Por Francisco Marcos

En los últimos años, el Ayuntamiento de Madrid ha convertido en práctica habitual el cierre del parque del Retiro —y de otros parques municipales como la Quinta de los Molinos o la Dehesa de la Villa— ante previsiones de fuertes rachas de viento combinadas con determinadas condiciones de temperatura o humedad del suelo.

Estas clausuras se producen automáticamente conforme a una regulación preventiva que activa el cierre del parque al superarse ciertos umbrales meteorológicos, sin necesidad de evaluar sobre el terreno el riesgo real ni la idoneidad concreta de la medida.

La medida parece sensata a primera vista: proteger a los ciudadanos de la posible caída de ramas o árboles. Pero bajo esa lógica se esconde un exceso de celo normativo que conviene revisar. Cerrar el Retiro de forma sistemática, cada vez que hay viento fuerte, no es una política de prevención razonable: es una manifestación de desconfianza institucional. Refleja una cultura administrativa que ha interiorizado una versión burocrática y distorsionada del principio de precaución.

Una norma que cierra por defecto

El origen de estas clausuras está en el llamado Protocolo de actuación ante la previsión de situaciones meteorológicas excepcionalmente adversas de gestión de incidencias causadas por el arbolado en los jardines del Buen Retiro de Madrid, aprobado por el Ayuntamiento de Madrid en junio 2019. Establece distintos niveles de alerta (verde, amarilla, naranja y roja) en función de datos de la AEMET y prescribe el cierre del parque al alcanzarse ciertos umbrales de velocidad del viento, temperatura y humedad del suelo.

La lógica es clara: si hay riesgo, se cierra. En la práctica, basta una racha de viento moderado para que el Retiro se clausure durante horas —o incluso durante días— sin que se produzcan incidentes o daños reales. El sistema opera de forma estandarizada, desvinculado de una valoración proporcional del riesgo concreto.

En lo que va de 2025, el Retiro ha estado cerrado más de 20 días por activación del protocolo y, en años anteriores, se alcanzaron cifras aún mayores. En las postrimerías de la pandemia del COVID-19, durante el verano de 2021, por ejemplo, el parque estuvo clausurado 43 días. Esta frecuencia creciente de cierres ilustra que la regulación municipal, más que prevenir situaciones excepcionales, se ha convertido en un mecanismo rutinario de exclusión.

Su aprobación en 2019 vino precedida de dos accidentes mortales —en 2014 y 2018— causados por la caída de árboles en el Retiro. Aunque comprensible como reacción institucional ante hechos trágicos, el diseño de la disposición normativa no se centró en mejorar el mantenimiento, la vigilancia o la evaluación individualizada del arbolado.

Críticas desde la salud pública y el urbanismo

Expertos en urbanismo y cambio climático han criticado esta lógica de cierre sistemático, especialmente durante episodios de calor extremo, cuando los parques funcionan como ‘refugios’ y pueden ofrecer alivio térmico esencial. Cerrar el Retiro en esos momentos contradice su función ambiental y tiene efectos negativos sobre la salud pública.

También asociaciones vecinales y partidos políticos han pedido revisar esta regulación, proponiendo medidas como podas selectivas, riego reforzado o un mantenimiento más riguroso del arbolado. Ciudades como Barcelona han optado por mantener abiertos sus espacios verdes, incluso en condiciones adversas, integrándolos en redes de infraestructura climática como sus más de 350 refugios activos en 2024. También en otras capitales europeas —París, Berlín, Londres— los cierres de parques son excepcionales y se aplican solo ante fenómenos meteorológicos extremos, lo que contrasta con la normalización del cierre en Madrid.

El Ayuntamiento de Madrid, por su parte, defiende la eficacia del protocolo vigente, argumentando que garantiza la seguridad de los ciudadanos, ya que la mayoría de las incidencias ocurren durante alertas más graves (rojas o naranjas). Pero ese dato no justifica la clausura del parque cada vez que una previsión supera los umbrales definidos, especialmente cuando no existe correlación directa entre alerta y daño.

Precaución no es tutela

La norma municipal se justifica en nombre del principio de precaución (o de cautela), pero lo aplica de forma maximalista. Opta por la solución más restrictiva —el cierre total— aunque existan alternativas más proporcionales: clausuras parciales, vigilancia reforzada o recomendaciones preventivas a los usuarios. En vez de confiar en el juicio de los ciudadanos, se les prohíbe el acceso.

El principio de precaución surgió en el derecho ambiental para justificar medidas preventivas ante riesgos graves e inciertos. Hoy se invoca en muchos otros sectores —desde la salud pública hasta la protección civil o la gestión urbana— para restringir libertades personales ante alertas o riesgos excepcionales (véase, por ejemplo, artículo 7 del Reglamento CE 178/2002 en materia alimentaria). Su aplicación fue especialmente visible durante la pandemia del COVID-19, cuando, ante la falta de certezas científicas, se adoptaron medidas excepcionales de protección de la salud pública. Aunque algunas de ellas han sido posteriormente objeto de discusión y control judicial, la invocación del principio de cautela respondió, en ese contexto, a una incertidumbre real y a la necesidad de prevenir daños graves e irreversibles.

Pero el uso de ese mismo principio para cerrar un parque por viento moderado es un ejemplo de aplicación desproporcionada. Su uso debe seguir siendo excepcional, proporcionado y sujeto a control. Invocarlo como coartada para clausuras rutinarias desvirtúa su razón de ser.

Significativamente, el Protocolo no contiene ninguna mención al principio de proporcionalidad, ni a nociones equivalentes como la graduación del riesgo, la intervención mínima o la ponderación entre el peligro y el perjuicio de las medidas adoptadas. El principio de cautela se aplica rígida y mecánicamente a escenarios meteorológicos recurrentes, desvirtuando su función: convierte la prevención en automatismo, y la prudencia en inmovilismo. No hay incertidumbre radical sobre la climatología urbana; sí la hay, en cambio, sobre la capacidad institucional para gestionar esos riesgos sin recurrir al cierre generalizado. No todo riesgo exige retirada, ni toda alerta exige encierro.

Como ilustra la siguiente tabla correspondiente al nivel de alerta roja del protocolo, basta con que se superen combinaciones genéricas de temperatura, humedad del suelo y velocidad del viento para que se active el cierre del parque sin mayor análisis del riesgo efectivo en el entorno real del Retiro:

 
Condición meteorológica Umbral de activación (Velocidad del viento)
Temp. máx. < 35 °C y  %AD 170 mm < 75% V ≥ 65 km/h
Temp. máx. > 35 °C o  %AD 170 mm > 75% V ≥ 55 km/h

V: Velocidad máxima de racha de viento (km/h). Temp. máx.: Temperatura máxima diaria (°C). %AD 170 mm: Porcentaje de agua disponible sobre una capacidad de referencia de 170 mm

El problema no es tanto el nivel formal de alerta, sino que el protocolo no prevé mecanismos de graduación ni evaluación local del riesgo: la única respuesta es el cierre total, sin matices. En efecto, los umbrales que activan el nivel rojo —a partir de rachas de viento iguales o superiores a 55 km/h, combinadas con determinadas condiciones de calor o sequedad del suelo— resultan llamativamente conservadores si se comparan con estándares meteorológicos habituales. Según la propia escala de Beaufort, utilizada por la AEMET, rachas de entre 50 y 60 km/h corresponden a vientos moderados o fuertes, relativamente frecuentes en entornos urbanos como Madrid, sin que ello implique por sí solo un riesgo inmediato de caída de árboles.

A ello se suma que la normativa utiliza como variable adicional el porcentaje de agua disponible en el suelo respecto a una capacidad de retención de 170 mm (indicador del estrés hídrico en función de la cantidad de agua que las plantas pueden utilizar con relación a un volumen total de agua), estableciendo un umbral del 75% sin explicar por qué ese valor —que varía según la época del año y la tipología del suelo— debería alterar decisivamente el nivel de alerta. No se aporta justificación técnica sobre cómo esa medida de humedad condiciona el riesgo de fractura o caída del arbolado, ni por qué debe provocar, en combinación con calor o viento, el cierre del parque. En consecuencia, la norma impone de forma automática el cierre total del Retiro al superarse esas magnitudes, sin que exista una evaluación pública del riesgo real asociado ni una justificación técnica transparente sobre por qué esas variables —temperatura, humedad y viento— deben operar de forma acumulativa o descendente. Esta lógica presuntiva y automatizada contrasta con enfoques más matizados, como el de Barcelona, donde se apuesta por la gestión activa del arbolado y la apertura continuada de espacios verdes como infraestructura climática esencial.

No discuto que la disposición municipal esté basada en datos técnicos ni que busque proteger. Lo que cuestiono es que, una vez superados ciertos umbrales meteorológicos genéricos, se imponga mecánicamente el cierre total del parque, sin permitir adaptaciones, alternativas o evaluaciones situadas. La norma no es aleatoria, pero sí inflexible. Al operar sin graduación, convierte una lógica de prevención razonable en un reflejo mecánico que no distingue entre riesgo real y posible.

Esta falta de graduación resulta especialmente difícil de justificar en un parque de más de 125 hectáreas (1,25 km2), con zonas arboladas de distinta densidad, espacios abiertos y áreas pavimentadas, que presentan niveles de exposición y riesgo muy diferentes. Sin embargo, el protocolo no contempla evaluaciones sobre el terreno ni distingue entre áreas con distinto nivel de vulnerabilidad. La única respuesta prevista es el cierre total, con independencia de la morfología del parque o de la intensidad real del fenómeno meteorológico. Esta rigidez empobrece la gestión del riesgo y reduce el principio de precaución a una consigna uniforme, desvinculada del análisis contextual.

Aceptar el principio de precaución no implica renunciar a la proporcionalidad. Y eso incluye, en contextos urbanos, ponderar el riesgo real frente al valor del espacio público. Cerrar el parque por sistema, sin graduar, sin informar o sin permitir la decisión individual en ciertos casos, es ceder demasiado a una lógica de control.

Que el 80 % de las ramas caigan cuando el parque está cerrado no demuestra que el cierre sea la única medida válida y eficaz: solo indica que las ramas caen en días de tormenta. Lo relevante no es cuántas ramas caen, sino si esas caídas eran previsibles y evitables y, sobre todo, si el cierre total es la única forma razonable de minimizar el riesgo, o si bastaban medidas menos restrictivas (clausuras parciales, zonas balizadas, información clara a los usuarios).

Precaución sin proporcionalidad

La instrumentalización rutinaria del principio de precaución ha sido objeto de control y censura por los tribunales. El Tribunal de General de la UE, en casos como Artegodan (T-74/00 y otros, EU:T:2002:283) o Bayer (T-429/13 and T-451/13, EU:T:2018:280), ha establecido que el principio de precaución no permite adoptar medidas restrictivas sin una base científica razonada, ni sustituir la evaluación del riesgo por una mera hipótesis abstracta. Las restricciones deben ser proporcionales, estar justificadas en datos verificables y considerar medidas menos gravosas antes de acudir a prohibiciones absolutas.

En España, la jurisprudencia constitucional y la legislación administrativa exigen que toda medida restrictiva esté sujeta a un juicio estricto de necesidad, adecuación y proporcionalidad (artículos 129.3 de la Ley 39/15 y 4 de la Ley 40/15). Incluso en contextos extremos como la pandemia de COVID-19, el Tribunal Constitucional ha subrayado que las restricciones generales de derechos deben someterse a un control jurídico estricto. En su sentencia nº 148/21, sobre el confinamiento durante el primer estado de alarma, el Tribunal consideró que la suspensión generalizada de la libertad de circulación excedía los márgenes permitidos por la Constitución, recordando que incluso en situaciones críticas deben respetarse los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad.

En contraste, cerrar el parque de forma automática, sin alternativas ni evaluación específica, es una aplicación desproporcionada del principio de cautela. Desborda sus límites jurídicos y erosiona el derecho al uso del espacio público.

El espacio público como derecho, no como concesión

El espacio público no es solo un recurso físico administrado, sino un bien común con valor cívico y simbólico propio. Su uso forma parte del ejercicio cotidiano de derechos fundamentales como la libertad deambulatoria (artículo 19 de la Constitución) o el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado (artículo 45 de la Constitución).

Convertir el Retiro en una zona vedada cada vez que hay viento moderado implica gestionarlo con lógicas automáticas, ajenas al juicio ponderado y al interés general. Refuerza una relación paternalista entre administración y usuarios, que lejos de generar seguridad, debilita la confianza en la acción pública. Al convertirlo en un recinto sujeto a criterios tecnocráticos y decisiones sin margen de adaptación, el Retiro deja de ser un espacio de convivencia cotidiana para transformarse en un bien administrado a distancia, casi deshumanizado. La paradoja es evidente: el parque se protege de quienes lo usan, como si su conservación dependiera de “mantener a raya” a los ciudadanos.

Consecuencias que van más allá del césped

Cerrar el Retiro tiene costes: sociales, democráticos y culturales. Impide el uso del parque por parte de miles de ciudadanos, deteriora su papel como espacio de encuentro y ocio, y consolida una cultura del miedo institucional. En vez de promover una ciudadanía corresponsable, se impone una lógica paternalista: el Ayuntamiento actúa como tutor, no como gestor.

Además, este tipo de medidas tiene una lógica expansiva. Lo que empieza como una precaución puntual se convierte en rutina, y lo que se presenta como excepción se normaliza. Se degrada así el derecho al uso del espacio público, no por razones de fuerza mayor, sino por un sesgo institucional que prefiere la tutela a la corresponsabilidad. Esta deriva no es neutra: erosiona el vínculo ciudadano con lo común y debilita el valor democrático del espacio abierto.

Reformar el protocolo: confiar, no encerrar

Esta regulación municipal debe revisarse. No para eliminar toda precaución, sino para restaurar la proporcionalidad y el sentido común. Puede derogarse y sustituirse por un modelo flexible, que permita cierres parciales, medidas graduadas y mejor información. El objetivo no debe ser blindar el parque frente a todo riesgo, sino permitir que siga cumpliendo su función esencial como espacio vivo, abierto y seguro.

Cerrar el Retiro debería ser la última opción, no la primera reacción. Reabrirlo en condiciones razonables no es temerario: es un acto de civismo institucional. Proteger no es cerrar, y prevenir no es prohibir. Lo razonable es informar mejor, restringir solo cuando haya peligro real e inminente, aplicar cierres parciales cuando sea necesario y confiar en la responsabilidad de los ciudadanos.

Menos tutela, más espacio público

Reivindicar un parque abierto no es un gesto de imprudencia, sino reclamar una gestión adulta de lo común. El Retiro no necesita un ‘candado meteorológico’, sino una política que lo cuide sin alejarlo de quienes lo utilizan cada día. El riesgo cero no existe. La desconfianza institucional, por desgracia, sí.