Por Eduardo Pastor Martínez

 

La renovación del CGPJ se ha convertido en una de esas batallas que es necesario librar para que todo siga como estaba antes. Ni siquiera el lector despistado precisará ya instrucción sobre el significado de ese acrónimo, por alusión al órgano de gobierno de los jueces. Tampoco sobre el momento de anormalidad constitucional que atraviesa: su mandato caducó hace más de dos años y los partidos de gobierno y oposición andan enfangados en un proceso de selección de nuevos moradores que nunca se consuma, en la medida en que ha quedado condicionado por su dialéctica, sentido de oportunidad y enfrentamientos. Todos dicen querer salvar la independencia de los jueces y procurar la adecuada modernización de nuestro sistema judicial. El cinismo del Gatopardo sigue dramáticamente instalado en la vida política presente.

Porque incluso ese lector despistado habrá igualmente constatado que, en el debate sobre la renovación del CGPJ, únicamente se negocian las cuotas que a cada partido político pueda corresponderle en su futura composición. Los vetos recíprocos evidencian las afiliaciones más íntimas de los candidatos más procaces. Esa discusión es una menor y para otra más amplia: reproducir el mismo concierto en la renovación de otras instituciones elementales de nuestra maltrecha democracia liberal y que atraviesan una situación parecida. Desde RTVE hasta el Tribunal Constitucional.

Todo tiene que cambiar para que nada cambie. La democracia se basa en controles o contrapesos para el ejercicio del poder. La discusión sobre la renovación del CGPJ es sobre cómo hoy los partidos políticos mayoritarios pueden conservar las mismas estructuras de poder de ayer, en el vértigo de un mundo perplejo y donde los antiguos equilibrios sociales son cada día más frágiles. Ese mundo es un lugar donde estar y por eso su geografía es la de las gentes que lo habitan. Las pobres gentes, desengañadas y descreídas de la solidez de los rudimentos que antes procuraban confianza, unidad y paz. Dos años después, lo del CGPJ ya no se lo cree nadie.

La inclinación del poderoso por exprimir las instituciones es irrefrenable y atávica. Desde el españolísimo caciquismo hasta el más reciente reformismo clientelar. Su afán es el de neutralizar esos controles y contrapesos. Donde eso no pueda hacerse se trata de domesticarlos, que significa hacerlos de la casa de uno. En España los partidos políticos mayoritarios están en todas partes, afán facilitado por un modelo de Estado intervencionista y asistencial, también por el estabulamiento de los españoles, necesitados de mayor conciencia crítica sobre el carácter inescindible de la libertad y responsabilidad individuales. Lo que nuestros poderosos parecen no haber entendido todavía es que ya no es posible que ejerzan su poder de la misma manera que lo hacían antes. Los partidos políticos y sus líderes deberían convertirse en organizaciones de su tiempo, renunciar al poder logrado a través del control absoluto y tratar de retener la mayor parte de ese poder mediante la seducción. Un método más difícil, pero igual de práctico. Mandar un poco menos y de otra manera: convencer y colaborar en lugar de colonizar. Si ayer los ciudadanos estaban involucrados en esos mecanismos de control a cambio de cuotas de seguridad y prosperidad, hoy puede igualmente involucrárseles en ese proyecto para la hegemonía política, de una forma más sofisticada y reconociendo el acento emocional de nuestros días, ofreciéndoles algo en lo que creer nuevamente.

La clave de la convivencia es la generosidad. Aunque a veces la generosidad se imposte, no por eso deja de ser menos positiva para la satisfacción de ese interés. Nuestros líderes políticos no tienen que ser generosos entre sí, sino con los ciudadanos que les soportan. No parece una concesión exorbitante la de que doce de los veinte miembros del CGPJ sean escogidos de entre jueces y por jueces. Tampoco que en la renovación de las instituciones democráticas únicamente participen quienes creen en ellas. Después, las corrientes políticas mayoritarias podrían igualmente ejercer influencia sobre el funcionamiento del órgano, pero de forma menos ruda que mediante la selección de candidatos por su solo compromiso y lealtad políticas. Porque no es tan importante quién elija sino a quién se elija, bastaría con que los negociadores escogieran a profesionales de un perfil acentuadamente técnico. También, que se objetiven las facultades atribuidas a ese órgano para la provisión de altas magistraturas o que se reduzca el perímetro de los aforamientos políticos ante los órganos donde se ejercen. Al CGPJ le incumbe, fundamentalmente, disponer las bases para la modernización de la justicia española. Por eso los candidatos deberían ser escogidos por sus méritos y propuestas de mejora. Mientras tanto, el sistema judicial español se debilita, la economía sufre las consecuencias de su falta de competitividad y la convivencia se envilece.

Las instituciones no lo soportarán todo. Los desórdenes actuales de nuestro sistema político, los malos ejemplos, el auge de los localismos y los desequilibrios sociales, reducen la resistencia de las instituciones. Si nuestros políticos insisten en su ensimismamiento y egoísmo, tarde o temprano serán engullidos por una crecida de rencor que necesariamente ha de seguirse del actual descontento. El resentimiento es el alimento del populismo y el nacionalismo. ¿Quién defiende a la democracia liberal?  Necesita aliados, pero nadie debe incurrir en el error de sentirse justificado por sus propias fuerzas, llevado de un adanismo que solo puede conducir a la frustración, incrementando los riesgos de enfrentamiento social. Los sistemas políticos occidentales mejoran paulatinamente y lo seguirán haciendo, siempre que se inoculen a tiempo los anticuerpos que han de preservar la salud de sus instituciones básicas. No se puede luchar contra todo al mismo tiempo y hay que contentarse con la suma de pequeñas victorias. Los defensores de la democracia liberal hemos de conformarnos hoy con exigir a nuestros representantes que procuren una solución de consenso para esta encrucijada, cediendo una parte de su poder, aunque sea con el propósito de conservar el resto.


Foto: Pedro Fraile