Por Gonzalo Quintero

Los recientes fastos de la Semana Santa han contado, como es tradición, con las concesiones de indultos promovidas por cofradías y hermandades en algunas ciudades. Por supuesto que son tradiciones aparentemente respetables, pero que no resisten un análisis sereno y, si se quiere “laico”, y espero que por decir eso no se me anatemice acusándome de reacio al perdón y convencido de las virtudes del dura lex sed lex. Mi modesta reflexión discurre por otros senderos.

Partimos de un hecho cierto: la institución del indulto, aunque esté reconocida y regulada en el derecho positivo, no está libre de críticas (al igual que el derecho de gracia en general, y no entraré en el berenjenal de la amnistía y su hispano avatar, entre otras cosas, porque hoy es tema que está sub iudice). Del derecho de gracia, del que deriva el indulto, se ha dicho de todo, e insisto en la extensión de las críticas, pues es muy difícil encontrar una institución jurídica que por muchos pueda ser considerada necesaria y útil para el “ajuste fino” de las respuestas del derecho penal, a la vez que otros muchos consideran que la existencia misma del derecho de gracia es un atavismo incompatible con el Estado de Derecho.

Puede que sea así, si bien en nuestros tiempos el listado de cosas que se consideran compatibles con el Estado de Derecho ruboriza a cualquier jurista de mediana sensibilidad. Pero volvamos a esos indultos pascuales y apoyados en la tradición. Lo menos que se puede exigir es que, si el Gobierno – que es el que concede el indulto – cree que un sujeto concreto es merecedor de la gracia que para él se solicita, lo justo y equitativo es revisar las circunstancias que concurren en todos los presos de España y extender el indulto a todos aquellos en los que se den unas condiciones análogas, pues no es razonable suponer que el beneficiado con el perdón es el “único” en el que se reúnen razones suficientes para merecerlo.

No proceder así es incompatible con la promesa constitucional de igualdad, frente a la que no se puede invocar la “excepción de la Semana Santa”. Y, aún más, si realmente se considera que un preso debe ser liberado porque no subsisten motivos suficientes para prolongar su situación penal, el sistema debe de contener mecanismos que posibiliten su puesta en libertad sin necesidad de aguardar a esas celebraciones.

En el fondo todo converge en un mismo problema: el funcionamiento de una institución jurídico-penal está a merced de la voluntad del Gobierno, que a su vez actúa sin sumisión a control jurisdiccional de especie alguna, y eso propicia decisiones de difícil justificación, aunque se trate de actos benéficos como son los perdones a presos. Pero, inevitablemente, está abierta la puerta a la arbitrariedad y a la interferencia en la interpretación de las leyes penales, que corresponde a los Tribunales y no al Gobierno, y al uso de esa potestad conforme a intereses políticos o inconfesables.

Otro caso llamativo, prescindiendo de la dimensión que atañe a las relaciones privilegiadas entre el Gobierno y el independentismo catalán, es el indulto a la Sra. Borrás, que en su día fue condenada a 4 años y medio de prisión y a 13 años de inhabilitación por prevaricación y falsedad en documento oficial por el TSJ de Cataluña. Hace pocas semanas se produjo la esperada noticia de que el TS confirmaba aquella sentencia condenatoria, en la que el TSJC había incluido la recomendación de que le fuera concedido a la condenada un indulto parcial respecto de la pena privativa de libertad que por imperativo legal se le había impuesto, a fin de que se redujera una magnitud que permitiera evitar el ingreso en prisión.

Ese indulto está ahora sometido a su correspondiente expediente y, con toda probabilidad, será concedido. Habrá quien piense que esa gracia está determinada por el afán del Gobierno por bailar el agua a Junts, y puede que así sea, pero, en este caso, el indulto lo había propuesto el mismo Tribunal juzgador. En la fundamentación de su propuesta, el Tribunal argumentó que la conducta de la acusada  resultaba excesivamente penada, pues, en realidad,  se trataba de algo que, si bien no se puede hacer, que es trocear una contrata pública en contratos de menor importe, para así eludir la obligación de convocar concurso público y poder adjudicarla libremente, pero que no es tan grave como para dar lugar a la imputación de prevaricación y falsedad documental, delito, este último, que es el determinante de la pena de prisión (a pesar de su función instrumental), pero ese es otro problema en eterna espera de solución.

Esa práctica de “troceo” (ilegal) ha sido frecuente en tantos casos de corrupción pública, y normalmente los Tribunales españoles admitían que ese vicio en el procedimiento de adjudicación de un contrato, evitando la libre concurrencia y la competencia, bastaba para calificar el hecho como delito de prevaricación (llegando a veces a la calificación de malversación). Esa línea interpretativa puede ser discutida, sobre todo si a la postre el dinero público ha sido destinado efectivamente al abono del objeto del contrato, a pesar de la grave irregularidad del procedimiento. Sucede que, dejando ese aspecto de lado, lo cierto es que ha tenido que llegar el caso mencionado para que se acepte que la calificación de prevaricación y falsedad puede resultar a veces excesiva, y eso explicaría la concesión de un indulto.

Esa argumentación es inaceptable, pues si realmente se considera que la alteración del procedimiento de contratación administrativa para beneficiar a un particular concreto es una conducta merecedora de consecuencias penales, pero no tan severas que puedan conducir a prisión, la consecuencia ha de ser otra: elevar la correspondiente petición de reforma de las leyes y, paralelamente, solicitar que la misma gracia sea concedida a todos los gestores públicos que han actuado así, que han sido bastantes.

Es cierto que las imperfecciones legales han de ser resueltas por el legislador, mediante la oportuna reforma de las leyes, tarea que en España se hace, tradicionalmente, de espaldas a lo que hayan indicado tanto los Tribunales como la doctrina. Pero en tanto no se corrija un defecto de la Ley, bueno es que exista una válvula reguladora que evite el exceso o la desigualdad o la injusticia material. En el caso que propicia este comentario es patente, para los que están al corriente de las cuestiones penales, que es el delito complementario o instrumental (la falsedad documental) el que produce una consecuencia punitiva que no está prevista para el delito principal. Ese efecto perverso de la concurrencia de falsedades ha sido reiteradamente denunciado en la doctrina sin que jamás haya llegado a sensibilizar el legislador, aunque haya tenido efecto en algún fallo del TS (sobre la relación entre estafa y falsedad rechazando el concurso de delitos)

Confiar al Ejecutivo, casi en exclusiva, la importante tarea de limar las consecuencias indeseables de la aplicación de la Ley, no es una vía admisible, y no solo por ser como es y actuar como actúa el actual Gobierno, sino porque el Ejecutivo, en cada caso y al compás de las alternancias políticas, actuará conforme a sus concretos intereses, con lo cual generará su propia e intolerable “discrecionalidad”. Es verdad que también cada Tribunal puede tener sus propios criterios, con lo que es difícil pronosticar una línea interpretativa de las leyes que sea firme, pero ese es un problema que ha de reconducirse a una adecuada vía para la unificación de doctrina penal, que hoy no tenemos.

Sea como fuere, es preciso despojar al indulto del carácter de acto de clemencia o indulgencia, pues esa idea de la gracia es la primera fuente de posibles desigualdades ya que depende de factores que pueden quedar alejados del ideal de igualdad. Es común afirmar que no existe un “derecho a recibir la gracia”, y, por lo tanto, ninguna persona no perdonada tiene derecho a protestar por la falta de igualdad.

Ese planteamiento es irracional y rechazable. No cabe duda de que la clemencia no puede ser radicalmente excluida, pero ha de estar subordinada al interés superior de la justicia, que, por supuesto, ha de concretarse, y vincularse a la utilidad pública cuando el derecho formal no puede satisfacerla.  La concesión de indultos particulares solo sería comprensible abandonando la injusta tradición de la “plena discrecionalidad” en el uso de la gracia, hecho siempre censurado, pero nunca abordado con sincero propósito de cambio.

No queda sino asumir la cruda realidad marcada por los insoportables defectos que tiene el actual sistema de regulación del ejercicio del derecho de gracia. No es razonable que en orden a la valoración de lo que es justo o no lo es, más allá de la legalidad estricta, se excluya absolutamente a los otros Poderes (legislativo y judicial), que son, respectivamente, los creadores de las leyes y sus intérpretes y aplicadores. En la apreciación de carencias o excesos de la Ley debieran tener una presencia que hoy es inexistente, pues sería precisa una amplia reforma legal para configurar un sistema de ejercicio del derecho de gracia radicalmente diferente al actual, que podría ser estructurado, dando entrada a los otros Poderes si existiera la suficiente voluntad política para emprender la tarea.

Por supuesto, eso supondría privar al Gobierno del poder de indultar, trasfiriendo esa potestad a otro órgano hoy inexistente, pero que se podría crear aprovechando la ineludible necesidad de elaborar una nueva Ley reguladora del indulto. Entre tanto, no puede orillarse una realidad, que es el decaimiento del principio de legalidad consubstancial a la concesión del indulto en un Estado de Derecho que dispone de vías de impugnación constitucional de las leyes que se consideren injustas, excesivamente duras o innecesarias. Si el ordenamiento jurídico-penal cumple con las pautas constitucionales el indulto ha de tender a ser una respuesta excepcional, y, en ningún caso, “normalizarse” como parte habitual del sistema de administración de justicia penal.

Por lo tanto, una futura regulación del indulto, si es que algún día llegara a producirse, no tiene por qué plantear su eliminación, pero sí debería eliminar su carácter de gracia discrecional, aun dejando la decisión última al Gobierno, pero sin que fuera el Ejecutivo el que valorase la concurrencia de los motivos de equidad, clemencia y, especialmente, la necesidad de afirmar vigencia del derecho, y, en todo caso, nunca olvidar el imprescindible respeto al principio de igualdad, que en las concesiones de indultos suele ser el primer damnificado.

Es difícil esperar cambios en esta materia, pues se trata de un recurso demasiado precioso para determinados modos de concebir el ejercicio del poder, por lo que las reiteradas promesas de revisión del régimen jurídico del indulto son tan poco creíbles como las afirmaciones gubernamentales de que su primea preocupación es el interés general.


1964 – St. Mary Cathedral – Kenzo Tange