Por Juan Antonio Lascuraín

 

Siguiendo a John Godfrey Saxe, que pensaba que las leyes, al igual que las salchichas, dejan de inspirar respeto si sabemos cómo se hacen, los impulsores de la segunda reforma de los delitos sexuales optaron por tramitarla de forma rauda y oscura, por la vía de la proposición urgente de ley. No parece sin embargo que se haya conseguido demasiada opacidad, a la vista de la profusa publicidad que rodeó el breve debate legislativo, y sí, claro, poca deliberación y poca racionalidad, como manifiesta el fruto de los nuevos preceptos del Código Penal, de penas tan arbitrarias como excesivamente duras.

Vean si no. Si el beso más famoso desde Klimt constituyó una agresión sexual y si fue abusivamente impuesto por un superior, a Rubiales le podría caer una pena de 2 a 8 años de prisión (art. 180.1.5ª del Código Penal), más que si, enojado por el fallo del penalti, le hubiera cortado un dedo del pie a Jenni Hermoso (3 a 6 años: art. 150 CP). Si alguien impone a su esposa con violencia una relación sexual con penetración, será castigado con una pena de prisión de 12 a 15 años (artículo 180.1.4ª), casi lo mismo que si, debido a la negativa de esta a mantener relaciones sexuales, se inicia una pelea en la que el brutal marido termina intencionadamente con la vida de ella (art. 138: homicidio doloso agravado por parentesco o por razones de género, 12 años y seis meses a 15 años) o la deja ciega con un líquido corrosivo (art 149: lesiones gravísimas con la misma agravación, 9 a 12 años). Si la maldad del sujeto es bastante menor, y lo que hace es prevalerse de su relación de superioridad para que su secretaria acceda a mantener relaciones sexuales con penetración, la pena podrá seguir alcanzando sin embargo aquellos 15 años de prisión (de 7 a 15: art. 180.1.5ª).

Valgan estos ejemplos para mostrar que, tras la reforma Montero y la contrarreforma de los grupos socialista y popular, los delitos sexuales han quedado tan duros como raros. ¿Cuáles son las razones de esta severidad y de este desbarajuste en la severidad? Está desde luego, para la dureza, la razón política, anclada en el prejuicio social de que cuanto mayor es la pena más se evita la comisión de un delito. El Parlamento ha decidido que sean muchos los supuestos de atentados sexuales que puedan alcanzar esos quince años de prisión. Con relación a la regulación anterior a la primera reforma, las circunstancias agravantes para ello pasan de cinco a siete y operan también con tal efecto sobre los casos en los que no concurre ni violencia ni intimidación.

Creo que es cierta torpeza regulatoria la segunda causa de la elevación general de las penas, y tiene que ver con las idas y venidas de la violencia y la intimidación. Como en la primera reforma se decidió que todos los atentados sexuales (los anteriores abusos y las anteriores agresiones) pasaran a formar un único tipo delictivo de agresión sexual, la consecuencia de tal refundición fue la asignación de un marco penal muy amplio para la elección judicial y elevado en su tope máximo. Por ejemplo, la pena de la violación era de 4 a 12 años. Ahora se ha optado razonablemente por que la violencia, la intimidación o el hecho de que la víctima tenga anulada su voluntad deban merecer siempre mayor pena (de 6 a 12 años en la violación). Pero quizás por ese prurito de no volver al pasado, en lugar de regresar a esa sensata distinción entre lo menos grave (en el caso mencionado de la violación, por ejemplo, de 4 a 6 años) y lo más grave (esos 6 a 12 años), se deja la pena amplia original (4 a 12 años) para lo menos grave. Para los que prefieran la geometría: en lugar de dividir el círculo de la pena, se optó para la agravación por un círculo concéntrico.

Está después el absurdo tratamiento del prevalimiento, que es un supuesto más leve de intrusión en la libertad sexual, en el que la misma no se anega a través de la violencia o de una amenaza compulsiva, sino que se condiciona gravemente. Uno de los supuestos definitorios de la agresión sexual es el consistente en el “abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima” (art. 178.2). Como a su vez constituye una circunstancia muy agravante el “prevalimiento de una relación de superioridad respecto a la víctima” (art. 180.1.5ª), sensatamente la primera reforma establecía un “ojo, señora o señor juez: si la agravante ha sido tomada en consideración para determinar que había una agresión sexual, no la vuelva a tomar en cuenta para agravar”. Ahora se sustituye esta cautela para evitar un bis in idem (una doble pena por lo mismo), por un absurdo “castíguese del modo más grave posible” (art. 180.1, último párrafo). Consecuencia: está más penada una violación por prevalimiento (7 a 15 años) que una violación violenta, impuesta mediante fuerza física (6 a 12 años).

Pensará el lector que qué hay de malo en castigar severamente la maldad. Cuál es la pena justa. No exagero si digo que ciudadanos, filósofos, politólogos y juristas llevamos siglos pensando en esto. Valga decir que la pena innecesaria en su excesiva dureza sonroja en las sociedades democráticas, por lo que tiene, dicho con nuestro Tribunal Constitucional, de “derroche inútil de coacción” (STC 55/1996). Y valga decir que la asimetría entre la gravedad de los delitos y la entidad de los castigos no solo tiene un efecto desorientador sino que puede suponer un aliento a la conducta más grave: ¿por qué habrá de optar el perverso amoral por prevalerse de su situación para imponer una relación sexual si le resulta más barato, con un menor riesgo penal, hacerlo violentamente?

El Código Penal anterior a estas dos reformas, el que condenó a los miembros de La Manada a penas de quince años de prisión como autores de una violación mediante intimidación (STS 344/2019), requería algunos retoques sustantivos (sobre todo, la ampliación del concepto de agresión a los casos de víctima con la voluntad anulada) y terminológicos (sustituir el término “abuso” y ampliar el de “violación”). Pero, como ha subrayado cierto sector del feminismo, no necesitaba de una vuelta más de tuerca al punitivismo, y menos de un modo tan desordenado. Han faltado templanza y racionalidad. Mala estrategia para proteger la libertad sexual de las mujeres. “¡No es esto!, ¡no es esto!”, que diría Ortega. O en frase más castiza, hemos hecho un pan como unas tortas.


Esta es una versión algo ampliada de la tribuna publicada en El País el día 23 de enero de 2024 con el título “El absurdo en las penas por delitos sexuales”.

Foto: JAL