Por Pablo de Lora
En julio del año pasado Alemania modificó su legislación sobre delitos sexuales para incluir el principio conocido como “no es no”. De esa forma Alemania se sumaba a muchos países – occidentales fundamentalmente- en los que desde hace tiempo basta, para que se aprecie el delito de violación o asalto sexual, la negativa firme de quien no desea tener relaciones sexuales, sin que sea necesario que la agredida se resista o de otro modo muestre su oposición.
En los Estados Unidos, en cambio, esa divisa del “no es no”, enarbolada desde hace tiempo por muchos colectivos de mujeres, está siendo progresivamente reemplazada por el estándar yes means yes (“sí significa sí”) también conocido como affirmative consent. California ha sido pionera, y en este momento otros Estados (Nueva York, Connecticut, Illinois) cuentan ya con normas en vigor que recogen ese principio (con alcance variable, pues en el caso de California se limita a los institutos de secundaria y universidades) o bien la están considerando. Más de 1400 centros educativos superiores lo han incorporado y el American Law Institute lleva tiempo también debatiendo hasta qué punto conviene introducirlo en la reforma de los delitos sexuales en el Model Penal Code.
La cuestión viene de lejos y es un precipitado de una de las discusiones más vistosas y aceradas en el seno de la teoría política feminista. A finales de la década de los 70 del siglo pasado, Catharine MacKinnon, el icono más representativo del feminismo radical, pergeñó una estrategia jurídica que permitió a las mujeres denunciar las situaciones de acoso sexual en el ámbito laboral como supuestos de discriminación por sexo. Esa estrategia fue posteriormente ampliada a las instituciones educativas que reciben fondos federales (prácticamente todas) de acuerdo con lo previsto en el célebre Título IX de las Education Amendments de 1972, un largo proceso que culmina con las polémicas instrucciones dadas a las Universidades por la Oficina de Derechos Civiles en el año 2011, evolución que ha terminado por consolidar toda una “burocracia del sexo” en la expresión usada por Jacob Gersen y Jeannie Suk.
El acoso y la violencia sexual en general pasaban así de lo privado a lo público – por decirlo con el expediente de una dicotomía clásica en el pensamiento feminista- situándose en la primera línea del frente de la reivindicación feminista en los campuses norteamericanos, en uno de los campos de batalla más emblemáticos de las llamadas “culture wars”. De manera pionera a principios de los 90 Antioch College en Ohio estableció un conjunto de severas reglas disciplinarias para evitar los abusos sexuales entre los estudiantes, directrices que incluían la obligación de recabar el consentimiento en todos y cada uno de los momentos del encuentro sexual (“¿aceptas que te bese?, ¿aceptas que te desabotone la blusa?”), lo cual dio pábulo a celebrados gags y sketches en la televisión de los comediants de la época.
Pero lo que entonces era pasto para los chistes, hoy se configura como un protocolo aceptable además de una seria oportunidad más de negocio tecnológico. Han surgido así aplicaciones como “SaSie”, el acrónimo de “Safe and Secure Intimate Encounters”, con las que los estudiantes pueden dejar constancia fehaciente de la voluntariedad de su intercambio sexual, algo que en otro lugar he descrito como una extrapolación del “consentimiento informado” que reina en al ámbito de la intervención sanitaria. ¿Es el precio razonable que tenemos que pagar por la seguridad de las vulnerables, la herramienta que evita el “tu palabra contra la mía” en futuros y penosos procesos disciplinarios, o estamos más bien ante una confirmación de los peores diagnósticos foucaultianos en cuanto a la condición moderna? ¿No traslucen esos códigos una imagen victoriana del rol femenino en la interacción sexual? La controversia está por supuesto servida.
De aquellos polvos vienen los actuales lodos; los lodos de casos célebres de profesores denunciados por acoso (el reciente del reputado Thomas Pogge es uno de los más ruidosos); de la discusión sobre los estándares de prueba que las Universidades deben aplicar (la denuncia de un grupo de profesores de la Harvard Law School sobre cómo la Universidad pretendía aplicar el Título IX fue muy sonada); y de si detrás de todo este conjunto de iniciativas regulatorias no late una visión finalmente reaccionaria con la que el feminismo mejor entendido no debería andar en comandita tal y como vienen denunciando desde hace tiempo autoras como Janet Halley, Camille Paglia o Katie Roiphe
Pero más allá de la idiosincrasia estadounidense o de la querella familiar entre las mujeres que, desde el plano teórico y práctico, se afanan por avanzar en la emancipación, la cuestión de fondo tiene mucho interés y relevancia jurídica.
¿Basta la mera aquiescencia o es necesario un modo verbalmente explícito para entender que la relación sexual ha sido voluntaria?
En el fondo de esta pregunta late una todavía mucho más básica: ¿qué hace del sexo algo moral y jurídicamente permitido? Y la respuesta parece obvia: la voluntad de las partes, salvo que, pace MacKinnon, pensemos que, cuando de la relación heterosexual hablamos, la asimetría en las relaciones de poder entre hombres y mujeres es tan grande que no cabe nunca un consentimiento significativo por parte de ellas, o pace Andrea Dworkin, que
“El coito es la expresión pura, esterilizada y formal del desprecio de los hombres a las mujeres”.
El consentimiento es un “transformador normativo”, un poder hohfeldiano similar a la promesa o la renuncia de un derecho. Mediante ese poder se muta lo que, de otro modo, sería un ilícito. Y mediante la posibilidad de que los individuos ejerzamos tales poderes se hace efectivo el desarrollo de nuestra autonomía moral, también en el dominio sexual (como célebremente ha declarado la Corte Suprema estadounidense en los casos de la punición de la sodomía entre adultos o del matrimonio homosexual).
Ciertamente, la modificación de las posiciones normativas sí puede exigir un acto performativo, como ocurre con la promesa, que, frente al permiso, tiene que ser comunicada; no basta, como ha destacado Kimberly Ferzan el estado mental de prometer. ¿Y en el sexo? ¿Por qué habríamos de exigir que encajara en ese molde de la promesa como se pretende al defender la implantación del consentimiento afirmativo?
Las razones tienen que ver con la, todavía, acendrada creencia en muchos hombres de que la expresión del “no” frente al avance sexual no es en realidad una negativa, o constituye una resistencia temporal vencible mediante la insistencia. Es sabido que muchas mujeres pueden, a partir del momento en el que perciben que su negativa no tiene efecto, sencillamente dejarse hacer por miedo o terror al que ya sienten como agresor. Lo que contaría en esos casos para juzgar la conducta como un delito de violencia sexual es el fuero interno de la víctima que no quiere que prosiga esa intromisión aunque ya no diga nada. Es su estado mental lo que ha de prevalecer.
Claro que entonces eso debería ocurrir igualmente cuando el encuentro sí es deseado a pesar de que no se manifieste verbal y positivamente el consentimiento. Pensemos en el ejemplo del “despertador” que nos propone Ferzan: Juan ha pasado la noche con Alicia que yace ya despierta a su lado. Alicia decide hacerle una felación mientras aún dormita. Poco a poco Juan se despierta, y, sin decirle nada a Alicia, se deja hacer y piensa: “Es el mejor despertador que he tenido en tiempos”. ¿Estamos de verdad dispuestos a afirmar que Alicia ha cometido un delito contra la libertad sexual de Juan porque no ha recabado su consentimiento verbalmente expresado? Alicia se ha comportado como el vecino que cruza el jardín sin pedir permiso, pero tiene la aquiescencia del dueño de la propiedad porque le saluda todas las mañanas sin impedirle el paso, o sencillamente no le dice nada. Ese vecino tiene, en cambio, que ser expresamente invitado a cenar, no puede entrar y sentarse a la mesa con la familia. ¿Cómo debemos entender pues las relaciones sexuales como la invitación a cenar o como el paseo del vecino?
Para las partidarias del consentimiento afirmativo, la relación sexual deben ser vista bajo el paradigma de la invitación a cenar, algo que no se puede dar por “sobreentendido”; así, Michelle Anderson señala:
“… los cuerpos no están por lo general disponibles para la penetración sexual…. [El consentimiento afirmativo] es un mecanismo para maximizar la autonomía sexual”.
A veces lo que subyace es una vindicación de que sólo el “buen sexo” es moralmente lícito y de ahí que algunos códigos, como el de Yale, proclamen que el consentimiento no sólo ha de ser afirmativo, explícito, sino “entusiasta, creativo, imaginativo” pues de otro modo estaremos ante un supuesto de ofensa o delito sexual. Para Anderson la penetración exige la “evaluación del deseo activo” no la mera complacencia o aquiescencia. En la misma línea han argumentado Michelle Madden Dempsey y Jonathan Herring exigiendo la existencia de buenas razones – básicamente la obtención de placer- con las que compensar los riesgos y daños físicos.
Esta moralización choca de una manera colosal con las costumbres y prácticas sexuales generales. Cercena la espontaneidad, la disposición sobre los propios actos, sean verbales o no, que los amantes quieran desarrollar en la relación sexual; el tipo de comunicación, de señales que les place en cada momento emitir en el ejercicio de su autonomía sexual. Serán por tanto ellos – y no un código- quienes determinen lo que quieren decir con sus palabras. Con el expediente del consentimiento entusiasta se difumina, por tanto, la distinción en lo correcto y lo bueno en materia de relaciones sexuales, con la consecuencia de que tengamos que juzgar como impermisible una relación en la que uno ve satisfecho su deseo sexual por parte de quien, en ese momento, puntualmente no anhele satisfacer el propio o no albergue euforia en el encuentro, sino que sencillamente acepta. Y sin embargo pensamos que en esos supuestos hay una voluntariedad suficiente, que la mera aquiescencia basta para descartar una intromisión ilícita, y por supuesto que ello justifique el castigo penal.
En conclusión, la agresión sexual es moral y jurídicamente reprochable porque vulnera la “autonomía sexual” de los individuos (muy mayoritariamente la de las mujeres). De hecho, el título del Código Penal donde se contemplan esos delitos se rotula: delitos contra la libertad e indemnidad sexuales. So far so good…
El problema, con todo, es que no parece que la relación sexual llevada a cabo mediante engaño o fraude (ya saben, él o ella le dice a ella, o a él, que la ama profundamente o que no tiene pareja) sea un caso de agresión sexual (aunque hay quienes como Joyce Short así lo defienden), y sin embargo en esos supuestos no se puede decir que la actividad sexual se ha desarrollado en el ejercicio de la autonomía sexual puesto que el consentimiento ha sido viciado.
Las alternativas parecen claras: o bien tenemos que admitir que el delito de abusos sexuales cubre la relación sexual mediante engaño o bien que no es definitivamente el consentimiento lo que está sirviendo de motor normativo para la licitud del sexo: que la violación no es un delito contra la autonomía sexual (aunque utilizar el engaño o el fraude para poder interactuar sexualmente sea moralmente censurable).
«Esta última es la vía transitada por Jed Rubenfeld en un artículo publicado en el Yale Law Journal en 2013 en el que defiende que es la “autoposesión corporal”, en el muy básico sentido de “posesión y control del cuerpo propio” lo que está en juego en los delitos de abusos sexuales. Quien fue llevado a hacer algo bajo engaño, ejemplifica Rubenfeld, recibiendo menos a cambio de lo inicialmente pactado, no ha actuado en el ejercicio de su autonomía – pues estuvo viciada- pero no por ello diríamos que ha sido “esclavizado”. La esclavitud, como la violación, es una afrenta no a mi autonomía sino fundamentalmente a la propiedad de mi cuerpo y mis movimientos. Ello exige, claro, la presencia de un elemento de fuerza, coacción física o psicológica suficientemente robusta como para apreciar que dicha indemnidad (a la que alude por cierto, junto a la libertad, el título del Código Penal) ha sido vulnerada, y que esa acción debe activar la maquinaria del Derecho Penal. De abrazar una tesis como la de Rubenfeld estaríamos, de algún modo, deshaciendo un largo sendero andado, un camino que está, como sabemos por experiencia, también sembrado de minas. Una, para empezar: ¿de qué grado de robustez hablamos en la “coacción” o “violencia” ejercida? Parece que sólo juzgando las circunstancias concretas en cada caso podremos determinarlo.
Foto: escena de Sexo, Mentiras y Cintas de Vídeo