Por Francisco Garcimartín

 

Introducción

Continuando con las entradas anteriores, el objeto de ésta es analizar otra de las cuestiones que se han planteado al hilo de las primeras aplicaciones del nuevo Derecho preconcursal recogido en el Libro II de la Ley Concursal (“LC”): la necesidad de que, cuando el deudor sea una persona jurídica, ésta deba aprobar o consentir al plan de reestructuración en todo caso.

La cuestión cobra relevancia en los escenarios de insolvencia inminente o actual cuando los acreedores pretenden imponer un plan de reestructuración que afecta a los derechos de los socios y que éstos no aprueban. Típicamente, son los casos en lo que el plan contempla una capitalización de créditos que provoca que la sociedad pase a manos de sus acreedores. Tras la reforma introducida por la Ley 16/2022, la LC permite esta solución, i.e. esta suerte de “ejecución colectiva por apropiación” en aras a asegurar, al menor coste posible, la continuidad de empresas económicamente viables (vid. arts. 631 (4), 640 (2) y 656 LC). Pero la cuestión que inmediatamente se ha planteado es ¿debe la sociedad, como ente distinto de sus socios, aprobar en todo caso el plan? La pregunta puede sorprender, pero así se ha defendido por un sector de la doctrina concursalista más autorizada (vid., por todos, Ana B. Campuzano, “Consideración crítica sobre la posición del deudor persona jurídica en los planes de reestructuración”, Revista de Derecho Mercantil, num. 328, abril-marzo 2023).

A mi juicio, por el contrario, la respuesta es negativa. La LC no exige en estos casos el consentimiento del deudor persona jurídica ni explicita ni implícitamente, como se deduce de una interpretación a contrario de los artículos 640 y -en particular- 684 (2); y por una reducción al absurdo de los artículos 612, 637 o 640. Y tiene sentido que no se exija el consentimiento del deudor persona jurídica -como un requisitos distinto e independiente del acuerdo de los socios-, ya que de otro modo se dejaría todo el éxito de la reestructuración en manos de quienes menos legitimidad tienen para decidir quién se queda con el negocio cuando la compañía es insolvente (los administradores). Tras desarrollar estos argumentos en los párrafos siguientes, concluiré esta entrada intentando ver cuál es la construcción dogmático-conceptual sobre la que se ha construido el tenor legal. Como sucedía en relación con las cuestiones analizadas en las entradas anteriores, tampoco ahora tengo ningún interés personal o profesional en los casos en los que se ha planteado esta cuestión.

 

Un breve apunte sobre la Directiva

Antes de analizar nuestra Ley Concursal puede ser oportuno recodar su procedencia. La Directiva 2019/1023 sobre reestructuración e insolvencia es muy explícita en este punto. Su artículo 11 (2) dice:

Los Estados miembros velarán por que un plan de reestructuración no aprobado por las partes afectadas […] pueda ser confirmado por una autoridad judicial o administrativa a propuesta de un deudor o con el consentimiento del deudor […]

No obstante, inmediatamente después añade:

Como excepción a lo dispuesto en el párrafo primero, los Estados miembros podrán limitar el requisito de obtener el consentimiento del deudor a los casos en los que el deudor sea una pyme.

Es indudable que la Directiva deja la opción a los Estados miembros: salvo que se trate de una pyme, los Estados miembros pueden exigir o no el consentimiento del deudor persona jurídica como un requisito necesario para homologar el plan.

 

La ley española se ha acogido a la opción que deja la Directiva

Y esto es que ha hecho la Ley española, que no exige el consentimiento del deudor persona jurídica, ni expresa ni implícitamente.  Expresamente es indudable que no lo exige. Ni está entre los requisitos que se exigen para la homologación del plan de reestructuración, ni entre las causas de impugnación.

E implícitamente, lo que se deduce de una interpretación a contrario de los artículos 640 y 684 TRLC es que el consentimiento del deudor sólo se exige cuando se trate de (i) una persona natural; (ii) o, cuando siendo el deudor persona jurídica, sea una pequeña empresa tal y como se definen en el artículo 682 (o los socios sea legalmente responsables de las deudas sociales). El artículo 684.2 LC es muy elocuente a estos efectos. Este precepto recoge las “especialidades” aplicables a las pequeñas empresas. Pues bien, si -en cumplimiento de lo que exige la Directiva- entre las especialidades aplicables a las pequeñas empresas está el que el plan deba siempre ser aprobado por el deudor, será porque la regla general, aplicable al resto de los casos, es otra.

El reproche de que, en la parte general, “no se dice expresamente que no es necesario el consentimiento del deudor persona jurídica” creo que tiene poco recorrido: el legislador redacta textos normativos, no artículos doctrinales. En nuestro caso, la LC establece los requisitos para homologar un plan de reestructuración y las causas de impugnación. A partir de aquí, resultaría algo extravagante un precepto normativo aclarando, además, los otros elementos que no son requisitos ni causas de impugnación del plan.  

También se llega a ese resultado interpretativo por su coherencia con otros preceptos o, mejor dicho, por la inconsistencia con estos preceptos de la interpretación contraria. Así, resultaría bastante absurdo establecer (i), por un lado, que se puede paralizar una solicitud de concurso voluntario instada por el deudor persona jurídica siempre que los acreedores presenten un plan de reestructuración para su homologación (artículos 612 y 637 LC), (ii) pero, por otro lado, que en cualquier caso se necesita su consentimiento (el del deudor persona jurídica) para poder homologar ese plan de reestructuración. Le bastaría al deudor no consentir al plan para abocar a la solución concursal, que es lo que dicho artículo quiere evitar.

Y, lo que es sin duda el argumento más eficaz, resultaría difícil de entender que, por un lado, el plan de reestructuración se puede imponer a los socios del deudor persona jurídica (artículos 640 o 656 LC); pero, por otro lado, no se le puede imponer a esta última. Una vez que la Ley ha optado por la posibilidad de imponer el plan de reestructuración a los socios, cuando afecta a sus derechos, típicamente cuando se prevea una capitalización forzosa de los créditos, sería absurdo exigir en todo caso el consentimiento de la sociedad. Si el plan se puede imponer a los socios, que son el órgano donde reside la soberanía última de la voluntad del deudor persona jurídica (vid. art. 161 LSC), ¿cómo no se va a poder imponer a ésta? Es evidente que cuando se trata de una persona jurídica corporativa, la voluntad se le imputa a ésta, pero la decisión la toman los órganos sociales competentes, la junta de socios o el consejo de administración. Pues bien, resultaría irrazonable concluir que el plan se le puede imponer a la junta, pero no al consejo y por consiguiente, hacer depender su homologación de la voluntad de los administradores sociales, cuando éstos no van a verse directamente afectados por el plan! Los administradores, que actúan por definición en beneficio e interés ajeno, se convertirían en los “dueños” últimos de todo el proceso y por consiguiente, el plan de reestructuración acabaría dependiendo de la voluntad de unos sujetos que no se ven directamente afectados por éste, y en contra de la voluntad de los sujetos directamente afectados (quienes han aprobado el plan). Como se ha repetido muchas veces, el nuevo Derecho preconcursal permite un cambio de control en situaciones de insolvencia inminente o actual: los acreedores se pueden convertir en los nuevos “dueños” del negocio. Sería muy difícil de entender que, en este sistema, la activación de este cambio de control quede siempre y en última instancia a la voluntad de los administradores sociales. Precisamente, porque no puede depender de su voluntad, la LC prevé su “sustitución” en un momento crucial: si el plan contiene operaciones societarias que no han sido aprobadas por los socios (típicamente, esa capitalización de créditos), su ejecución corresponderá a los administradores sociales “y si no lo hicieran, a quien designe el juez a propuesta de cualquier acreedor legitimado” (artículo 650.2 LC).

 

La persona jurídica como patrimonio (en este caso, empresarial) separado

Pese a lo anterior, hay dos elementos de la Ley que se han invocado para sostener que siempre es necesario el consentimiento del deudor persona jurídica. Por un lado, el hecho de que no se le haya reconocido legitimación para impugnar la homologación del plan de reestructuración. Y, por otro lado, que durante la negociación del plan de reestructuración el deudor persona jurídica sigue disfrutando plenamente de sus facultades de administración y disposición.

Confieso mi incapacidad para ver con nitidez la relación argumental entre esos dos datos, que son indudablemente ciertos, y la conclusión que de ellos se extrae. Pero creo que la interpretación legal aquí defendida, y su compatibilidad con esos dos elementos, puede entenderse mejor si se relee la exposición de motivos de la Ley 16/2022.  Como ahí se menciona, lo que establece el libro segundo es, en última instancia, un régimen especial de reestructuración del pasivo -en sentido amplio, i.e. deuda y recursos propios- del deudor persona jurídica (cuando lo sea). Por lo tanto, quienes se ven “afectados” son los titulares de ese pasivo: acreedores y socios. O dicho de otro modo, quienes se ven afectados, y por lo tanto participan en el proceso de decisión colectiva que todo plan de reestructuración supone, son quienes tienen derechos “en” o “sobre” la persona jurídica. A partir de aquí, si se cumplen los demás presupuestos, la Ley establece un procedimiento de “cambio de control” sobre el deudor persona jurídica. Por ello, sería contrario al sentido y fin de la Ley, y un ejercicio de antropomorfismo desmedido, decir que la última palabra sobre quién “controla” al deudor persona jurídica, la tiene ésta misma y no sus socios y/o sus acreedores.

Quizás el absurdo se vea con más claridad si sustituimos el término “deudor” por el de “persona jurídica” y éste, a su vez, por el de “patrimonio separado” -como nos recomienda la visión patrimonialista de las sociedades-. A nadie se lo ocurriría decir que la determinación de cómo se va a reestructurar el pasivo de ese patrimonio y el cambio de control de socios a acreedores depende, en última instancia, de la voluntad del propio patrimonio. Y no es muy distinto el resultado si acudimos a las doctrinas analíticas sobre la personalidad jurídica.

Esto explica por qué, cuando el plan es no consensual por lo que atañe a los socios, la Ley sólo reconoce legitimación a estos para impugnar el auto de homologación, y no al deudor persona jurídica: porque quienes se ven “afectados” son quienes tienen derechos sobre esa persona jurídica como patrimonio separado y un patrimonio no tiene derechos sobre sí mismo.

Naturalmente, esto es compatible con que el deudor conserve sus facultades de administración y disposición durante la negociación del plan, o con que la Ley reconozca ciertos derechos al deudor persona jurídica, (por ejemplo, hacer la comunicación) o incluso con que los planes consensuales -en relación con los socios- sean firmados por el deudor persona jurídica. Todo esto no son sino medidas instrumentales que facilitan la gestión del proceso. Una cosa son estos derechos o prácticas instrumentales y otra cosa es el poder de decisión o control último sobre el deudor “persona jurídica”: cuando no hay acuerdo entre socios y acreedores, este poder de decisión no lo tiene el propio deudor persona jurídica, sino sus stakeholders, y en particular sus acreedores cuando la insolvencia es inminente o actual. De hecho, y como hemos visto hace un momento, la LC prevé que en el momento crucial para ejecutar ese cambio de control, los administradores puedan ser “sustituidos” (artículo 650.2 LC).