no va más del progresismo y paladines de los más meritorios afanes revolucionarios. Algunos son realmente cínicos y sueñan con sinecuras y privilegios en futuras satrapías liberadas del yugo constitucional; otros llevan tanto tiempo matando al padre, que no se entiende cómo no han acabado ya con toda la parentela; pero unos cuantos hay a los que sencillamente parece que les falta algo de luz.

b) Según que sean más punitivistas o menos, es decir, en mayor o menor medida partidarios de que se penalicen más conductas y de que las penas sean más altas y hasta más duras y rígidas las condiciones para su cumplimiento, y todo ello referido en especial a las penas de cárcel. En términos generales o en abstracto, casi todos los penalistas españoles son fuertemente antipunitivistas y muy críticos con la deriva punitivista de la actualidad. Ahora bien, puede que no estuviera mal tratar de subclasificar a nuestros penalistas según el grado de congruencia de ese antipunitivismo, pues ciertamente los hay que lo mantienen sin excepción, pero no escasean los de según y cómo, los que están dispuestos a admitir y hasta demandar excepciones para ciertos delitos muy del gusto del pensamiento mediáticamente dominante o de los grupos que marcan la moda intelectual del momento.

c) En función de la convicción y la coherencia con que se adhieran a los fundamentos primeros de un Derecho penal de corte liberal (en el más noble y originario sentido de la expresión) y garantista. Esos principios podemos aquí sintetizarlos en tres: legalidad estricta, igualdad plena de los ciudadanos ante la ley penal y presunción de inocencia. Mal encajan entre los afines a ese Derecho penal liberal los que siempre preguntan quién es o de qué “cuadra” el acusado, antes de pronunciarse sobre si merece que se le aplique o no la ley o que esta se interprete con más rigor o menos; o los que expresamente o a la chita callando admiten que a determinados acusados se les rebajen las garantías ligadas a la presunción de inocencia o hasta se invierta en su caso la carga de la prueba.

Tampoco cuadran bien dentro del Derecho penal de orientación liberal y garantista aquellos que más que atender a los hechos del caso y a lo que la norma dice, juegan a instrumentalizar el Derecho penal en pro de causas de cualquier tipo, convirtiendo unas veces a verdaderos delincuentes poco menos que en héroes para los que solicitan declaración de inocencia sin atender a datos ni pruebas, y queriendo hacer pasar a otros por auténticos villanos merecedores del mayor castigo, y de nuevo sin poner mucha atención a lo que digan las normas o a la realidad de las conductas que se enjuician. Porque, como tantas veces ha subrayado el gran Luigi Ferrajoli, el único Derecho penal liberal y acorde con nuestras constituciones es un Derecho penal de hechos, y en las antípodas del mismo está el Derecho penal de autor, en cualquiera de sus formas e incluyendo las formas aparentemente progresistas de las que hoy se reviste alguna que otra vez.

En fin, lo que trato de indicar es que estos tres pares de categorías (demócratas-no demócratas; punitivistas y no punitivistas -y estos, congruentes o selectivos- y partidarios o no partidarios de un Derecho penal liberal) se combinan de casi todas las maneras posibles, y por eso ganaremos en claridad y perspicacia si procuramos que nuestra mirada sea completa y profunda. En el Derecho penal, como en tantas partes, hay bastante lobo con piel de cordero, bastante supuesto crítico del punitivismo que en realidad solo lo censura cuando la pena pone en peligro a los de su cuerda, y algunos que, si les hubieran tocado aquellos tiempos, habrían sacado a pasear los más solemnes principios penales nada más que para lograr para Hitler una pena tan baja como la que tuvo. Como la que tuvo en aquella época, la de la República de Weimar, en que la inmensa mayoría de los profesores de Derecho, y de los penalistas entre ellos, detestaban los procedimientos democráticos como vía para hacer leyes legítimas, eran punitivistas con el “enemigo” y poco menos que abolicionistas con los suyos, y de los grandes principios penales (lesividad, ultima ratio, etc.) hacían un uso sesgado, parcial, descarado y completamente dependiente de preferencias grupales y servidumbres políticas y sociales. Nihil novum sub sole.

 Filosofía neokantiana y dogmática penal moderna.

Von Liszt muere en junio de 1921. Junto con Beling, y en el marco de la llamada “Lucha de Escuelas”, ha dejado diseñada la base de la dogmática penal del Derecho continental hasta hoy. Será determinante la influencia de la filosofía neokantiana de primeros de siglo en Alemania. Es el neokantismo el que lleva a que la ciencia se bifurque entre ciencias naturales, atentas a la repetición de fenómenos fácticos según la ley de la causalidad, y ciencias culturales, cuyas leyes no se rigen por patrones causales, puramente empíricos, sino por otro tipo de “legalidad” vinculada a valores.

En palabras de Roxin: frente al naturalismo propio del pensamiento penal del siglo XIX, modelado por el ideal de exactitud y objetividad de la ciencia natural, “el sistema neoclásico estaba basado predominantemente en la filosofía de los valores neokantiana, muy influyente en las primeras décadas de nuestro siglo (Windelband, Rickert, Lask), y que, apartándose del naturalismo, quiso devolverles un fundamento autónomo a las ciencias del espíritu, considerando que su peculiaridad consiste en que se debe referir la realidad a determinados valores supremos en los que  se basan las respectivas disciplinas, configurarla y delimitarla mediante los mismos y sistematizarla desde el punto de vista de dichos valores” (Roxin, C.,  Derecho penal. Parte general. Tomo I. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito, trad. de la 2ª ed. alemana a cargo Diego-Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y García Conlledo y Javier de Vicente Remesal, Madrid, Civitas, 1997, pp. 200-201).

Lo que para las ciencias naturales son los puros hechos, gobernados por las leyes científico-naturales, para las ciencias culturales son hechos culturales valorativamente determinados. Lo que en un lado es puramente empírico, en el otro es normativo, en sentido amplio de la expresión. Tal vez la realidad sea solo una, pero el conocimiento humano solo puede aprehenderla compartimentada con arreglo a dos patrones, el empírico y el normativo.

Como explican Muñoz Conde y García Arán, “el neokantismo, en un intento de superación del concepto positivista de ciencia, trató de fundamentar el carácter científico de la actividad jurídica, distinguiendo entre Ciencias de la Naturaleza y Ciencias del Espíritu. Tanto unas como otras, decían los neokantianos, son auténticas ciencias porque tienen un objeto determinado y un método para investigarlo que les es propio y es precisamente por esto por lo que difieren entre sí. Las ciencias de la naturaleza estudian su objeto desde un punto de vista causal o explicativo y las ciencias del espíritu estudian el suyo empleando un método comprensivo referido al valor. La Ciencia del Derecho se incluye entre estas últimas porque en sus esfuerzos por conocer el Derecho positivo, objeto de su investigación, tiene que acudir a una valoración” (Muños Conde, F., García Arán, M., Derecho penal. Parte general, Valencia, Tirant lo Blanch, 8ª ed., 2010, p. 188).

Si hablamos del derecho, existen en él las dos dimensiones, cómo negarlo, pero si queremos captar la esencia o peculiaridad primera de las normas que lo configuran hemos de acceder a esa dimensión normativa que no depende en su ser específico de los puros hechos, sino que es la que sirve precisamente para calificar los hechos normativamente, añadiéndoles una nueva dimensión que no está en su ser puramente empírico. El neokantismo viene de Kant porque precisamente resalta aquello que ya estaba en Hume, la imposibilidad de derivar un deber de un puro dato empírico, de un puro hecho. Lo empírico solo proviene de lo empírico y lo normativo solo bebe de lo normativo  (Cfr. Vormbaum, Th., A Modern History of German Criminal Law, Heidelberg, etc., Springer, 2014, p. 146)

También el neokantismo jurídico se va a bifurcar en esas primeras dos décadas del siglo XX. Por una parte, en Kelsen constituye la base para una teoría de la validez de corte totalmente positivista, pues lo que Kelsen hace es resaltar no solo la independencia de lo jurídico frente a lo empírico en cuanto a la validez de sus normas, sino también la independencia conceptual u ontológica (no histórica o fáctica) de lo jurídico frente a otro tipo de normatividades, empezando por la moral, sea la moral que hoy llamaríamos positiva, sea la que hoy llamaríamos moral crítica o racional

Aquí se bifurca a su vez el positivismo jurídico, dividiéndose en un iuspositivismo normativista al estilo kelseninano y un iuspositivismo empirista, sea de cariz sociologista, como el de Ehrlich (el derecho existe nada más que como hecho social), sea de cariz psicologista, como el de buena parte del realismo jurídico escandinavo (el derecho existe nada más que como hecho psíquico).

Pero, por otra parte, en la doctrina penal alemana, y a través principalmente de la llamada escuela neoclásica, el neokantismo liga normatividad jurídico-penal y valor, pero en cierto sentido de valor moral, de valoración materialmente cargada. Aquí la idea capital llega de la mano de la idea de bien jurídico-penal. Las normas penales protegen bienes, y estos son bienes penales, bienes merecedores de esa protección, porque lo son, no porque las normas los protejan. La norma penal ampara el bien penal porque debe ampararlo, con lo que algo es un bien penal no por razón de la norma penal que lo protege, sino porque la norma penal debe protegerlo. Bien lejos, por tanto, del normativismo kelseniano y, al mismo tiempo, se dirá siempre que de esta manera la dogmática deja atrás el anterior positivismo penal.

Tampoco se trata de iusnaturalismo, pues iusnaturalismo no hay en el neokantismo. Ese componente valorativo que es definitorio de lo penal y que da sentido a sus normas en lugar de derivar meramente de ellas, es histórica y socialmente dependiente, no constituye expresión de ninguna ontología moral intemporal o de alguna forma de realismo moral. Curiosamente -y aquí está quizá una de las más fuertes contradicciones internas de la dogmática penal continental del siglo XX y hasta hoy- se trata de una dogmática no positivista, inescindiblemente atada a la idea de valor a través de la ontologización de la idea de bienes jurídico-penales, pero compatible del todo con una metaética antirrealista o, incluso, relativista.

Quizá por ahí haya algo de explicación para el hecho de que Radbruch, discípulo de von Liszt y familiarizado, por tanto, con el neokantismo de los penalistas, oscilara de una especie de iuspositivismo conceptual y no propiamente normativista al estilo kelseniano, a algo similar a un derecho natural de contenido históricamente variable, doctrina suya que subyace, después de 1945, a la conocida como “fórmula Radbruch”.

El neokantismo permite un renacer peculiar del conceptualismo en Alemania. La jurisprudencia de conceptos que había dominado el siglo XIX, en particular en el Derecho privado, se llamaba así porque se entendía que la materia prima o núcleo último de lo jurídico estaba constituida por esencias, por ideas de contenido necesario, por entidades conceptuales ontológicamente cargadas. Poco importaba que el sistema de fuentes positivas del derecho fuera caótico, pues el juez, para resolver cada caso, debía a fin de cuentas subsumir los hechos bajo el concepto en el que encajaran y en los propios contenidos del concepto se brindaba la solución metafísicamente necesaria para el caso. Por ejemplo, cierto acuerdo era un contrato o no lo era, y según que lo fuera o no, regirían requisitos específicos y necesarios de consentimiento, causa, etc.; y, de entre los contratos, ese acuerdo o bien era una compraventa o un arrendamiento o…, y así se encontraba en las esencias primeras de lo jurídico, los conceptos, la materia normativa primigenia, ser y deber a la vez, hecho y valor, entidad objetiva y mandato regulativo. Ese ontologismo o conceptualismo que domina en la doctrina iusprivatista alemana del XIX tratarán de reproducirlo en el Derecho público los autores de la Escuela Alemana de Derecho Público, que culmina en Jellinek.

En el caso del Derecho penal, el conceptualismo llega a su plenitud más tarde y aparece en su apogeo de la mano del neokantismo.

Roxin describió ese sucederse de los conceptualismos en la dogmática penal, conceptualismos que serían responsables de la continua separación entre dogmática penal y política criminal. Dice que “el edificio del delito (…) es un extraño conglomerado de diferentes épocas estilísticas”, la primera de las cuales viene marcada por aquel conceptualismo positivista decimonónico del que “nos ha legado un sistema clasificatorio en la forma de una pirámide conceptual, análogo, por ejemplo, al sistema botánico de Linneo: de la masa de las característica del delito se levanta el edificio a través de una abstracción, que lleva escalón a escalón hasta el concepto superior omnicomprensivo de acción” (Roxin, C., Política criminal y sistema del derecho penal, Buenos Aires, Hammurabi, trad. de Francisco Muñoz Conde, 2ª ed. 2000, p. 51). “La metodología referida a valores del neokantismo” no enlazó tampoco con la política criminal, sino que mantuvo la teoría del delito en un plano “formal” (ibid., p. 52). A ese legado dogmático del neokantismo lo denomina Roxin “teoría conceptual teleológica del Derecho penal” (ibid., p. 116).

Con la peculiaridad crucial, de raigambre neokantiana, de que aquí no se pretende que los conceptos penales sean entidades con capacidad regulatoria por sí, sino que son conceptos clasificatorios, conceptos que no suplen las normas penales como tales, sino que, con una mezcla de necesidad ontológica y epistémica, brindan el encuadre cognoscitivo de los hechos para que puedan ser comprendidos como hechos penales y tratados por el derecho penal. De ese modo, los conceptos no pretenden suplir a las normas penales legisladas, a los tipos penales que el legislador produce, y el conceptualismo se va a poder presentar como plenamente compatible con el respeto pleno al principio de legalidad.

Para ese neokantismo originario, y que perduró, es la realidad empírica, son los hechos los que solo pueden por el derecho penal conocerse y tratarse en tanto que encuadrados en conceptos que constituyen categorías necesarias o condiciones a priori de la especificidad de lo penal.

Como escribía Radbruch en 1930, “Mientras el sistema didáctico implica sólo una forma expositiva, los sistemas científicos poseen valor cognoscitivo; sólo en ellos se alcanza y demuestra la homogeneidad y coherencia de un área del pensamiento o de materias, el objetivo de toda ciencia, y sólo en ellos cada detalle es comprendido según su verdadera significación en el marco del todo” (Radbruch, G., “Sobre el sistema de la teoría del delito”, Revista Electrónica de Ciencias Penales y Criminología, 2010, traducción de J.L. Guzmán Dalbora, p. 2).

Y esos conceptos no son construcciones puramente instrumentales, sino lo más parecido a categorías kantianas, condiciones de posibilidad del pensamiento penal mismo como pensamiento específico y con sentido. Los hechos son en sí poco menos que incognoscibles o intratables para el penalista y, si acaso, podrán ser estudiados por la ciencia natural en tanto que hechos puros o hechos brutos. Pero esa ciencia normativa que es la dogmática penal o ciencia jurídico-penal solo puede captar lo que de normativo hay en los hechos a base de encajarlos en categorías a priori del conocimiento penal, como acción, tipo, antijuridicidad, culpabilidad, punibilidad. Cada cosa es lo que es, pero no ahí afuera, en el mundo empírico, sino dentro de la cabeza del penalista que solo puede ver derecho penal, y no hechos brutos sin relevancia normativa, en cuanto que ve tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad…

Cada cosa es lo que es porque encaja en la categoría a priori que configura el conocimiento jurídico-penal como conocimiento jurídico-penal y no como conocimiento meramente empírico o como conocimiento normativo de otro tipo. El civilista que trata de la responsabilidad civil por daño, incluso de la derivada de delito, ve otras cosas en los hechos porque opera con otras categorías a priori que conforman su ciencia jurídica particular. Así, el concepto de antijuridicidad que maneje ese iusprivatista será diferente del propio del penalista, y distinta será también la idea de culpa o el alcance del concepto de negligencia, por ejemplo. Y otro tanto se podrá decir de nociones constitutivas del respectivo objeto jurídico y que configuran “sentido” (Sinn) diferente en cada ciencia.

Creo que de ahí viene la rigidez con que las distintas disciplinas jurídicas aparecen separadas en la doctrina y en la docencia en el derecho continental. Primero, de resultas de la jurisprudencia de conceptos, porque cada una de esas disciplinas (Derecho civil, Derecho administrativo…) se especializan en un tipo de conceptos, de entidades básicas que encierran en sí la esencia de cada institución y de cada praxis jurídica. A lo que luego se suma ese añadido neokantiano, la convicción de que cada disciplina es posible sobre la base de ciertas categorías específicas (las del Derecho penal serían esas que sabemos, tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad…) que constituyen su objeto porque su objeto solo existe en cuanto que conocido a través de esas categorías.

Cada disciplina jurídica (Derecho civil, Derecho administrativo, Derecho penal…) solo puede propiamente existir y erigirse en ciencia autónoma en tanto que su objeto queda constituido a través de las categorías necesarias con las que se piensa. Si en los mismos hechos un sociólogo no ve juridicidad, sino elementos fácticos causalmente interrelacionados, y un penalista y un civilista ven cosas distintas, es porque cada cual, desde su disciplina, aprehende el objeto a través de los conceptos que epistémicamente lo constituyen. El penalista ve un ilícito penal donde el civilista ve un daño civil indemnizable, pero no es que cada uno lo perciba así en razón de la respectiva norma positiva, sino que hasta cada norma es comprendida diferentemente por motivo de esos conceptos o categorías cognoscitivas, trascendentales, con las que se piensa. Esa es la base del conceptualismo jurídico hasta el presente y ese conceptualismo debe muchísimo a lo que von Liszt y su escuela toman del neokantismo a principios del siglo XX en Alemania.

En la misma época, los filósofos del derecho neokantianos, con Stammler a la cabeza, porfiaban para dar con los contenidos a priori de un concepto necesario de derecho, un concepto no sustantivo (al estilo del iusnaturalismo), sino formal, en el sentido de la filosofía trascendental de Kant multiplicada en su giro epistemológico y “formal”, y por eso acaba Stammler afirmando que ya encontró ese concepto universal y necesario de lo jurídico, molde en el que ha de encajar toda normatividad que sea derecho y nada más que ella: “querer entrelazante, autárquico e inviolable”. Cada elemento de esa definición es lo que es y lo es porque solo puede ser así, si nos ha de resultar posible conocer el derecho. Conocemos el derecho porque lo pensamos así y lo pensamos así porque nuestro intelecto está dotado de esas categorías que son constitutivas de lo jurídico en tanto que lo jurídico queda, como objeto de nuestro conocimiento, constituido en nuestro intelecto. No es que ahí afuera, en la realidad, haya derecho, sino que existe derecho porque, gracias a las categorías “jurídicas” que hay en nuestra mente, podemos ver ahí fuera derecho. El conocimiento, repito, es constitutivo del objeto y este es el elemento kantiano que el neokantismo lleva a los máximos niveles de formalismo.

Sobre esa base podemos entender la norma hipotética fundamental de Kelsen. No es una norma que exista en el mundo empírico, sino la categoría que nuestra mente da por supuesta o emplea al ver en un sistema jurídico un sistema jurídico y no otra cosa. Es una condición de posibilidad del conocimiento jurídico y en ese sentido es; su ontología es su epistemología, por así decir

Lo que los penalistas en ese mismo tiempo hacen es proyectar idénticos esquemas y presupuestos, ya no sobre el derecho como objeto de la una teoría general del derecho o una filosofía del derecho de carácter “formal” o conceptual, sino sobre un ámbito específico de lo jurídico, el derecho penal, buscando las categorías que lo hacen porque permiten que pueda ser pensado.

La presencia, hoy, de esas estructuras originarias de sello neokantiano se perciben en multitud de textos de los grandes dogmáticos penales. Oigamos por ejemplo a Schünemann: “Sería un error suponer que el sistema de Derecho penal es independiente del contenido de las normas penales. Más bien existe una relación de dependencia recíproca. Como se mencionó, el sistema de Derecho penal, en su núcleo, no es nada diferente al resumen de las condiciones de la punibilidad ordenadas de acuerdo a reglas lógicas. Esta sistematización, conforme al principio de no contradicción, tiene también repercusión sobre innumerables preguntas especiales que el legislador no se ha planteado expresamente y en las que sólo una respuesta o, en todo caso, un número limitado de ellas son lógicamente compatibles con las estipulaciones ya adoptadas” (Schünemann, B., “El propio sistema de la teoría del delito”, InDret, enero 2008, p. 4).

No podrá extrañar, pues, que de esas categorías se creyese que eran no las propias de o aptas para un determinado sistema jurídico-penal nacional, el alemán de entonces, sino universales, necesarias, las categorías o conceptos con que todo derecho penal puede ser pensado y explicado, pues fuera del encuadre en ellas o del pensarse con ellas, el derecho penal simplemente no existe como derecho penal, aunque los hechos o elementos empíricos sean los mismos.

Esa pretensión perdura y se mantiene hasta hoy mismo. Véase al respecto, Hirsch, H.J., “Internationalisierung des Strafrechts und Strafrechtswissenschaft. Nationale und universale Strafrechtswissenschaft”, en ZStW, 116, 2004 (pp. 835-854), p. 847; Silva Sánchez, J.M., “Straftatsystematik deutscher Prägung: Unzeitgemäss?”, en GA, 151, 2004 (pp. 679-690), p. 684

De cómo los profesores de Derecho detestaban la Constitución de Weimar y de cómo aquellos penalistas disfrazaron su autoritarismo haciéndolo pasar por ciencia.

Las tensiones internas de la doctrina penal son máximas en tiempos de Weimar y las costuras de la teoría tienen de una forma u otra que romperse. Por una parte, la Constitución de 1919 lleva al fin a Alemania el constitucionalismo ilustrado y trata de convertir el Estado alemán en un Estado de Derecho, libre en lo posible de los viejos esquemas imperiales y autoritarios. Eso supone poner en el eje mismo del sistema penal el principio de legalidad, en su vinculación a los derechos más básicos de los ciudadanos, empezando por su derecho a la seguridad jurídica frene al tremendo poder punitivo del Estado.

Por otra parte, no hay en Alemania, en esa Alemania en la que florece la moderna dogmática penal europea, una tradición democrática, de Estado de Derecho y de culto a los derechos individuales de los ciudadanos. No es el país del Estado de Derecho, sino del Derecho del Estado. La idea de comunidad domina, con mucho, sobre la idea de sociedad. La base del Estado no se ve en Alemania todavía en un contrato social entre individuos libres, sino en la identidad supraindividual de una nación que políticamente se expresa como Estado y que tiene, en tanto que nación densa o “pueblo” constituido en Estado, sus propios intereses, sus propios derechos y su propia razón de ser, superior a la de los individuos y no subordinada a la de los individuos. Dicho más claramente y de modo sintético, la doctrina jurídica alemana de primeros del siglo XX y de Weimar es fortísimamente antiliberal y antirrepublicana, autoritaria, estatista; y la doctrina penal también.

En semejante marco estatista, autoritario, antiliberal, pero bajo la “presión” de una Constitución que se pretende garantista, como hoy diríamos, el derecho penal se parte en dos y lo hace apoyándose en esa esencia valorativa que se le ha insuflado con las herramientas del neokantismo. Habrá una legalidad penal para los ciudadanos que delinquen ocasionalmente, si acaso, y a los que hay que disuadir para que no caigan en la tentación y corregir cuando ya han sucumbido a ella, y una práctica punitiva diferente para los ciudadanos incorregibles, reincidentes, sordos a la llamada de la ley y el orden. A estos hay que inocuizarlos, sacarlos de la circulación, hacerles pagar con dolor y sufrimiento su condición de seres socialmente irrecuperables y carga para la colectividad. Con matices doctrinales que aquí poco importan ahora, esta idea está, y está en toda su contundencia, en los padres de la moderna dogmática penal alemana, von Liszt y Beling, y así se refleja incluso en el proyecto de Código Penal que en 1922 presenta ese socialista demócrata que es Radbruch, ministro de Justicia entonces.

Vormbaum recuerda que la Deutsche Strafrechtliche Gesellschaft, que había sido creada en junio de 1925 por iniciativa de Friedrich August Oetker, junto con otros, y que en su primer reunión se pronuncia a favor del principio de igualdad en la aplicación de la ley penal a todos los ciudadanos y en contra de los poderes discrecionales del juez para imponer medidas de seguridad, acaba derivando, ya al final de los años veinte, hacia posiciones autoritarias, posiciones autoritarias que en 1932 eran respaldadas por entonces jóvenes penalistas como Schaffstein, Engisch o Erik Wolf. Al año siguiente, ya con los nazis en el poder, Schaffstein y Dahm publican su programático escrito “Liberales oder autoritäres Strafrecht”. Cfr. Vormbaum, op. cit. pp. 150-151

Así pues, se diferencia entre el ciudadano al que se puede disuadir y que es recuperable mediante la pena y el ciudadano irrecuperable, el ciego al valor y ajeno a un orden de convivencia que tiene su núcleo precisamente en normas que responden a valores y que, en consecuencia, protegen bienes que son constitutivos o condición de posibilidad de esa misma convivencia. Para estos últimos se dice que la ley penal ordinaria es inútil y es inútil la pena, por lo que procede aplicarles medidas de seguridad a la altura de su peligro y su alienación.

Decimos que desde un punto de vista funcional puede verse algo de congruente en esa bipartición. Pero ahora pongámoslo en el contexto del antiliberalismo de la época y recordemos la tensión entre una concepción del Estado como Estado de Derecho al servicio de una sociedad que es Gesellschaft, y una concepción del Estado como organismo vivo que es comunidad nacional densa, Gemeinschaft. Para pasar a un derecho penal ya autoritario sin matices ni tensiones, antiliberal por definición, basta mantener el mismo esquema neokantiano de fondo y su énfasis en el “valor” y el “telos” como carácter definitorio de lo penal, pero dejando de lado aquella idea abstracta de bien jurídico-penal, una especie de cascarón vacío, y pasar a decir con todas las letras que el bien que el derecho penal protege es la comunidad como tal, los intereses propios y específicos de ese organismo vivo y supraindividual que es el Volk, que es la nación. Y como el Estado no es más que la forma jurídico-política que la nación adopta para autogobernarse y autoprotegerse, el derecho penal tiene que defender por encima de todo y como condición primera de su sentido, al Estado. Por tanto, ya por definición no defenderá el derecho penal al ciudadano frente al Estado, sino que, bien al contrario, deberá defender al Estado frente al ciudadano reticente u opuesto al interés estatal supremo.

Esa evolución se consuma en el nazismo y su derecho penal, como es bien conocido. No fue necesario apenas modificar la teoría penal, sino solamente acentuar alguno de sus polos. Lo que el nazismo hace, en el campo penal, es resolver aquella tensión que convertía en internamente contradictoria la dogmática penal de los tiempos de Weimar, aquella tensión entre los requisitos derivados del “liberalismo” o garantismo de la Constitución y los postulados de una ideología fuertemente antiliberal, antiiindividualista, colectivista, estatista. Solo hará falta, repito, reemplazar la muy abstracta idea de bien jurídico-penal por el que se llamará, con Carl Schmitt, pensamiento concreto de orden, haciendo ver que el “valor” que da sentido a lo normativo no puede ser el valor abstracto de ciertas entidades ideales o no políticamente “corporeizadas”, sino el valor concreto de un orden, de un Estado, de un pueblo, de un sistema político que constituya la expresión suprema y definitiva del ser y los propósitos de ese pueblo, de esa nación.

Un riesgo omnipresente: un derecho penal de autor y que no entiende de hechos ni de políticas. O de como el penalista se finge inimputable (a veces).

Mas había quizá otro elemento doctrinal que facilitó (y puede que siga facilitando hasta hoy) esa transición entre un derecho penal con todas las garantías y eso que hace unas pocas décadas ha pasado a llamarse, por obra de Jakobs, el “derecho penal del enemigo”, pero que siempre estuvo latente o fue como el reverso del brillante y muy apolíneo sistema conceptual de la dogmática. Los mejores autores han subrayado que el tipo de conceptualismo de impronta neokantiana propio de la escuela neoclásica, y que habría tenido inicialmente su más depurada expresión en Metzger, fue el causante de una ruptura o radical división que se mantiene hasta el presente, ya sea entre dogmática penal y criminología, como reiteradamente ha mostrado Muñoz Conde, ya sea entre dogmática penal y política criminal, como ha resaltado Roxin.

Una cosa son los hechos “criminales” y sus determinantes causales, o las políticas normativas con que se responde a los hechos “criminales”, y otra cosa, bien distinta, es el modo científico-jurídico, dogmático-penal de pensar el delito. Los hechos son los que son y nada más que la ciencia natural puede describirlos en su objetividad causal, y la valoración política de esos hechos tendrá que provenir de las instancias políticas, precisamente. Pero cuando un hecho se piensa ya no como puro hecho o en clave de los beneficios o perjuicios sociales que reporta, sino en cuanto posible delito, se salta a algo así como otra esfera de la realidad u otro campo del pensamiento. La de delito es una categoría científica y el delito solo puede contemplarse con las categorías propias de su ciencia, que es la ciencia jurídico-penal, ciencia que, por un lado, no es natural o de hechos, sino normativa o de “valores”, de categorías intelectivas ligadas a valores, y ciencia que no es de políticas, de hacer cosas con fines sociales instrumentales, sino que es de entender, ciencia del espíritu, ciencia del Sollen. Una vez que bajo tales parámetros metodológicos o epistemológicos se ha conseguido aislar de esa manara a la dogmática penal en “su mundo”, a ella le corresponderá explicar lo que hace el delincuente, catalogar y subclasificar con minucia su acción bajo la óptica del concepto normativo; pero no es cosa suya decidir ni quién merece ser tratado como delincuente y no como bestia salvaje o peligro social, ni estipular cuál es la trato que socialmente más conviene darle al delincuente o al “otro”, al que obra completamente por fuera del “valor”, al que socialmente es incorregible y, por ello, científicamente se convierte en inclasificable, en incalificable con arreglo a las categorías de la ciencia penal.

Posiblemente está ahí la explicación de esa especie de bipolaridad o curiosa esquizofrenia de tantos penalistas brillantísimos, de von Liszt y Beling para acá. Mientras que con primor forjaban y pulían hasta el último detalle el sistema conceptual del delito, unos simplemente se desentendían de la ciencia empírica que trata de explicarlo y, otros hasta se desdoblaban para reconocer que todo ese instrumental de la ciencia normativa no sirve para el que es incapaz de atenerse a normas o de guiarse por el valor que a las normas da sentido, y que, por tanto, al irrecuperable, al gravemente reincidente, al “enemigo”, no hay que castigarlo, porque castigar a alguien no deja de ser una manera de entenderse con él, sino que hay que “inocuizarlo”. Esos mismos autores que empezaron en los años veinte en Alemania a abominar del retribucionismo que todavía inspiraba antes a Beling, por ejemplo, y que justificaron la pena por su valor preventivo, no dudaron en aseverar que la sociedad debía poco menos que vengarse del delincuente habitual, del asocial, del que no asimilaba las reglas del juego social. Primero el nazismo y luego las dictaduras que se fueron sucediendo (como la española) no tuvieron que divorciarse de la dogmática penal para introducir su legislación más represiva de “vagos y maleantes” o para convertir en malvado irrecuperable y merecedor de los castigos más duros y con menos garantías a los opositores políticos.

Pensémoslo a fondo, echemos un vistazo a la historia del siglo XX y hasta hoy y preguntémonos qué política criminal de qué dictadura resultó estructuralmente incompatible con la dogmática penal, con el conceptualismo penal de raigambre neokantiana. Y la respuesta es: ninguna. Claro que hubo oposición de penalistas, pero por discrepancia política personal, no por lo que podríamos llamar incompatibilidad doctrinal. Baste pensar en el gran Jiménez de Asúa, en España, gallardamente exiliado del franquismo, pero cuya obra estaba atravesada por aquella misma bipartición radical entre pena y medidas de seguridad para irrecuperables, que había aprendido en Alemania y con los maestros de los años veinte.

Todo por la causa antidemocrática: jueces parciales y autoritarios en Weimar

Es el lúbrico sueño de algunos ciudadanos y unos cuantos profesores hoy, en España un fuera de España, el de una judicatura entregada al populismo más vil, que desprecie la Constitución y sus garantías y que baile el agua a golpistas y variados arribistas sin escrúpulos. Sucedió en Weimar y pugnan bastantes para que la historia se repita aquí y ahora.

En Weimar, podríamos decir que la doctrina disimula su trasfondo autoritario a base de subir el grado de abstracción de la teoría, para lo que, repito, el neokantismo le proporcionará el engranaje teórico ideal, aquel que, por un lado, permite a la dogmática evitar el frío y muy “formal” normativismo kelseniano, nada compatible con místicas nacionalistas ni metafísicas autoritarias, y por otro lado, permitirá alejarse del universalismo propio de cualquier iusnaturalismo consecuente. La remisión a “valores” y el teleologismo de la dogmática penal neokantiana sirven para la crítica a la ley penal democráticamente legitimada y, a la vez, permiten mantener el vínculo político que el autoritarismo desea, la ligazón con una comunidad política no procedimental o deliberativa, parlamentaria, sino nacionalista, sustantiva, comunitaria, “popular”.

Pero lo que en la doctrina es apariencia de arte por el arte, de desapasionado conocimiento, de comunión con el prístino ser de las cosas, en la práctica no puede dejar de convertirse en obrar contaminado. En la Alemania Weimar, la gran mayoría de profesores de Derecho eran autoritarios que se fingían asépticos conocedores de valores, pero los jueces, igual de autoritarios o más, casi unánimemente enfrentados con la República y su sistema parlamentario de producción legal y de legitimidad, no podían quedarse en las felices abstracciones de los valores y los bienes penales, tenían que fallar y fallaban con un cariz inequívocamente político. Forzaban la ley, porque poco respetaban la ley democrática, y la forzaban al servicio de un autoritarismo estatista y conservador, reaccionario. Mientras que los profesores podían fingirse en el limbo, aunque estuvieran poniendo las bases teóricas para una práctica penal maniquea y antidemocrática, antiliberal, los jueces ni podían ni querían presentarse au dessus de la mêlée. Evidentemente, la jurisprudencia penal del nazismo fue cien por cien política y no pretendía otra cosa. Pero también la jurisprudencia penal de los tiempos de Weimar fue partidista sin remilgos, y ni siquiera hizo grandes esfuerzos para disimularlo.

Antes mencioné el tantas veces comentado juicio de Hitler. Pero es un caso entre tantísimos. Ya en 1921, Emil Julius Gumbel, que sería catedrático de estadística matemática de la Universidad de Heidelberg, publicó un estudio titulado “Zwei Jahre Morden el que analiza el tratamiento que entre 1918 y 1920 los jueces habían dado a los asesinatos de móvil político. Los extremistas de derecha habían cometido unos trescientos cincuenta de tales crímenes, mientras que los extremistas de izquierda habían cometido alrededor de veinte. De estos últimos, diez fueron condenados a muerte y los demás pagaron condenas de unos quince años de cárcel, mientras que los derechistas recibían condenas a unos cuatro meses, de promedio. Por eso se extendió ya entonces el dicho de que la judicatura de Weimar era “ciega del ojo derecho”. Contaba Gumbel por ejemplo el caso del obrero Piontek, que el 12 de marzo de 1919 se negó a dar fuego a dos militares que se lo pedían. Estos le disparan y lo matan. En 1922 el tribunal penal condena a cuatro años al autor del disparo mortal y absuelve al otro militar. Los datos del trabajo de Gumbel fueron confirmados por el Ministerio de Justicia, si bien no se tomó ninguna medida al respecto.

Lo mucho que de repulsivo había en aquella judicatura lo resaltaban los escritores de entonces. Tucholsky escribía que “no se trata de una mala Justicia ni de una Justicia defectuosa, sino que simplemente no es Justicia”, y Erich Mühsan decía que “La Administración de Justicia de este Estado tiene tanto que ver con la justicia como la cópula en un burdel tiene que ver con el amor”.

Los casos escandalosos se cuentan por miles. A von Jagow, condenado a cinco años por delito de alta traición como partícipe en el Kapp-Putsch, los tribunales le reconocieron un derecho a pensión. A la viuda de un obrero que había muerto defendiendo la República frente a las tropas que trataban de dar ese golpe de Kapp, los jueces le deniegan el derecho a pensión de viudedad, alegando que su muerte había ocurrido mientras participaba en un tumulto de los que castigaba la Tumultschädengesetz, y añaden que tampoco procede pagarle a la viuda una indemnización porque el obrar del fallecido no había sido de buena fe.

De cómo el nazismo llegó y la dogmática penal no tuvo que hacer grandes mudanzas

La doctrina y la práctica penales fueron autoritarias en Weimar, pero lo fueron en el marco de un régimen constitucional que demandaba un derecho penal liberal. La forma en que esa doctrina de Weimar consigue hacer valor sus presupuestos antiindividualistas y autoritarios consistió, curiosamente, en dotar de enorme abstracción los fundamentos mismos del sistema penal, para hacer compatibles esos fundamentos neokantianos, “valorativos”, con una praxis penal que sigue viendo en realidad el cometido primero de lo penal no en la defensa de bienes e intereses de los individuos, sino en la salvaguarda del orden como un todo, del orden comunitario. Cuando se castiga el robo, por ejemplo, no importa tanto la concreta propiedad de la que se ha privado a la víctima del concreto robo, sino la propiedad como un componente del orden social. De ahí que al reincidente o al ladrón sistemático no haya que castigarlo por cada robo en concreto que cometió, sino que aislarlo, inocuizarlo, porque demuestra que no comprende lo que la propiedad significa como elemento del orden social o, si lo comprende, no lo respeta. Aparentando que se trata de defender a cada ciudadano, a la ciudadanía se le presenta como inmutable e inatacable el orden que a ella misma se le impone.

A partir de 1933, los nazis solo tuvieron que simplificar un tanto los esquemas. Yo no será necesario apelar a una muy abstracta configuración “valorativa” de lo penal ni a genéricas o evanescentes construcciones de la idea de bien jurídico. Una vez que se dice que el orden que hay es un orden necesario, indiscutible, sagrado, ya tiene total sentido teorizar que el delincuente por antonomasia es el que se opone a ese orden.

Como tantísimas veces, hay que escuchar a Ferrajoli: “adquiere carta de naturaleza, sobre todo en Alemania, un complejo proceso doctrinal que asiste a la progresiva subjetivización del concepto de acción hasta diluirse en la doctrina nazi del tipo de autor. La primera etapa de esta evolución es, siguiendo sugerencias neokantianas y de la filosofía de los valores, la consideración de la acción como acto dotado de <<significación social>>. La fase siguiente es la del concepto <<finalista>> de acción de Welzel, que responde a la idea de que la acción humana no es un hecho objetivo, sino que comporta una finalidad y es evaluable y relevante sólo en cuanto subjetivamente orientada a fines. Por último, paralelamente a la disolución del concepto empírico de resultado lesivo, se produce la obliteración de la acción, reducida a simple síntoma de la personalidad del delincuente: es la conclusión a que arriban las doctrinas de la escuela nazi de Kiel, que disuelven el elemento objetivo en el disvalor, inicialmente, de las acción y después de la voluntad, dentro de un contexto de subjetivización integral del derecho penal como instrumento de simple represión de la subjetividad desleal” (Ferrajoli, L., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 1995, p. 486).

Si el orden anterior se presentaba como una especie de orden ideal de bienes jurídico-penales que valorativamente, en sí, merecen protección penal y porque la merecen la reciben, ahora el orden es concreto, es “este” orden, y lo fáctico y lo valorativo se unifican aquí, a nivel de calle por así decir, y no en el cielo de los conceptos o en el plano de los ideales. Y, sobre tal base simplificada, nada más que habrá que aplicar los esquemas que ya venían de von Liszt: penas para los que no pretenden sabotear el orden y medidas de seguridad sin límite para inocuizar a los que son un peligro para el orden.

En Weimar, podríamos decir que la doctrina disimula su trasfondo autoritario a base de subir el grado de abstracción de la teoría, para lo que, repito, el neokantismo le proporcionará el engranaje teórico ideal, aquel que, por un lado, permite a la dogmática evitar el frío y muy “formal” normativismo kelseniano, nada compatible con místicas nacionalistas ni metafísicas autoritarias, y por otro lado, permitirá alejarse del universalismo propio de cualquier iusnaturalismo consecuente. La remisión a “valores” y el teleologismo de la dogmática penal neokantiana sirven para la crítica a la ley penal democráticamente legitimada y, a la vez, permiten mantener el vínculo político que el autoritarismo desea, la ligazón con una comunidad política no procedimental o deliberativa, parlamentaria, sino nacionalista, sustantiva, comunitaria, “popular”.

La Constitución de Weimar no pudo echar raíces en aquella cultura antiliberal y antiparlamentaria y que no creía en la prioridad de los derechos individuales sobre fantasmagóricos derechos “nacionales” o del “Volk”. Desde los orígenes mismos de la unidad alemana, menos de cincuenta años antes de la República de Weimar, el liberalismo político había tenido grandes dificultades para imponerse al viejo estatismo de estilo prusiano. Particularmente visible y especialmente importante es este fenómeno entre iuspublicistas y profesores de Derecho en general. La pedagogía democrática y constitucional que está llamada a hacer una buena academia jurídica comprometida con los valores ilustrados y con las garantías del Estado de Derecho no pudo apenas desarrollarse en Alemania, donde la gran mayoría de los expertos universitarios en Derecho o bien guardaban estrechos lazos con la vieja burguesía agraria latifundista, imperial y de nostalgias semifeudales, o bien se componía de jóvenes de gran inteligencia natural que con esfuerzo y mérito conseguían elevarse desde sus orígenes pequeño burgueses, pero con ansia por codearse con las altas esferas de la aristocracia agraria, la oficialidad militar y los Junkers. Tal vez el ejemplo prototípico y hasta delirante de semejante actitud puede ser el de Carl Schmitt.

Predominó una teoría del Estado de vocación organicista y fuertemente nacionalista, al compás de una visión del Derecho como emanación del espíritu del pueblo, de la esencia honda y constitutiva de esa nación. Frente a la filosofía política que se basa en la imagen del contrato social entre ciudadanos para fundamentar la soberanía popular, en la doctrina alemana del XIX y del XX, hasta desembocar en la apoteosis de la idea en el nazismo, el soberano es el pueblo, pero no como suma de individuos, de ciudadanos dotados cada uno de sus derechos individuales defendidos como derechos naturales, sino el pueblo como entidad colectiva, orgánica, como macrosujeto o suprapersona. Y ese pueblo, ese macroorganismo o cuerpo del que cada nacional es únicamente una célula, es el verdadero titular de los derechos, y los ciudadanos poseen esos derechos nada más que por participación en ellos, en cuanto que esos ciudadanos son, cada uno, microelementos del gran organismo y, por tanto, partícipes del poder y las facultades del mismo.

Había resentimiento de profesores e intelectuales frente a un sistema que frustra una parte de sus ambiciones al igualar, por la vía de los procedimientos democráticos, los derechos políticos de todos y cada uno de los ciudadanos, sin reconocerles a ellos, a esos profesores e intelectuales, su superior facultad para regir los destinos de la sociedad y del Estado. La democracia iguala y obliga a quienes quieran gobernar a pasar por el aro del voto popular o a depender de quienes políticamente representan a la ciudadanía sobre la base del voto popular. Posiblemente aquellas hábiles cabezas, aquellos intelectuales y académicos tan capaces, no estaban ni culturalmente preparados ni mentalmente adaptados para aceptar esa mediación de “los de abajo”, de los iletrados, de los obreros, de las clases sin estudios ni refinamientos, como condición de su propio ascenso político, de un ejercicio del poder que consideraban derecho personal suyo en directa correspondencia con su mérito y su esfuerzo. En el constitucionalismo germánico de la época de Weimar, los demócratas a carta cabal y comprometidos con el sistema parlamentario y dispuestos a defenderlo en su esencia y su integridad eran muy pocos y cultivaban, además, un positivismo jurídico y metodológico que en parte los limitaba para el debate político jurídico. Eran Kelsen, Thoma, Radbruch, Anschütz…, y poquitos más. Las universidades alemanas, o al menos las facultades de Derecho, estaban dominadas por los que hoy llamaríamos “antisistema”.

La doctrina constitucional del momento, de la mano no solo de Schmitt, sino también de tantos otros, empezando por Smend, encuentra las vías para incluir en su discurso el elemento directamente político, a base de hacer de la Constitución más un testimonio de la esencia política de la nación que una norma propia y estrictamente jurídica y que hubiera que analizar con métodos depuradamente jurídico-formales. Pero, en cambio, la penalística se queda anclada en una especie de limbo conceptual neokantiano.

Recuérdese el furor con que en el debate metodológico del constitucionalismo alemán después de 1919 se ataca el normativismo kelseniano y se hace ver una y otra vez y por la inmensa mayoría de los tratadistas que la Constitución solo secundariamente es norma y que antes que nada es expresión de la personalidad y al afán de afirmarse a sí mismo de un pueblo (Schmitt), del sentido de pertenencia e integración de una nación (Smend), de la una esencia cultural aglutinadora elevada a potencia política (Heller), etc.

Los constitucionalistas son plenamente conscientes de que cuando hablan de la Constitución están hablando de política, y lo son hasta los constitucionalistas neokantianos, como Kelsen, y al margen de que precisamente por razones en el fondo políticas discutan sobre cuál es el método mejor para el análisis “científico” de la Constitución. Pero probablemente los penalistas no son muy conscientes de que cuando hablan de delitos y penas están hablando de política. El peculiar neokantismo, que probablemente la escuela neoclásica toma adaptado a lo jurídico por Emil Lask, hace a los penalistas creer que cuando se refieren al delito hablan en realidad de categorías conceptuales que la ciencia debe ir desvelando con mimo y pormenor y cuyos contenidos son completamente independientes de la política.

Ahí damos con la clave del desdoblamiento típico de los penalistas. Muy difícilmente se podía ser coherentemente un constitucionalista normativista kelseniano sin ser demócrata al estilo liberal-constitucional; muy difícilmente se podía ser constitucionalista al estilo de la teoría de la integración de Smend y votar socialista o votar cualquier opción no conservadora; o no cabía dejar de adscribirse al conservadurismo más extremo cuando, como Schmitt, se defendía una teoría constitucional que veía la esencia primera de la Constitución de Weimar en la previsión de una especie de dictadura comisaria en manos del Presidente de la República y para defender las esencias nacionales y el poder único de la nación como tal. Pero en la dogmática penal se podía ser prácticamente cualquier cosa sin que a esa adscripción doctrinal se le vieran consecuencias políticas necesarias o lógicas.

Cabía ser de las escuelas penales más opuestas, de la de von Liszt o Beling para empezar, sin que la respectiva adscripción significara políticamente apenas nada y hasta compartiendo las mismas opiniones sobre la necesidad de medidas inocuizadoras para los delincuentes irredentos. Se podría luego ser causalista como Metzger o pergeñar, como doctrina opuesta, la teoría final de la acción, por obra de Welzel, sin mayor problema para que acabaran los unos y los otros echándose en brazos del nazismo y sus políticas penales.

Cierto que Welzel con menor entusiasmo que Metzger, pero también hay ya suficientes estudios sobre la nula oposición de Welzel al nazismo, por decirlo suave. Sobre esto último, véase Matus Acuña, J.P., “Nacionalsocialismo y derecho penal. Apuntes sobre el caso de H. Welzel. Un homenaje tardío a Joachim Vogel”, en Ferré Olivé, J.C. (dir.), El derecho penal de la posguerra, Valencia, Tirant lo Blanch, 2016, pp. 255ss.

Y en los contados casos en que los penalistas alemanes de la época no se entregaron con armas y bagajes a la orgía autoritaria y criminal del nazismo, como sucedió con Radbruch o como pudo ser el caso de Graf zu Dohna, nunca o casi nunca oímos que fuera por la incompatibilidad entre el tipo de doctrina penal que el respectivo profesor acogía y las políticas criminales de los nazis, sino por simple (y meritoria) incompatibilidad entre al talante moral y la ideología política de esa persona y el régimen nazi. Los penalistas que no sucumbieron al nazismo no se libraron gracias a las enseñanzas de la ciencia penal o por motivo de los presupuestos ilustrados, morales o políticos de su dogmática, sino porque eran personas decentes. Porque otros, la gran mayoría, sí se acomodaron al nazismo sin cambiar ni un ápice de su sistema conceptual o de sus construcciones dogmático-penales. Su ciencia era apolítica, era ciencia pura porque era puro artificio conceptual, y por eso era compatible con cualquier sistema político.

¿Alguna lección que aprender?

Hemos ido mostrando el panorama de una ciencia jurídica alemana formada por profesores con fuerte resentimiento social y político, adornados por un talante personal soberbio y ambicioso, cuando no abiertamente dominados por la vanidad del pequeño burgués que está ascendiendo en la escala social, y que ejercen su oficio en universidades que a su personal académico otorgan gran reconocimiento y prestigio. Y esos profesores cultivan una ciencia que, en su abstracción y formalismo, apenas les pone trabas por motivos de coherencia si desean asumir cualesquiera ideologías políticas extremas o si buscan convertirse en consejeros áulicos de gobernantes autoritarios o de simples dictadores. Cuando todo esto sucede en un contexto político y social tan difícil y tenso como el que marcó toda la vigencia de la República de Weimar, esos “científicos” de lo jurídico van a administrar con tino y zorrería sus palabras y sus silencios.

La judicatura estaba radicalmente politizada y, como hemos visto que se decía, era ciega del ojo derecho. Se sucedían las sentencias escandalosas en los procesos contra políticos y militares golpistas y por asesinatos y atentados políticos de todo tipo, las libertades para ciertos partidos (los de izquierda, pero también los simplemente liberales y democráticos) se iban estrechando, proliferaban las agresiones impunes a la persona y la propiedad y, desde luego, al honor de los judíos alemanes. En ese marco y sobre todo eso ¿qué escribían en sus libros los más afamados e influyentes penalistas de la época?, ¿cuántos de ellos salían a los periódicos y daban su opinión crítica?

Ciertamente, alguno hubo, aunque bien pocos y no de los más conocidos. Si dejamos fuera de la atención aquí a Radbruch, que había sido ministro de Justicia del gobierno socialista de Ebert, quizá el caso más claro es el de Alexander Graf zu Dohna, quien criticó con fuerza algunas de aquellas escandalosas y muy sesgadas resoluciones judiciales, propuso que se ilegalizaran el partido comunista y el partido nazi y defendió en todo momento la República desde posturas liberal-conservadoras. Vid. Escher, A., Neukantianische Rechtsphilosophie, teleologische Verbrechensdogmatik und modernes Prëventionsstrafrecht. Eine biographische un wissensgeschichtliche Untersuchung über Alexander Graf zu Dohna (1876-1944), Berlín, Duncker & Humblot, 1993

Sabemos que, ya en 1922, una obra emblemática de crítica a la absoluta parcialidad de los tribunales que juzgaban asesinatos con móvil político la escribió, jugándose la libertad y el oficio, un profesor universitario de… matemáticas. Pero, los penalistas conocidos, ¿qué decían sobre lo completamente irregular de la práctica penal del momento? Nada o apenas nada. Por eso debemos relativizar la sorpresa que nos produce el silencio de los profesores de derecho en general, y de los penalistas en particular, después de 1933. No hay tal sorpresa. Silencio fue el de antes, el de las décadas en que el autoritarismo se iba gestando bajo la traición contumaz a la Constitución de Weimar, el de los años en que se hizo firme la costumbre de que la teoría fuera a lo suyo y siguiera en el cielo de los conceptos mientras la práctica no sabía de conceptos, sino solo de parcialidad y abuso. Lo que hubo después de 1933, y también entre los penalistas, no fue silencio (cuando era silencio, tenía su mérito. Ni una palabra dijo a favor del nazismo el mismo Alexander Graf zu Dohna, antes mencionado); fue adhesión sin reservas, con entusiasmo manifiesto y poniendo toda la carne en el asador, como los de la Escuela de Kiel (Shaffstein, Dahm) y otros cuantos  (Metzger, Henkel…), y otros más contenidamente y solo con ocasionales concesiones expresas, pero también sin protesta (Welzel, Engisch, Gallas, Eberhardt Schmidt…), y aunque a alguno se le fuera pasando poco a poco el entusiasmo (Erik Wolf).

Unos callan, otros toman partido sesgadamente: todos, por activa o por pasiva, contra el orden constitucional. ¿Qué hay de incompatible entre el Derecho penal y un golpe de Estado, más allá de que pueda encajar la acción de los golpistas en este o aquel tipo penal? Digámoslo claramente  y en dos pasos: uno, es potencialmente autoritaria toda dogmática penal que, desempeñándose dentro del marco de un Estado constitucional y democrático de Derecho, no vea radical incompatibilidad entre los fundamentos de la disciplina y el golpe de Estado y sea capaz de seguir con sus disquisiciones teóricas como si nada; y, dos, es autoritaria la dogmática penal que usa el aparato conceptual y las herramientas metodológicas para tomar partido por los golpistas como si la opción penal que más los protege fuera una opción científicamente obligada.

Ahí, en el último punto, volvemos a comprobar que una dogmática penal antiliberal y autoritaria no es necesariamente punitivista, sino que propugnará penas más fuertes o más suaves, en la ley o en la jurisprudencia, según a quién esas penas perjudiquen o beneficien. En cambio, penalista liberal es aquel que no mira los colores políticos de los afectados por la norma o el caso antes de dictaminar lo que le parece más acorde con el sistema o con la norma misma.

Bueno sería que de las experiencias del pasado aprendiéramos cosas que mucho importan para nuestro gris presente y nuestro incierto futuro.


* Versiones anteriores de este trabajo fueron presentadas, en abril de 2018, en el Seminario Interuniversitario “La legalidad penal democrática ante las tendencias regresivas”, organizado por la Cátedra Antonio Quintano Ripollés y celebrado en la Universidad Carlos III de Madrid, y, en enero de 2019, en las Jornadas Internacionales “Garantismo y Política Criminal”, en homenaje al profesor Luigi Ferrajoli con ocasión de su doctorado honoris causa por la Universidad de Barcelona y que tuvieron lugar en la Facultad de Derecho de dicha Universidad. Mi agradecimiento a todos cuantos me hicieron observaciones en dichos eventos y, por supuesto, a los anfitriones de ambos.
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