Por Gabriel Doménech

 

En nuestra discusión jurídica hay numerosas ideas y construcciones teóricas de gran relevancia que, a pesar de haber sufrido justas y duras críticas por no explicar adecuadamente la realidad ni resolver satisfactoriamente los problemas, se afirman de manera inconcusa y se tienen por innegables durante décadas por la doctrina y la jurisprudencia mayoritarias. La lista es larga. Piénsese en muchas de las diferencias de régimen jurídico que todavía hoy el Tribunal Supremo y no pocos manuales universitarios asocian a la nulidad y la anulabilidad de los actos administrativos, a pesar de que numerosos autores han puesto de manifiesto desde hace décadas que esas diferencias constituyen un mito y carecen de soporte en nuestro Derecho positivo (Beladiez Rojo, Cano Campos, etc.); en la distinción entre potestades discrecionales y potestades regladas mediante normas que contienen conceptos jurídicos indeterminados, etc. Detengámonos en dos ejemplos.

 

La responsabilidad patrimonial objetiva de la Administración

La enorme influencia de García de Enterría y su escuela ha llevado a la abrumadora mayoría de los autores y prácticamente todos los jueces españoles a afirmar desde hace al menos cuarenta años que la responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas es y debe ser objetiva. Así se ha interpretado el precepto legislativo que desde 1954 dispone que los particulares tienen derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en sus bienes y derechos, siempre que ésta sea «consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos» (art. 121 de la Ley de Expropiación Forzosa, sustancialmente equivalente al art. 32.1 de la Ley 40/2015). Esta interpretación implicaría, de acuerdo con el significado que comúnmente se atribuye a la expresión «responsabilidad objetiva», que la Administración debería responder por los daños que haya causado, con independencia de que hubiera sido diligente o negligente, es decir, con independencia del nivel de cuidado que hubiera adoptado.

Sin embargo, aquí existe una discordancia sistemática y profunda entre lo que nuestros Tribunales dicen hacer y lo que realmente hacen, entre los argumentos que dan para motivar sus decisiones y el fallo de éstas. Salvo en muy contadas ocasiones, a pesar de reproducir una y otra vez la doctrina expuesta, aplican, de facto, una regla de responsabilidad por culpa: sólo condenan a la Administración cuando el daño es consecuencia de un funcionamiento defectuoso o anormal del correspondiente servicio público, cuando se ha omitido el cuidado debido.

Para introducir de tapadillo esta regla, los Tribunales españoles se sirven de varios artificios, manipulaciones y eufemismos argumentativos (como han puesto de relieve Medina, Letelier, etc.). Un truco muy socorrido consiste en ocultar la regla de la responsabilidad por culpa bajo la máscara del requisito del nexo causal: si el servicio público funcionó normalmente, si la Administración adoptó las debidas medidas de precaución, se declara que el daño sufrido por la víctima no fue causado por dicho funcionamiento (STS 19-VI-1998). Otras veces, simplemente se dice que el criterio de la objetividad ha de «modularse» en casos como el enjuiciado, sin ofrecer una razón que justifique convincentemente por qué hay que hacer allí una excepción (STS 15-III-2018). La estrategia más frecuentemente utilizada, no obstante, consiste en recurrir a la «antijuridicidad del daño»: si el servicio público funcionó normalmente, si se adoptaron las medidas de cuidado exigibles, se estima que la víctima tiene el «deber de soportar» el daño sufrido, que, por ende, no sería «antijurídico» (STS 10-XII-2008)

Hace ya más de dos décadas que este dogma comenzó a recibir duras críticas. Resulta significativo que las más demoledoras procedieran de un outsider (Fernando Pantaleón, a la sazón catedrático de Derecho civil) y un joven (e intrépido) doctorando (Oriol Mir), expertos ambos en Derecho de daños. Esta responsabilidad no es en la práctica objetiva ni conviene que lo sea, salvo excepciones. Hay sólidas razones para estimar que la responsabilidad por negligencia debería ser la regla general; y la responsabilidad objetiva, la excepción. Sin embargo, a pesar de que esta postura cuenta cada vez con más adeptos (Medina, Doménech, Checa, etc.) ¡y de que el propio García de Enterría viniera a adherirse a ella en un memorable mea culpa (Prólogo de la tesis doctoral de Mir)!, la mayoría de los juristas españoles sigue recitando el mantra de la responsabilidad objetiva, casi siempre de un modo mimético y acrítico, sin detenerse a considerar las razones que se han esgrimido a su favor y, sobre todo, en su contra.

 

El dogma de la nulidad de los reglamentos ilegales

El artículo 47.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 dispuso que serían nulos de pleno derecho los reglamentos contrarios a las leyes. Algunos autores (Garrido Falla, Entrena Cuesta y Boquera Oliver) sostuvieron que esa consecuencia se predicaba sólo de los reglamentos cuyo contenido contradecía al de las leyes. Los elaborados a través de un procedimiento defectuoso, en cambio, podían ser nulos, anulables o incluso válidos, de acuerdo con las mismas reglas previstas por el legislador para los actos administrativos singulares.

García de Enterría, por el contrario, defendió desde el primer momento que todas las ilegalidades de los reglamentos determinaban siempre su nulidad, es decir, su invalidez absoluta y perpetua. Argumentaba, por un lado, que, si los reglamentos fueran anulables, sólo podrían ser impugnados durante un determinado plazo, transcurrido el cual se harían indiscutibles y sus efectos jurídicos se convalidarían. Esto conduciría al absurdo de que, expirado aquel plazo, el reglamento que infringe una ley tendría que prevalecer sobre ésta, que a partir de entonces quedaría privada de efecto. En adelante, el juez debería aplicar el reglamento ilegal e inaplicar la ley. Las leyes podrían ser derogadas por una simple disposición administrativa, lo que violaría el principio de jerarquía normativa. Por otro lado, también advertía que las irregularidades de los reglamentos tienen mayor gravedad que las de los actos singulares como consecuencia de que la aplicación de aquéllos da lugar a una serie de actos que serían asimismo ilegales. La ilegalidad de una disposición general tiene un efecto multiplicador.

El problema de ambos argumentos es que sólo valen para los reglamentos de contenido ilegal, pero no para los viciados en su procedimiento. Que un reglamento elaborado ilegalmente se vuelva inatacable al cabo del tiempo no implica que la ley infringida siga teniendo vigencia y deba ser observada para elaborar nuevos reglamentos. Por otro lado, los vicios de procedimiento de una disposición administrativa no tienen por qué implicar la ilegalidad de los actos dictados en su aplicación, que pueden ajustarse perfectamente a Derecho en todos sus aspectos.

El Tribunal Supremo acogió la primera interpretación hasta 1999, momento en el que cambió de postura sin explicar las razones del cambio. Con algunos matices e inconsistencias, el Tribunal considera desde entonces que todas las ilegalidades de los reglamentos los hacen nulos. Además, deduce de esta nulidad consecuencias jurídicas que no están previstas explícitamente por la ley, a saber: (i) la declaración judicial de nulidad del reglamento tiene efectos retroactivos, lo que deja sin cobertura a todos los actos dictados en su aplicación, sin perjuicio de que algunos no puedan ser revisados por haber adquirido firmeza; y (ii) no cabe subsanar las normas reglamentarias que padecen defectos de procedimiento, ni conservar los trámites que en su día se emplearon para elaborarlas; si la Administración decide aprobar un nuevo reglamento en sustitución del anterior defectuoso, debe «comenzar desde cero» y tramitar enteramente un nuevo procedimiento (STS 27-V-2020).

Esta jurisprudencia ha conducido a una situación extremadamente insatisfactoria en relación con los planes urbanísticos. El elevadísimo número de trámites que hay que realizar para aprobarlos y la extraordinaria complejidad de las disposiciones legales que los regulan hacen no sólo que los correspondientes procedimientos se prolonguen durante años o incluso décadas, sino también que resulte muy fácil incurrir en alguna ilegalidad al tramitarlos, máxime si los Tribunales interpretan de manera sumamente «quisquillosa» y «creativa» dichas disposiciones, como de hecho ha ocurrido.

El resultado es que estos planes, que deberían gozar de una elevada estabilidad, por cuanto determinan el éxito o fracaso de inversiones de una gran relevancia, sufren una alarmante mortandad, que tiene unas consecuencias prácticas devastadoras, con arreglo a la jurisprudencia expuesta. Cualquier vicio del plan provoca su nulidad absoluta, sin posibilidad de subsanarlo o aprovechar los trámites empleados en su elaboración. La Administración tiene que volver a tramitar enteramente un procedimiento en el que hay que invertir ingentes recursos. Mientras tanto, todos los instrumentos de planeamiento y actos jurídicos aprobados a su amparo quedan en principio sin cobertura, lo que deja desprotegidos importantes inversiones e intereses legítimos durante mucho tiempo.

Esta jurisprudencia ha provocado un alud de críticas doctrinales, que han tenido escaso éxito. Los actuales Magistrados de la Sala Tercera del Tribunal Supremo han dejado bien claro que no piensan modificar su postura en sus aspectos fundamentales.

Nótese que en esta historia se han producido varios desajustes. Durante cuarenta años, la escuela académica que se convertiría en abrumadoramente hegemónica presentó como un dogma jurídico-positivo una solución que no se correspondía con la jurisprudencia a la sazón vigente. En 1999, el Tribunal dio un giro y comenzó a aplicar a rajatabla el referido dogma, deduciendo de él algunas consecuencias jurídicas de origen doctrinal no contempladas por el legislador. En la última década, cuando todos hemos podido comprobar los desastrosos resultados prácticos a los que conduce esta jurisprudencia en el ámbito urbanístico, numerosas voces se han alzado criticándola, infructuosamente. Resulta llamativo que la hayan cuestionado incluso profesores que vienen (¡y siguen!) defendiendo el dogma de la nulidad en sus manuales desde años o incluso décadas.

 

Causas de la persistencia

«Una nueva verdad científica no triunfa al convencer a sus oponentes y hacerlos ver la luz, sino porque sus oponentes finalmente mueren y crece una nueva generación que está familiarizada con ella… Una innovación científica importante rara vez se abre camino ganando gradualmente y convirtiendo a sus oponentes. Rara vez sucede que Saúl se convierta en Pablo. Lo que sucede es que sus oponentes desaparecen gradualmente, y que la generación en crecimiento está familiarizada con las ideas desde el principio: otra instancia del hecho de que el futuro está en la juventud.»

Max Planck, Autobiografía científica, 1950, p. 33, 97

Las teorías suelen mostrar una notable resistencia al cambio. No se desechan de manera automática por la simple acumulación de datos empíricos que aparentemente las contradicen, sino sólo cuando una teoría nueva, por las circunstancias que sean, logra imponerse y sustituir a la antigua. Sólo se produce el cambio cuando las contradicciones con la teoría establecida adquieren alguna seriedad, cuando las nuevas evidencias son lo suficientemente consistentes y fuertes. Este rasgo conservador asegura un cierto grado de estabilidad, lo cual es deseable, pues conviene evitar la aceptación y el abandono prematuros de un excesivo número de teorías, antes de que las mismas hayan sido suficientemente testadas. También propicia que éstas sean rigurosamente sometidas a prueba; obliga a los interesados en defenderlas o atacarlas a aportar evidencias empíricas que las corroboren o las refuten, respectivamente. Pero la resistencia al cambio también puede estar provocada por motivos espurios o factores irracionales, resultar excesiva y traer consecuencias negativas.

Es posible que detrás de la referida persistencia se encuentren, al menos: el sesgo del statu quo (los individuos muestran por lo general una inclinación exagerada a no modificar el estado actual de las cosas); el sesgo de la confirmación (la gente tiende a buscar y evaluar la información de manera que sus creencias y posiciones previas queden corroboradas); las cascadas informativas y presiones sociales que inducen comportamientos gregarios en el seno de las comunidades científicas; y los intereses de las personas que en estas comunidades ocupan una posición hegemónica, que seguramente mostrarán una considerable reticencia a que sus opiniones sean rechazadas y sustituidas por otras (para más detalles, Doménech).

Probablemente, muchos autores y jueces adoptaron las construcciones doctrinales de García de Enterría influidos por el extraordinario y bien ganado prestigio de su obra y su pujante escuela, que podían tomarse como una señal informativa del acierto de las referidas construcciones y que, además, ejercían una notable presión reputacional sobre quienes osaran contradecirlas. Si uno carecía de potentes razones o motivos para discrepar, parecía que lo más conveniente era subirse al carro, con independencia de que don Eduardo fuera una persona que «aceptaba con naturalidad la discrepancia» y a la que «le gustaba implicarse en el debate y [que] se mostraba dispuesto a comprender e incluso a aceptar y potenciar los argumentos ajenos cuando los encontraba fundados» (López Ramón). Criticar abiertamente a la «mejor doctrina» requiere mayor esfuerzo y resulta más arriesgado y, en fin, costoso que seguirla. Según fue agrandándose la escuela, hasta adquirir proporciones gigantescas, y ganando adeptos sus postulados, la señal y la presión se hicieron cada vez más robustas, lo que contribuyó a popularizarlos y fortalecerlos. Se generó así una especie de espiral o cascada informacional-reputacional que determinó que un número creciente de juristas los tuviera por ciertos y que sofocó las discrepancias.

La persistencia de estos y otros dogmas viene favorecida, adicionalmente, por el hecho de que el ecosistema de las Facultades de Derecho españolas es muy poco propicio para la crítica, como consecuencia de diversos factores: la escasa competitividad de nuestras Universidades y su profesorado; la homogeneidad de éste; su legendaria endogamia; las presiones sociales engendradas por su estructura piramidal y la excesiva fragmentación de las áreas de conocimiento jurídico; la orientación de la investigación hacia los problemas de lege lata y directamente relacionados con el ejercicio profesional de la abogacía; el provincianismo jurídico, etc. (Doménech). Aquí merece destacarse el enorme poder que las grandes escuelas académicas –y, por ende, sus líderes– alcanzaron de resultas del sistema de selección del profesorado universitario vigente en España durante la segunda mitad del siglo XX. Al determinarse mediante rotación en el orden de antigüedad o sorteo entre los profesores de la disciplina todos o la mayoría de los miembros de las comisiones encargadas de evaluar a los opositores, cuanto más numerosa y cohesionada era una escuela, mayor era la probabilidad de que sus integrantes formaran parte de las comisiones y, por lo tanto, de que pudiera influir en el resultado de las oposiciones.

La deficiente comunicación existente entre la academia y la jurisprudencia constituye otro factor importante. En nuestro país, las resoluciones judiciales muestran una escasa permeabilidad hacia las opiniones de los autores, y viceversa. El diálogo entre unos y otros es manifiestamente mejorable (Rodríguez de Santiago). Los grandes cambios doctrinales tardan décadas en reflejarse en la jurisprudencia, si es que final y realmente se reflejan. Es posible que para ello haga falta, primero, que la nueva teoría alcance una posición hegemónica dentro de la academia y, luego, que la generación de jueces que se ha familiarizado desde el principio de su formación con esa teoría llegue al Tribunal Supremo. Todo lo cual lleva muchos años.

Puede apreciarse, en efecto, que los dogmas de la responsabilidad objetiva y la nulidad de los reglamentos ilegales tardaron décadas en ser explícitamente asumidos por la jurisprudencia. El primero, además, sólo fue aceptado en apariencia, pues los Tribunales, de hecho, siguieron aplicando casi siempre una regla de responsabilidad por culpa. Y todavía hoy la siguen aplicando, por más que afirmen lo contrario.

Es probable que en esa tardanza influyera el hecho de que las teorías opuestas a los dos dogmas considerados contaran con el respaldo proporcionado por la obra general que, en la década de los sesenta y parte de los setenta del siglo XX, constituía seguramente la principal referencia doctrinal en esta materia: el Tratado de Derecho administrativo de Garrido Falla (1ª ed., 1958, 1960 y 1963).

La tesis de la nulidad de los reglamentos ilegales, formulada en un artículo de la Revista de Administración Pública de 1959, no se impuso en la jurisprudencia del Tribunal Supremo hasta 1999, veinticinco años después de que comenzara a publicarse el primer volumen del Curso de Derecho administrativo de García de Enterría y Fernández Rodríguez (1ª ed., 1974), cuando esta obra ya se había convertido, desde hacía tiempo, en la obra académica de largo más influyente del Derecho público español.

La tesis de la responsabilidad patrimonial objetiva, contenida en el libro de García de Enterría Los principios de la nueva Ley de Expropiación forzosa (1956), también tardó en calar. En 1970, este mismo autor se lamentaba de que, a pesar del trascendental cambio legislativo introducido dieciséis años antes, «[era] un hecho que la responsabilidad de la Administración [estaba] todavía por echar a andar en nuestro sistema como institución efectiva». La tesis comenzó a popularizarse realmente después de la publicación del volumen segundo de su Curso de Derecho administrativo (1ª ed., 1977).

Todo ello sugiere que las obras generales de referencia han jugado –al menos hasta hace relativamente poco– un papel crucial como vía de transmisión de conocimiento e influencia. La obra académica general que se erige en la más destacada dentro de una determinada disciplina ejerce una extraordinaria influencia sobre la praxis judicial y, en general, sobre toda la comunidad jurídica. La explicación podría ser como sigue. Los jueces –y otros profesionales del Derecho– no disponen normalmente del tiempo necesario para analizar de manera profunda todas las soluciones propuestas por la doctrina en relación con todos los problemas que se les plantean, ni todas las razones a favor y en contra de cada una de ellas. De ahí que tiendan a considerar únicamente un número muy reducido de opiniones doctrinales. Tal vez sólo una en muchos casos, máxime si esa opinión es compartida por una amplia mayoría de autores. The winner takes it all.

El sistema de acceso a la judicatura a través de oposiciones memorísticas no tiene tanta relevancia pero seguramente acentúa esta tendencia, pues fuerza a los aspirantes a adquirir un conocimiento muy amplio del ordenamiento jurídico, pero también, y en consecuencia, notablemente superficial y acrítico. En los temas que los opositores aprenden a recitar de carrerilla no hay espacio para sofisticados y profundos análisis. Lo más eficiente y seguro es asumir la interpretación doctrinal dominante, que muchas veces se conoce de segunda o tercera mano, a través de los apuntes que otras personas han elaborado. Es más, los propios temarios oficiales de esta y otras oposiciones asumen en su estructura y contenidos las concepciones doctrinales hegemónicas. Resulta ilustrativo (e irónico) que, en el Programa que ha de regir en las pruebas selectivas de acceso al Cuerpo de Abogados del Estado se incluya un epígrafe rotulado «nulidad de pleno derecho de las disposiciones administrativas por infracción» de las leyes, como si ésta fuera inexorablemente la única consecuencia jurídica posible para cualquier infracción en la que dichas disposiciones incurran, tesis que se confirma cuando uno examina los apuntes que memorizan la gran mayoría de los opositores. Los futuros encargados de defender ante los Tribunales la validez de los reglamentos aprobados por el Gobierno de España interiorizan así, grabando a fuego en su memoria, una doctrina que, amén de cuestionable, no favorece precisamente dicha defensa.

 

Efectos nocivos de la persistencia de los dogmas

La discordancia entre la teoría y la realidad, entre la regla que los Tribunales dicen aplicar y la que realmente aplican, es una caudalosa fuente de confusión. Esta discordancia impide que la doctrina y la jurisprudencia cumplan una de sus más importantes funciones: la de proporcionar información exacta acerca de cuál es el Derecho vigente, a fin de orientar la conducta de las personas implicadas. La defectuosa información que ambos están suministrando puede llevar a engaño, por ejemplo, a las víctimas de accidentes y a sus abogados, induciéndoles a litigar en casos en los que sólo vencerían si los Tribunales aplicaran efectivamente la regla que afirman aplicar (v. gr., la de la responsabilidad patrimonial objetiva de la Administración), pero que en realidad no aplican.

Esta discordancia también puede acabar alterando, de manera puntual o sistemática, el Derecho realmente practicado por los Tribunales. En el caso de la responsabilidad objetiva, ha propiciado que algunos jueces «despistados» hayan cometido ocasionalmente el «error» de resolver realmente de acuerdo con lo afirmado por sus colegas y la «mejor doctrina». Recordemos la famosa Sentencia del Tribunal Supremo de los «aneurismas gigantes» (STS 14-VI-1991), de la que el propio Tribunal abjuraría posteriormente (STS 23-I-2004). Recordemos, asimismo, las incomprensibles Sentencias del Tribunal Constitucional 112/2018 y 79/2019, en las que se afirma, nada menos, que el artículo 106.2 de la Constitución consagra la responsabilidad patrimonial objetiva de las Administraciones públicas (véase la crítica de Rodríguez y el acrobático intento de Mir de dotar de sentido a estas Sentencias).

También el caso de la nulidad de los reglamentos pone de manifiesto los perniciosos efectos que tales desajustes pueden engendrar. Décadas de «presión dogmática» han acabado provocando que el Tribunal Supremo haya establecido una jurisprudencia cuyas consecuencias prácticas menoscaban seriamente los principios de seguridad jurídica, eficiencia y proporcionalidad. Y no sería de extrañar, a la vista de cuanto llevamos expuesto, que el Alto Tribunal tarde mucho tiempo en rectificar, si antes no interviene el legislador.

Por otro lado, al oscurecer y ocultar el Derecho realmente practicado, estas discrepancias entorpecen su progreso. Difícilmente puede mejorarse una norma o ajustar su interpretación a las particularidades de cada caso cuando se ignora esa norma y las razones que la justifican o requieren su modulación. Su desconocimiento hace prácticamente imposible analizarla crítica y racionalmente, lo que reduce considerablemente las posibilidades de perfeccionarla.


Foto: Miguel Rodrigo