Por Juan Antonio García Amado
A mi modo de ver, en tema de Derecho de daños va siendo hora de abandonar las doctrinas naturalistas y de asumir una teoría normativista. ¿Eso qué quiere decir? Pues que la relación entre el daño, la víctima del daño y la persona a la que el sistema jurídico imputa la responsabilidad por el daño no es una relación “natural” o marcada por la naturaleza de las cosas, ni siquiera por algún tipo de justicia objetiva. Todos los elementos de esa responsabilidad están puestos por el sistema jurídico en función de decisiones político-jurídicas, decisiones atinentes a quién se considera que debe pagar por unos u otros accidentes o desgracias. Son decisiones referidas a quién carga con ciertos costes, y siempre jugando con tres posibilidades: que con el coste corra la víctima, que el coste lo asuma un tercero que se halle en determinada relación con los hechos, con la víctima o con el directamente causante del daño, o que los costes se socialicen, de modo que los paguemos entre todos.
Una y mil veces leemos en los manuales al uso y las sentencias que los elementos imprescindibles de la responsabilidad civil por daño extracontractual son el daño mismo, la antijuridicidad del daño, el nexo causal entre la conducta del responsable y el daño y la reparación. Pues bien, ninguno de esos elementos es “objetivo” o “natural” o prejurídico, todos ellos son construcciones del sistema jurídico y lo que por cada una de esas cosas hay que entender es lo que normativamente se determine en el respectivo sistema.
Para empezar, el daño señalado como indemnizable puede ser un daño puramente presunto y no probado o que incluso no admita prueba en contra. Baste pensar en que en alguna ocasión la muerte del consorte de alguien no acarreará ni perjuicio ni sufrimiento, sino alivio, alegría y mejora de las condiciones de vida, pese a lo cual puede obrar un baremo que obligue a indemnizar hasta en concepto de daño moral o “pretium doloris”.
Igualmente, el empeño en que sólo engendra responsabilidad el daño antijurídico no casa con los supuestos en que hay responsabilidad objetiva, sin culpa, casos en los que quien actuó de manera perfectamente jurídica y hasta con mayor cuidado del exigible está obligado a pagar. ¿Cómo puede la acción totalmente legal y acorde a Derecho de ese sujeto ser calificada como antijurídica por el hecho de que la ley le impute a él la obligación de reparar? Para librarse de ese embrollo y mantener el dogma de la antijuridicidad, algunos civilistas alegan que la norma que se vulnera es la del “neminem laedere”, pero esa norma no existe como norma jurídica, es una pura ficción normativa.
Continuamente, con nuestro hacer o no hacer, dañamos o perjudicamos a otros, pero sólo muy excepcionalmente estamos obligados a pagarles por ello.
Si usted conquista a la novia de su amigo y se la arrebata, siendo ella señora muy estimable y, por más señas, rica y laboriosa, le perjudica a él, vaya que sí, pero a nadie se le ocurre decir que deba indemnizarlo por haberlo dañado. Los administrativistas, por su lado, rizaron el rizo del dogma y dijeron que daño antijurídico es el que no está obligado a soportar aquél que lo padece, pero eso, además de ser bien extraño, desplaza completamente la idea de antijuridicidad, la desplaza de la conducta del que responde hasta la situación del dañado. Es decir, alguien tiene que pagar por las consecuencias de una acción suya perfectamente conforme a Derecho y porque el Derecho no dice que el otro esté obligado a aguantarse y cargar con el perjuicio.
El dogma de la reparación, como reparación integral del daño, es eso, un dogma más. Basta pensar en el daño moral y en la imposibilidad de su traducción a compensación dineraria, traducción que no es correspondencia entre daño y valor, sino decisión enteramente normativa que nada más que obedece a uno de estos dos factores, o a los dos: o al propósito de “castigar” a alguien o al deseo de hacerle justicia al que se supone que padeció un perjuicio que no merecía. En el Derecho español no están reconocidos los daños punitivos, pero de hecho entran en juego muchas veces por la vía del daño moral.
Y llegamos al dogma de la causalidad. Sencillamente es falso, una ficción extrema, que sólo responda el que causó y nada más que el que causó el daño.
Ni responde todo el que materialmente causó, pues su conducta está en la cadena causal que desemboca en el suceso dañoso, ni todo el obligado a responder causó. No todos los responsables son causantes y no todos los causantes son responsables.
Entonces, ¿en qué queda el famoso requisito de la causación?
Dado que no es viable imputar responsabilidad a todo el materialmente causante, la doctrina y la jurisprudencia han tenido que construir teorías normativas de la causación, de las que uno de los ejemplos más claros es la teoría de la causalidad adecuada o causalidad eficiente. El otro recurso teórico para evitar la responsabilidad de los empíricamente causantes son los mecanismos llamados de imputación objetiva (prohibición de regreso, fin de protección de la norma, etc.), tan acríticamente importados de la ciencia penal. Pero como se trata de doctrinas puramente normativas para recortar a los responsables de entre los empíricamente causantes, lo que ahí tenemos son pautas normativas de imputación de responsabilidad, no criterios extraídos de ninguna consideración naturalística de la acción y de sus consecuencias.
Tampoco todos los que, según el sistema jurídico, deben responder responden siempre por haber causado, al menos por haber causado empíricamente. Caso bien claro es la responsabilidad por omisión, pues el no hacer no causa, sino que deja de causar. El que responde por un comportamiento omisivo no paga por lo que su conducta causó o produjo, sino por lo que dejó de causar o producir, estando obligado a hacer. Si yo soy el socorrista de la piscina y no me lanzo al agua para rescatar al que se va a ahogar, no soy el causante de su muerte, sino que responderé por no haber puesto en marcha con mi acción un curso causal alternativo que condujera a la evitación de esa muerte, siendo mi obligación evitarla o intentar al menos evitarla. No respondo por lo que causé, sino por incumplir mi obligación jurídica de causar. Y no es el único caso de responsabilidad sin causación. Otro más sería el de la llamada responsabilidad por pérdida de oportunidad. Sobre este último asunto me remito al magnífico libro de mi querido amigo Luis Medina Alcoz.
Bien, pero a fin de cuentas qué pasa con la causalidad como elemento de la responsabilidad por daño. Pues pasa lo siguiente, en mi opinión. El de la causación es un criterio más de los que el Derecho de daños emplea para imputar responsabilidad, pero con dos matices: ni es imprescindible, pues en ocasiones hay imputación de responsabilidad sin que el responsable materialmente haya causado en modo alguno el daño (o sin que se requiera prueba de que lo ha causado), ni se da nunca solo cuando es requisito.
Esto último significa lo siguiente. Nunca el Derecho (o al menos el Derecho privado) imputa responsabilidad por la mera causación, sino que siempre que se requiere que el responsable haya causado se va a requerir algo más. Ese algo más puede ser
- una especial relación con la víctima o un especial estatuto jurídico (ser propietario, ser fabricante…) o
- una relación con los hechos dañosos que no es la de mera causación, sino de causación y algo más; por ejemplo, causación más previsibilidad razonable de los efectos dañosos causados.
Y, desde luego, en los casos típicos de responsabilidad por dolo o culpa a la causación se añade ese requisito adicional, el de haber causado, sí, pero queriendo causar o no habiendo tomado las debidas medidas de cuidado para no causar. Es en los casos de responsabilidad objetiva cuando el sistema tiene que añadir a la causalidad un elemento adicional para hacer esa causación jurídicamente relevante, y ese elemento adicional siempre va a ser una posición jurídica determinada, jurídicamente definida (padre, empresario, propietario, fabricante, importador…).
No se responde por causar, sino por hallarse en una de esas situaciones, jurídicamente delimitadas, que hacen relevante la causación. Dicho de otra manera: de entre todos los causantes, responsable será sólo el por el sistema jurídico señalado como relevantemente causante, como causante a efectos de responsabilidad. Todos los demás pueden provocar tranquilos todos los daños que se quiera o abstenerse de cualquier acción que los evite.
Y cuando la responsabilidad es por omisión ya claramente el criterio de imputación es bastante ajeno a la causalidad propiamente dicha y ese criterio tendrá que estar normativamente definido por entero: responde el que no evitó el daño, habiendo podido y estando jurídicamente obligado a evitarlo. Es la posición de garante lo que determina la responsabilidad, y esa posición no es “natural”, sino normativamente determinada.
¿Qué habría que hacer para reconducir el embrollo teórico que a diario vemos en la doctrina y la jurisprudencia sobre estas cuestiones de la causalidad y del nexo causal y sus inverosímiles rupturas?
Relativizar en la doctrina el requisito de la causalidad, adaptar la teoría a la realidad del Derecho y de su funcionamiento, dejarse de ficciones naturalísticas y razonar sobre lo que en Derecho hay, normas y parámetros normativos. Debemos teorizar los criterios de imputación de responsabilidad, todos resultantes de decisiones legislativas y jurisprudenciales, viendo que siempre se imputa responsabilidad en virtud de algún tipo de relación del sujeto responsable con la víctima, con un tercero (por ejemplo, con el menor que dañó) o con el daño.
Así que, siendo realistas y, sobre todo, congruentes con el verdadero funcionamiento del sistema de responsabilidad por daño, tal como es, está regulado y se aplica, deberíamos razonar a partir, en primer lugar, de la conciencia de que se trata de dirimir quién paga a quién y por qué, no de hacer homenaje a caprichosas justicias correctivas o restauradoras. Sobre esa base, en segundo lugar tendríamos que pensar qué tipo de relación del sujeto con el hecho dañoso y con el daño es relevante a efectos de imputar responsabilidad. Aquí es donde vale más darse cuenta de una vez de que el llamado nexo causal entre la conducta y el daño es un elemento más a considerar y que se puede poner como condición o no. Y, desde luego, va siendo hora de dejar de hablar de rupturas del nexo causal donde ni hubo causalidad material ni era condición que la hubiera, o donde lo que se “rompió” no fue el nexo causal (que lo hay o no lo hay, pero si lo hay por definición no se “rompe”), sino que se aplican criterios negativos de imputación de responsabilidad, criterios que exoneran al sujeto de responder aunque su acción esté en la cadena causal empírica.
Asúmase que, en el fondo y llevadas las cosas a su extremo, no hay más que dos alternativas.
Una, la de resignarse a que los jueces decidan caso por caso en equidad o según lo que estimen que demanda la justicia. Entonces no habrá mucha certeza o previsibilidad del contenido de las sentencias en esta materia.
La otra alternativa sería que se intentara una tipificación congruente y efectiva, en lo posible, de los criterios positivos y negativos de imputación de responsabilidad, pero llamando a cada cosa por su nombre y no adulterando conceptos, como el de nexo causal, o fingiendo que se aplican patrones preestablecidos de imputación cuando, en verdad, se trata de ficciones jurídicas que se toman o se dejan nada más que en razón de a quién se quiera hacer pagar el pato.
La situación que tenemos, a mi juicio, es la que resulta de la más perniciosa mixtura de esas dos alternativas: se decide en función de convicciones sobre lo justo o de intereses legítimos o ilegítimos relacionados con la política y la economía, pero se aparenta que se trata de insoslayables aplicaciones de pautas normativas como las de la causalidad, entre otras y por no hablar de otro tipo de tergiversaciones conceptuales, como las que, sin ir más lejos, tienen que ver con el concepto de culpa.
Hace unos años, y en un debate sobre estos temas, plateaba mi apreciado y admirado Gabriel Doménech Pascual lo siguiente:
“Imaginemos que estoy obligado por la ley a guardar mi pistola en una caja fuerte. Imaginemos que incumplo este deber de cuidado, lo que propicia que un ladrón me robe el arma. A continuación, el ladrón comienza a matar a gente con ella. Imaginemos que asesina a 200 personas en el curso de cinco años. ¿He de responder patrimonialmente de todas esas muertes?
Mi intuición me dice que no, aunque ahora mismo no sabría razonar por qué no. ¿Algún alma caritativa me lo puede explicar? Decir simplemente que la ulterior intervención dolosa de un tercero rompe el nexo de causalidad no me vale”. Estoy de acuerdo con su intuición y con su disconformidad en reconducir la cuestión a misteriosas rupturas del nexo causal. Entonces, ¿cómo podría enfocarse el asunto?
Entre otras cosas, convendría reconducir el tema a un tratamiento adecuado de la culpa. A lo largo de los últimos cincuenta años ha habido una evolución doctrinal y jurisprudencial curiosa y desconcertante. Primero se dio un movimiento de objetivación de la responsabilidad por daño. En el ámbito civil se extendió hasta el absurdo el requisito de culpa del art. 1902 del Código Civil, unas veces jugando con ideas como la de culpa leve o levísima, cuando en verdad no se veía reproche subjetivo ninguno y otras, ya en el absurdo, aduciendo que, cuando hubo daño, la culpa está en la mera causación, como si la causación sin culpa fuera ya por definición causación culposa. Por su lado, los administrativistas interpretaron con gran alegría que lo del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos que dice el art. 139 de LRJAP equivale a la plena objetivación de la responsabilidad patrimonial de la Administración.
Llegaron entonces los excesos jurisprudenciales, cundió la alarma y hubo que dar marcha atrás. No se podía admitir que en Derecho privado la pauta general fuera la responsabilidad objetiva, ya que entonces o bien todo el mundo responderá todo el tiempo por cualquier perjuicio que su hacer cause a otros, aun cuando ese hacer sea perfectamente lícito, o bien serán los tribunales los que a su antojo y sin atadura legal ninguna, decidirán caso por caso quién responde y quién no, según el sentir en cada caso y conforme a una idea de justicia del caso concreto. En cuanto a la responsabilidad patrimonial de la Administración, es indiscutible el riesgo que, entre otros, señalaron Pantaleón y Mir Puigpelat, el de convertir a la Administración Pública en una especie de aseguradora universal. Los vaivenes de la jurisprudencia contencioso-administrativa son bien conocidos y el hito que acabó de encender todas las alarmas fue la comentadísima sentencia de responsabilidad de la Administración sanitaria en el famoso caso del paciente con doble aneurisma.
Pasaron entonces dos cosas. Una, que el cheque en blanco que la objetivación acrítica de la responsabilidad brindaba a los jueces llevó a éstos a sopesar, como base de sus decisiones, un factor principal: las consecuencias económicas de sus sentencias en la materia, sean las consecuencias económicas para las víctimas, sean para el erario público o el balance de las empresas. Y, sobre todo, empezó a ser determinante la existencia o no de seguros obligatorios. La idea venía a ser ésta: si paga el seguro, adelante con las indemnizaciones generosas; si paga el Estado, adelante también, pero con el límite de la ruina o crisis seria de las finanzas públicas. De esa manera la judicatura sucumbía a la tentación de inmiscuirse en lo que, en principio, debe ser competencia del legislador, las políticas generales de reparto y distribución de beneficios y cargas entre los ciudadanos. Pues quizá no se reparaba suficientemente en que cuando paga la Administración Pública o pagan los seguros nos hallamos ante sistemas de socialización de los costes del daño.
Había que echar el freno y se buscó para ello un pretexto doctrinal. ¿Cuál? La noción de nexo causal. Cada vez que se quiere restringir la imputación de responsabilidad a un sujeto se va a alegar que hubo una ruptura del nexo causal. Y, por las mismas, cuando interesa hacer que alguien responda y aunque su acción esté muy lejos o simplemente no esté en la cadena causal que acaba en el daño, se dice que hay nexo causal no roto. Así es como la causalidad se convierte en el gozne de todo el sistema, en el eje de las decisiones jurisprudenciales en la materia. Pero con un enorme problema teórico y conceptual: se trata de una noción puramente ficticia de causalidad, de una idea de causalidad totalmente arbitraria y carente de apoyo en doctrina congruente, un concepto ad hoc meramente instrumental, una simple cláusula retórica que vale lo mismo para justificar una decisión y su contraria, a gusto del consumidor. Además, toda la caótica elaboración jurisprudencial de la causalidad carece por completo de apoyo legal, pues el legislador calla, los jueces hacen y el sistema del Derecho de daños se desintegra en casuismo y absoluta falta de sistematicidad.
Sobre el papel no tendría que haber sido tan difícil la elaboración de un sistema medianamente coherente. ¿Cómo? En Derecho privado, trabajando con la idea de culpa y, paralelamente, armando una teoría de la responsabilidad objetiva que no la convirtiera en algo distinto del supuesto excepcional que es. Normas del Derecho español en mano, tenemos que la regla general es la de la responsabilidad por culpa del art. 1902 del Código Civil y que esa regla general encuentra un puñado de excepciones, unas en los artículos siguientes del Código Civil y otras en legislación especial, como la atinente a instalaciones nucleares, compañías aéreas, productos defectuosos, etc. Y en Derecho administrativo bastaría ponerse a pensar (alguno lo ha hecho, lo sé) si realmente pueden ser iguales las consecuencias del daño cuando los servicios públicos han funcionado normal o anormalmente, con respeto a las normas que regulan la prestación de dichos servicios o con ilicitud jurídica. Porque, si no, se empieza por restringir la responsabilidad en los casos de funcionamiento normal y se acaba exonerando de responsabilidad cuando patentemente ha habido funcionamiento anormal, incumplimiento de los deberes de la Administración.
Pero por alguna extraña razón se ha pensado que volver a la culpa era retrógrado o poco progresista o poco acorde con ciertos estereotipos, como el de la llamada sociedad del riesgo. Como si no fuera el riesgo mayor el que se desprende de una jurisprudencia perfectamente caótica sobre la responsabilidad por daños y por riesgos. Es más, primero se quisieron justificar los supuestos legales de responsabilidad objetiva como supuestos de responsabilidad por mera creación de riesgos y luego se fue objetivando lo que legalmente debe ser responsabilidad subjetiva, por culpa, estimando que hay culpa en la mera creación de riesgo, aunque se trate de riesgos propios de actividades perfectamente legales y socialmente asumidas, asumidas por los beneficios que a la sociedad aportan.
La responsabilidad objetiva, cuando la ley así dispone, va por su lado, es responsabilidad jurídicamente asignada en razón de la posición jurídica del sujeto legalmente llamado a responder. En esto la idea de causación aporta bien poco. No se responde por causar, sino por ser el fabricante, el titular de la compañía aérea que tiene el accidente, el dueño de la casa de cuya terraza se cae el tiesto sobre un viandante, el propietario del animal, etc. Pura cuestión de subsunción, más o menos sencilla.
¿Volver a la culpa en los casos de responsabilidad no legalmente tasada como objetiva? Sí, pero reconduciendo a este concepto elementos que se usan para razonar sobre el nexo causal. En ese sentido, y como creo que ha señalado ya algún civilista (entre otros, Fernando Peña), démonos cuenta de que cuando se habla de causalidad adecuada o causalidad eficiente se introducen elementos atinentes a la previsibilidad por el sujeto de las consecuencias de su conducta. La previsibilidad del resultado no es un elemento de la causalidad, sino un elemento subjetivo que se toma en cuenta a efectos de imputar o no responsabilidad. Aquí es donde me parece que habría que reelaborar la idea de culpa en Derecho de daños y utilizar nociones como la de “dominio del hecho” que manejan los penalistas al hablar de autoría penal. Responde por el daño (fuera de los casos de responsabilidad objetiva) el que tiene el dominio del hecho porque tiene el control sobre su propia conducta y porque puede razonablemente prever las consecuencias dañosas de su conducta, y hasta donde tenga sentido considerarlas previsibles. Por eso, y como ya han explicado muy bien civilistas como el citado Fernando Peña y como Martín García-Ripoll, al menos en Derecho de daños los denominados criterios de imputación objetiva son en verdad criterios de imputación subjetiva, criterios negativos de imputación subjetiva, pues no excluyen la causalidad, sino la culpa, entendida, en mi idea, como dominio del hecho.
Si yo tengo una pistola y no la tengo a buen recaudo en una caja de seguridad, como la legislación me ordena, puedo prever con algún grado de probabilidad que un niño la coja y se hiera o hiera a otro, o que un ladrón se la lleve y dispare con ella cuando es descubierto en su huida. Pero que ese delincuente emplee mi pistola para asesinar al Jefe del Estado es algo que con mucho rebasa lo para mí o para cualquiera imaginable de antemano y, por tanto, no se me debería imputar responsabilidad por ese daño obligándome a indemnizar a los deudos. No es que yo no responda porque se haya roto la cadena causal (¿cuál cadena causal y qué parte de mi conducta se inserta en ella, mi acción de dejar la pistola fuera de la caja o mi omisión de guardarla en la caja?), no responderé porque mi culpa no puede llegar a tanto, porque no puedo ser culpable de lo que por completo rebase mi esfera de control sobre las consecuencias normales o razonablemente previsibles de mi conducta. En otras palabras, la pregunta que tiene sentido no es la de si causé yo aquel magnicidio, sino la de si tendré yo alguna culpa del mismo.
Puede que esos planteamientos alternativos no sean con facilidad extrapolables a la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Creo que ahí lo primero que se necesita es decidir si todos los supuestos de daño derivado de funcionamiento anormal de los servicios públicos dan lugar a responsabilidad objetiva o si incluso en esos casos de funcionamiento anormal del servicio se requiere también un elemento de previsibilidad razonable del resultado dañoso. Y, desde luego, se debe delimitar en qué puede consistir un funcionamiento normal ligado a la responsabilidad por el daño que sea su “consecuencia”. Como hipótesis, diría que funcionamiento normal es el funcionamiento legal que, sin embargo, podría haber sido de otro modo. Se imputa responsabilidad cuando el servicio público operó de tal manera que, aun siendo manera normal o habitual, y lícita, produjo un daño que no habría acontecido si se hubiera optado por otra alternativa, siendo razonablemente previsibles las consecuencias de una alternativa y de la otra. La clave no está en el nexo causal que se ata o se rompe al albur del intérprete, sino en pensar que también la Administración Pública elige entre alternativas y se expone a que se le imputen ciertos costes de las malas elecciones.
Excelente entrada. Da envidia disponer de profesores de filosofía del derecho que manejan con esa fluidez los conceptos fundamentales del Derecho y, en particular, del Derecho privado.
Suscribo casi todo lo que se dice. Parece que cuando uno llega a un punto en el que ya no se tienen claras las cosas, se invoca un concepto que no se sabe muy bien de dónde sale, ni qué significa y por lo general circular, pero que resulta intuitivamente sexy… y a funcionar («daño que no se tiene obligación de soportar», «ruptura del nexo causal», «diligencia de un buen padre de familia», «justicia conmutativa», «justicia correctiva», etc.). Lo peor de estos artificios es que producen una cierta parálisis intelectual o científica, nos anestesian frente al «dolor» causado por la… Ver más »
Me uno a los agradecimientos y felicitaciones ya expresados, Juan Antonio. Es un lujo encontrar material tan interesante y de tanta calidad en un blog.
¡Tantísimas cosas dices razonables y plenamente compartibles, Juan Antonio, que da pena que empiecen con un entroito en el cual parece que tu propuesta va a ser el abandono de la causalidad en el derecho privado! La relación causal tiene que tener un núcleo natural, fisicalista, o, si no, el derecho va a atribuir responsabilidad arbitrariamente. (Ese núcleo puede luego sufrir una configuración normativa, claro, como tantas calificaciones jurídicas de los supuestos de hecho.) Pero la causa de la causa de un efecto no es causa del efecto. Además, el art. 1902 usa «causa» en un sentido lato, en parte… Ver más »
Muchas gracias profesor por su artículo. En materia de responsabilidad de la Administración otro elemento que se usa habitualmente para desestimar la existencia de la misma es la antijuridicidad, tildando de daños no indemnizables aquellos que el acto administrativo es razonado y razonable, lo que nos lleva a un concepto jurídico indeterminado que dependerá del criterio del juez individual o de la jurisprudencia dominante, siempre en función de las circunstacias sociales en las que se produce esa actuación administrativa.
Sus artículos siempre me hacen pensar, muchas gracias y un saludo
Excelente post. Concluyo que la imputación de responsabilidad por daño debe conducirse por el criterio de culpa, y no por el de nexo causal, noción imprecisa que siempre presta cobertura teórica a decisiones basadas en la intuición, en la conveniencia o en otros criterios extranormativos. Producido un daño, se aprecia la culpa cuando existe un error no excusable – negligencia – tanto (i) en la conducta del agente como (ii) en la representación mental del agente sobre las consecuencias de su conducta. En el ejemplo propuesto, no guardar la pistola en la caja fuerte es una negligencia; y si la… Ver más »
Calabresi, Hart y Honore han respondido muchas de esas interrogantes