Por Pablo de Lora
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos y el colectivo LGTBIQ+
Ha sido considerada una gran victoria del colectivo LGTBIQ+ y no es exagerado decirlo. En su reciente sentencia de 15 de junio mediante la que se revisan tres decisiones judiciales relativas al despido de gays y persons trans (Bostock v. Clayton County, Zarda v. Altitude Express y R. G. & G. R. Harris Funeral Homes v. EEOC) la Corte Suprema de los Estados Unidos ha resuelto extender novedosamente el título VII de la ley de derechos civiles de 1964 a los casos en los que un empleador despide a un trabajador por su condición de gay (Bostock y Altitude) o por su identidad de género (R. G.& G. R.). El hecho de que la sentencia haya sido dictada por el juez Gorsuch, nominado por Trump y de pedigrí conservador, ha añadido intríngulis a este que será, indudablemente, uno de esos “landmark cases” de la jurisprudencia constitucional estadounidense.
La sentencia reviste interés tanto por razones vinculadas a la teoría general del derecho y de la interpretación, cuanto porque vuelve a incidir en el eviterno asunto de la dificultad contra-mayoritaria de la institución de la judicial review, esto es, la necesaria “auto-restricción” que debe observar un tribunal tan “sospechoso” para no acabar asumiendo una tarea – la de legislar- para la que carece de credenciales; así habría ocurrido en este asunto como bien se encargan de denunciar agriamente los jueces Alito y Kavannaugh en sus votos discrepantes. Pero no adelantemos acontecimientos y procedamos por orden.
Los hechos
se pueden describir sucintamente: Donald Zarda, un instructor de paracaidismo, es despedido tras revelar a una cliente su condición de gay y comunicarlo aquélla a su jefe; Gerald Lynn Bostock, un trabajador social dedicado a coordinar actividades juveniles en el condado de Clayton (Georgia, USA), es despedido por la misma razón; Aimee Stephens, empleado inicialmente como director de una funeraria, es igualmente despedida cuando comunica a su jefe su condición de mujer-trans y que con la apariencia correspondiente se presentará a trabajar en lo sucesivo.
Si evaluamos moralmente estas decisiones, es difícil resistirse a la conclusión de su ilicitud: se trata de la expresión de prejuicios atávicos, de la lamentable persistencia de un estigma, de la utilización de rasgos del carácter o preferencias irrelevantes para el desempeño laboral, aunque podrían, sin duda, introducirse matices si los empleadores de los que habláramos fueran empresas con una determinada misión ideológica o religiosa.
En todo caso, la cuestión es si tales despidos son jurídicamente lícitos, o si el Derecho los prohíbe. La respuesta debe hallarse en el Título VII de la Civil Rights Act de 1964, la célebre normativa antidiscriminatoria promulgada bajo la presidencia de Johnson y resultado de las luchas por la igualdad y los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos. En dicha norma se establece que: “es contrario a Derecho (unlawful) que un empleador no contrate, rechace contratar o despida a cualquier individuo, o de otro modo le discrimine en relación con su salario, términos, condiciones o privilegios relativos a su puesto de trabajo, por razón de su raza, color, religión, sexo u origen nacional”.
Preguntarse si los empleadores han vulnerado esta normativa no es sino decidir si por “sexo” debemos también entender “orientación sexual” o “identidad de género”. Fijémonos en que, a diferencia de nuestro artículo 14 de la CE, no hay una cláusula final abierta (“o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”) que, a modo de delegación, permita a los jueces aplicar el principio de igualdad a discriminaciones basadas en rasgos no singularizados en el momento en el que se dicta la norma. En ese caso la tarea del Tribunal Supremo, y de los jueces y tribunales en general, habría sido mucho más sencilla y menos “sospechosa”. Y no siendo así, como ácidamente recuerda el juez Alito en su voto disiente, no es ilegal en Estados Unidos que un empresario públicamente diga que no contratará a quienes tengan “escorpio” como signo zodiacal. ¿Lo es sin embargo despedir en los supuestos de orientación sexual o condición transgénero?
El argumento que emplea la mayoría del Tribunal para responder afirmativamente consiste en señalar que siempre que se discrimina a una persona gay o lesbiana se hace por su sexo; ser hombre sería la condición necesaria para poder ser discriminado como gay (y ser mujer la condición necesaria para ser discriminada como lesbiana), porque, si Donald Zarda o Gerald Lynn Bostock, que sienten atracción por hombres, fueran mujeres, no habrían sido despedidas, luego cuando aquéllos son despedidos lo son por ser hombres; o sea, al menos en parte, por su sexo; o sea de manera contraria a Derecho. Y lo mismo para el caso de Aimee Stephens. Y en ningún caso para un hombre o mujer que fuera despedido por ser del Real Madrid, una circunstancia ésta – la afición deportiva- que superviene a todos los otros rasgos sí mencionados en el Título VII, y que por ello no haría impermisible el despido.
Este razonamiento ha sido defendido desde hace décadas en cierta literatura jurídico-constitucional antidiscriminatoria de la orientación sexual, y ha tenido su aplicación inmediata al debate en torno a la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo, construida entonces como una discriminación sexual (“si fuera mujer sí podría casarme con ese hombre”) al modo en el que el Tribunal Supremo consideró en 1967 (Loving v. Virginia) que la prohibición del matrimonio interracial que regía en ciertos Estado, si bien se extendía a todas las razas, era una afrenta a la igualdad por el uso “sospechoso” de la categoría racial (“si fuera blanco/negro sí podría casarme con esa mujer”).
Se trata de una construcción “ingeniosa”, pero no responde en puridad a las razones por las que el despido resulta odiosamente discriminatorio, que no es la de “ser hombre” sino la de “ser hombre gay”. Ese es el exacto – y odioso- prejuicio que albergan estos empleadores homófobos. La mejor evidencia de que el factor determinante es la orientación sexual, y no el sexo, radica en que si tanto Donald como Gerald Lynn hubieran sido mujeres también habrían sido despedidas en caso de ser lesbianas.
La idea se puede reforzar con el siguiente ejemplo: imaginemos que una productora de cine porno discrimina a los actores circuncidados. Ello tendrá como consecuencia que ningún actor porno judío será contratado. ¿Se trata de una discriminación “religiosa”? Podremos decir, como hace la Corte Suprema, que la condición para ser discriminado por dicha política es, en parte, la de ser judío, pero la razón principal bien pudiera ser la de una cierta preferencia estética en las escenas sexuales que muestran genitales masculinos. Ciertamente en esta hipótesis no habría siquiera discriminación que pudiera censurarse, pero, sobre todo – y esto es lo que más interesa- nadie diría, para empezar el propio productor, que la discriminación es hacia los judíos aunque esa condición elimina – como la de pertenecer al sexo masculino para el caso de los gays- a todos los judíos de la posible contratación (o su despido si decidieran convertirse a mitad de rodaje).
Es indudable que el legislador de 1964 no pensó en que al incluir “sexo” entre los rasgos que prohíben la discriminación estuviera incluyendo gays, lesbianas y transgénero. El propósito que albergaba era, más bien, la emancipación de las mujeres, las que fundamentalmente sufrían, y sufren, la discriminación “por sexo”. Así y todo no se trata, a la hora de interpretar y aplicar esta norma, de atender a tales “intenciones”. No se trata de ser “originalistas”, recuerdan Alito y Kavannaugh, ni siquiera del significado (“qué atribución semántica se hacía en 1964”), sino sencillamente “textualistas”, esto es, interpretar el término “sexo” en atención a nuestro uso “ordinario” del lenguaje.
La adscripción a esta opción hermenéutica no permite extender la norma a las discriminaciones en estos supuestos, y la mejor prueba – y resulta una evidencia muy perturbadora- es que durante años los legisladores estadounidenses han intentado sin éxito incluir tanto la “orientación sexual” como la “identidad de género” junto al catálogo de condiciones ya establecidas en el Título VII. De acuerdo con la interpretación que ahora consolida el Tribunal Supremo, lo intentaban en vano, no hacía falta en el fondo pues ya estaba ínsito en el concepto de “sexo”, lo cual es una consecuencia ciertamente contra-intuitiva.
Ese contexto legislativo, esa historia de reforma frustrada, constituye, además, un indicio de cuán odiosamente contramayoritaria puede resultar la decisión del Tribunal Supremo de dar pábulo a esta interpretación novedosa del Título VII. “Solo hay una palabra para dar cuenta de lo que la Corte Suprema ha hecho hoy: legislación”. Así arranca su voto particular el juez Alito. Parece difícil resistirse a esa conclusión. Lo que no se ha logrado en años – por justo que fuera- se consigue gracias a este “empujón” dado por el alto tribunal.
¿Y qué? ¿Cuál es el problema? ¿Qué y quiénes pierden con este activismo judicial que estará haciendo removerse en su tumba al juez Scalia, al que irónicamente sustituyó Gorsuch, y en cambio refocilarse a Ronald Dworkin? ¿No ganamos todos con esta ampliación de derechos?
Pudiera ser, pero debemos ser conscientes de cómo esta forma de hacer justicia resiente el ideal democrático. Y es que debería seguir siendo cierto que los legisladores, que a diferencia de Gorsuch y compañía sí son “accountable”, están mejor situados para deliberar, debatir y contrastar las muy variadas consecuencias, no siempre pacíficas y celebradas por todos, de hacer el tipo de prohibición “bruta” de ciertas diferenciaciones que supone la norma consagrada en el Título VII. El juez Alito apunta pertinentemente varias de ellas, y yo destacaré simplemente una, la que para mí resulta más problemática: la imposibilidad de segregar por sexos – biológicos- en las competiciones deportivas, una implicación que se sigue de hacer equivaler a “discriminación sexual” la “discriminación por identidad de género”. Algo que, como dicen por aquéllos lares, “should give us pause”.
foto: Miguel Rodrigo Moralejo