Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Frente al liberalismo del Derecho Privado romano no será superfluo destacar que ninguna de las instituciones jurídicas características del capitalismo moderno (la carta de crédito, el título al portador. la acción, la letra de cambio, las sociedades comerciales en su forma moderna y capitalista, la hipoteca como inversión de capital, la representación directa) procede del derecho romano

Mommsen

 

Introducción

La respuesta corta: no. Pero no porque los romanos fueran conservadores, individualistas o incapaces de llevar a cabo actividades económicas intensivas en capital y de largo plazo de maduración, sino porque las características de la Economía romana, las tecnologías – incluidas las jurídicas – disponibles y las necesidades de la Sociedad no condujeron a la creación de mercados de capitales. Y, sin mercados de capitales organizados, la sociedad anónima no genera eficiencias de suficiente calibre para sostenerse.

 

Análisis funcional

El «candidato» para convertirse en una proto-sociedad anónima es la societas publicanorum que, como explicaré más adelante, eran asociaciones de particulares para participar en las subastas de contratos públicos (recaudación de impuestos, explotación de minas…). Las societates publicanorum no se convirtieron en las primeras sociedades anónimas de la historia, esto es, en sociedades con personalidad jurídica corporativa, órganos, acciones en manos del público disperso (concentrándose la gestión), transferibles y negociables en un mercado anónimo. Pero no lo hicieron porque el Derecho Romano no ofreciera los instrumentos jurídicos necesarios (la idea de la “corporación” existía en Roma para organizaciones permanentes dedicadas a objetivos de carácter público, los collegia o asociaciones y las ciudades) sino porque las necesidades de acumulación de capital para emprender tales proyectos o bien no existieron, o bien se cubrieron mediante mecanismos más “frugales”, mejor adaptados a la Sociedad y a la Economía de la Antigüedad. Básicamente, un mercado de crédito (préstamos) desarrollado; concentración de la riqueza financiera en pocas manos (en la clase senatorial ya que para entrar al Senado hacía falta tener 400.000 sestercios, umbral elevado a 1 millón por Augusto) lo que reducía los costes de coordinación con los que necesitaban la financiación; instrumentos jurídicos adaptados (subparticipación, cuentas en participación, cesión de créditos) e intensísima participación pública en las actividades económicas (las actividades «concesionadas» durante la época republicana a favor de los publicanos fueron, durante el imperio, bien asumidas por el Estado, bien gestionadas provincialmente) que, en el largo plazo, evitó la necesidad de encomendar a los particulares el desarrollo de tales proyectos. En particular, la sociedad anónima aparece porque es necesario acumular el capital abundante y disperso en manos de los comerciantes de Amsterdam para financiar el comercio con Asia que tenía todos los rasgos de una aventura militar a gran escala. Pero, en Roma, la financiación de una campaña militar de envergadura podía correr a cargo de unos pocos senadores lo que, probablemente, solo fue necesario en los primeros tiempos de la República. Las conquistas se pagaban a sí mismas a partir de entonces. No es de extrañar dada la riqueza individual atesorada por los miembros de la clase senatorial en Roma y lo que sabemos acerca de la desigualdad y de la guerra civil en la época final de la República. No en vano se ha dicho que la expansión de Roma significó una fabulosa apropiación de recursos de las regiones conquistada hasta el punto de que, por ejemplo, la conquista de Macedonia permitió al estado romano suprimir los impuestos sobre la tierra que pesaban sobre sus ciudadanos en la península italiana (Fibiger Band) y que el sistema de asignación de la recaudación de los impuestos que pagaban a Roma las provincias a las sociedades de publicanos incentivaba la explotación inmisericorde de éstas por parte de la élite de Roma. Sólo muy avanzado el imperio tuvo Roma dificultades para pagar a sus ejércitos lo prometido.

En este contexto, parece mucho más razonable entender que las primeras campañas militares se financiaban a base de préstamos colectivos a la República lo que hacía innecesaria cualquier organización corporativizada. Bastaba con intermediarios – los argentarii – que prestaran servicios bancarios. En otros términos, en Roma, el capital que podía destinarse a financiar proyectos de envergadura (excedente) ya estaba “acumulado” en manos de unos pocos individuos lo que haría difícilmente necesaria la figura de la sociedad anónima como “bomba de capitales”. Si César, Pompeyo o Craso podían financiar sus propios ejércitos, ¿no podrían hacerlo unos cuantos senadores? La utilización del crédito en la compraventa de inmuebles y la posibilidad de transferir créditos estaba reconocida tempranamente y, dada la extensión geográfica del imperio, podemos presumir que su utilización estaba muy extendida y la realización de grandes préstamos por parte de los patricios romanos también está probada: Bruto a la ciudad de Salamina, Séneca en Britannia o el padre de Vespasiano a los Helvetii. Von Reden, quien da cuenta también de la existencia en Roma del “cambio trayecticio”). Colin Adams cita a Nicolet:

«Parece que la clase gobernante romana, a pesar de que su propiedad era inmueble y su papel social era el militar y cívico, era también la clase financiera – banqueros y prestamistas y traficantes de esclavos, y a los que sólo el velo de la hipocresía permitía distinguir de las aristocracias mercantiles de Cartago o de Venecia”

La utilidad de la sociedad anónima para acumular capital disperso exige la previa dispersión del capital entre amplias capas de la población. En Roma existía la necesidad (los romanos comprendían que había empresas intensivas en capital que requerían acumular financiación) y existía la posibilidad legal (como demuestran las societas publicanorum) pero no existía la dispersión de la riqueza entre la población.

Esta explicación parece preferible a otras ensayadas por los autores. Fleckner recurre a explicaciones sociales y políticas: las actividades comerciales como las de los publicanos estaban poco consideradas socialmente – como demuestran incluso las referencias de los Evangelios a los publicanos – de manera que los miembros honorables (los ricos) de la Sociedad preferían no involucrarse en los negocios que, precisamente, requerían de más riqueza que la individual. No solo preferían sino que, como se ha explicado muchas veces, lo tenían prohibido (la clase senatorial no podía ejercer el comercio ni involucrarse en contratos públicos).

En fin, y como señaló Malmendier, el Estado – sobre todo durante el Imperio – se encargó directamente de las tareas que, durante la República se asignaban a las sociedades de publicanos. Esta explicación, curiosamente, vale también para explicar por qué no hubo sociedades anónimas en el comercio trasatlántico de la corona española a diferencia de lo que ocurrió con Holanda e Inglaterra. Simplemente, el comercio americano se organizó y gestionó directamente por los reyes en lugar de asignar un monopolio a una corporación de comerciantes, que es lo que hicieron los Estados Generales y la reina de Inglaterra. Los reyes de Castilla organizaron el sistema de flotas como una tarea de Estado porque su riqueza era muy superior a la de sus homólogos de Holanda o Inglaterra en el siglo XV/XVI y sobre esa infraestructura pública, los particulares comerciantes, a través de sus corporaciones – los consulados – organizaban el comercio privado.

Pero no es sólo que un préstamo colectivo sea una “tecnología” de financiación más frugal es que el desarrollo de un mercado de capitales – presupuesto de la extensión de la sociedad anónima como tipo societario – es muy exigente en términos institucionales. Además de una amplia distribución de la riqueza de manera que existan amplias capas de la población con capacidad de ahorro, es necesario, sobre todo, homogeneizar las posiciones de socio de manera que las partes de socio puedan intercambiarse anónimamente y es necesario crear la infraestructura que garantice la ejecución sencilla y fiable de las transacciones correspondientes (registros). Pero, sobre todo, los inversores han de poder confiar en la estabilidad de la organización de la que se van a convertir en inversores lo que, a su vez, exige no solo que los proyectos que han de ser financiados a través de la emisión de sean de largo plazo y gran envergadura, sino que los accionistas disfruten de niveles elevados de seguridad frente a la expropiación, tanto por parte de los que gestionan esos proyectos como por parte de los gobernantes.

Ninguna de esas condiciones se daba en Roma mientras que las instituciones más frugales a las que nos hemos referido sí estaban disponibles. Si a ambos presupuestos añadimos la “ausencia de evidencia” en las fuentes de la existencia de un mercado de acciones, la conclusión de que las sociedades anónimas no existieron en Roma se refuerza. En fin, “lo que ocurrió después”, esto es, hasta el siglo XVII, es también un indicio de la inexistencia de sociedades anónimas en Roma. Si existieron en la época de la República, ¿por qué tardaron diecisiete siglos en “resucitar”?

Los trabajos que vamos a resumir a continuación son trabajos basados en las fuentes escritas romanas que han llegado hasta nosotros incluidas las inscripciones en piedra. La conclusión más segura (Fleckner, Dufour) es que no hay pruebas de que existieran sociedades por acciones en Roma. Sin embargo, hay economistas que han sostenido lo contrario (sobre todo, Malmendier). Según estos autores, la societas publicanorum era una sociedad anónima en el sentido de que tenía personalidad jurídica independiente de sus miembros (que no eran, pues, copropietarios de los bienes sociales) y, por tanto, un patrimonio separado que podía ser atacado preferentemente por los acreedores de la societas; y que no podía ser atacado directamente por los acreedores de los socios (entity shielding en la terminología de Hansmann-Kraakman apdo 3, personalidad jurídica entre nosotros) y cuyas partes de socio podían transmitirse libremente, de modo que circulaban y permitieron – función económica de la sociedad anónima – la acumulación del capital necesario para financiar las obras públicas y, sobre todo, al Estado romano en cuanto a la gestión de la recaudación fiscal.

 

La concesión como instrumento para la ejecución de funciones públicas

Los publicanos eran concesionarios del Estado romano a los que éste encargaba, por ejemplo, la recaudación de un impuesto en una determinada provincia. La asignación se hacía mediante subasta. Este sistema de tax farming y de financiación de las obras públicas e utilizará en Europa hasta la Edad Contemporánea (los Austrias lo utilizarán generalizadamente) pero, en Roma, empezó a utilizarse – según refiere Tito Livio – en el aprovisionamiento de los ejércitos de la campaña de Hispania – finales del siglo III antes de Cristo –  y dejó de utilizarse durante el Imperio porque los publicanos fueron sustituidos por la burocracia imperial o la administración de las provincias.

Malmendier cree que el declive de la societas publicanorum durante el Imperio explica por qué no hay apenas referencias a esta forma societaria en el Digesto (que compila el Derecho Romano en el siglo VI) y por qué ésta se concibe por los juristas que comentan el Digesto como una distorsión de la societas, esto es, de la sociedad puramente contractual que no generaba un patrimonio separado atribuido a una persona ficta, sino sólo, en su caso, un patrimonio común del que los socii eran copropietarios (comunidad de bienes). La tesis de Malmendier se basa en la intuición según la cual si el comercio prosperó en Roma y si Roma pudo construir las extraordinarias obras públicas que construyó, los romanos debieron disponer de alguna tecnología para acumular el capital necesario. Y, dado que los patricios tenían vedado el ejercicio directo del comercio, las sociedades de publicanos – formadas por miembros de la clase ecuestre – permitían a los patricios rentabilizar su dinero (recuérdese que la pertenencia a una clase de los senadores requería unos elevados niveles de riqueza). Goetzmann, en su muy entretenido libro sobre las finanzas antes de la Revolución Industrial, “compra” la tesis de Malmendier por razones semejantes. Pero como he adelantado, hay mejores explicaciones de la capacidad de Roma para construir infraestructuras de transporte y comercio y demás obras públicas: el imperialismo y la apropiación de recursos de un enorme territorio por parte de los romanos del que disfrutaron sin competencia durante varios siglos.

En este sentido, los que afirman la «necesidad» de la sociedad anónima no explican por qué no hay figuras ni siquiera remotamente parecidas en los demás imperios de la Antigüedad. Las necesidades eran parecidas. También los egipcios o los griegos o los chinos construían infraestructuras públicas (templos, puertos, vías etc), tenían colonias de las que percibían impuestos y no se conoce que inventaran una institución jurídica que permitiera acumular capital y cuyas partes fueran fácilmente transmisibles. Es más, ni siquiera Malmendier pretende que, como ocurrió con la sociedad anónima a partir del siglo XVII, la societas publicanorum se utilizara fuera del ámbito de lo que hoy llamaríamos las concesiones administrativas de obra pública o de recaudación de impuestos, esto es, para proyectos de gran envergadura realizados por los particulares. Luego veremos cómo se construyeron las vías romanas. Y es que la “revolución” que supuso la sociedad anónima no se consuma hasta que se utiliza generalizadamente para captar el capital necesario para cualquier tipo de empresa de grandes dimensiones, lo que ocurrirá muy a finales del siglo XVIII y, sobre todo, en el siglo XIX. En cuanto a las “pruebas” aportadas por Malmendier, y al margen de la frase de Cicerón de la que nos ocuparemos más adelante, hace referencia a una inscripción romana en Éfeso que se refiere a la sociedades de publicanos pero no a su estructura interna ni a la organización de las relaciones entre los socios. 

Además, la aparición de sociedades anónimas en sentido moderno (incluyendo la libre transmisibilidad de las acciones y la creación de un mercado secundario donde puedan negociarse anónimamente tal como ocurrió, por primera vez, en Amsterdam en el siglo XVII con las acciones de la VOC) no se convierte en una “necesidad” hasta que los proyectos que han de ser financiados son proyectos de muy largo plazo. La construcción o reparación de un templo o la recaudación de los impuestos en una colonia o provincia romana – para lo que se constituía la societas publicanorum – no eran empresas de este tipo. Es más, como también veremos, el plazo de estas concesiones era de cuatro o cinco años, lo que hacía impracticable la creación de un mercado organizado donde se intercambiaran «partes de socio».

En fin, como también veremos más adelante, no hay ninguna evidencia de que estas “partes” o participaciones en los negocios gestionados por las societates publicanorum fueran homogéneas, se transmitieran frecuentemente o atribuyeran a su titular ningún derecho de participación en la gerencia de la “empresa social”. Todos los indicios conducen a pensar que ni eran homogéneas, ni eran partes de socio, ni daban ningún derecho de participación a su titular por lo que su calificación moderna habría de ser la de una subparticipación o unas cuentas en participación o una participación comanditaria. Esta calificación es más coherente con la extensión de estas figuras en la financiación del comercio mediterráneo durante la Edad Media.

Dice Rostovtzeff (The Social and Economic History of the Roman Empire, I, 1958, p 171):

«la organización de los negocios a lo largo de la historia de Grecia y Roma permaneció siendo individualista. La única excepción fueron las compañías de publicanos… que desaparecieron sin dejar rastro… Durante el Imperio, las asociaciones de comerciantes no son herederas de las compañías de publicanos. Se desarrollaron como asociaciones profesionales y fueron reconocidas como tales por el Estado porque… era más fácil para éste relacionarse con grupos que hacerlo con individuos singulares. No afirmo que fueran grupos meramente religiosos o de carácter festivo, pero estoy convencido de que su importancia económica se limitó a la regulación de las relaciones entre los comerciantes y el Estado, relaciones que tenían un carácter más jurídico y social que económico. En tiempos normales, el Estado se relacionaba con los individuos miembros de una asociación. Sólo se relacionaba con el grupo como tal cuando otorgaba un privilegio a todos los miembros o les imponía una carga a todos ellos… El carácter individualista de la vida comercial en el periodo imperial se muestra por las peculiaridades del Derecho Romano relativo a las sociedsades… el Derecho Romano no menciona los tipos de compañías que son frecuentes en tiempos más recientes, claramente porque tales compañías no existían. Las societates romanas eran meros grupos de individuos que apenas veían limitada su actividad individual por la existencia de la compañía«. 

Rostovtzeff sugiere que podía haber una corporación de comerciantes en la organización de las caravanas de Palmira. Los comerciantes que participaban en una caravana estaban organizados y tenían una suerte de junta directiva formada por ‘the presidents of the bands of merchants who formed part of the caravan‘ lo que le lleva a concluir que «los paralelismos con las compañías comerciales más recientes deberían buscarse no en el imperio romano sino en las tradiciones babilónicas y en las asociaciones comerciales de Babilonia»

Societas, peculium y societas publicanorum como formas organizativas de patrimonios empresariales: la societas

Fleckner comienza recordando que la acumulación de capital (Kapitalvereinigung) puede lograrse por vías diferentes a la forma de sociedad anónima si no nos obsesionamos con la distinción entre capital de riesgo y capital de deuda, es decir, no es necesario que los que aportan el capital asuman directamente el riesgo de la empresa. El capital puede allegarse por vía de deuda y, efectivamente, lo que observamos a lo largo de la historia es que las formas contractuales utilizadas para financiar aventuras comerciales o empresariales se hacen más complejas porque mezclan esos dos tipos de financiación. Piénsese en el contrato trino o en la que se ha considerado la primera sociedad anónima de la Historia, previa a las compañías de Indias, la Société des Moulins de Bazacle, resultado de la fusión de las que explotaban los molinos de agua del río Garona en la Edad Media y de la que nos ocuparemos en otra ocasión.

Fleckner dice que Roma conoció tres formas de patrimonios empresariales: los que se formaban a través de la societas, los que utilizaban el peculio y la societas publicanorum.

La societas permitía que dos o más individuos se unieran y persiguieran cualquier fin común, desde asuntos personales hasta el comercio de larga distancia. Ejemplos de empresas organizadas como societas incluyen la prestación de servicios financieros (argentarius), el transporte marítimo (exercitor), el ganado (pecus), la agricultura (ager), la construcción y venta de tumbas (monumentum), las tiendas (taberna), el alquiler de viviendas (insula), clases particulares (ut grammaticam docerent), la enseñanza de esclavos (puerum docendum/nutriendum) y la distribución conjunta de aceite (oleum) o de vino (vinum) o de cereales (frumentum), de esclavos (mancipium), perlas (margarita) o vestidos (sagaria).

Y las fuentes nos dicen – continúa Fleckner – que no se conocen societas con más de unos pocos socios, mayoritariamente, dos (lo que es, también, coherente con lo que sabemos de la organización del comercio en la Edad Media y Moderna. De hecho, Holanda pudo “inventar” la sociedad anónima gracias a la extensión de las formas de propiedad colectiva de los barcos utilizados para el transporte marítimo v., apdo 10).

 

La societas publicanorum

Y, en este contexto, la societas publicanorum es, como su nombre indica, una forma de societas para gestionar contratos públicos de las más variadas especies incluyendo la recaudación de impuestos, la explotación de minas, el arrendamiento de terrenos públicos o de derechos de pesca y la construcción y explotación de cualquier infraestructura pública.

Sin embargo, es de nuevo notable que apenas hay evidencia de una societas publicanorum que consista en un gran número de socii u otros proveedores de capital. A pesar de la abundancia de referencias a las societas publicanorum, sólo un autor proporciona una cifra concreta: Tito Livio… (que) menciona un grupo de diecinueve contratistas estatales que formaron, juntos o por separado, tres asociaciones para pagar el aprovisionamiento de los ejércitos romanos en la Segunda Guerra Púnica (siglo III aC).

En general, de las fuentes se desprende que la societas publicanorum no era típicamente mucho más grande que las societas estándar. Tampoco su estructura era fundamentalmente diferente.

¿Por qué? Piénsese en los préstamos que los financieros genoveses hacían a los Austrias españoles. Tampoco se creó una sociedad anónima para allegar las enormes sumas que necesitaba la financiación de las campañas militares europeas de Felipe II. Los financieros genoveses recurrían a lo que hoy llamaríamos la “subparticipación”, esto es, a distribuir el capital prestado entre decenas, a veces centenares de particulares (viudas, otros financiadores, comerciantes…) mediante contratos individuales por los que éstos tenían derecho a recibir una porción proporcional a su aportación a los pagos que el Rey realizara al prestamista. Luego lo explicaremos con más detalle. Los autores han recurrido al peculium per servos communes para ofrecer otra organización que permitiera acumular capitales. De nuevo, Fleckner niega que existieran en la práctica “grandes” peculios formados por las aportaciones de muchos individuos.

 

Tamaño y estabilidad

Aunque sería interesante hacerlo en términos de contabilidad y demás mecanismos a disposición de los socios para controlar lo que hacen sus consocios, Fleckner replantea la cuestión en términos de tamaño y estabilidad de las empresas. El problema no estaba en las instituciones jurídicas disponibles (ni en el conservadurismo del Derecho Romano). El problema está en que una empresa colectiva sólo deviene de gran tamaño para aventuras de largo plazo. Recuérdese de nuevo que la VOC y la EIC surgen en el siglo XVII porque el comercio con Asia exige realizar inversiones (fuertes, armamento para los barcos, establecimiento de colonias en Asia con guarniciones) que no pueden liquidarse rápidamente. El “viaje” que era lo que determinaba la duración de la commenda no sirve para ejecutar estas empresas. Hace falta crear un patrimonio estable que no pueda ser liquidado fácilmente porque ha de ser invertido en “capital fijo” diríamos hoy.

“Las empresas solo crecen y devienen muy grandes si los participantes esperan que dure en el tiempo. Si los partícipes enfrentan un riesgo elevado de que termine inopinadamente, serán reacios a expandir sus negocios en común o a iniciarlos en primer lugar, porque los costes de constituir el negocio han de poder recuperarse y eso sólo puede hacerse extendiendo en el tiempo la duración”

Añádanse las discrepancias entre los partícipes respecto del valor de la empresa en funcionamiento y en liquidación. Por tanto, tamaño y estabilidad se condicionan recíprocamente: no puede alcanzarse un tamaño sin estabilidad pero la inestabilidad aumenta conforme aumenta el tamaño (en una época de elevada mortalidad – dice Fleckner – aumentar el número de socios aumentaba el riesgo de terminación anticipada de la sociedad si la muerte de un socio era causa de disolución. Si la sociedad tenía un número elevado de socios, el riesgo de disolución anticipada respecto a la duración deseable de la empresa social era muy elevado).

Y, dice Fleckner, no tenemos ninguna fuente que nos indique la duración habitual de las sociedades romanas. Lo que las fuentes nos dicen es que tanto la societas, como el peculium como – más sorprendentemente – las societas publicanorum eran muy inestables. L a duración de estas últimas debía de ser de cuatro/cinco años porque ese era la duración del cargo de censor – el que adjudicaba determinados contratos públicos – y parece que tal era la duración también de la concesión de la recaudación de impuestos. La estabilidad de una organización exige reconocer personalidad jurídica (dotar de “vida eterna” a la organización), es decir, configurar el patrimonio que se utiliza para lograr el fin común como separado de los patrimonios de los individuos. Por tanto, como el Derecho Romano no conoció la personalidad jurídica de forma generalizada, las normas sobre la disolución de la societas eran imperativas (los socios no podían pactar lo contrario hasta la época post-clásica del Derecho Romano) como normas de protección de terceros (los acreedores de los socios). Sólo normas imperativas que ordenan la disolución a la muerte de cualquier socio, su quiebra (causas subjetivas de disolución) permiten que la celebración de un contrato de sociedad no afecte a los acreedores de los socios a los que se “degrada” en su rango – dándose preferencia a los acreedores de la sociedad – para atacar el patrimonio de la sociedad para cobrar sus deudas.

Y, como cabía esperar, el Derecho Romano otorgó personalidad jurídica (y, por tanto, un régimen jurídico favorecedor de la estabilidad diferente claramente del de la societas) a organizaciones como municipios, gremios o iglesias, pero nunca a las societates publicanorum. La razón no se escapa, la personalidad jurídica no es más que un patrimonio dotado de capacidad de obrar, de manera que su valor – su eficiencia – no se encuentra tanto en las ventajas organizativas que ofrece para ejecutar una empresa como en las que ofrece para acumular el capital necesario para adquirir el capital fijo y gestionar dicho capital unitariamente, esto es, reduciendo los costes de la existencia de múltiples «copropietarios». En consecuencia, en cuanto contratistas del Estado, el grupo de los publicanos no necesitaban tanto unificar patrimonios como celebrar un contrato entre ellos a través del que repartir las ganancias de la concesión. Una societas, en definitiva, era suficiente.

Quizá – tiene razón Malmendier en este punto – si las societas publicanorum hubieran sobrevivido a la época republicana, su reconocimiento como corporaciones se habría producido y se habrían convertido en concesionarios estables de los contratos públicos. Pero tal cosa no ocurrió y hubiera sido verdaderamente singular en el mundo antiguo que ocurriera.

De modo que si una societas era suficiente, en términos de «tecnología contractual» para articular la relación entre los publicanos, no es extraño que los autores consideren la societas publicanorum como un «tipo» especial de societas. Las reglas especiales que se aplicaban a las societas publicanorum demuestran – dice Fleckner – que no se consideraron corporaciones nunca, sino una variación de la societas general.

 

¿Cuáles eran las especialidades de la societas publicanorum?

  • No disolución por la muerte (o pérdida de la capacidad de obrar civil) de uno de los socios (y no sabemos si esta excepción existía en el Derecho romano clásico).
  • No disolución por la insolvencia de uno de los socios (y con muchas dudas)
  • Cierta capacidad jurídica a través de la figura del manceps que era el primus inter pares de los socios de la sociedad de publicanos que ostentaba los derechos y obligaciones frente al Estado romano. Dice Malmendier que la muerte de éste no provocaba ni la terminación del “contrato” con el Estado romano ni la disolución de la sociedad. Durante el plazo de 20 días desde la adjudicación del contrato, el manceps podía ser sustituido si fallecía. De lo cual deduce Malmendier que el Derecho Romano “reconocía personalidad jurídica distinta” a la societas publicanorum respecto de sus socios. Parece una deducción exagerada y, sobre todo, explicable mejor en términos del contenido del contrato de concesión de la recaudación de impuestos que en términos de la organización interna de la societas publicanorum.
  • Existencia de un “órgano” al que se atribuía la representación de la corporación. Malmendier se basa en un texto de Gayo que incluye a la societas vectigalium, o sea a la constituida por los publicanos para concurrir a la adjudicación de la recaudación de impuestos.
  • Compatibilidad de la continuidad de la sociedad con el ejercicio de la actio pro socio. 

Las consecuencias del ejercicio de la actio pro socio son interesantes y la cuestión tiene trascendencia para muchos problemas actuales. Dice Fleckner

“Los estudiosos del Derecho romano discrepan respecto a si la societas se disolvía de pleno derecho si uno de los socios demandaba a otro – actio pro socio –, esto es, ejercía el principal remedio legal del que disponían los miembros de una sociedad. Todas las reglas relativas a la societas parecen ordenar la disolución en tales casos. Si tal era la última palabra del Derecho Romano sería imposible resolver un conflicto entre socios ante un juez sin terminar o disolver la relación societaria, esto es, se colocaba a los socios entre la espada y la pared.

y no sabemos si los socios podían “limitar” su discrepancia y demandar a la vez que declaraban su voluntad de continuar en sociedad. Si se repasan relaciones contractuales de duración basadas en las condiciones personales de las partes tales como el contrato de agencia, el contrato de trabajo, el mandato o los arrendamientos de servicios pero también los contratos de distribución, se observa que las disputas entre las partes sólo se ventilan ante los tribunales a la terminación del contrato. Un leve repaso de los repertorios jurisprudenciales nos releva de más prueba. ¿Conocen algún caso en que el marido haya puesto una demanda contra su mujer constante el matrimonio? Que la regla en Derecho Romano fuera imperativa tiene sentido como una suerte de aplicación de la regla protestatio facto contraria non valet. El socio demandante no puede hacer una cosa – demandar al socio – y declarar otra incompatible con su conducta: continuar siendo socio de aquél al que demanda. Se dirá que no son dos voluntades incompatibles entre sí. Y se dirá también que, en realidad, se trata de una limitación de la autonomía privada. ¿Cómo justificarla? Es sencillo si se piensa en cómo podría desarrollarse la cooperación entre el socio demandante y el socio demandado durante la pendencia del pleito. Si la societas implicaba la participación de los socios en la gestión de la actividad “socializada”, es impensable que la necesaria cooperación de los socios para conseguir el fin común pudiera tener lugar en ese contexto. Y si el conflicto era de una envergadura menor, como para no poner en peligro la cooperación de los socios, la presentación de una demanda es una solución desproporcionada. El legislador, al sancionar la presentación de la demanda con la disolución de la sociedad, establece una penalty default rule que desincentiva el recurso a los jueces para resolver los conflictos societarios. La presentación de la demanda era una señal inequívoca de desaparición de la affectio societatis. Se explica así que, como narra Fleckner, la denuncia unilateral, incluso de mala fe (con ánimo de apropiarse de ganancias que pertenecen a la sociedad v., art. 1705-1707 CC) sea eficaz y provoque la terminación del contrato sin perjuicio de las consecuencias indemnizatorias.

Pero piénsese en que el sujeto de derecho en el mundo antiguo no es el individuo sino, más bien, la familia. El patrimonio no es individual, es familiar y las relaciones patrimoniales lo son de la familia que utiliza a sus miembros y a sus esclavos para vincular ese patrimonio. En un contexto así, no resultan extrañas estas limitaciones de la autonomía privada. Son, en realidad, limitaciones al poder de un miembro de la familia para vincular a la familia. Al fin y al cabo, nos dice también Fleckner, “Roma nunca desarrolló un régimen general del poder de representación”, de la actuación en nombre y por cuenta de otros.

En todo caso,

“parece que la societas publicanorum no se disolvía como consecuencia de la existencia de disputas jurídicas entre los socios, al menos, para las que se constituían para recaudar impuestos”

¿Por qué? Al margen de que esta regla proviene de una fuente del siglo III (Paulo), podría barruntarse que la presentación de la demanda durante la vigencia de la sociedad era una forma de proteger la cuota de liquidación. El socio demandante hacía público así que, en la liquidación le correspondería una cuota diferente de la que resultaría en otro caso, esto es, si no se hubiera manifestado ningún conflicto respecto de la gestión de la sociedad durante su vigencia. Además, dado que las societates publicanorum no eran «comunidades de trabajo», las discrepancias entre los socios no ponían en peligro la consecución del fin común.

Fleckner especula que la denuncia unilateral como causa de disolución no se aplicaba a la societas publicanorum.

La retirada de los fondos aportados por un socio o el embargo de tales fondos por un acreedor de un socio – que era perfectamente posible – hacía imposible la continuidad de la sociedad (de ahí que se configuren como causas de disolución) y, sin personalidad jurídica, tal retirada era siempre posible. La ausencia de referencias en las fuentes – dice Fleckner – indican que no había ningún tipo de “entity shielding” (o sea de reconocimiento de la personalidad jurídica) en la societas y, por ende, en la societas publicanorum.

 

La transmisión de la parte de socio

Algunas de las necesidades de las grandes empresas (acumular grandes cantidades de capital para realizar una obra pública o explotar una mina) podían satisfacerse sin reconocer personalidad jurídica y sin permitir la transmisibilidad de la condición de socio (la regla general en la societas). Si el patrimonio era y permanecía siendo de los socios, éstos podían transmitir su interés a un tercero libremente. El tercero, sin embargo, no se convierte en socio, pero sí en dueño de lo adquirido del socio. La transmisión de la condición de socio debía de resultar muy rara en este contexto. Si ni siquiera continuaba la sociedad con los herederos del socio fallecido, mucho menos con aquél al que un socio había decidido que ocupara su puesto en la sociedad, pero eso no era un problema si cada socio permanecía libre para transmitir sus bienes, incluidos los que hubiera puesto en común con ocasión y motivo de la celebración del contrato de sociedad. En este contexto, dice Fleckner, los que pretenden que las partes de socio en la societas publicanorum eran transmisibles y objeto de un mercado “secundario”, están equivocados

“las fuentes que han llegado hasta nosotros no permiten justificar tales afirmaciones. Sólo hay una frase que proporciona algún indicio de la transferencia de una persona a otra (de una participación en una societas publicanorum): Y se trata de una transferencia no voluntaria mediante una venta en el mercado, sino de una transferencia forzada hecha en secreto”

Fleckner se refiere a que, en la época del triunvirato de César, los publicanos pidieron al senado una reducción en la cantidad que tenían que pagar al tesoro tras haberse adjudicado la recaudación de impuestos en la provincia de Asia. Catón se opuso a la reducción pero César y Craso la apoyaron. Se descubrió que ambos tenían un interés en la sociedad de publicanos adjudicataria de la recaudación y que César pagó a Vatinio (un tribuno) con una participación en la sociedad que tenía un elevado precio en aquel momento. La frase, – del discurso de Cicerón contra Vatinio – sin embargo, (“eripuerisne partis illo tempore carissimas partim a Caesare, partim a publicanis?”) indicaría que había “precios” para las partes en las sociedades de publicanos, puesto que se dice que “illo tempore carissimas”. Pero, como dice Dufour, lo que la frase de Cicerón prueba es que el valor de una parte en el contrato de recaudación de impuestos variaba con el tiempo (porque los recaudadores lograran extraer más o menos de la población, en función de cómo le fuera a ésta a lo largo de los años de vigencia de la concesión, o porque los recaudadores sufrieran una expropiación por parte de cualquier autoridad) no que tuvieran “una cotización variable”, es decir, que existiera un mercado que proporcionaba precios de las partes de socio más o menos continuadamente .

Por lo demás, es una fantasía imaginar que las partes de socio de una societas publicanorum podían ser lo suficientemente numerosas y homogéneas como para generar un precio de mercado. Eso requeriría cuatro condiciones: una larga y estable duración de la sociedad (lo que, en el caso de las constituidas para la recaudación de impuestos no es plausible); una “normalización” de las partes de socio que hicieran una “acción igual a otra acción igual a otra acción”; un volumen elevado de acciones y, sobre todo, una centralización de las adjudicaciones de los contratos en una o en unas pocas societates publicanorum de gran tamaño (desde que nace la VOC y la EIC hasta que la sociedad anónima se generaliza pasan siglos durante los cuales apenas hay una docena de sociedades anónimas en todo el mundo). Las fuentes indican, como no puede ser de otra forma, que ninguna de las cuatro características enunciadas estaba presente en la Roma republicana. Las societates publicanorum se formaban ad hoc para concurrir a cada contrato y eran muchas aunque los miembros de cada una de ellas se repitieran, de manera que resulta imposible que se produjera esa homogeneización – institucionalización – de las posiciones de socio que hubiera permitido la formación de un mercado.

 

La participación de terceros en la financiación de las actividades de las societates publicanorum

Además, los terceros podían participar en el negocio de los publicanos a través de vías distintas de las de convertirse en socios. De hecho, estas vías debían de ser las más frecuentemente empleadas por los miembros de la orden senatorial para invertir en proyectos a los que tenían vedado el acceso por su condición. Dice Fleckner que a estos “inversores pasivos” los designan las fuentes como “adfines” y que no adquirían la condición de socios y, por tanto, sus acreedores no podían atacar el patrimonio societario (rectius, el patrimonio de los socios dedicado a la actividad societaria). En otro texto de Ciceron que recoge Dufour se confirma que el personaje del que habla había dado partes en su participación en contratos públicos a otras personas, de nuevo, un caso probable de lo que hoy llamaríamos subparticipación art. 1696 CC. Y, si es así, no puede deducirse del hecho de que Rabirio hubiera asignado partes a terceros que las partes de socio de una societas publicanorum fueran transmisibles. Más bien, al contrario: como hoy es bien conocido en el marco del art. 1696 CC, la subparticipación – o las cuentas en participación del art. 239 C de c – permiten al socio “interesar” a terceros en su negocio sin convertir a estos terceros en socios ni, por tanto, transmitirles partes de socio.

Inversamente, estos afines tenían responsabilidad limitada de facto porque no se convertían en socios de la societas publicanorum y permanecían con la condición de prestamistas (o comanditarios si se quiere). Como hemos explicado en otro lugar, la responsabilidad limitada no es una característica esencial de la sociedad anónima. Los inversores en proyectos empresariales podían conseguir la limitación de responsabilidad. Los que no lo podían conseguir eran los implicados activamente en la gestión de los proyectos (v., apdo 3).

De manera que las fuentes aducidas no indican que esas “partim” fueran algo distinto de las aportaciones semejantes a los socios comanditarios o “socios silentes” y que sus titulares no debieran considerarse socios sino adfines. De hecho, según informa Dufour, el texto de Tito Livio que se refiere a los adfines lo hace tras referirse a los socios, (sociusve aut adfinis) lo que indicaría que, más bien se trata de partícipes o, simplemente, miembros de la gens o de la familia de los socios. Adfines significa “ligados por la sangre”, o sea, parientes y el texto de Cicerón que se refiere a ellos lo hace respecto de “una pequeña sociedad de publicanos que se había adjudicado la reparación del templo de Castor”, sociedad que si incluía a dos socios pertenecientes a distintas familias, había de incluir, por consanguinidad, a los miembros de las respectivas familias de los socios.

Dice Dufour, además, que los publicanos no se organizaban necesariamente a través de una societas publicanorum para participar en la adjudicación de la recaudación de impuestos. A veces se asignaban el contrato público individualmente y, cuando se trataba de un grupo, la forma más simple de hacerlo era recurrir a un mandatario común, esto es, como se hacía cuando varias personas querían comprar algo colectivamente. La utilización de un mandatario común no nos dice mucho, una vez más, sobre la organización de las relaciones entre los mandantes. Ni siquiera el hecho de que la adjudicación lo fuera, por ejemplo, de la explotación de una mina exigía que el adjudicatario fuera una persona jurídica organizada corporativamente. Como recuerda Dufour, el Estado romano recibía garantías de individuos concretos, no fiaba el cumplimiento del contrato de adjudicación a la erección de una corporación cuyos activos pudiera embargar en caso de incumplimiento. Los senadores podían participar, pues, en tales contratos, no como adjudicatarios sino como garantes o, según hemos visto, como adfines. En definitiva, y como un texto de Polibio atestigua, la amplia participación de individuos de la clase ecuestre y senatorial en los contratos públicos puede explicarse si diversificamos el estatuto de los partícipes: unos – pocos – como socios de la sociedad de publicanos y otros – no muchos más – participando en las participaciones de los socios o aportando garantías. En fin, si imaginamos que el número de contratos públicos era elevado, la organización corporativa para cada uno de ellos carece de sentido por excesiva.

Tampoco la elevada cuantía de las cantidades necesarias para desarrollar el proyecto (lo que no era una característica común a todas las societates publicanorum ya que, en muchos casos utilizaban la infraestructura pública preexistente y en otros, los pagos al tesoro público eran aplazados – Dufour -) exigían la existencia de una corporación a través de la cual los inversores particulares pudieran aportar pequeñas cantidades individualmente consideradas y, de esta forma, diversificar el riesgo. Ya hemos dicho que la riqueza en Roma estaba concentrada en la clase senatorial y que ésta invertía buena parte de esta riqueza en préstamos de gran cuantía. Es más, dice Von Reden, citando a Andreau, que la concentración de la riqueza y la dedicación intensa de los patricios a la actividad de préstamo (y a la financiación por ejemplo del comercio marítimo) impidió la emergencia de una burguesía que pudiera haber contribuido con sus ahorros a la financiación de las empresas económicas, lo que, como hemos visto, tuvo una importancia fundamental en la aparición de la sociedad anónima en Holanda.

Pero lo prueba también el caso de los préstamos de los banqueros genoveses a Felipe II, las enormes sumas recabadas por éste eran prestadas por unos pocos banqueros que, posterior o anticipadamente, distribuían el riesgo entre decenas o centenares de particulares vendiendo a éstos, a cambio de una comisión, partes del préstamo otorgado al Rey (v., este trabajo de Drelichman y Voth). Los que adquirían estas “partes” eran, a su vez, individuos o compañías comerciales – formadas por unos pocos socios – y el registro de estas participaciones no aparece, como es lógico, en el registro de los asientos (el registro del Rey Felipe II) sino en los registros de los banqueros genoveses que procedían a la venta de las partes en el asiento. Estos “subpartícipes” no eran, por supuesto, accionistas de ninguna sociedad de la que el banquero genovés fuera el “administrador”, pero asumían el riesgo de impago por parte del Rey católico (Drelichman y Voth reproducen un texto de un comerciante veneciano de 1638 en el que se cuenta cuántas viudas y huérfanos se habían arruinado con los asientos del rey católico).

Con esto puede darse por probado que ni siquiera la elevada cuantía de los contratos públicos romanos que se adjudicaban a las societates publicanorum exige imaginar que éstas tenían forma corporativa y que los que aportaban los fondos necesarios para obtener la adjudicación eran “miembros” de la corporación.  Y, como hemos visto, Roma tenía mercados financieros desarrollados en los que los senadores actuaban como prestamistas pero no mercados de capitales en los que se negociaran partes de empresas. Lo que se cedía, si se cedía, eran partes en créditos o en los intereses de los publicanos en los contratos cuya adjudicación obtenía.

En cuanto al peculio, dado que cuando se utilizaban servos communes hay que presumir la existencia de una societas entre los individuos que asignan el peculio al esclavo, Fleckner concluye que debió de estar sometido a los mismos problemas de inestabilidad que la societas en lo que se refiere a las causas de “disolución” y al ataque por parte de acreedores particulares de los dueños del esclavo. De nuevo, dado que el esclavo no tenía personalidad jurídica, la titularidad de los bienes era de los dueños del esclavo.

 

La cooperación entre extraños: la familia como unidad de producción y la societas como familia de ocasión

Fleckner se pregunta si había “algo específicamente inherente a las empresas colectivas entre extraños (entre personas no emparentadas entre sí por no pertenecer a la misma gens o familia, que, recuérdese es la unidad empresarial en el mundo antiguo)

“que impidió a los juristas romanos desarrollar un régimen más estable. En términos generales, ¿fue la aversión característicamente romana a las asociaciones lo que se lo impidió?”

En el mundo antiguo, en general, la cooperación estable entre extraños debió de ser, valga la redundancia, algo extraño. Fleckner da dos razones, una, que los romanos eran individualistas. Otra, que la societas surgió de la comunidad hereditaria y, por tanto, en el seno de la familia, carácter familiar del que nunca se desprendió del todo. Ambas explicaciones son aparentemente contradictorias en lo que al régimen jurídico se refiere. El carácter individualista conduciría a limitar las vinculaciones lo más posible. El origen familiar y el carácter “íntimo” de las relaciones entre socios, a dotar a la societas de estabilidad. Precisamente porque los socios no son parientes, no puede exigirse a nadie permanecer en sociedad con un extraño. La contradicción desaparece si pensamos en la societas como una “familia ocasional”. Uno ha de comportarse con los socios como si fueran de la familia pero ha de poder desprenderse de esa “familia” a voluntad.

La societas, sería pues la conclusión, no servía para articular la cooperación a gran escala en la producción de bienes y en el comercio. Nos olvidamos ya de la financiación.

En términos no estrictamente jurídicos y más generales la cooperación estable en el mundo antiguo tiene lugar entre parientes, en el seno de la familia o se organiza a través de lo que hoy llamamos sector público (empezando por el templo o el palacio en Mesopotamia). Esto no es un mito. Y se corresponde con la extensión de los intercambios. Como he explicado en otros lugares, los intercambios como forma de proveerse de bienes que uno no produce exige especialización y división del trabajo, lo que es implausible en el mundo antiguo y en el seno de pequeños grupos. El comercio empieza siendo “internacional” en el sentido de que tiene lugar con extraños, con otros grupos que, por estar en otras zonas geográficas, disponen de bienes que no se producen en el propio. Con esos extraños no se emprenden empresas comunes. Se intercambia. Cuando los grupos aumentan de tamaño – ciudades – y aparece la división del trabajo, aparecen los contratos sinalagmáticos en el seno de un grupo. Pero la unidad de “producción” de los bienes que se necesitan para el consumo sigue siendo la familia (de nuevo, entendido como gens, esto es, un grupo mucho más amplio que la familia nuclear moderna). La sociedad anónima es inicialmente sólo la forma de organizar la financiación de la empresa.

El contrato de sociedad articula, pues, la cooperación entre extraños que debe ser, necesariamente en este contexto, ocasional. Para un “negocio” concreto. Por ejemplo, como harían muchísimo después los Medici, Catón el Viejo formó más de 50 societates para invertir su fortuna, sobre todo en el comercio marítimo, financiando viajes (von Reden). El «viaje» seguirá siendo hasta la aparición de las sociedades anónimas, el objeto de las sociedades en el comercio marítimo. Y el “banco” más conocido de Roma – los Sulpicii – era una sociedad de cuatro (dos hermanos y dos socios). En definitiva, con extraños se hacen “negocios” y para articular estas relaciones, se recurre a contratos de intercambio. La societas es suficiente para articular la ejecución de proyectos comunes en los que intervienen personas no ligadas por lazos de sangre. Y si las sociedades se contraen para negocios concretos, difícilmente pueden generarse partes fácilmente transmisibles entre extraños en un mercado.

 

La eficiencia transaccional de la familia en la organización de la producción

Como dice Fleckner, esta comprensión de la organización económica romana es más coherente con la teoría de la empresa que la que pretende trasladar instituciones jurídicas modernas al mundo antiguo.

“Coase pensaba que el rasgo esencial de la empresa… es que en el seno de la empresa, se sustituye la negociación por la autoridad (el contrato por la jerarquía). La experiencia romana parece confirmar esta idea. En una familia romana existía una clara jerarquía que asegura la continuidad y el cumplimiento de los compromisos. Entre extraños, no existía tal mecanismo de enforcement de los compromisos y mucho menos entre patres familias que estaban acostumbrados a dar órdenes, no a recibirlas.

Si algo hecho por un miembro de la familia no placía al jefe del clan, no parece lógico que éste no pudiera deshacer lo hecho. Por tanto, las asociaciones con extraños deberían haber sido – como hemos dicho más arriba – ocasionales y limitadas en su envergadura.

“Los proyectos intensivos en capital debían gestionarse en el seno de la familia encargando a alguno de sus miembros la gestión”.

Las relaciones familiares aseguran el cumplimiento de “contratos” de largo plazo porque la vinculación familiar y las reglas – jerárquicas – correspondientes aseguran la completitud del contrato entre sus miembros y el patrimonio no era individual sino familiar. Cualquier decisión residual se asigna al pater familias. No hay contradicción de intereses, no hay que establecer un sistema de resolución de las discrepancias ni hay, sobre todo, necesidad de repartir la ganancia derivada del contrato (en la teoría de la empresa, la retribución a cada uno de los que componen el “equipo” que es la empresa y la distribución del residuo entre los accionistas).Todo queda en familia. Y no hay necesidad, sobre todo, de normas jurídicas, de Derecho, porque el Derecho no se mete en el ámbito familiar. Añádase – dice Fleckner – que la familia no necesita regular las consecuencias de lo realizado por uno de sus miembros con terceros, regulación imprescindible cuando se trata de una societas celebrada entre extraños (responsabilidad solidaria e ilimitada de los socios por lo realizado por cualquiera de ellos en nombre de la sociedad). Este tipo de regulación sólo aparece con la generalización de las compañías mercantiles, en las que los socios son administradores natos y responden ilimitada y solidariamente de las deudas sociales.

Los “costes de transacción”, pues, de celebrar un contrato de sociedad con los rasgos modernos de personalidad jurídica, responsabilidad limitada y separación entre propiedad y control, en un entorno como el de la Economía romana parecen muy elevados comparativamente en relación con la realización de esos negocios en el seno de la familia.

Y eso porque no solo era la familia la unidad de producción sino que la familia es el titular de la propiedad por excelencia. La idea de la propiedad individual tendrá que esperar muchos siglos para convertirse en el paradigma. El Derecho romano nos sigue “valiendo” porque prescindimos del contexto en el que sus reglas se formularon. Y nos da igual llamar a “Cayo” el vendedor aunque resulte que Cayo era, en realidad, el pater familias o uno de sus hijos o un esclavo actuando en nombre del pater familias en Roma pero un individuo en nuestra época.

 

El carácter público de los proyectos de gran envergadura

¿Perdió mucha “eficiencia” la Economía romana por no conocer la sociedad anónima? Tal vez, lo que ocurrió es que los romanos no vieron imprescindible aplicar la forma corporativa a las actividades comerciales porque las principales actividades de ese tipo que requerían acumulaciones importantes de capital y una perspectiva de largo plazo no estaban encargadas, en Roma, a los mercados sino que pertenecían al ámbito de lo público, ámbito en el que existían las formas organizativas de carácter corporativo. Piénsese en la red de vías legadas por los romanos y que no fueron superadas hasta el siglo XVIII-XIX cuando se encarga a sociedades anónimas la construcción y financiación de estas infraestructuras (caminos, puentes y canales). Pero en Roma fueron construidas por el poder público para mejor controlar las provincias conquistadas. Piénsese en los puertos e incluso en las flotas de barcos destinadas a asegurar el aprovisionamiento de la ciudad de Roma y el reparto de alimentos a su población. Todas ellas eran «state operations” (Andrew Wilson) financiadas con el producto de la conquista y los impuestos y que permitían, a su vez, cobrar impuestos por su uso o recaudar los aranceles al comercio (portoria).

De nuevo, si las obras públicas y la recaudación de impuestos o la explotación de minas se realiza directamente por el “sector público”, no hay por qué poner a disposición de los particulares formas organizativas que les permitan llevar a cabo estas empresas. Si se asigna al municipio la conservación de los caminos o la construcción de puentes, son éstos los que deben estar dotados de personalidad jurídica y de una estructura organizativa que garantice la “vida eterna” y proteja el patrimonio correspondiente de los ataques de los acreedores particulares de los que ocupan, en cada momento, los órganos de tales corporaciones. De nuevo, la comparación entre la organización del comercio trasatlántico por la corona española y la organización diseñada por los Estados Generales holandeses o la reina de Inglaterra en la Edad Moderna lo prueba. Proyectar hacia el pasado la estructura económica de los mercados ubicuos y generalizados sólo puede conducir a distorsionar el análisis de las instituciones del mundo antiguo.

Es más, sea porque el Imperio lo desincentivaba o por cualquier otra razón, no parece que Roma fuera una sociedad muy innovadora, es decir, que el crecimiento económico procedía de una mejor y mayor explotación de las tierras, no de la introducción de innovaciones tecnológicas o científicas. Así, Rostovtzeff (Social & Economic, p 174) dice que a pesar de existir grandes factorías a lo largo y ancho del Imperio (algunas de las cuales – como las de producción de cerámica – tenían capacidad para abastecer a todo el Imperio) «las grandes empresas capitalistas nunca llegaron a ser más grandes y a estar más eficientemente organizadas de lo que lo habían estado en el período helenístico (siglo III a.C). Las tiendas locales de artesanos modestos competían con éxito en muchos campos con organizaciones capitalistas más grandes. Los pequeños artesanos no fueron fulminados por las grandes empresas industriales (como ocurriría con la Revolución Industrial). Incluso productos como el vidrio y la cerámica se fabricaban con éxito en talleres locales y la competencia de esta producción local impidió el crecimiento indefinido de las grandes empresas«. Y, poco después, añade que «excepto por algunos nuevos productos en la industria del vidrio, no se detecta ninguna invención nueva en la técnica industrial después del siglo I» y lo mismo se aplica a otros ámbitos como el de la joyería, los muebles o los utensilios domésticos e incluso las armas. Rostovtzeff lo explica con razones de demanda (la población, pobre, demandaba productos baratos) y que la manufactura estaba en manos de trabajo esclavo.


Referencias:


Foto: Pedro Fraile