Por Juan Antonio García Amado
O del caos y la inseguridad como señas del constitucionalismo principialista
Normas expresas y normas implícitas
Hay un gran debate teórico sobre si existen, y con qué límite y fundamento, excepciones no expresas, especialmente a las normas iusfundamentales. En otras palabras, se trata de si son o no derrotables las normas de derechos fundamentales y, con ello, los derechos fundamentales mismos.
Situemos la cuestión. Una norma puede calificar genéricamente una conducta y otra norma puede sentar expresamente una excepción. Lo mismo rige para las normas iusfundamentales Así, una norma puede amparar la libertad religiosa y otra puede decir que la libertad religiosa no cubre los actos que dañen la salud.
Es el caso de la relación entre el artículo 16 de la Constitución española y el artículo 3, apartado primero, de la Ley Orgánica 7/1980 de Libertad Religiosa. El primero reza así: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. El segundo dice esto: ““El ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática”.
O una norma puede prohibir la discriminación por motivos religiosos y esa norma puede ser interpretada en el sentido de que no hay discriminación religiosa cuando en el reglamento de una empresa se contiene una norma que prohíbe a sus empleados el uso de símbolos religiosos en el centro de trabajo.
Así en la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 13 de octubre de 2022, en el asunto C-344/20. Se trataba de examinar si había o no compatibilidad entre los reglamentos de empresas que prohíben a sus trabajadores lucir en el lugar de trabajo prendas o signos que expresen convicciones religiosas, filosóficas y políticas y la norma que, en la Directiva 2000/78, protege el derecho a no ser discriminado por motivos religiosos y de convicciones personales
En el primer supuesto estamos ante una excepción expresa al alcance genérico de una norma y en el segundo caso lo que sucede es que interpretativamente se restringe el alcance de los términos de una norma y, con ello, se delimita lo que cae bajo su supuesto.
Lo primero puede representarse así:
Están prohibida la conducta H, impeditiva del derecho D, salvo cuando concurra la circunstancia C.
Lo segundo puede ser esquematizado como sigue:
Está prohibida la conducta H, impeditiva del derecho D, pero teniendo en cuenta que la conducta K no es un supuesto de la conducta H.
Eso son excepciones explícitas que se contienen en normas explícitas
En los ejemplos dados, esas normas explícitas que excepcionan las otras normas explícitas son el artículo 3, apartado 1, de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa y las normas de los reglamentos de empresa que excepcionan la Directiva 2000/78 de la Unión Europea.
Ahí no jugamos con excepciones implícitas, que son aquellas que se basan en normas que también están implícitas. Veamos ahora de qué se trata cuando hablamos de excepciones implícitas.
De normas implícitas viene tratando desde hace tiempo Riccardo Guastini. Al respecto, véase la excelente exposición de Mauro Barberis, “Lo que los juristas no dicen. Normas no expresadas y despositivización”, Revista Oficial del Poder Judicial, vol. 9, nº 11, enero-junio 2019, pp. 179-217. Aquí no hablaremos de normas implícitas en ese sentido, sino en el sentido de aquellas normas que, según los principialistas de corte alexiano, surgen de la ponderación a modo de reglas y dan amparo “jurídico” a la derrota de normas que no tienen en el sistema tasadas excepciones explícitas.
El esquema sería así.
(i) De conformidad con la norma N1, está prohibida la conducta H, impeditiva del derecho D
(ii) La conducta K es un supuesto o variante de la conducta H, con lo que la conducta K está prohibida por N1.
(iii) Hay una norma implícita N2 que en algún caso puede hacer que la conducta K esté permitida, aun cuando sea impeditiva del derecho D.
El gran asunto estriba en dónde está o de dónde sale esa norma N2. O, dicho de otro modo, se trata de averiguar cómo puede haber en un sistema jurídico normas no enunciadas (y, por tanto, no formalmente creadas, sancionadas, promulgadas, publicadas y que hubieran entrado en vigor….) y que, además, sean aptas para, válidamente en el sistema, imponerse a otras normas del sistema que son explícitas y que, por tanto, cumplen con todos los requisitos formales, procedimentales y sustantivos para aplicarse a los hechos del caso.
Las normas implícitas son normas muy extrañas
Eso último merece un subrayado intenso. En el sentido en que aquí usamos la categoría de normas implícitas, estas no son las que a partir de otras se extraen para colmar lagunas normativas, al modo como se usan para ese fin, por ejemplo, los llamados principios generales del derecho. De lo que se trata es de normas que no están expresadas en el sistema jurídico, que carecen de disposición expresa que las contenga antes de que a través de la ponderación resuelvan el conflicto entre normas ponderadas y sean enunciadas por ese juez, tanto para el caso, como, en cuanto reglas de validez general, para todos los futuros casos iguales. Dos peculiaridades de esas normas deben ser destacadas, por lo que suponen de atípico en nuestros sistemas.
Una, que tales normas se aplican como si siempre hubieran formado parte de ese sistema jurídico, aunque sea “silenciosamente” o tácitamente, y por eso en un momento dado comparecen expresamente o salen a la luz para derrotar a otras normas explícitas del mismo sistema. Pero la diferencia curiosa está en que mientras toda norma jurídica expresa ha tenido que pasar un proceso de creación que tiene unos requisitos competenciales y unos procedimientos necesarios, de modo que no se considerará norma válida y vigente sin el cumplimiento de tales requisitos formales, las normas implícitas se entiende que están ahí presentes, en el ordenamiento, aunque nadie las haya elaborado, sancionado, promulgado, publicado, etc.
La segunda peculiaridad estriba en que esas normas implícitas no funcionan al modo de precedentes vinculantes. No se trata de eso. Una decisión jurisprudencial con valor de norma a título de precedente vinculante no puede provenir de cualquier órgano judicial, sino de aquel que tenga en ese ordenamiento asignada esa función de producir normas jurisprudenciales. En segundo lugar, resultará muy extraño pensar en normas de precedente configuradas para derrotar normas expresas, incluso derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos y no constitucionalmente excepcionados de modo expreso.
Fuera de los casos en que el precedente se siente para colmar una laguna normativa propiamente dicha, los precedentes vinculantes son precedentes interpretativos. Un precedente interpretativo es aquel que, de entre las interpretaciones posibles de una norma, establece una como preferente y, dada la competencia de ese órgano judicial, como vinculante para el resto de los órganos judiciales que apliquen dicha norma.
En cambio, las normas implícitas y derrotadoras, de las que aquí hablamos, aparecen cada vez que cualquier juez pondera. Y no es que ese juez esté facultado por el sistema para decidir el caso en equidad ni que deba crear de su cosecha bienintencionada una norma con la que colmar una laguna normativa propiamente dicha ni que tenga competencia para imponer a los demás jueces la interpretación que él haga de una norma determinada. No es nada de eso, ya que lo que el principialismo de hoy en día propone es que los jueces que perciban que la aplicación de una norma expresa provoca un resultado injusto puedan plantear ese caso como de conflicto de derechos o principios y puedan ponderar y presentar el producto de la ponderación como eventual decisión contra una norma expresa o un derecho bien asentado en esa Constitución. Y todo ello como efecto de la norma que a través de la ponderación se volvió visible o expresa y que hasta entonces estaba nada más que tácita o inespecíficamente presente en ese ordenamiento.
Caos
Si se habla de excepciones implícitas a la aplicabilidad de las normas jurídicas, la norma misma que justifica la excepción ha de ser implícita. No se trata de que una norma explícita pueda ser excepcionada desde otra norma explícita, aunque tal vez mucho más indeterminada semánticamente. Por ejemplo, si hay una norma que dice que no se permite viajar con perros en los transportes públicos y otra que permite viajar en los transportes públicos con animales bien adiestrados.
Ahora pensemos en la situación que los iusmoralistas de hoy presentan como típica de un conflicto de derechos. N1 es una norma constitucional que prohíbe la tortura y no hay en ese sistema jurídico ninguna norma expresa que la permita para algún supuesto especial. Pero un día se está ante el caso de un secuestrador que se sabe que tiene encerrados en algún lugar a tres niños y se teme que los niños mueran pronto si el secuestrador no confiesa dónde están. Los niños tienen derecho a la vida, según otra norma, N2, de ese ordenamiento, y de N1 se desprende con toda claridad que ese sujeto tiene derecho a no ser torturado. Con un planteamiento principialista y de ponderación se razonaría seguramente del siguiente modo:
a) El secuestrador tiene, con base en N1, derecho a no ser torturado.
b) Los niños secuestrados tienen, con base en N2, derecho a la vida.
c) El secuestrador se niega a confesar dónde tiene a los niños encerrados y concurre serio e inminente peligro de muerte de los niños si no son prontamente rescatados.
d) Todos los medios alternativos a la tortura se han mostrado ineficaces para que el secuestrador confiese.
e) Ponderando el derecho del secuestrador a no ser torturado frente al derecho a la vida de los niños, y dadas las circunstancias que en el caso concurren (se sabe que no hay ventilación en el lugar en el que los niños están encerrados, no tienen agua ni alimentos, no pueden escapar por sus medios, con el secuestradore se han probado todos los medios alternativos para que declare dónde encerró a los niños, se está a tiempo seguramente para rescatarlos vivos, aunque queda ya poco plazo…), resulta que pesa más el derecho a la vida de los niños inocentes que el derecho del secuestrador a no ser torturado.
f) En consecuencia, el derecho a la vida derrota en este caso al derecho a no ser torturado.
¿Qué norma fue la que derrotó a N1? Si dijéramos que con carácter general la norma que protege el derecho a la vida excepciona a la norma que ampara frente a la tortura, provocaríamos el caos en el sistema jurídico, pues, en última instancia, son muchas las normas entre sí derrotables. Igual que la norma del derecho a la vida puede derrotar a la del derecho a la tortura, la del derecho a la tortura puede otras veces vencer a la del derecho a la vida. Por ejemplo, en el caso en que alguien mata a otro para evitar que siga torturando gravemente a un tercero (y supuesto que no haya norma expresa que jurídicamente haga lícita esa muerte), cabría ponderar para ver si pesa más el derecho del tercero a no seguir sufriendo tortura o el derecho a la vida del torturador, y si se concluye que pesa más el derecho del torturado, habría derrotado tal derecho al derecho al a vida del torturador. Tendríamos, pues un sistema de permanente conflicto entre normas o derechos y en el que nunca antes de ponderar se sabría qué es lo que el sistema prescribe para el caso y donde nunca se estaría antes de la ponderación judicial seguro de si se podía torturar o se podía matar de modo constitucionalmente legítimo.
No podemos convertir el sistema jurídico en un sistema esencialmente antinómico en el que se considera que compiten por la calificación de los mismos casos muchas normas que no los tienen en su supuesto de hecho.
Reparemos en un efecto más de esos planteamientos ponderativos. Estamos acostumbrados a entender que cuando la Constitución prohíbe una conducta como torturar y configura, con ello, un derecho a no ser torturado, no puede haber ninguna conducta que sea tortura y que pueda, no obstante, proclamarse como constitucionalmente legítima y hasta exigida por la Constitución misma. Pero si esto es así, no puede admitirse que ninguna otra norma constitucional derrote a la que prohíbe torturar y da derecho a no ser torturado; porque si decimos que cuando se tortura para salvar vidas el derecho a la vida derrota al derecho a no ser torturado, estamos concluyendo que de la ponderación nace para ese caso una norma de rango constitucional que dice que se debe torturar en ese caso.
Así es como los principialistas explican que de la ponderación emana una regla que es una regla para el caso, pero que debe aplicarse, a la vez, como norma universal y universalizable. Y de tal manera se nos viene a decir que de la interacción entre normas constitucionales surge una norma, también de rango constitucional, que manda torturar siempre que concurran las circunstancias de su supuesto de hecho. Veamos esto más despacio.
La norma universal sólo obliga en principio y la regla del caso rige universalmente: El Derecho patas arriba
Volvamos al ejemplo. Un sujeto ha secuestrado a tres niños de corta edad y los tiene encerrados en un lugar que no confiesa. Es altamente probable que pronto se pueda terminar el aire o el agua en tal encierro y que los niños mueran si no llega la confesión del secuestrador que permita rescatarlos enseguida. El secuestrador se niega a hablar y la policía ya ha usado todos los medios legales y todas sus técnicas de interrogatorio para que confiese. Por la vía procesal correspondiente, un juez pondera y concluye que la tortura está justificada, con base en el mayor peso, en el caso, del derecho a la vida de aquellos niños. Y así se resuelve el caso, pero no pretendiendo que esa sea la solución nada más que para ese caso, sino, conforme al principio de universalización, dando por sentado que la misma regla que para ese caso aparece surgirá igualmente y deberá ser aplicada en cualquier otro cuyas circunstancias sean las mismas.
Esa regla que del caso nace, pero que sería universal, rezaría así:
Si un secuestrador tiene tres niños encerrados y en peligro de muerte y si se niega a confesar dónde los tiene y se han agotado todos los medios de interrogatorio alternativos, entonces es lícito torturar al secuestrador en la medida necesaria para que confiese.
Los principialistas no admiten que esa norma haya sido discrecionalmente creada por ese juez, sino que entienden siempre que tal norma se revela, a través de la ponderación, como norma que está implícita en la Constitución misma. Y si normas como esa son normas constitucionales implícitas, cabe concluir que la Constitución española, pese a que en el artículo 15 expresamente prohíbe la tortura, implícitamente contiene tantas normas permisivas de la tortura como casos puedan presentarse en los que vía ponderación se determine que esa norma prohibitiva de la tortura es derrotada por otra norma constitucional.
¿Puede ser constitucionalmente obligatorio lo contrario a lo que expresamente la Constitución manda?
Hasta este momento he formulado la norma implícita expresando del siguiente modo su consecuente: “entonces es lícito torturar al secuestrador en la medida necesaria para que confiese”. Pero, ¿qué significa ahí “es lícito”?
En la norma que ha sido derrotada mediante la ponderación había una prohibición de torturar. De la ponderación ha salido que prevalece el derecho a la vida de los niños secuestrados y que, por tanto, ya no está prohibido torturar en ese caso y en todos los que tengan circunstancias iguales en lo que importe. Y entonces viene la pregunta todavía más inquietante: ¿ese juez, que dice que es lícita en casos como ese la tortura del secuestrador para que confiese, está indicando a la policía que la Constitución implícitamente permite ahí torturar o que la Constitución implícitamente manda ahí torturar?
Imaginemos que el juez ha ponderado y ha dicho que se puede torturar en tal caso y que el jefe de la policía decide que no se tortura, pues entiende él que la prohibición constitucional es completa y no excepcionable, ya que la Constitución no menciona expresamente ninguna excepción. Si el juez, con su ponderación, meramente ha extraído la regla que permite torturar, la solución última queda a merced de una decisión discrecional del jefe de la policía o, si se quiere, de una nueva ponderación que él haga y de la que resulte si efectivamente tortura o no tortura, pues ambas conductas serían constitucionalmente legítimas, en virtud de esa regla de autorización que de la ponderación judicial ha salido.
Tal solución se antoja extraña, y más en el marco del principialismo onderador. Si la regla que nació de la ponderación judicial establece que, en ese caso y en todos los que tengan las mismas circunstancias relevantes, el derecho a la vida de los niños secuestrados predomina sobre el derecho del secuestrador a que no se le aplique tortura, el superior derecho a la vida de los niños estaría siendo vulnerado por el jefe de policía que diera la orden de no torturar, aunque la regla judicialmente averiguada formalmente lo permita. Hasta tendría sentido que se pudiera demandar responsabilidad de ese jefe de policía en caso de que el secuestrador no torturado no confesara y si por eso los niños mueren.
Hemos llegado así a una conclusión abrumadora, la de que nuestras constituciones contienen una expresa prohibición genérica de torturar, de la que nace un genérico derecho de todos a no ser torturados, pero que las propias constituciones contienen también un número potencialmente infinito de normas implícitas que no solo permiten torturar, sino que mandan torturar. Y lo que se dice para el derecho a no ser torturado, vale aquí igual para todos y cada uno de los derechos fundamentales. Que cada cual elija los ejemplos que prefiera o que le parezcan más claros.
Los derechos fundamentales ni se pesan ni se tocan
¿Cómo evitamos esa pendiente resbaladiza que lleva a ver la Constitución como un conjunto caótico de antinomias o como un conjunto de normas expresas negadas por un conjunto mayor de normas implícitas? Pues entendiendo que al menos cada norma iusfundamental tiene un contenido esencial invulnerable y sustraído a toda ponderación y, con ello, a cualquier derrota. Por ejemplo, manteniendo así que la prohibición constitucional de la tortura no tiene ninguna excepción si expresamente ninguna se contempla en otra norma válida del sistema.
De tal manera, la indemnidad e integridad de los derechos se garantiza a base de evitar que los casos en que concurren sean reformulados como casos de conflictos de derechos. En nuestro ejemplo, ningún juez debe preguntarse si vence el derecho del torturado o el derecho a la vida de los secuestrados, pues la Constitución sencillamente prohíbe la tortura y consagra el correspondiente derecho, de manera que no hay precio, ventaja o beneficio que convierta en constitucionalmente legítima, o hasta obligatoria, la derrota de la norma iusfundamental y la vulneración del derecho en cuestión. El derecho a no ser torturado no rige meramente “en principio” o “prima facie”, sino que simplemente rige sin excepción. Y así todos, absolutamente todos los derechos fundamentales.
Pensemos en el típico ejemplo del eventual conflicto entre derecho al honor y derecho a la libertad de expresión. Cuando una norma penal plenamente válida y sin tacha de inconstitucionalidad tipifica el delito de injuria (arts. 208 a 210 del Código Penal español), está protegiendo el derecho al honor y es evidente que el que injuria se expresa en libertad, pero a ningún penalista o constitucionalista cabal se le ocurre pensar que cuando alguien realiza la conducta típica de la injuria hay afectación negativa del derecho al honor de la víctima y afectación positiva de derecho a la libertad de expresión del autor y que corresponde ponderar y decidir en función de lo que resulte del test de proporcionalidad en sentido estricto. No, lo que todo el mundo da por fuera de discusión es que no hay un derecho a injuriar en cuanto contenido prima facie de la libertad de expresión. El alcance o contenido real del derecho de libertad de expresión queda delimitado por las normas válidas que declaran ilícitos ciertos atentados contra el honor. Por eso en los delitos contra el honor no hay afectación positiva de la libertad de expresión, sino que ese terreno, el de esas conductas, queda fuera del derecho.
No hay un derecho prima facie a expresarse injuriando. Eso sólo cabría verlo así si no rigiera el “principio” de legalidad penal y de tipicidad de los delitos y le tocara al juez caso a caso decidir por sí qué merece y qué no merece ser penado por herir el honor de otro.
Tomar la Constitución en serio. Y también los derechos
Démonos cuenta igualmente de que sólo de esa manera tienen sentido cláusulas como las del artículo 55 de la Constitución española. Dice tal artículo, en su apartado 1:
“Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción”.
Esos derechos que nada más que pueden suspenderse si se ha declarado el estado de excepción o de sitio son los de libertad y seguridad (17.1), plazo máximo de detención preventiva (17.2), derecho del detenido a abogado y a ser informado de las razones de la detención (17.3), habeas corpus (17.4), inviolabilidad del domicilio (18.2), secreto de las comunicaciones (18.3), libre elección de residencia, libre circulación por el territorio nacional y libre entrada y salida del país por los nacionales (19), libertad de expresión (20.1 a), libertad de información (20.1 d), reunión y manifestación (21), huelga (28.2) y derecho a medidas de conflicto colectivo (37.2).
Resulta, pues, evidente que, conforme a la Constitución, esos derechos no pueden ser suspendidos en ningún otro caso y por ninguna otra vía que no sean esas de la declaración de estado de excepción o de sitio. Y, sobre todo, parece clarísimo también que todos los demás derechos no pueden ser suspendidos nunca, ni siquiera cuando concurren las condiciones para la declaración del estado de excepción o del estado de sitio. Por ejemplo, qué duda puede caber de que el derecho a la vida o el derecho a no ser torturado, ambos del artículo 15 de la Constitución, no admiten jamás suspensión.
A la obvia luz de lo anterior, resulta un perfecto sinsentido el mantener que cualquiera de esos derechos que la Constitución pone como imperantes en cualquier caso pueden ser derrotados en casos concretos mediante ponderación judicial o pueden entenderse tácitamente derrotables por una multitud de normas constitucionales implícitas que a través de la ponderación se manifiesten tanto para el caso concreto como con carácter universal para todos los casos de la misma clase.
Un Derecho sin auténtico Derecho; y sin derechos
Un último tema. ¿Cuál es realmente la norma implícita y cuál es la que derrota a la derrotada? Según todos los autores que, dentro del iusmoralismo principialista, sobre el particular se explican, la ponderación se da entre dos normas que son o se toman como principios.
Cuando una de ellas es una regla, según la clasificación de Alexy, lo que de ella se pondera es en verdad el principio subyacente, más el principio de deferencia con el legislador democrático o principio institucional que subyacería a todas las reglas de nuestros sistemas constitucionales.
Pero la que se acaba aplicando a los hechos del caso es la regla de esa ponderación resultante, regla que tiene como antecedente los hechos del caso que han sido tomados en cuenta a efectos de ponderar, y como consecuente la consecuencia jurídica de la norma vencedora.
Así, por ejemplo, Atienza y Ruiz Manero (Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Barcelona, Ariel, 1996, pp. 9-10) explican que cuando se trata de un principio como el de prohibición de discriminación del artículo 14 de la Constitución española, tal norma se puede reducir a una estructura condicional que tiene como consecuente la prohibición de discriminar:
“Un principio como el formulado en el artículo 14 de la Constitución española, visto como principio secundario, puede, nos parece, presentarse en forma de un enunciado condicional como el siguiente: <<Si (condición de aplicación) un órgano jurídico usa sus poderes normativos (esto es, dicta una norma para regular un caso genérico o la aplica para resolver un caso individual, etc.) y en relación con el caso individual o genérico de que se trate no concurre otro principio que, en relación con el mismo, tenga un mayor peso, entonces (solución normativa) a ese órgano le está prohibido discriminar basándose en razones de nacimiento, raza, sexo, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social>>. La indeterminación característica de los principios la encontramos aquí únicamente en la configuración abierta de las condiciones de aplicación, pero no en la descripción de la conducta prohibida: discriminar. Puede, desde luego, entenderse que <<discriminación>> es un término vago en ciertos contextos, pero este tipo de vaguedad se da también en las pautas a las que llamamos <<reglas>>”.
Así que cuando, en una ponderación contra un principio que concurría en sentido opuesto, venció este principio de igualdad del artículo 14, el antecedente de la regla que de la ponderación emana es la concreta diferencia de trato que se daba en el caso en examen y el consecuente es el que sencillamente establece que tal diferencia discriminación es ilícita.
Mientras que si en esa ponderación hubiera vencido el principio concurrente en contra del de prohibición de discriminar del artículo 14, tendríamos que se trata de una discriminación, sí, pero constitucionalmente lícita. Eso es muy extraño.
Es al ponderar, por tanto, cuando sale si esa discriminación que en los hechos se da es una discriminación constitucionalmente permitida o una constitucionalmente prohibida, y eso, según esta doctrina, no lo determina el artículo 14 de la Constitución, sino que lo marca esa regla nacida del ponderar y en la que se manifiesta el resultado de la ponderación. Esto es sumamente contraintuitivo y nos lleva a pensar que no es que la Constitución prohíba las discriminaciones y permita las diferencias de trato que no sean discriminatorias, sino que permite todas las discriminaciones que, aun como tales, estén justificadas por un principio que derrote al de no discriminación de ese artículo 14. Pero no es eso lo que en este momento nos interesa, sino lo relativo a esa regla que del caso nace.
En efecto, esa regla emergente no había sido antes explicitada ni en la Constitución ni en ninguna parte del sistema jurídico. Si se ha creado para el caso o a raíz de los hechos del caso, estaríamos ante aquello mismo que Dworkin criticaba al iuspositivismo de Hart y como objeción a la tesis de la discrecionalidad: la aplicación retroactiva de la norma creada al resolver el caso. Es decir, los hechos del caso se juzgan sobre la base de esa regla que de la ponderación nace y que antes no estaba en el sistema jurídico. Precisamente para evitar la objeción dworkiniana que les resulta tan familiar y entrañable, los principialistas desdoblan el derecho en una naturaleza dual o un tanto esquizofrénica y nos cuentan que en realidad esa regla siempre estuvo allí, aunque latente o inexpresa y como aguardando su oportunidad para mostrarse, y que por eso no es una regla nueva y nacida ahora, sino una norma implícita.
¿En qué territorio habitan esas reglas infinitas que integran el sistema jurídico sin haberse manifestado expresamente en él, pero que van apareciendo, de una en una, cada vez que hay una ponderación entre normas tomadas como principios y que, además, tienen potencia jurídica suficiente para derrotar a todos tipo de normas expresas, incluidas las constitucionales y, dentro de estas, hasta las mismísimas normas iusfundamentales?
Sólo cabe una respuesta para tan importante pregunta, y es la que presuponen o abiertamente reconocen estos iusmoralistas de hoy: esas reglas son siempre la expresión jurídica del trasfondo axiológico que es esencial y determinante del Derecho, de todo auténtico Derecho. Esas normas están implícitas en el sistema jurídico, pero son plenamente jurídicas y en él aguardan como parte de su contenido infinito y necesario, en cuanto que son la solución puntual y precisa que para cada caso ofrece la moral verdadera, la moral objetivamente correcta.
Sabemos que no hay iusmoralismo posible que no presuponga el objetivismo moral y lo que sobre esa base el principialismo apunta es que las normas del Derecho positivo son normas expresas, pero las de la moral jurídica no necesitan ser ni positivadas ni recogidas en enunciados normativos expresos. La verdadera moral es la parte suprema, necesaria y definitoria de todo Derecho y cuando al ponderar se manifiestan sus soluciones para los casos, se está positivando esa moral en reglas, reglas que no valen en verdad porque sean positivas, sino porque su contenido es el correcto, de conformidad con la llamada tesis de la unidad de la razón práctica.
Y por eso mismo una ponderación puede estar mal hecha y contener un resultado erróneo, en cuyo caso la regla resultante no es verdadera norma jurídica, no lo es plenamente, porque no satisface lo que Alexy llamaría la pretensión de corrección y que se corresponde también con lo que ese autor llama la tesis del caso especial.
Tesis según la que el razonamiento jurídico es un caso especial del razonamiento práctico general. Véase Robert Alexy, Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, Lima, Palestra Editores, 2007, traducción de Manuel Atienza e Isabel Espejo, pp. 295ss.
Basta ver cualquier caso en que Manuel Atienza critica una sentencia con el argumento de que no se decidió lo correcto porque no se ponderó bien, para darse cuenta de que se está presuponiendo que la solución jurídicamente correcta de cada caso no es la conforme con el Derecho positivo realmente existente, ya se trate de normas expresas constitucionales o infraconstitucionales, sino la que se acomode a los mandatos de la moral para tal caso
Véase últimamente Manuel Atienza, “La importancia de la ponderación. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional español sobre la pandemia”, Silex 2021
Así pues, lo que en el iusmoralismo principialista muta por completo es la naturaleza del Derecho. Todo sistema jurídico se compondría de un conjunto de normas positivadas, contenidos en enunciados expresos resultantes de ciertos procedimientos y competencias que condicionan formalmente su validez, y de un conjunto superior e infinitamente más amplio de reglas implícitas, tantas como soluciones que de la moral y a través de la ponderación resulten para cualesquiera casos, reglas implícitas que son la concreción, caso a caso, de la moral verdadera, de los valores morales y de su contenido objetivo y para cada caso objetivamente correcto. Por supuesto que puede ocurrir que esas reglas sean conformes con la solución que para tal o cual caso brinda la norma positiva expresa, pero eso no niega la superioridad de las normas moral-jurídicas sobre las jurídico-positivas o explícitas, sino que simplemente indica que en tales oportunidades la justicia no se opone fuertemente, “pesadamente”, a la solución jurídico-positiva.
En realidad, pues, el principialismo actual es la apoteosis de un Derecho de normas implícitas, de un Derecho no positivo que solamente admite la juridicidad de las normas expresas en lo que no se oponga a la supremacía de las otras. Y tanto es esto así, que hasta hemos podido asistir con gran sorpresa al hecho de que iusnaturalistas clásicos, al estilo de John Finnis, se oponen al principialismo alexiano, porque este no se toma suficientemente en serio y relativiza muy radicalmente la importancia del Derecho positivo en estos Estados nuestros que constitucionalmente se pretenden Estados de Derecho.
Véase, por ejemplo, John Finnis, “Law as Fact and as Reason for Action: A Response to Robert Alexy on Law´s ´Ideal Dimension`”, The American Journal of Jurisprudence, 59, 2014, pp. 85-109.
Anne Ekeland, detalle