Por Juan Antonio García Amado
Hace poco me entretuve y pasé un buen rato leyendo aquel artículo de John Kekes titulado “A Question for Egalitarians” (Originalmente publicado en Ethics, vol. 104, nº 4, julio 1997, pp. 658-669. La primera parte de tal artículo se recoge también en: C. Farrelli -ed.-, Introduction to Contemporary Political Theory, Londres, Sage, 2004, pp. 45-50). Empezaré por situar y resumir este trabajo de Kekes.
La filosofía política tiene, como es sabido, unos pocos problemas centrales y que le dan sentido. Uno es el de qué legitima el poder político y qué justifica racionalmente la obediencia de los ciudadanos; o, dicho de otra forma, por qué podemos aceptar racionalmente que es mejor y más justo que nos sometamos al poder político en lugar de vivir con plena libertad personal y campando cada uno a sus anchas.
Otro gran tema es el de cómo se deben repartir entre los miembros de la sociedad los recursos existentes o los beneficios y las cargas para que se pueda decir que la sociedad es justa. Se trata del sempiterno problema de la justicia distributiva. Cuando aquí, en filosofía política, se habla de reparto o distribución justos no se está aludiendo a los mandatos de la moral individual de cada quien, mandatos que le indicarán qué debe dar a los otros, qué puede reclamar de los otros o qué puede o debe quedarse él. Cuando en filosofía política nos referimos a la justicia en la distribución presuponemos un elemento coactivo, pues aludimos a cómo debe el Estado, valiéndose de su aparato jurídico y, por tanto, coactivo, distribuir entre sus ciudadanos ciertos bienes, a fin de que sea justa esa sociedad estatalmente organizada.
En tema de justicia distributiva las posiciones extremas vienen dadas, por una parte, por aquellos que niegan que el Estado tenga nada que distribuir, pues nada más lo legitima la garantía para todos de su integridad física y psíquica y de la máxima libertad. Lo que quiere decir que lo único que el Estado distribuye, y en igualdad, es la seguridad personal. Es el planteamiento del liberalismo anarquizante, de los ultraliberales también denominados “libertaristas”, de los que Nozick sería un buen ejemplo. En esas teorías no queda prácticamente espacio para la justificación de ninguna política distributiva o redistributiva ejecutada por el Estado, salvo en la corta medida necesaria para mantener económicamente el mínimo aparato de seguridad que garantiza a todos la vida, la integridad, la libertad y la propiedad, que es secuela o condición de la libertad.
Doctrinas igualitaristas
En el polo contrario están las doctrinas igualitaristas radicales, las que opinan que la única distribución justa sería la perfectamente igualitaria, al menos en lo referido a los bienes básicos o esenciales para la felicidad de cada cual. El viejo ideal comunista plasmado en el lema de “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades” podría traerse como ejemplo. Así como los “libertarios” absolutizan la libertad al precio de sacrificar cualquier pretensión de distribución económica por el Estado, los igualitaristas radicales pueden prescindir de la libertad en aras de la coacción que el Estado tendría que aplicar para conseguir que nadie tenga más que nadie, al menos de las cosas que más importen.
Entre esos dos extremos se muevan muchas otras teorías. La más influyente y más presente en el debate ha sido la de John Rawls, desde que se publicó en 1972 su Teoría de la Justicia. Para Rawls, las desigualdades sociales y económicas, las desigualdades en la distribución de los bienes básicos, solo son admisibles si repercuten en beneficio de los que estén peor. Es decir, si el que tiene menos suerte, el que ha venido al mundo con peores cartas, está mejor en una sociedad con reparto desigual (y en la que a él le toca la peor posición) de lo que estaría en una sociedad perfectamente igualitaria. En otras palabras, solo estará justificado que haya ricos allí donde los pobres estén mejor que si no hubiera ricos. Además, las distintas posiciones sociales no pueden estar predestinadas por criterios como raza, sexo, cuna, o similares, sino que las mejores posiciones tienen que ser por igual accesibles a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades. Las cartas no puede estar marcadas y solo de ese modo la partida dará resultado justo. Así que, conforme a ese enfoque de Rawls, los estados deben poner en marcha políticas redistributivas para compensar, al menos hasta ese límite, a quienes tienen la peor de las suertes, a los más menesterosos. Que mediante la coacción estatal se limite la libertad y la propiedad y se redistribuya riqueza se justifica en nombre de esa igualdad básica que es condición racional de justicia, según Rawls.
Más recientemente, una doctrina bautizada por Elizabeth Anderson (que la critica) como “luck egalitarianism” o “igualitarismo de la suerte” ha resaltado algo que ya estaba presente en Rawls: que también hay que igualar o compensar a los que se hallan en peor situación como consecuencia de que han tenido peor suerte, sea en la lotería natural (han nacido menos listos, menos hábiles, menos fuertes, menos voluntariosos…), sea en la lotería social (han nacido en un medio familiar y social más humilde o menos afortunado). Hay un acuerdo bastante general en que cada cual merece la suerte de la que es responsable, la que corresponde a sus elecciones propiamente tales. Por ejemplo, si yo, profesor universitario, que he tenido una formación extensa y que estoy en mis cabales, decido mes tras mes jugarme mi sueldo al bingo y me arruino y no me queda para comer, la culpa será mía y no se dirá que es injusto que pase hambre o no pueda ir al cine. Pero si soy una persona que ha nacido con muy limitadas capacidades o he tenido un accidente que ha mermado mi discernimiento, difícilmente se defenderá que es justo que sufra las consecuencias de mis malas elecciones.
Los igualitaristas, y en particular los “igualitaristas de la suerte”, consideran que los talentos con que cada cual nace o que cada uno tiene no son mérito suyo y que, por tanto, no merece exactamente o por completo lo que gracias a esos dones naturales consigue. Tampoco el que los tiene escasos merece la mala vida que posiblemente tendrá. Así que nada hay de injusto, sino al contrario, en compensar a estos últimos dándoles el Estado lo que detrae coactivamente de lo que los primeros consiguen. Eso sería una exigencia de la más pura y racional justicia distributiva. No tienen los desafortunados por qué vivir peor que los afortunados o, al menos, no está justificado que haya considerables diferencias entre el bienestar o los recursos de unos y de otros.
La crítica de Kekes
Son las teorías igualitarias de la justicia social las atacadas por John Kekes en el artículo que antes mencioné y que paso a resumir (Entre paréntesis irán las páginas de la publicación en en Ethics, vol. 104, nº 4, julio 1997, pp. 658-669).
Según los igualitaristas, la sociedad es más injusta cuanto mayores sean las desigualdades en bienes primarios entre los individuos, y más justa cuanto más se reduzcan. Bienes primarios son los que condicionan el que se viva una buena vida, cosas tales como sueldo apropiado, atención médica, educación, seguridad física, vivienda y similares.
“Todas las desigualdades importantes están injustificadas si no benefician a cada uno en esa sociedad”,
según los igualitaristas, y así lo han defendido grandes autores como John Rawls o Thomas Nagel, entre tantos (658). Es esa concepción del igualitarismo la que aquí se quiere poner a prueba.
Ese igualitarismo presupone que dichas desigualdades injustificadas requieren la redistribución de bienes primarios, tomándolos de unos para pasárselos a otros, a los que están peor. Medidas al respecto son, por ejemplo, los impuestos progresivos, la discriminación positiva o acción afirmativa y los programas de igualdad de oportunidades, así como el tratamiento preferente para ciertas minorías o para mujeres, o una gran cantidad de políticas de lucha contra la pobreza (658).
Presenta Kekes una tabla extraída de estadísticas oficiales en Estados Unidos (U.S. Bureau of Census, Statistical Abstract of the United States, 114th ed. ,Washington, D.C., 1994, p. 87), que demuestra que la expectativa de longevidad de las mujeres es más alta que la de los hombres, con una diferencia de unos siete u ocho años (en España, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, esa diferencia está en 5,3 años, a favor de las mujeres). Es una desigualdad seria, porque la esperanza de vida es un bien primario de los más importantes.
“Normalmente es mejor vivir más tiempo, pero por término medio los hombres viven un diez por ciento menos que las mujeres” (659).
Es, pues, una desigualdad injustificada, porque no puede mostrarse que repercuta en beneficio de todos. Eso no beneficia ni a los varones ni a las mujeres, que también pueden sufrir y resultar gravemente perjudicadas por la muerte de ellos (659). Citando textualmente a Rawls o a Nagel, resalta Kekes que esa inmerecida desigualdad de los hombres debe ser combatida o compensada.
¿Cómo?
Los igualitaristas tienen que responder, según nuestro autor, dando preferencia a los varones, en mera aplicación del rawlsiano principio de diferencia. Ahora bien, a la esperanza de vida no se le pueden aplicar directamente políticas de reparto, como caben, por ejemplo, con el dinero. Pero sí son posibles medidas indirectas.
“Recursos disponibles que sirvan para alargar la esperanza de vida deben ser redistribuidos de las mujeres a los hombres y las inmerecidas desigualdades deben ser compensadas de alguna manera” (en esto último cita Kekes de modo literal a Rawls) (660).
¿Qué medidas cabrían? Habría que procurar mejor salud a los hombres que a las mujeres, equiparando esperanza de vida a base de alargar la de ellos y de acortar la de ellas. Como en la tasa de muertes influyen también cosas tales como la peligrosidad de los trabajos o el estrés o cansancio, habría que emplear a menos hombres y más mujeres en los puestos de mayor riesgo para la vida y la salud o brindarles a ellos mayores descansos laborales que a ellas. También cabría jubilar a los varones más pronto y darles mejor tratamiento económico y sanitario cuando sean pensionistas. Si varones y damas contribuyen igual a la financiación de la sanidad pública, habrá injusticia, bajo el punto de vista del igualitarismo, pues ellos resultan discriminados y están subsidiándolas a ellas (661). Como la equiparación solo puede ser lenta y llegar al cabo de un tiempo largo, entretanto se tendría que que compensar a los hombres, pues están en peor situación. Se les deberían brindar tratamientos preferentes para que su vida, más corta, sea al menos de más calidad y se compense lo uno con lo otro. Por ejemplo, con políticas públicas de mejora de su tiempo libre y su disfrute personal (662).
Dice Kekes que todo eso suena, con razón, absurdo. Pero que lo expuesto no es más que coherente aplicación de los postulados del igualitarismo, por lo que es en esas doctrinas donde está el sinsentido, y que hay por eso que cuestionar las políticas que los igualitaristas respaldan, como las antes citadas (662). Según Kekes,
¿Qué pueden contestar los igualitaristas para librarse de esta objeción?
Dos respuestas principales pueden dar.
En primer lugar, pueden alegar que los grupos que hoy en día se benefician de esas políticas de igualación reciben sus ventajas y compensaciones porque en el pasado han sido víctimas del maltrato social y han padecido desventajas que eran evitables, como explotación, prejuicios, discriminación, etc., lo que no ha ocurrido con los hombres en relación con su menor esperanza de vida (662-663). Según Kekes, esta objeción no se sostiene. Primero, porque dentro de aquellos grupos, y también entre las mujeres, hay individuos que eran ricos y no han sufrido perjuicios, al igual que entre los grupos dominantes, como los hombres, los hubo pobres y con muy dura vida, que sufrieron fuerte injusticia. Si, según los igualitaristas, es el que se halla en una injusta inferioridad el que debe ser compensado, no se puede localizar a las víctimas meramente como miembros de un grupo -mujeres, de tal o cual raza, etc.-, pues dentro de ese grupo puede haberlos que no hayan soportado esa iniquidad o que se hayan beneficiado mucho del padecimiento de los otros. Y también puede haber casos en que concretos individuos que están peor se encuentren así o por mala suerte a nadie imputable o por acciones de las que ellos mismos son responsables (663). Mas, sea como sea, los igualitaristas quieren que sea compensado el que está peor, tanto si es responsable de su propia situación como si no. Si es así, hay perfecta analogía entre la situación como desaventajados de los hombres, que tienen menor esperanza de vida, y la situación de cualesquiera de esos otros grupos que se benefician de las políticas sociales de igualación, como pobres, mujeres, minorías, etc. (664).
El segundo argumento que, según Kekes, los igualitaristas pueden dar para evitar el absurdo de que su doctrina implique que haya que aplicar políticas redistributivas en favor de los hombres y en perjuicio de las mujeres como consecuencia de aquella diferencia en la esperanza de vida, consiste en decir que el error está en sostener que deban ser combatidas las desigualdades en bienes primarios del estilo de la esperanza de vida. Las desigualdades a superar serían las que se refieren al conjunto de bienes primarios de los que depende la vida en buenas condiciones, no la referida a tal o cual de esos bienes. Atendiendo al conjunto como tal, aunque la esperanza vida de los hombres sea más baja, está esa desventaja compensada con otras ventajas en cosas tales como empleo, educación, sueldos, etc. Es más, mirando a tal conjunto son las mujeres las que sufren desigualdad y se justifican las políticas de igualación en su favor (664).
Si la desigualdad que importa concierne al conjunto de los bienes primarios, lo primero que se tiene que aclarar es qué ingredientes forman ese conjunto, qué cosas son bienes primarios a estos efectos (664-665). Los igualitaristas, dice el autor, no dan esa relación de tales bienes y solo presentan caracterizaciones generales de los mismos, como cuando Rawls indica que son cosas que se supone que toda persona racional quiere. Las listas que ofrecen son meras ejemplificaciones “impresionistas”, como cuando el mismo Rawls enumera cosas tales como derechos y libertades, poderes y oportunidades, ingresos y riqueza. Esos, según Rawls, son bienes sociales primarios. Junto a ellos están otros bienes primarios que son bienes naturales, como salud, fuerza, inteligencia o imaginación. Señala Kekes que esa lista de Rawls es, evidentemente, incompleta y puramente ejemplificativa y que un sujeto racional puede desear muchas otras cosas que hacen plena su vida, como relaciones sexuales satisfactorias, un puesto de trabajo interesante, éxito, ausencia de sufrimiento, no morir prematuramente, no ser humillado o puesto en ridículo, etc. “¿Cómo va a ser posible saber quién está peor en cuanto a los bienes primarios en su conjunto, si no se ha especificado cuáles son esos bienes que integran tal conjunto?” (665).
Pero supóngase, dice Kekes, que se tiene esa lista de bienes primarios. El problema, entonces, sería el de calcular quién está peor o mejor respecto de ese conjunto. Da el siguiente ejemplo. Dos personas están en igualdad en todos los bienes que cuentan, menos en lo siguiente: una tiene un empleo menos satisfactorio y otra está en peor situación en cuanto a libertad de expresión. ¿Cuál de las dos está peor y debe ser igualada? Y las situaciones reales son mucho más complejas. Si lo que se toma en consideración es el conjunto de bienes primarios, las comparaciones se hacen imposibles, son cálculos inviables a ese nivel conjunto (665). Seguro que por eso las actuales políticas de igualación no se aplican atendiendo a tales conjuntos, sino por referencia a grupos sociales particulares: pobres, mujeres, minorías… Por eso, por ejemplo, cuando mujeres o minorías son objeto de un trato preferencial no se atiende a cuál es el sueldo que cada mujer o miembro de la minoría beneficiada recibe (665).
Pueden los igualitaristas aducir que los bienes primarios que deben considerarse a efectos de distribución justa son bienes sociales (derechos, libertades, poderes, recursos económicos…), no bienes naturales, como salud o coeficiente intelectual. La esperanza de vida sería un bien natural, no un bien social y, por consiguiente, sobre eso no cabe control ni política de redistribución (666). Opina Kekes que ese planteamiento no es convincente, por varias razones.
Primera, porque aun cuando no es posible una distribución directa de bienes naturales, sí lo es una distribución indirecta. Así, no se puede controlar directamente la esperanza de vida, pero sí indirectamente, a través, por ejemplo, de políticas de salud, laborales, etc. (666).
Segunda, porque es viable establecer compensaciones del reparto desigual de bienes primarios; por ejemplo, dando vacaciones más largas o jubilaciones más tempranas a los del grupo con menor esperanza de vida (667).
Tercero, porque los igualitaristas, como Rawls, insisten en que las políticas sociales y redistributivas deben hacer que nadie sufra desigualdad por culpa de su mala suerte y de circunstancias que no están bajo su control personal, y ese es el caso de la esperanza de vida.
Estima este autor que aunque podamos contemplar como algo moralmente lamentable que unas personas tengan peor suerte que otras, de ahí no se sigue con necesidad que la sociedad deba hacer algo para corregir o compensar. Medidas de corrección o compensación están plenamente justificadas cuando la desigualdad es evitable y se debe a cosas tales como discriminación, explotación, prejuicio o actos similares de injusticia social, en cuyo caso una sociedad justa debe organizar políticas para prevenirlos. Pero hay otras desigualdades que no se deben a injusticia social, sino a mala suerte personal.
“Los igualitaristas han de dar razones convincentes en favor de su tesis de que en tales casos hay una exigencia moral de redistribución y compensación, especialmente cuando esas medidas suponen privar a otras personas de lo que estas han adquirido legítimamente” (668).
En conclusión, para Kekes, si los igualitaristas perseveran en su idea de que también deben corregirse las desigualdades no debidas a prácticas sociales e institucionales, entonces deberían estar de acuerdo con esa propuesta que a tantos parecerá absurda: que la desigualdad en esperanza de vida, que perjudica a los varones, debe ser reformada o compensada tanto favoreciéndolos a ellos como dando un tratamiento más perjudicial para las mujeres, hasta que la igualdad en eso se logre.
La crítica a Kekes
Ha habido más de un intento interesante para responder a ese reto de Kekes. Ahora voy a aludir al trabajo de Linda Barclay titulado “The Answer to Keke´s Question” (Ethics, vol. 110, octubre de 1999, pp. 84-92). Para esta autora, los igualitaristas no dicen sobre bienes como la esperanza de vida lo que Kekes les atribuye.
En primer lugar, Barclay se refiere a Rawls y a su interpretación por Kekes. Para Rawls, las desigualdades pueden darse respecto de bienes primarios naturales (como la inteligencia o la salud) y bienes primarios sociales (como los ingresos económicos, la atención sanitaria, la educación…). Las desigualdades en bienes naturales primarios no son en sí injustas, solo resultan injustas cuando afectan a la distribución de bienes sociales primarios. Únicamente entonces estamos ante desigualdades que se han de corregir mediante políticas redistributivas, a no ser que el mantenimiento de dichas desigualdades vaya en beneficio de los menos favorecidos (por comparación a cómo estarían si las desigualdades en esos bienes sociales primarios se suprimieran).
Para Kekes, la desigualdad en esperanza de vida es de ese tipo, pues afecta a un bien primario y no beneficia a los que estén peor. Olvida Kekes, según Barclay, que las desigualdades en bienes naturales primarios solo son injustas, en Rawls, si se toman como base para desigualdades en la atribución de bienes sociales primarios y esas desigualdades no benefician a los desfavorecidos. Y ese no es el caso en cuanto a la desigualdad en esperanza de vida. La desigualdad en esperanza de vida no afecta a la distribución de bienes sociales primarios. El principio de diferencia de Rawls nada más que se aplica a la distribución de bienes sociales primarios. Por eso el ejemplo que Kekes maneja no vale como objeción al igualitarismo rawlsiano ni engendra para este el absurdo que Kekes pretende, en opinión de Barclay.
Me permito poner un ejemplo de mi cosecha. La desigualdad en estatura, entre altos y bajitos, es una desigualdad natural y podemos asumir que vitalmente tienen más ventajas los altos que los bajos. Pero solamente se convierte en injusta dicha igualdad si es tomada como referencia para un reparto desigual de bienes sociales, como pueda ser la riqueza o el poder o los derechos, de manera que a los altos se les atribuyan derechos que los bajos no tienen o ingresos económicos proporcionados a su altura, y siempre que eso no acabe por beneficiar más a los pequeños que si hubiera un reparto igual.
Insiste Barclay en que aunque sea cierto que la esperanza de vida de las mujeres es más alta, eso no se refleja en un superior disfrute por las mujeres de bienes sociales primarios, no se toma como referencia para darles a ellas mayores sueldos o mejor atención sanitaria, pongamos por caso. Por consiguiente, no hay nada que un seguidor de Rawls vea como merecedor de corrección mediante políticas distributivas. De ahí que no haya lugar para considerar aquellas medidas en favor de los hombres y en perjuicio de las mujeres que Kekes proponía para mostrar el absurdo de la teoría de Rawls en la práctica. Bien al contrario, el igualitarista señalará que medidas así empeorarían la posición ya desigual y de desventaja de las mujeres en el reparto de bienes primarios sociales.
Luego se plantea Barclay si el argumento de Kekes vale contra otros igualitaristas, aunque fracase frente a Rawls. Los hay que, como Arneson, mantienen que aunque sea igualitario el reparto de bienes sociales primarios entre dos personas, estas pueden seguir encontrándose en una desigualdad merecedora de corrección. ¿Quedan estas otras teorías igualitaristas tocadas por el ataque de Kekes?
Kekes resaltaba que si de cuestionar las desigualdades en bienes naturales se trata, son tantísimas (estatura, inteligencia, capacidad atlética, aptitud para las matemáticas o al arte…) que es inviable hasta hacer una lista de las que se deban corregir o compensar. Pero, aclara Barclay, los igualitaristas más radicales que Rawls y que rechazan que este se fije nada más que en la desigualdad en bienes sociales no pretenden que sea injusta toda desigualdad en bienes naturales, no caen en semejante absurdo. No, esos igualitaristas toman en consideración las desigualdades naturales tan solo en lo que afecten a la igualdad de oportunidades para el bienestar, según unos (como Arneson), o a la igualdad en la aplicación de sus capacidades, según otros (como Sen). Así que sí tienen esos igualitaristas un patrón de medida para ver qué desigualdades importan, por lo que sus enfoques no padecen bajo la acusación de Kekes de que no es posible hacer una lista de todas las desigualdades naturales ni tiene sentido cuestionarlas todas. Y Kekes no ha demostrado que la esperanza de vida sea uno de los elementos relevantes para esos igualitaristas de uno u otro signo, uno de los elementos condicionantes de la posibilidad de bienestar o de la posibilidad de desarrollar las capacidades individuales. Pero, aunque lo fuera, esos igualitaristas no rawlsianos no admitirían que políticas favorables a los hombres por tal razón pudieran poner a las mujeres en una situación de aun mayor desigualdad perjudicial; es decir, en todavía peores condiciones de alcanzar bienestar o desarrollo de sus capacidades. El absurdo real lo verían los igualitaristas en esas políticas distributivas que, según Kekes, son consecuencia inevitable de sus teorías.
Al reto de Kekes han contestado también Samuel Freeman y Richard Arneson. Aunque con diferente terminología, los dos insisten en que tanto Rawls como el común de los igualitaristas son partidarios de políticas de igualdad en lo referido a bienes primarios de carácter social, no en cuanto a bienes primarios de carácter natural, y para ambos la esperanza de vida puede verse quizá como bien primario, pero no social, sino natural.
La respuesta de Freeman puede verse aquí; la contestación de Arneson a Kekes se puede leer aquí. A los dos les replica Kekes brevemente aquí ratificándose en sus argumentos anteriores
Algunos apuntes
Así pues, frente a Kekes se insiste en que la esperanza de vida no es un bien primario de naturaleza social, respecto del que puedan caber políticas de redistribución o para el que tengan justificación medidas de compensación. La esperanza de vida de cada cual sería como la inteligencia natural de cada uno o como la constitución física originaria y más o menos fuerte de cada individuo, no como, por ejemplo, la salud, que sí puede estar en parte influida por condiciones sociales de la vida de cada uno. Pero ahí precisamente hallamos el gran problema, en si la esperanza de vida de ciertos grupos puede o no considerarse total o parcialmente determinada por circunstancias sociales, por circunstancias dependientes de prácticas sociales susceptibles de manejo político.
Hagamos una versión nuestra del ejemplo de Kekes. El ejemplo suyo pretende basarse en datos empíricos bien acreditados. El mío es un ejemplo imaginario, pero que, a efectos teóricos, pido que se tome como verdadero. Pongamos que los datos estadísticos aportados por la investigación social más exigente ponen de relieve que en España, durante los últimos cincuenta años, ha sido un diez por ciento más baja la esperanza de vida de las mujeres que la de los hombres. Una proyección de esos datos indica también que así seguirá la cosa al menos en los próximos veinte años. Aceptemos asimismo que entre mujeres y hombres ha habido una notable distribución de trabajos, tareas, funciones y responsabilidades y que está demostrado que aquel promedio de esperanza de vida de unas y otros se halla en todo o en parte condicionado por esas diferencias socialmente marcadas. En otras palabras, tendríamos que: a) las mujeres viven un diez por ciento menos que los hombres, por término medio; b) las causas de esa diferencia no son naturales, sino sociales; c) esas circunstancias sociales determinantes pueden alterarse mediante políticas, que serían, pues, políticas con un objetivo de igualación de la esperanza de vida y que incluirían medidas tales como acciones afirmativas, tratos preferenciales de las mujeres en algunos ámbitos importantes de la vida social, pautas de especial protección de los hombres, en cuanto relacionadas con los riesgos para su salud, etc.
La pregunta es si, en esa tesitura, veríamos como justificadas dichas políticas de tratamiento preferente de las mujeres a fin de corregir o compensar aquella desventaja del grupo en cuanto a esperanza de vida, desventaja debida a causas sociales.
El ejemplo que he puesto y la cuestión que planteo con él ni son inocentes ni pretendo que pasen por tales. Reparemos en que si fuera cierto que la real menor esperanza de vida de los hombres no obedece a razones puramente naturales (como causas genéticas, por ejemplo) sino, en todo o en parte, a razones sociales, aquel supuesto de Kekes es perfectamente simétrico al que acabo de construir y, si ansiamos ser coherentes, la respuesta que demos en un caso y en el otro habría de ser la misma. O sea, si no están justificadas las políticas de igualación o compensación cuando son los hombres los que mueren antes y eso se debe a motivos socialmente manejables, tampoco lo están cuando las circunstancias sociales son las mismas y las que mueren antes son las mujeres. Al menos, tendrá que verlo de ese modo quien no descrea de que la igualdad entre hombres y mujeres es un mandato básico de justicia en nuestras sociedades. Sólo podrá barrer para un sexo o el otro quien esté convencido del superior derecho “natural” del sexo al que defiende. El primer mandamiento del razonamiento en estos temas valorativos es el de evitación de la ley del embudo. Quien piensa o escribe como abogado de parte no hace filosofía política sino, a lo más, política a secas. Da igual que la parte en cuestión sean los rubios o los morenos, los blancos o los negros, las mujeres o los hombres, los futbolistas o los cantantes.
Puede haber una manera alternativa de razonar en estos temas. Pongamos que los dos grupos en los que se divide la sociedad (igual que en supuesto de Kekes la división era entre mujeres y hombres) a los efectos igualdad y desigualdad que nos interesen sean los A y los B. Los B tienen una esperanza media de vida inferior a los A. Admitamos que tenemos acotado con buen acuerdo cuál es el parámetro que se ha de manejar a los fines de sopesar igualdad y desigualdad y que ese parámetro lo denominamos genéricamente bienestar. Y supongamos (aunque Kekes diga que en la práctica es imposible) que el índice de bienestar de cada persona o de promedio de cada grupo resulta de conjugar tres factores, H, J y K, y que los tres tienen el mismo valor como componentes del bienestar. La esperanza de vida es uno de esos factores, el H. Consideremos ahora estas dos situaciones posibles, en las que el grado de cada uno de esos factores de bienestar (H, J, H) se mide entre 0 y 10.
Situación S
– Para los A: H (esperanza de vida) = 3; J = 4; K = 5. Promedio de bienestar de los A: 4.
– Para los B: H (esperanza de vida) = 1; J = 8; K = 9. Promedio de bienestar de los B: 6.
En la situación S, como vemos, los B tienen una esperanza de vida relevantemente más baja, pero su promedio de bienestar es superior. Es decir, tomados en cuenta todos los elementos que componen el bienestar, los A están dos puntos por debajo de los B, aunque los B tengan dos puntos menos de esperanza de vida que los A.
Si mediante políticas sociales subimos la esperanza de vida de los B, manteniendo la de los A y siendo constantes los otros factores, disminuimos esa concreta desigualdad, pero aumentamos la desigualdad global. Así, si H, la esperanza de vida, sube para los B tres puntos y pasa de 1 a 4, el promedio de bienestar para los B será 7 y la diferencia con los A y a favor de B ya no será de dos puntos, sino de tres.
Hay una alternativa que no debemos dejar de lado. Asúmase que, en principio, la mejora de la esperanza de vida de todos sea un objetivo social y que dicho objetivo se busque para todos los ciudadanos, más allá de lo que diferencie a los A y los B. Se comienza tratando de mejorar la esperanza de los B, que es muy baja. Y se ve que con ciertas medidas puede incrementarse en tres puntos, pasando de 1 a 4. Ahora bien, esas medidas pueden ser a costa de los A o pueden no ser a costa de los A. Si son a costa de los A, imaginemos que esto implica que el promedio de bienestar de los A pasa de 4 a 3 (porque en J han bajado de 4 a 3 y en K han bajado de 5 a 3). En suma, con esas medidas los B habrían pasado a 7 y los A habrían descendido a 3. La esperanza de vida de los B habría mejorado a costa de una mayor desigualdad global a su favor y frente a los otros, los A.
¿Y si la esperanza de vida de los B puede subirse sin merma de la situación de los A? En esa tesitura, los A siguen como estaban y su promedio de bienestar continúa en 4. Los B son igualados en el promedio de vida, quedando en 3 como los A, pero la desigualdad total se ha incrementado (pasa de 2 a 2,6 puntos la global entre los A y los B). ¿Habría entonces una justificación razonable para privar de esa mejoría en uno de los factores de bienestar a los B, aunque nada cueste a los A y solamente por razón de que la desigualdad total entre los A y los B no crezca? Parece que únicamente una filosofía de la igualdad vinculada a la envidia podría explicar esa preferencia.
La envidia
Un caso para ilustración de lo anterior, lo de la envidia. Yo tengo cincuenta mil € y mi vecino tiene cien mil. Mi vecino participa en un sorteo de cincuenta mil €, pero yo tengo la posibilidad de vetar el resultado si es él el ganador. Si veto, los cincuenta mil € desaparecen y no van para nadie. Pase lo que pase, mi posición no cambia (sigo teniendo los cincuenta mil euros que tenía) ni se pone nada mío en peligro porque el vecino vaya a ser más rico de lo que era y suba en un cien por cien la diferencia de riqueza entre los dos. Si el vecino resulta favorecido en el sorteo y yo veto el resultado, por mucho que yo apele a la igualdad para dar razón de mi acción, difícilmente se verá, en el fondo, más que envidia en mis motivos.
Pero hablábamos de cuando la situación de los B puede mejorarse sin merma de la situación de los A. Alguien podría traer a colación algo similar a lo que los juristas llamamos lucro cesante. En efecto, imaginemos que nada de su bienestar se quita a los A para subir la esperanza de vida de los B (en ese contexto de desigualdad global favorable a los B), pero que esos N recursos, que de algún lado han salido aunque no sean tomados de los A (por ejemplo, vienen de la donación de otro Estado o de una organización internacional), podrían haberse aplicado también para mejorar a los A en J o en K, en vez de ser usados para mejorar la esperanza de vida de los B. En aras de la igualdad mayor de bienestar entre los A y los B y puesto que no se desperdician recursos (como se desperdiciaban cuando yo vetaba el resultado del sorteo favorable a mi vecino), parece, entonces, defendible que tales recursos se apliquen a mejorar a los A que a subir la esperanza de vida de los B.
Parece razonable…, a primera vista; y no siempre, quizá. Imaginemos que uno de los motivos de que los B mueran, de promedio, más jóvenes que los A es que a los B les afecta una enfermedad que no hace mella en los A. Un 15% de los B acaban infectados por esa enfermedad y mueren entre los veinte y los treinta años, siendo esa la causa de aquella disparidad en esperanza medida de vida entre los A y los B. Se descubre una vacuna que puede librar a los B de contraer ese mal. Pero dicha vacuna tiene un coste económico muy alto, de N miles de millones de euros. Si esos N millones son invertidos en políticas y medidas sociales para que los A mejoren en J y en K, la desigualdad entre los A y los B menguará considerablemente y dejará de ser de 2 puntos y pasará a 0,5 puntos. Si los N millones se destinan a producir la vacuna para los B y administrársela, se igualará rápidamente la esperanza de vida entre unos y otros, pero también se habrá incrementado la desigualdad global. ¿Qué hacemos? ¿De verdad en tal caso preferiremos la igualdad y que se siga infectando y muriendo en la juventud el quince por ciento de los B?
Hay un último caso en el que la envidia volvería a aflorar con toda claridad como móvil decisivo. Sería cuando la esperanza de vida de los B pudiera mejorarse no sólo sin daño para los A (sin quitarles nada de lo que ya tienen), sino también sin lucro cesante, ya que con esa mejoría de los B se destina nada se podría hacer para mejorar ni H ni J ni K de los A. Pero aumentaría la desigualdad global. Quien diga que por razón de que no crezca la desigualdad se debe privar a los B de tal mejoría estaría determinado por la envidia como razón principal y aunque se recreara con invocaciones a la igualdad.
Conclusión
Explicito al fin la tesis que late en el fondo de este escrito: algún tipo de búsqueda de la igualdad o de lucha contra la desigualdad (o determinados tipos de desigualdad) es esencial en nuestros estados democráticos y sociales de Derecho y es, también, exigencia de hasta la más básica teoría de la justicia social o distributiva; pero la igualdad, en sí y por sí e incondicionadamente no es un valor ni absoluto ni superior a cualquier otro. Quizá por eso tantas políticas que apelaban radicalmente a la igualdad o usaban propagandísticamente la lucha contra toda desigualdad han desembocado una y otra vez en la tiranía y la miseria económica, política y moral de los pueblos, incluidas las partes más vulnerables de las poblaciones. Y en esas seguimos, sin lección aprendida ni disposición para el escarmiento.