Por Juan Antonio Lascuraín y Jacobo Dopico*

 

Da que pensar la tan distinta percepción que tienen de los delitos y de las penas los especialistas y la población en general. Baste recordar lo que sucede con la prisión permanente revisable: si importante es su apoyo popular, según algunas encuestas, mayor es su rechazo académico — más del 90% de los catedráticos de Derecho penal firmaron un manifiesto reclamando su inconstitucionalidad —. Como no parece que pueda hablarse sensatamente de ignorancia de unos o de insensibilidad de otros, lo que bien puede suceder es que se trate de aproximaciones a un mismo fenómeno desde distintos planos.

El de las encuestas, sobre todo el de las inmediatas a un crimen horrendo, es el lenguaje del sentimiento. Es la indignación ante la injusticia y el anhelo de una retribución de la misma que borre el mal del pasado y haga imposible el delito futuro. El penalista, en cambio, se esfuerza por apartar sus sentimientos en pro de la razón. Recuerda cuáles son los valores básicos de justicia en nuestra sociedad y qué penas son incompatibles con ellos, empezando por la de muerte; y desde el conocimiento del sistema punitivo trata de extraer el castigo mínimo eficaz que nos prevenga razonablemente de nuevos delitos. Porque al fin y al cabo el encarcelamiento, el encierro de un ser humano, también el de los peores, es un mal que se suma al que ellos irrogaron y que solo encuentra su sentido en la medida en que sirva para la disminución del delito futuro.

La reciente inserción en el Código Penal del delito del abandono del lugar del siniestro por parte del conductor que lo ocasionó fortuita o imprudentemente es un nuevo motivo de aparente desencuentro entre parte de la opinión pública, que en su día lo impulsó con la etiqueta #porunaleyjusta, y los penalistas. El legislador hizo suyo ese impulso y decidió sancionar “la falta de solidaridad con las víctimas, penalmente relevante por la implicación directa en el accidente previo al abandono, y las legítimas expectativas de los peatones, ciclistas o conductores de cualquier vehículo a motor o ciclomotor, de ser atendidos en caso de accidente de tráfico”. El reproche de los especialistas es que la nueva disposición es inútil y además, precisamente, injusta. Veamos.

Los motivos expuestos por el legislador están muy bien. Es razonable sancionar a quien, tras causar un accidente, desatiende las expectativas de socorro a los accidentados. Pero esos motivos son justo los que dan sentido desde hace medio siglo al delito de omisión de socorro a la víctima de accidente, que en su modalidad más grave merece una pena de prisión de hasta cuatro años (adicionales a los posibles uno a cuatro años del homicidio imprudente) y que además es de aplicación prioritaria y excluyente del nuevo delito, como el mismo expresamente subraya: solo se aplica el nuevo delito de fuga si no se constata un delito de omisión de socorro. Cuando el causante de un accidente conscientemente deja al accidentado desamparado y en peligro manifiesto y grave, nunca procede la aplicación de este nuevo delito.

En realidad, este nuevo delito contempla dos escenarios distintos:

  • abandonar el lugar del accidente a sabiendas de que se han producido una o varias muertes (independientemente de si el accidente se debió a su culpa o no),
  • o abandonarlo a sabiendas de que hay alguien que ha sufrido alguna lesión, pero no está desamparado, no está necesitado de socorro.

Es decir: se castiga a quien no se queda a esperar a la policía tras haber cometido un delito imprudente (o tras haberse visto implicado en un accidente sin haber tenido culpa alguna). Pero ¿podemos legítimamente castigar a alguien por no quedarse a esperar a la policía?

Hay quien sostiene que el delito busca sancionar a alguien que no prestó socorro en un supuesto muy marginal: el caso en que el conductor se fuga creyendo que la víctima aún está viva, cuando en realidad esta había fallecido en el acto. “Ahí”, se dice, “nos encontramos con una laguna, ya que no se puede aplicar el delito de omisión de socorro, porque ya no hay nadie a quien socorrer”.

Sin embargo, debe responderse a esto de dos modos.

a) En ese caso, si el atropello fue culpa del conductor y su omisión posterior no ha sido perjudicial para nadie, este ya responde por un homicidio imprudente con una pena de 1 a 4 años de prisión. ¿Procede añadir a su castigo una segunda pena de hasta otros 4 años de prisión porque creía estar dejando en la estacada a un ser humano, cuando no lo estaba haciendo? Es dudoso si esta conducta debe castigarse más que un simple homicidio imprudente.

b) Así y todo, algunos tribunales ya suman a la pena por el homicidio imprudente un castigo adicional por esta conducta de no intentar prestar ayuda cuando al conductor le parecía posible hacerlo (lo que técnicamente se llama tentativa inidónea de omisión de socorro).

Centrémonos, pues, con estas gafas, en el texto de la nueva ley: un delito nuevo que castiga con hasta cuatro años de prisión a quien, tras causar por culpa o incluso fortuitamente un accidente en el que alguien ha fallecido -o ha resultado lesionado, pero no necesita auxilio-, no permanece en ese lugar (obviamente no se exige permanecer allí para siempre, sino sólo hasta la llegada de los agentes de la autoridad). Si no se trata de castigar una omisión de socorro, ¿qué es lo que se puede castigar aquí con hasta cuatro años de prisión (adicionales, en su caso, a los uno a cuatro años de prisión del homicidio imprudente)? El preámbulo de la Ley habla de castigar “la maldad intrínseca en el abandono de quien sabe que deja atrás a alguien que pudiera estar lesionado o incluso fallecido”. Pero en pleno siglo XXI debería estar ya claro que las leyes no pueden legítimamente castigar sin más la maldad, sino solo las conductas lesivas de los legítimos intereses ajenos. Siendo así, ¿cómo legitimar la punición de quien tras el atropello y no habiendo nadie necesitado de socorro no permanece hasta la llegada de los agentes de la autoridad?

Hasta ahora nos parecía claro que no es conforme a la Constitución penar a alguien por no autodenunciarse: por no esperar a las autoridades tras cometer un delito. Como es lógico, no puede castigarse por encubrimiento al propio autor del delito, porque no nos parece razonablemente exigible tal conducta y porque, con honda raigambre en la prohibición de la tortura -de la extracción dolorosa de la prueba autoinculpatoria-, consideramos que forma parte de nuestros derechos fundamentales a la defensa y a la presunción de inocencia el que no se nos obligue a aportar pruebas contra nosotros mismos, de nuestros propios delitos.

¿Puede ser entonces conforme a la Constitución castigar a alguien porque no se queda a esperar a la policía tras un delito imprudente? Con las garantías oportunas se nos puede, claro, investigar con la intensidad que sea necesaria, incluso extrayendo nuestra sangre o pinchando nuestro teléfono, pero no se nos puede obligar a contribuir a esa investigación ni castigarnos por no hacerlo.

Y si decidiéramos derogar esta profunda (constitucional) pauta de justicia, deberíamos aplicarla entonces a todos los delitos y sobre todo a los más graves: castigar siempre también, además de por el delito previo, por la huida, y no solo a todo delincuente imprudente, sino también al ladrón, al violador o al asesino, tan perversos como razonablemente fugitivos. De generalizarse esta reforma, en la práctica toda pena sería siempre mayor o menor que la inicialmente prevista: solo sería posible castigar al autor o bien por su delito atenuado por confesión o bien por su delito agravado por este nuevo delito de fuga. Esta simple idea debería haber alertado a los diputados y senadores sobre lo irrazonable de la reforma.

Coda necesaria. A las víctimas de los delitos contra la seguridad vial hay que escucharlas, cuidarlas, indemnizarlas y tratar de hacerles más fácil una vida que tan injustamente se les ha estropeado. Pero no consolarles falsamente con nuevos delitos inútiles e injustos.


* Publicado en eldiario.es el 21 de julio de 2019.