Por Gonzalo Quintero Olivares
Un nuevo episodio ha servido para poner de manifiesto la muy particular manera de entender la función del derecho en el mundo del independentismo. El punto de partida es muy simple: nada de lo que se haga en nombre de la causa puede ser tenido por delictivo o siquiera ilegal, y, siendo así, cualquier actividad del Estado tendente a descubrir o impedir actos de esa clase ha de ser considerada como un abuso dictatorial.
Al parecer, en las filas del independentismo radical se habría infiltrado un agente de policía. A quién se pregunte a estas alturas por los motivos hay que recordarle los planes, fracasados, de ocupar aeropuertos, cerrar fronteras, impedir el acceso al puerto o dañar vías de ferrocarril para imposibilitar la circulación. Otro recuerdo, ejemplificativo, es que altos responsables del independentismo consideran que bloquear cada día, a hora punta, el acceso a la ciudad por una de sus principales vías de entrada, es una brava expresión de lucha de un pueblo oprimido, que no debe ser turbada policialmente en su legítima protesta. Todas esas actividades son simplemente delictivas, sin excusa ni excepción.
Muy diferente es la valoración de ERC, Junts, PDeCat y la CUP, que han registrado una petición de comparecencia ante la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados del policía supuestamente infiltrado para que dé explicaciones por los motivos de su infiltración en “organizaciones del movimiento popular e independentista catalán”, acción que, según voceros de esas organizaciones, son ejemplo indiscutible de la represión y del deseo de difamar a organizaciones tan “pacíficas” como los Comités de Defensa de la República.
Todo ese discurso es un disparate de tracto continuado, pero el punto que creo jurídicamente más interesante es el que afirma que las infiltraciones son “inaceptables en un Estado democrático, que no tiene justificación posible, ni cobertura judicial”, pues solo persigue controlar los “movimientos o planes de una organización política”, que (falta por añadir) siendo independentista nunca pueden ser delictivos.
Llegados a este punto es obligado dar paso al razonamiento jurídico, aun sabiendo que es despreciado por el independentismo y no plenamente asumido por otros. El agente infiltrado en un grupo legitima su presencia solo si existe una fundada sospecha de que en ese grupo se programan acciones delictivas, entre las cuales, por supuesto, están todas las que recurren a la violencia en cualquiera de sus formas. Esa figura del infiltrado, como se podría decir del espía en territorio enemigo en tiempos de guerra, es aceptada y utilizada por cualquier policía del mundo, y su límite y justificación están en la lucha contra el delito, extremo que debe ser tenido en la esencial significación que le corresponde, pues estamos ante un tema muy delicado y en la memoria se registran demasiados ejemplos de intervención abusiva, violentando los principios básicos del derecho penal y de las categorías de la autoría y la participación así como las garantías constitucionales.
El objetivo de lucha contra el delito justifica la infiltración policial en un sistema democrático y, en cambio, es condenable la utilización de esas técnicas policiales por regímenes dictatoriales con el solo objetivo de detectar ‘subversión’, es decir, desleales a la causa, lo cual nada tiene que ver con la prevención del delito, salvo que la disidencia política se criminalice, como tantas veces ha sucedido, y como, por supuesto, eso es lo que hace el Estado español según sostienen ardientemente los medios próximos al independentismo radical.
El agente provocador ha sido una figura ampliamente estudiada en el campo de la teoría de los actos preparatorios y de la participación criminal. El uso por el Estado, o por los sistemas policiales, de agentes provocadores viene de antiguo: ya lo hacía la policía napoleónica, y se atribuye el apogeo de su utilización a un personaje tan siniestro como legendario cual fue Joseph Fouché. Pero su especial dedicación a la persecución de la disidencia política complica notoriamente el problema y la toma de postura ante esa figura.
Un límite infranqueable es la prohibición de provocar el delito. La utilización de infiltrados no puede servir para provocar decisiones de delinquir para propiciar la detención y castigo, que es lo que hacen los agentes provocadores. Eso no ha de confundirse con la actuación tendente a comprobar que alguien está delinquiendo pues, en tal caso, lo que hace el agente policial no es calificable de inducción (conducta punible) sino como acción orientada a descubrir a quien está delinquiendo, lo cual se corresponde plenamente con el cumplimiento de su deber, según lo establecido en el artículo 282 párrafo primero de la Ley de Enjuiciamiento criminal y en el art.11-1-f) y g) de la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: prevenir la comisión de actos delictivos e investigar los delitos para descubrir y detener a los presuntos culpables.
La misma Ley de Enjuiciamiento criminal contempla también la figura del agente encubierto (art.282 bis) que dota de cobertura jurídica a la infiltración de un policía en una organización, por supuesto, ocultando su identidad. El problema interpretativo que plantea esa norma es, en primer lugar, la vinculación con la delincuencia organizada y, en segundo lugar, el objeto que justifica recurrir a esta figura.
Según el citado art.282 bis 4 n) ha de ser la detección de posibles delitos de terrorismo previstos en los artículos 572 a 578 del Código Penal. No es preciso recordar que las organizaciones independentistas que preconizan la necesidad de la “acción directa” no se consideran, a si mismas ni por los partidos políticos independentistas como organizaciones criminales que realicen o proyecten actos delictivos.
Lo jurídicamente relevante es lo siguiente:
1º La utilización de un agente encubierto no es posible sin la autorización de un Juez de Instrucción o del Fiscal, dando cuenta inmediata al Juez. Además, la autoridad judicial deberá estar informada en todo momento del curso o rendimiento que proporciona la infiltración. La infiltración puede ser por tiempo concreto o no, pero eso también tendrá que decidirlo el Juez, así como la eventualidad de que el agente encubierto necesite realizar alguna actividad que afecte a derechos fundamentales, como pueda ser la interceptación de comunicaciones o registros. En resumen: el agente encubierto solamente estará protegido por el derecho penal a través de la eximente de ejercicio del derecho, si toda su actuación ha estado sometida a control y autorización judicial, y no en otros casos, pues no hace falta gran esfuerzo para comprender que todo lo que no sea eso entraría irremisiblemente en el concepto de prueba ilícitamente obtenida y, por tanto, nula.
2º La utilización de agentes encubiertos se justifica a partir de un objetivo: la lucha contra el delito. La relación que ofrece el art.282 bis LECri es amplia, y me he limitado a señalar lo que indica en su apartado n), que son los delitos de terrorismo previstos en los artículos 572 a 578 del Código Penal. Es cierto que en la actualidad no hay procesos abiertos contra independentistas por actos de terrorismo, pero no es menos cierto que se han producido atentados contra vías de ferrocarril, cortes de autopistas o de vías de comunicación usando fuego u otros medios igualmente contundentes, acciones que pueden entrar en la categoría de terrorismo y, por lo tanto, sería una ingenuidad y una frivolidad por parte del Estado no tomar medidas de prevención de males mayores, que pueden producirse en cualquier momento, y no solo por la peculiar manera de pensar y decidir de los grupúsculos partidarios de la acción, sino también porque no faltan ideólogos, como la tal Ponsatí, que proclaman la necesidad de que haya algún muerto como único modo de dar un salto cualitativo en la lucha por la independencia. Por lo tanto, sobran razones para la prudente previsión y si la actividad policial no detecta riesgos de que eso suceda tanto mejor.
3º La Ley vincula la figura del agente encubierto a la investigación de las actividades de delincuencia organizada descritas por la Ley de Enjuiciamiento criminal como la asociación de tres o más personas para realizar, de forma permanente o reiterada, conductas delictivas. Indudablemente los integrantes de grupos potencialmente violentos no aceptan que sus actividades puedan ser tildadas en ningún caso como delictivas, antes, al contrario, son, para ellos, valientes actos de protesta frente al opresor español. Lo que no puede aceptarse es que los responsables de Partidos políticos con representación parlamentaria en la Asamblea Legislativa de la Comunidad Autónoma y en las Cortes clamen por la “ofensa” que a su juicio supone que la Policía quiera saber cuáles son los programas de actuación de los grupos activistas partidarios de las “vías de hecho”. Nihil novum sub sole. Podemos recordar a Arzallus cuando se refería a los cachorros proetarras que se dedicaban al incendio de autobuses y otras bestialidades de la kale borroka, llamándoles “los chicos de la gasolina”, que no dejaba de ser un modo bondadoso de referirse a los alevines de terroristas.
Quien me honre leyendo estas notas dirá que para el mundo independentista catalán el derecho del Estado no existe, salvo en lo que sirva en orden a denunciar y protestar, pero en modo alguno como proposición normativa para la convivencia, y por ese motivo no puede ser ilícito nada de los que se haga o se proyecte hacer violentamente, desde apedrear la vivienda de un juez, difundir el nombre y dirección de un funcionario para que se sepa dónde está para poder acosarle, o derribar un árbol sobre la vía férrea. Que el orden jurídico haya perdido en Cataluña su necesaria respetabilidad es una de las peores consecuencias del independentismo ejerciente. Parece que desconocen que las consecuencias son malas para todos, incluidos ellos.