Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

A propósito de Horwitz, Morton J., Santa Clara revisited. The Development of Corporate Theory, capítulo III de The Transformation of American Law, 1870-1960: The crisis of legal orthodoxy, 1992

                   

  “la doctrina jurídica angloamericana parece constantemente enredada en descubrir repetidamente la rueda”

                            “Hay muy poco debate sobre la personalidad de las sociedades anónimas después de Dewey (1927). Los realistas tuvieron éxito al persuadir a la doctrina jurídica de que los conceptos con un elevado grado de abstracción y las doctrinas generales no eran mas que parte de los que Cohen, siguiendo a Ihering, llamaba el cielo de los conceptos… Quisiera refutar la afirmación de Dewey de que las distintas concepciones de la personalidad de las sociedades anónimas podían usarse con la misma facilidad para limitar o para aumentar el poder de las corporaciones… El triunfo de la concepción de la sociedad anónima como una entidad natural fue un factor de la mayor importancia para legitimar a los big business y ninguna otra teoría alternativa podía proporcionar tanto apoyo al capitalismo de las grandes empresas que se estaba organizando a finales del siglo XIX”

Morton Horwitz

Introducción

 

Bien puede decirse que, en Europa, Savigny triunfó sobre Gierke. En Estados Unidos, Gierke triunfó sobre Savigny. Horwitz ha explicado que la discusión en los EE.UU. sobre la idea de personalidad jurídica desde finales del siglo XIX reprodujo la que estaba teniendo lugar en Europa: la sociedad anónima era el más prominente ejemplo de la “emergencia de instituciones jurídicas colectivistas o no-individualistas”. Es decir, constituye el ataque más vistoso, en el ámbito jurídico, al individualismo metodológico. Para éste, – que llega hasta nuestros días de la mano de la teoría analítica – las sociedades anónimas no son mas que agregaciones de individuos y han de explicarse a partir del individuo. Para las concepciones colectivistas – Gierke como santo patrón – los grupos tienen “una unidad orgánica… son más que la suma de sus partes… En todo Occidente… el repentino foco en las teorías de la personalidad de los grupos vino asociado a una crisis de legitimidad del individualismo liberal provocada por la emergencia reciente de poderosas instituciones colectivas” especialmente, la sociedad anónima – la corporación – que, a principios del siglo XX, concentraba ya la mayor parte de la riqueza.

Junto a esta cuestión metodológica, la otra gran influencia en la concepción norteamericana de la corporación – de la sociedad anónima – es, según Horwitz, la tensión, en el último tercio del siglo XIX, entre las ventajas de las economías de escala – que favorecían la concentración empresarial hasta el nivel del monopolio – y las de la competencia. Como veremos, esta tensión influyó poderosamente en la concepción de la sociedad anónima que se afianzó en el Derecho norteamericano, una concepción más próxima al trust que a la partnership. Y, en consecuencia también, menos respetuosa con los derechos de los accionistas, a los que deja pronto de concebir como auténticos propietarios del patrimonio constituido con la incorporación y más como beneficiarios de la actuación de los administradores como trustees. Los administradores dejan de ser mandatarios de los accionistas, pero, a cambio, de la discrecionalidad, se les imponen estrictos deberes fiduciarios respecto de los accionistas a la vez que les libera de cualquier obligación de seguir sus instrucciones. Todo para los accionistas pero sin los accionistas.

La competencia – en el sentido de competición – entre los Estados norteamericanos por atraer la constitución de sociedades anónimas en un entorno en el que se estaba produciendo la mayor concentración empresarial de la historia de los EE.UU., influyó poderosamente en el diseño del Derecho de Sociedades Anónimas y condujo también a alejar ésta de la partnership y, con ello, a alejar el Derecho norteamericano de Sociedades del Derecho de Sociedades del resto del mundo occidental.

En términos teóricos, sin embargo, la discusión norteamericana es pobre. En los términos más simples, la discusión se centra en una concepción de la sociedad anónima como una “criatura del Estado”, esto es, un producto del soberano que éste diseña con los atributos que caprichosamente desee y, en el otro extremo, como una “entidad natural” dotada de los atributos propios de un individuo de carne y hueso. En el medio, concepciones más o menos contractualistas que, sorprendentemente, fracasan ya a comienzos del siglo XX.

El triunfo será para la doctrina que ve las sociedades anónimas como “entidades naturales” y que Horwitz resume diciendo que “los grupos son tan reales como los individuos y… las sociedades anónimas (son realidades) distintas y separadas de sus accionistas”y la sociedad anónima una “entidad real, un hecho, no una ficción” (A corporation is an entity, – not imaginary or fictitious but real, not artificial, but natural” Machen 1911).

Aunque no lo desarrollaremos aquí, esta peculiar evolución del Derecho de Sociedades norteamericano se explica, en buena medida, porque

no se separó del Derecho de Sociedades la regulación de las actividades económicas o de la actividad empresarial en general.

 

La consecuencia fue que éste último se alejó de las formas societarias que no se utilizaban para desarrollar actividades económicas y que su contenido se vio impregnado de las finalidades perseguidas por el legislador al regular la actividad económica, los mercados de valores, las empresas de inversión, los bancos, los ferrocarriles etc. No es extraño que las teorías institucionalistas de la sociedad anónima hayan tenido un eco significativo casi exclusivamente en los Estados Unidos. Y no es extraño tampoco que los estudios sobre Derecho de Sociedades y gobierno corporativo se mezclen con estudios sobre Economía Industrial, Finanzas o Historia Económica. En el último tercio del siglo XIX, el Derecho de Sociedades se convierte en puramente formal, organizativo y se separa completamente de la regulación de las actividades económicas. En buena medida por la competencia entre Estados por atraer el registro de sociedades lo que lleva a los Estados de mayor tamaño y actividad económica a garantizarse la capacidad para regular a las empresas que realizan actividades en su territorio aunque estén incorporadas en otros Estados (primero Nueva Jersey y más adelante Delaware). Esta capacidad fue protegida por los tribunales y por el legislador federal (que fracasó en el intento de trasladar la competencia para constituir sociedades anónimas de los Estados a la Federación);

«los objetivos regulatorios se separan de la cuestión del charter corporativo o de la disposición parlamentaria que dio origen a la sociedad anónima y se articulan en torno a la idea de empresas de servicio público, es decir, compañías que prestan servicios que se consideran de interés general» . 

De manera que, a comienzos del siglo XX, se abandona la idea de que el Derecho de Sociedades es regulación de la empresa y se le reserva exclusivamente la regulación de los «asuntos internos» de la organización –– lo que queda reflejado en que ese será el criterio para determinar el Derecho aplicable en caso de conflicto de leyes. Sin embargo, esta separación no se traslada debidamente a la discusión doctrinal que, aún hoy, se refleja en la discusión sobre la responsabilidad corporativa de las empresas o los deberes fiduciarios de los administradores. ¿Por qué? Quizá por «culpa» de la theory of the firm. Como es sabido ésta doctrina económica se «inventa» para explicar las relaciones internas entre accionistas, proveedores, clientes, trabajadores, es decir todos aquellos que contribuyen a la producción empresarial que se intercambia en los mercados. Esas relaciones no vienen determinadas por los precios relativos en el mercado, sino por los contratos que los titulares de los factores de la producción celebran con la persona jurídica que es la sociedad anónima o la corporación en el caso de los EE.UU. El nexo de los contratos entre todos estos grupos mencionados es la persona jurídica, la sociedad anónima, la corporación. Pues bien, si el Derecho de Sociedades se ocupa de las relaciones internas ¡en el seno de la corporación, no en el seno de la empresa! no es difícil confundir la corporación con la empresa y calificar como sociedad anónima a la empresa o viceversa. De hecho, el análisis que hacen Lamoreaux y Novak de la theory of the firm y el uso indistinguible de firm corporation lo confirman. Piénsese tan solo en que la gestión se consideraba, en tiempos de Coase, como un factor de la producción más junto al trabajo, el capital, o la tierra. Si los administradores sociales – los gestores de la empresa – son un factor de la producción, no es difícil identificar a la corporación – a la persona jurídica – con los administradores y convertir a los accionistas – las partes del contrato de sociedad – en unos meros titulares más de un factor de la producción: el trabajo. Esto es correcto económicamente pero incorrecto tanto institucional como jurídicamente.

La actuación de las personas jurídicas: capacidad jurídica y capacidad de obrar

 

Como es sabido, la disputa sobre la naturaleza jurídica de la representación de sociedades se remite a la polémica entre Savigny y Gierke. Si las personas jurídicas no son más que constructos de los juristas, no podemos atribuirles capacidad de obrar (sí, capacidad jurídica/patrimonio separado). Si la personalidad jurídica de una sociedad de estructura corporativa implica que se reconoce el derecho de los grupos de personas naturales a actuar en el tráfico como un centro unificado de imputación (un patrimonio separado) y que ese centro unificado se independiza de las personas físicas (de su patrimonio personal) que, en cada momento, formen parte de la organización, es imprescindible que el Derecho permita al centro unificado actuar en el tráfico en su propio nombre, esto es, que atribuya a la persona jurídica capacidad de obrar, lo que conduce a preferir la teoría orgánica sobre la teoría que concibe a los administradores como mandatarios. Lo cual es coherente, además, con la idea de que los órganos forman parte de la persona jurídica en el sentido de que, a diferencia de un representante respecto de su principal, no es posible concebir las personas jurídicas sin sus órganos.

Para emitir declaraciones de voluntad, esto es, para vincular al patrimonio corporativo o para cometer un ilícito civil, las personas jurídicas han de actuar a través de representantes que sean seres humanos. Pero si decimos que a la sociedad la representa el órgano de administración volvemos a tener el mismo problema, porque el órgano no es un individuo, un ser humano. Si, por el contrario, consideramos que la persona jurídica ostenta capacidad de obrar, la emisión de declaraciones de voluntad a través de sus órganos encaja lógicamente. De modo que cuando los órganos actúan o emiten declaraciones de voluntad, ha de afirmarse que lo que sucede jurídicamente es que actúa o emite una declaración de voluntad la persona jurídica. Como se ha dicho acertadamente, “es cierto que solo los seres humanos pueden formarse una voluntad negocial autorresponsable y sólo los seres humanos pueden declarar su voluntad. Y es evidente que una persona jurídica no puede querer ni actuar en este sentido humano, natural. Pero con quien hay que comparar a la persona jurídica no es con el ser humano, sino con la persona física, persona configurada también jurídicamente a través de la atribución por el Derecho de capacidad jurídica y capacidad de obrar” (Beuthien)

Como ha resumido la Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de julio de 2007

“En la representación orgánica, es el propio ente el que actúa y no puede siquiera afirmarse que haya una actuación alieno nomine, sino que es la propia sociedad la que ejecuta sus actos a través del sistema legal y estatutariamente establecido. De modo que los incumplimientos contractuales se han de atribuir, en principio, a la sociedad como persona jurídica, sin responsabilidad, desde luego, de los socios (artículo 1 LSA)”.

O como dice K. Schmidt,

“la actuación de los órganos sociales ha de considerarse como actuación de la propia sociedad (correctamente, Gierke), sin que haya de calificar tal actuación como un comportamiento propio y éticamente responsable (correctamente, Savigny)“.

Orden de la exposición

 

Empezaremos explicando el caso Citizen United y el análisis más reciente de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano. El objetivo general de estas páginas es demostrar, ayudándonos del brillante y concienzudo análisis de Horwitz, que la construcción dogmática es importante y que no es irrelevante concebir de una forma u otra la corporación – la sociedad anónima como sociedad de estructura corporativa dedicada, típicamente, a una explotación económica –. Los trusts del siglo XIX en EE.UU. no solo construyeron el capitalismo del siglo XX (al menos hasta la revolución financiera de finales del siglo) sino que distorsionaron gravemente la sociedad anónima – no la empresa – separándola radicalmente de las demás asociaciones de estructura corporativa y base personal para acercarla al trust. El Derecho de Sociedades norteamericano es único en el mundo a este respecto. Su carácter federal permitió a los que controlaban las grandes sociedades anónimas en el siglo XIX configurarlo a su antojo recurriendo a uno u otro Estado para dictar la Ley de Sociedades que más les conviniera. El resultado no es, necesariamente, una espiral descendente en la calidad de la legislación y en la protección de los intereses de los accionistas, pero sí una reestructuración de los derechos subjetivos en beneficio de los que controlan esas compañías y en perjuicio de los que aportan el capital.

Ese efecto no es, sin embargo, el más grave, porque es contratable y se refleja en el precio que pagan por las acciones los inversores – el “coste de capital” –. El efecto más grave es, como siempre, el inesperado. El que resulta de aplicar una “mala teoría”. La doctrina que afirma que las sociedades anónimas son “natural entities” es una “mala” teoría porque no es posible saber qué significa eso. Es obvio que no se encuentran en la Naturaleza ni son resultado de la Evolución como todo el resto del mundo natural. Es evidente que son un producto del Derecho – tan evidente que sólo el Derecho Romano y el Derecho Canónico conocieron las corporaciones y que éstas no existieron ni en el mundo islámico ni en el chino – y es evidente que son instituciones – en el sentido de Waldman – jurídicas.

De manera que llamarlas “entes naturales” no es mas que una muletilla con el objetivo de persuadir a los que diseñan y aplican las normas para que apliquen a las sociedades anónimas las mismas reglas que a los individuos de carne y hueso, lo que es uno de los mejores ejemplos de la vagancia metodológica: si los llamamos igual, apliquemos el mismo régimen jurídico. Los resultados no se dejan esperar: debemos atribuir a las sociedades anónimas el derecho a participar en la vida política y a financiar campañas electorales a favor o en contra de un determinado candidato.

 

2011: el caso Citizen United y el originalismo

 

Dicen Strine y Walter, en relación con la cuestión de si las sociedades anónimas – las corporations – disfrutan de la libertad de expresión (como dijo el Tribunal Supremo norteamericano en el caso Citizen United, una sentencia pasmosamente mala) que, en un análisis que se remitiera al siglo XVIII y a las discusiones que condujeron a la Constitución estadounidense, la conclusión sería que las sociedades anónimas son un producto del legislador mientras que los seres humanos somos criaturas de Dios. Y Dios nos dotó de derechos inalienables pero el legislador que exigía una autorización parlamentaria para constituir una sociedad anónima sólo dotó a éstas de los derechos que le parecía, de manera que el legislador es libre – no tiene límites constitucionales – para dibujar los derechos o facultades de una persona jurídica con forma de sociedad anónima (dicen Strine y Walter):

Habría sido ajeno a cualquiera de los Padres Fundadores o de sus coetáneos que alguien afirmara que una sociedad anónima tenía derecho a hacer algo para lo que no estuviera específicamente autorizado a hacer por un acto específico del Parlamento. Así como era evidente que «todos los hombres. . . [estaban] ??dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables «, como «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad «, era evidente que las sociedades anónimas estaban dotadas por su creador – el Parlamento – sólo con los derechos que sus creadores consideraban conveniente darle. En otras palabras, la mayoría de la gente entendía que, en relación con los derechos fundamentales, la posición de los individuos y la de las sociedades anónimas era justamente opuesta: los seres humanos nacieron con derechos inalienables de los que no podían ser privados por el Estado; las sociedades anónimas sólo tenían los derechos que el Parlamento decidiera atribuirles. A pesar de que las normas jurídicas identifican a la sociedad anónima con sus miembros de carne y hueso a determinados efectos, los derechos atribuidos a una sociedad anónima no incluían la libertad de expresarse como un ciudadano de carne y hueso.

El razonamiento no es correcto a la luz de lo que sabemos en el siglo XXI pero es eficaz para criticar a Scalia y la sentencia Citizen United si lo que se pretende es afirmar que reconocer a las sociedades anónimas el derecho a financiar campañas políticas y expresarse políticamente es una exigencia de la primera enmienda de la Constitución norteamericana. Pero no lo es, de acuerdo con lo que sabemos hoy sobre las sociedades anónimas porque las sociedades anónimas no quedan a disposición del legislador. Es decir, el legislador no puede hacer lo que le parezca con las sociedades anónimas. No puede dejar de reconocerles derechos si no quiere infringir los derechos fundamentales de los individuos – de las personas de carne y hueso – que son los miembros de la corporación. De manera que el legislador ha de reconocer a las asociaciones y demás corporaciones los derechos fundamentales que sean necesarios para garantizar los derechos de sus miembros e instrumentalmente, para garantizar el derecho de asociación de los individuos de carne y hueso. Lo que no significa, naturalmente, que un concepto jurídico-técnico como es la corporación (rectius, la persona jurídica de estructura corporativa) deba calificarse como una “persona” equiparable a los individuos de carne y hueso.

Pero es probable que decir, como dicen algunos autores norteamericanos, que las corporaciones – sociedades anónimas – no son mas que criaturas del legislador que puede dotarlas o no de los derechos y facultades que quiera no fuera correcto tampoco en el siglo XVIII. En el siglo XVII y XVIII, el charter real o parlamentario (la concesión) era necesario porque, normalmente, se atribuía a los miembros de esa corporación – a los comerciantes en el caso de las sociedades anónimas – un privilegio, esto es, la facultad de desarrollar una actividad (sea ésta el comercio con las Indias o la construcción y explotación de un canal o la impresión y venta de naipes) normalmente en régimen de monopolio. Los comerciantes del siglo XVII no necesitaban de un charter real para asociarse. Venían asociándose desde – al menos – los tiempos de los imperios de la antigüedad. Necesitaban un charter para desarrollar una actividad determinada porque el acceso a las actividades económicas no fue libre hasta bien entrado el siglo XIX. En uno de los más famosos casos de la jurisprudencia norteamericana en el siglo XIX (1837 Proprietors of Charles River Bridge v. Proprietors of Warren Bridge)

El Tribunal decidió que el Parlamento de Massachusetts tenía el poder de otorgar a otra compañía la concesión para construir un nuevo puente sobre el río Charles, aunque el nuevo puente redujera los ingresos del preexistente en un lugar cercano del curso del río, el Puente de Warren. Los estatutos de la compañía no concedían un monopolio explícito sobre el tráfico sobre el río Charles, y por lo tanto, lo que alegaba el concesionario del puente de Warren es que tal privilegio monopolista se le había concedido implícitamente y que el Parlamento de Massachusetts le estaba expropiando al destruir el valor de su concesión. El Tribunal rechazó el argumento sobre la base de la interpretación restrictiva de los privilegios y concesiones de monopolios a empresas privadas

En la sentencia se encuentra una de las más famosas expresiones de la doctrina de la sociedad anónima como una criatura del Estado. Y, nos cuenta Horwitz, Henry C. Adams, muy en la línea de Adam Smith, proponía reservar la sociedad anónima para las que desarrollaban, como objeto social, un monopolio natural. En este contexto, resulta curioso que Strine y Walter citen a Edward Coke (el jurista inglés de la Edad Moderna) que, discutiendo un legado a favor de un hospital – que debía erigirse como una corporación – que todavía no se había construido, dijo que los herederos no tenían razón y que, aunque no se hubiera constituido aún, la corporación (en formación, diríamos hoy) podía recibir legados. Tras decir – Coke – que las corporaciones no podían tener sentimientos ni desplegar conductas propias de los seres humanos, añadía que

“las corporaciones… poseen otros atributos que se le asignan tácitamente, porque sin ellos, serían de escasa utilidad…. Son tácitos porque no hace falta recogerlos en el acto de concesión real o parlamentaria”.

¿Qué atributos son éstos? Curiosamente los de adquirir propiedad y los de poder transmitir la propiedad de bienes. Coke, naturalmente, no podía haber comprendido el significado de la atribución de personalidad jurídica a las corporaciones porque la doctrina correspondiente se elaboró un siglo después de que él viviera. Pero estos “atributos tácitos” que no necesitan ser atribuidos expresamente por el legislador son, en realidad, una consecuencia de la naturaleza jurídica de las corporaciones o personas jurídicas corporativas. La personalidad jurídica es un fenómeno patrimonial. Naturalmente, si una persona jurídica es un patrimonio, su reconocimiento implica “inventar” un sujeto – la persona jurídica – que es titular de un patrimonio y que puede hacer, respecto del mismo, lo que puede hacer cualquier propietario. El único derecho que no ha sido discutido a las corporaciones nunca: el derecho de propiedad y a no ser expropiado. Tampoco en los EE.UU. (Trustees of the University of North Carolina v. Foy. La definición de “corporation” de Kyd en 1793 es perfectamente coherente con esta idea

Una corporación . . . es una agrupación de muchos individuos, unidos en un cuerpo, bajo una denominación, con duración indefinida bajo una forma artificial, y que tiene atribuida por la Ley capacidad de actuar, en varios sentidos, como si fuera un individuo, particularmente para adquirir y enajenar bienes, contraer obligaciones y demandar y ser demandado, de gozar de privilegios e inmunidades en común y de ejercer una variedad de derechos políticos, más o menos extensos, de acuerdo con el diseño con el que fue instituida o las facultades que se le hubieran reconocido, ya sea en el momento de su creación, o en cualquier período subsiguiente de su existencia.

Cuando, en el siglo XIX, se liberaliza el acceso a las actividades económicas, también se liberaliza el acceso a las formas corporativas de desarrollar esas actividades. En la segunda mitad del siglo XIX, en todo occidente, se elimina la necesidad de una resolución del Parlamento o del Rey para poder constituir una sociedad anónima. Basta con cumplir unas condiciones establecidas en una “Ley de Sociedades Anónimas” para obtener la inscripción registral de la sociedad anónima y el reconocimiento de la personalidad jurídica, vida eterna, libre transmisibilidad de las acciones y responsabilidad limitada. Los juristas, a veces, han confundido el síntoma con la causa. La libertad de constitución de sociedades anónimas es la consecuencia jurídica del reconocimiento de la libertad de acceso a las actividades económicas para los grupos de individuos. No al revés. Cuando se reconoce la segunda, el Estado debe permitir la libre constitución de sociedades anónimas (v., correctamente, Naomi R. Lamoreaux and William J. Novak, Corporations and American Democracy, cap introductorio al libro quienes también explican la evolución de las organizaciones corporativas no lucrativas tales como iglesias, sociedades médicas y organizaciones caritativas en general).

Ahora bien, los derechos de los individuos de carne y hueso no imponen al legislador el reconocimiento a las sociedades anónimas de cualquier derecho. Si las sociedades anónimas son un tipo de corporación para el ejercicio, normalmente (en España se puede constituir una sociedad anónima para cualquier fin), de una actividad empresarial, las sociedades anónimas deberán tener reconocidos los derechos necesarios para que el grupo desarrolle en común esa actividad empresarial. De ahí que nadie discuta que las sociedades anónimas tienen derecho de propiedad, derecho a demandar y derecho a contratar y, en general, el derecho a la tutela judicial de sus derechos (art. 38 CC). Sin esos derechos, realizar colectivamente y bajo un nombre común (unificación a través de la persona ficta) una actividad empresarial devendría imposible o innecesariamente difícil. Por tanto, las sociedades anónimas tienen protección frente a la expropiación de sus bienes por el Estado. En cuanto a la libertad de expresión, sin embargo, los criterios deben ser los del commercial speech que, como sabemos, permiten al Estado una regulación mucho más intensa que la de la libertad de expresión en general. Una prueba la tenemos en la regulación de la denigración en el ámbito de la Ley de Competencia Desleal. En este caso, los límites a la libertad de expresión son mucho más severos que en general.

Horwitz parte del caso Santa Clara, en el que el Tribunal Supremo norteamericano, a finales del siglo XIX, se limitó a afirmar apodícticamente que las sociedades anónimas tenían derecho a la tutela judicial (enmienda 14ª de la Constitución)

“Este tribunal no desea ser ilustrado en la cuestión acerca de si lo previsto en la Enmienda Decimocuarta de la Constitución (equal protection clause), que prohíbe a los Estados denegar a cualquier persona bajo su jurisdicción una igual protección jurídica se aplica a estas sociedades anónimas. Somos todos de la opinión que sí se aplica”

Y es obvio incluso desde una concepción puramente patrimonial de la personalidad jurídica. Si la corporación es propietaria, sus derechos como propietaria han de ser respetados y protegidos. Si se considera que los bienes de la corporación son de sus miembros unificadamente, lo mismo. Horwitz dice que esta sentencia no supuso innovación alguna. Pero que era

“un ejemplo dramático de la personificación judicial de la sociedad anónima que exaltó la posición de la sociedad anónima en el Derecho estadounidense”.

Desde la perspectiva prevalente en la época en los EE.UU. (las sociedades anónimas no son mas que «criaturas del Estado») el pronunciamiento de Santa Clara parece revolucionario y, si se equiparan a los individuos, una obviedad. Pero si, como aquí hemos dicho, se limita el pronunciamiento a la defensa del derecho de propiedad, no hay por qué situarlo ni en un extremo ni en el otro de la discusión. El caso, proveniente de California, se refería a si la Hacienda californiana podía gravar más la propiedad de una sociedad anónima (ferrocarriles) que la de las personas físicas. Lo revolucionario de la sentencia – nos dice Horwitz – estaba en que una disposición constitucional pensada para aplicarse a personas de carne y hueso (a los esclavos liberados tras la guerra civil) se aplicó a las personas jurídicas empresariales – a las sociedades anónimas –.

El abogado de la empresa de ferrocarriles -cuenta Horwitz- alegó en su demanda ante el Tribunal Supremo que

“la enmienda decimocuarta protege los derechos de propiedad, no de una entidad corporativa abstracta, sino de los accionistas individuales”

que son miembros de la corporación-sociedad anónima. El abogado Pomeroy lo vio perfectamente: los derechos fundamentales se aplican a las personas jurídicas, no sólo porque sean personas en el sentido de las disposiciones constitucionales, sino porque

“las leyes que infringen esos derechos en relación con las sociedades anónimas, infringen necesariamente los derechos de las personas naturales. Al aplicar y hacer cumplir las garantías constitucionales, no se pueden separar a las sociedades anónimas de las personas naturales que son sus miembros”… “para el objetivo de proteger derechos, la propiedad de las sociedades anónimas es propiedad de los individuos que son sus miembros. Una decisión estatal que prive a una sociedad anónima de su propiedad sin respetar los requisitos de la expropiación, estaría, en realidad, privando a los miembros – a los individuos que la forman – de la corporación de su propiedad. En este sentido y dentro del ámbito de aplicación de estas garantías y protección de derechos de los particulares, no hay realmente una distinción entre personas artificiales – las corporaciones o personas jurídicas – y las personas naturales”

Y el magistrado Field había dicho algo semejante en un caso decidido en el tribunal de apelación.

“Sería muy extraño que una provisión constitucional que pretende proteger a cualquiera contra normas discriminatorias de los Estados, debiera dejar de aplicarse cuando una persona se convierte en miembro de una corporación”. Las sociedades anónimas “son, es verdad, personas artificiales pero… consisten en agrupaciones de individuos que se unen para emprender un negocio legítimo… cuando una regla constitucional o legal garantiza a las personas el disfrute de la propiedad… la regla se aplica también a las corporaciones… los tribunales habrán de mirar más allá del nombre del sujeto artificial y ver a los individuos que aquél representa”.

Es decir, se tutela a la sociedad anónima porque de esa forma se tutela indirectamente a los accionistas. Pero ha de añadirse: no cualquier derecho de los accionistas puede verse afectado por una decisión estatal que interfiere con una sociedad anónima. Solo el derecho de propiedad. No el derecho a la libertad de expresión de los accionistas ni ningún otro «bien de la personalidad». Ese es el error de Citizens United. A comienzos del siglo XX, todavía el Tribunal Supremo norteamericano considera aplicable la cuarta enmienda, pero no la quinta.

La “creación” del Derecho de Sociedades anónimas en los EE.UU de fines del siglo XIX y el control de la concentración empresarial

 

Este modelo básico de sociedad anónima, que subrayaba el carácter de propietarios de los accionistas es el que se refleja en Santa Clara”. Sin embargo, fracasó. Morawetz es un autor que escribe un tratado en 1882 bajo una concepción contractualista de la sociedad anónima. Horwitz dice que su esfuerzo por

desagregar la corporación en individuos que contratan libremente debió de parecer, en el momento histórico en que se formuló, la única conclusión perfectamente coherente que podía extraerse del triunfo de la libertad para constituir sociedades anónimas. No sólo evitaba tener que calificarlas como <<criaturas del Estado>> lo que era cada vez menos realista, sino que permitía integrar el Derecho de las Sociedades anónimas en el entonces dominante modelo de Derecho Privado, esto es, contractual e individualista”

Si esta concepción fracasó, sugiere Horwitz, fue porque tuvo dificultades para explicar el “privilegio” de la responsabilidad limitada de los accionistas y, sobre todo, por los factores de los que nos ocuparemos a continuación: la concentración económica; la competición entre los Estados por atraer incorporaciones y la aproximación de la corporation al trust. Pero al desmontar eficazmente la doctrina de la corporación como “criatura del Estado”, los contractualistas despejaron el camino para que pudiera afirmarse la idea de la persona jurídica como entidad natural.

La idea de la persona jurídica como una “entidad natural”: la regla de la mayoría

 

Considerar, à la Gierke, que la persona jurídica es una «entidad natural» y no un mero artificio del Derecho generó múltiples distorsiones en la concepción de la sociedad anónima. Entre otras, la eliminación de cualquier vestigio de la regla de la unanimidad. Cuenta Horwitz que, hasta 1890, era necesario el consentimiento unánime de los accionistas para la venta de activos de la sociedad y para cambios sustanciales en el objeto social (de acuerdo con el Derecho de sociedades de personas). Si el accionista había dado su consentimiento al contrato que constituía la sociedad, éste no podía ser modificado sin su consentimiento y, hacerlo, equivalía a expropiar a ese accionista. A comienzos del siglo XX, numerosos Estados habían sustituido esa regla por la de la mayoría incluyendo, en su caso, derechos de separación para los accionistas disidentes. El origen de la regla de la mayoría, nos cuenta Horwitz, estaba en una norma de Derecho concursal: la que asigna a la mayoría de los accionistas la aprobación de un plan de reestructuración de una empresa insolvente consistente en vender en bloque sus activos a otra compañía.

Horwitz cita, en relación con la regla de la mayoría, a Ernst Freund (The Legal Nature of Corporations, 1897). Dice Freund que la regla de la mayoría sólo se entiende si renunciamos a explicar la corporación en términos contractuales y de derechos subjetivos individuales. Sólo así es posible equiparar la voluntad de la sociedad anónima a la de la simple mayoría de los accionistas. Porque si hay accionistas que no están de acuerdo, la decisión que consideramos imputable “a la sociedad” no coincide con la voluntad de los accionistas “en sentido estricto”. O sea, dice Horwitz, que la regla de la mayoría es una “ficción” de la voluntad de todos los socios.

Obsérvese que, en Europa, la legitimación de la regla de la mayoría no exige abandonar la idea de que las decisiones de la corporación están basadas en el consentimiento individual de sus miembros. Basta, como hemos explicado en otro trabajo, entender que, al incorporarse a la sociedad anónima como miembros, los accionistas consienten en someter a la regla mayoritaria las modificaciones de los estatutos sociales y las decisiones sobre los activos que constituyen el patrimonio social. No hay ninguna contradicción en tal afirmación: consentir en someterse a la voluntad de la mayoría en relación con determinados asuntos es también consentimiento.

Los efectos de la doctrina de la «entidad natural» sobre la concepción de la sociedad anónima

 

La doctrina que concebía las sociedades anónimas como “entidades naturales” – dice Horwitz – contribuyó a legitimar una evolución que, en los años 30 del siglo XX, estaba culminada y que significó que la sociedad anónima se libró absolutamente de la regulación estatal. Gracias al principio de libre constitución de sociedades, dejó de ser una «criatura del Estado» que, por tanto, no podía limitar su capacidad de obrar, sus derechos o su forma de gobierno.

Además, la «captura» de los reguladores estatales por parte de los que controlaban las grandes sociedades anónimas condujo a inclinar la relación entre los accionistas y administradores a favor de éstos. Los accionistas fueron «degradados» a meras contrapartes de la corporación. Con ello, el Derecho norteamericano configuró un modelo de sociedad anónima “oligárquica” en la que el control de facto pero también cada vez más de iure estaba en manos de los administradores.

En relación con la responsabilidad limitada, la doctrina que veía la sociedad anónima como una variación de la partnership (contractualista) se consideraba incompatible con reconocer aquella a los accionistas. Los accionistas tenían que elegir: o ser tratados como partners (y sus derechos constitucionales reconocidos) pero responder ilimitadamente o ser tratados como simples “interesados” en una organización a la que se reconocía plena individualidad y responder sólo con su aportación. Como hemos explicado en otro lugar, la conexión entre personalidad jurídica y responsabilidad limitada es una doctrina errónea hoy abandonada en Europa Continental. En los EE.UU. hubo autores que defendieron, a finales del XIX la idea de que la responsabilidad ilimitada se sustituía por la publicidad derivada del registro (de la incorporación, así Morawetz citado por Horwitz) una idea ampliamente defendida también en Europa.

La desaparición de la doctrina ultra vires fue otro de los desarrollos jurídicos relevantes. Dice Horwitz que esta doctrina – que las sociedades anónimas no podían actuar fuera de su objeto social tal como se describía en los estatutos y éstos interpretados estrictamente – estaba plenamente en vigor en los EE.UU. en el siglo XIX pero completamente abandonada en los años 30 del siglo XX. Y explica esta evolución, también, como una consecuencia de la decadencia de la doctrina de la concesión: si la sociedad anónima no es mas que una forma de organizar un negocio, no debe haber límites a su capacidad. La «derogación» de la doctrina ultra vires se logró a través de la doctrina jurisprudencial que dejó de considerar nulos los contratos celebrados (sin poder) por parte de los administradores sociales (esta es la consecuencia de que los administradores hayan actuado ultra vires) cuando los contratos correspondientes habían sido ejecutados voluntariamente.

Además, la doctrina de la entidad natural condujo al reconocimiento de la personalidad jurídica de las sociedades anónimas constituidas conforme al derecho de otro Estado (foreign corporations).

La doctrina del trust como explicación: los grupos de sociedades

Es probable que la disponibilidad de la figura del trust en el Derecho anglosajón explique esta peculiar evolución del Derecho norteamericano. La figura del trust permitía obtener los mismos objetivos que con la corporación: a través de un acuerdo voluntario, se genera una organización y un patrimonio separado cuyo manejo se concentra en los trustees que actúan, sin embargo, con independencia de juicio pero en beneficio de los accionistas, cuya posición se equipara a los beneficiarios de un trust.

Cuenta Horwitz que la constitución de la Standard Oil se produjo de esta forma:

“el trust se diseñó para fusionar las distintas sociedades anónimas petroleras evitando incurrir en la prohibición establecida por el derecho de sociedades estatal según la cual una sociedad anónima no podía ser socia de otra sociedad anónima. Como los accionistas individuales de las distintas sociedades anónimas que se pretendían fusionar entregaban sus acciones a los trustees a cambio de certificados de participación en el trust, el trust resultante no tenía carácter de corporación y, por tanto, no se veía afectado por las limitaciones que derivasen del Derecho de Sociedades”.

O sea, desde una perspectiva actual, los trusts eran grupos de sociedades ¡contractuales! en cuanto su formación era voluntaria. Pero no eran grupos corporativos en el sentido de que la “sociedad central” no es una sociedad sino un trust, esto es, un trustee. No eran grupos corporativos porque la doctrina ultra vires no solo anulaba cualquier actuación de los administradores de una sociedad fuera del objeto social sino que impedía a una sociedad adquirir acciones de otra sociedad (tener acciones de otra sociedad no formaba parte del objeto social de una compañía dedicada a explotar una línea de ferrocarril) o a una sociedad de ferrocarril ceder sus líneas y sus locomotoras y vagones a otra. Los tribunales, progresivamente, y como ya hemos explicado, dejaron de aplicar la doctrina ultra vires.

El éxito de la fórmula del trust condujo a la creación de monopolios en muchos sectores de la economía en las últimas décadas del siglo XIX y a que los Estados demandaran a las sociedades anónimas “combinadas” en los trust alegando que, contra lo que los trustees decían, el intercambio de acciones por certificados del trust no era una conducta o decisión de los accionistas, sino que eran actos imputables a cada una de las sociedades anónimas cuyas acciones quedaban transferidas al trustee. Frente a esas demandas, los trusts reaccionaron convocando juntas de accionistas de las sociedades que formaban el grupo, disolviéndolas y transfiriendo sus bienes a los trustees, de manera que, cuando los tribunales estatales pretendieron deshacer el trust negando validez a los actos de cada una de las sociedades anónimas, los abogados de aquel respondieron que las sociedades anónimas habían dejado de existir.

Otros trusts, sin embargo, no actuaron así y se limitaron – continúa Horwitz – a transformarse en sociedades anónimas, lo que vino extraordinariamente facilitado por la Ley de sociedades de Nueva Jersey de 1889 (redactada por los abogados de las grandes compañías hasta el punto de que, a partir de la promulgación de la ley, todo el presupuesto del Estado de Nueva Jersey se cubrió con las tasas que pagaban las sociedades anónimas por estar inscritas en dicho Estado, que fue calificado por Lincoln Steffens como “el Estado traidor”) que previó expresamente

  • la posibilidad de constituir una sociedad anónima para desarrollar, como objeto social, “cualquier tipo de negocio legítimo”;
  • la posibilidad de que una sociedad constituida conforme al Derecho de Nueva Jersey tuviera toda su actividad económica en otros Estados (hasta entonces, el lugar de la sede social y el lugar de la principal actividad de la empresa coincidían).
  • la posibilidad de que una sociedad anónima fuera socia de otra sociedad anónima con lo que legitimó los grupos de sociedades y las sociedades holding;
  • la aplicación de la regla de la mayoría para la aprobación de las fusiones

con lo cual, dice Horwitz “el trust – como forma organizativa del grupo de sociedades – devino innecesario”. Pero su efecto “contaminante” sobre la discusión de la naturaleza de la sociedad anónima permaneció porque, naturalmente, no se dio marcha atrás en el alejamiento, en cuanto al régimen jurídico, del de las sociedades de personas.

La utilización del trust para organizar los grupos de sociedades también condujo, naturalmente, a la promulgación de la Sherman Act. El lenguaje de la Sherman Act – y las diferencias con el lenguaje utilizado en los tratados que dieron lugar a la hoy Unión Europea no se entienden si no se enmarcan en la utilización del trust en lugar de la sociedad anónima bien para cartelizar un sector de la economía (si se mantenía la gestión independiente de cada una de las sociedades anónimas reunidas bajo el trust, en cuyo caso, no se hablaba de “consolidation” sino de “pooling” de los activos de las distintas compañías); bien para crear una empresa monopolista mediante el intercambio de las acciones por certificados de participación en el trust que sirve de “sociedad central” en el así creado grupo de sociedades contractual. Recuérdese lo que dicen los artículos 1 y 2 de la Sherman Act

Section 1:Every contract, combination in the form of trust or otherwise, or conspiracy, in restraint of trade or commerce among the several States, or with foreign nations, is declared to be illegal.»

Section 2: «Every person who shall monopolize, or attempt to monopolize, or combine or conspire with any other person or persons, to monopolize any part of the trade or commerce among the several States, or with foreign nations, shall be deemed guilty of a felony [. . . ]

El art. 1 (equivalente al art. 101 TFUE que prohíbe los cárteles) se refiere a “contratos” y combination debería traducirse por “grupos de sociedades” que se prohíben cuando adoptan la forma “trust” (o cualquier otra) y tienen por objeto restringir el comercio entre los distintos Estados (porque los trusts se formaron reuniendo las acciones de sociedades anónimas constituidas de conformidad con el derecho de Estados diferentes). Y el art. 2 (equivalente al art. 102 TFUE que prohíbe el abuso de posición dominante) se refiere a la “monopolización” y, nuevamente, hace referencia a la “combinación”, esto es, a la constitución de trust – no solo de sociedades anónimas – que reúna bajo él a las distintas compañías competidoras en un sector económico. No es extraño que, en 1903, el Tribunal Supremo aplicara la Sherman Act a una fusión entre sociedades de ferrocarril.

Dice Horwitz que el gran número de fusiones que se produjo entre 1898 y 1903

“parece tener su explicación en la conclusión jurídica de que los tribunales no aplicarían la Sherman Act para atacar la concentración empresarial que se produjera en forma de adquisiciones de otras empresas”,

o sea, mediante compra de las acciones de la otra sociedad o mediante fusión. La Sentencia E C Knight del Tribunal Supremo en 1895 estableció que «una fusión de competidores… no infringía las normas antitrust incluso aunque la resultante adquiriese la total capacidad de producción disponible en un sector industrial, porque las manufacturas – la industria – no podían considerarse <<comercio>> » en el sentido de la legislación antitrust. (Eric Hilt, Business Organization in American Economic History, 2015).

Si se une esto al hecho de que la doctrina ultra vires estaba en franca decadencia, se entiende que el recurso al trust y a los pooling de activos desapareciera y el Derecho de Sociedades recuperara el protagonismo. Ahora el problema no eran los Estados sino el Derecho Federal. Y las grandes sociedades sobornaron a los legisladores estatales para que éstos flexibilizaran el Derecho de Sociedades hasta el punto necesario para alcanzar los mismos objetivos que habían logrado con los trustla concentración empresarial – con el límite en el monopolio – y la concentración del poder sobre los activos de las corporaciones en manos de los administradores, suprimiendo la regla de la unanimidad para la disposición de activos o para aprobar fusiones.

La responsabilidad por el desembolso de las acciones (“trust fund doctrine”) y la doctrina del capital social como un fondo en garantía de los acreedores

 

El origen de la doctrina – nos recuerda Horwitz – asciende a Story en la sentencia Wood v. Dummer (1824) donde el famoso juez y profesor de Derecho dijo que “el capital de una sociedad anónima era un fondo – trust – que había de ser gestionado en beneficio de los acreedores sociales”. Es decir, es el “precio” que pagan los accionistas por no responder ilimitadamente ante los acreedores en caso de que el negocio societario quiebre. A los efectos que interesa, esta calificación del capital social como un trust fund tenía por objetivo apuntalar la idea de la personalidad jurídica propia de la sociedad anónima y el hecho de que “los accionistas eran sólo inversores, no propietarios, gestores o miembros de una corporación”. Pero era una doctrina que trataba de proteger a los acreedores de la sociedad frente a la falta de desembolso del capital social. Los acreedores no podían confiar en la cifra de capital publicada por la compañía si no había mecanismos que aseguraran que los accionistas habían desembolsado, al menos, el valor nominal de las mismas (íntegra formación del capital). Esta doctrina, sin embargo, fue abandonada progresivamente en la última década del siglo XIX (empezando por eliminar la responsabilidad por los dividendos pasivos de los sucesivos adquirentes de las acciones que no hubieran sido íntegramente desembolsadas si el adquirente había confiado en la mención, en el título, del carácter completamente desembolsado de la acción). Con ello, el Derecho norteamericano se apartó aún más del Derecho europeo en cuanto que la doctrina del capital social perdió cualquier relevancia.

El abandono de esta doctrina era una exigencia de la negociación en mercados anónimos de las acciones, negociación bursátil que se había extendido a finales del siglo XIX ya que los que adquirían acciones en un mercado anónimo no podían asegurarse de que las acciones que adquirían hubieran sido completamente desembolsadas.

Pero el desarrollo de los mercados bursátiles tuvo otra consecuencia: se alteró la posición del accionistas: de ser un partner con responsabilidad limitada (justificada por la doctrina del capital), pasó a ser considerado como la contraparte de la sociedad, esto es, como alguien que se relacionaba contractualmente con la sociedad mediante el contrato – sinalagmático – de suscripción de acciones (y, por lo tanto, carente de cualquier responsabilidad por las deudas que contraiga la sociedad anónima). De esta forma, la doctrina del “ente natural” acabó triunfando. Explicaba mejor la autonomía e incomunicación del patrimonio social respecto del patrimonio de cada accionista.

Y, de ahí a concentrar las competencias y los poderes en los administradores sociales iba sólo un pequeño paso. La separación absoluta entre accionistas y sociedad anónima hacía natural decir, a principios del siglo XX, que the powers of the board of directors… are identical with the powers of the corporation en contra de lo que se había dicho veinte años antes por el Tribunal Supremo, esto es, que las competencias residuales – las no asignadas expresamente en los estatutos sociales – corresponden a los socios. El Derecho de Sociedades de los Estados, sin embargo, atribuyó, cada vez más generalizadamente, todas las competencias a los administradores. El summum de esta doctrina – que hace desaparecer a los accionistas del gobierno corporativo – es el siguiente

“a comienzos del siglo XX, los tribunales afirmaban generalizadamente que, dado que los administradores eran los titulares primarios de todos los poderes atribuidos por los estatutos sociales, los poderes del consejo de administración era originarios y no delegados, y por tanto, que podían ser, a su vez, objeto de delegación”.

lo que se formulará, en los años 30, como el “absolutismo de los administradores” en la gestión de la sociedad. Con esta concepción, dice Horwitz, la sociedad anónima norteamericana había dejado de ser “una asociación de personas” para convertirse en “una agregación de capital” y, añadimos nosotros, en consecuencia, los administradores sociales más unos trustees a los que se asigna un patrimonio para que lo gestionen en beneficio de otros que unos agentes o mandatarios de los accionistas como miembros de la corporación.

La confusión entre corporación y empresa tiene mucho que ver con el carácter federal del Derecho norteamericano y con que la competencia sobre el Derecho de Sociedades corresponda a los Estados. Cuando esta competencia – en sentido de facultad para otorgar las concesiones – desata la competencia – en el sentido de competición – entre los Estados por atraer la constitución de sociedades a su registro (para cobrar las correspondientes tasas), las cuestiones jurídico-societarias (poderes de los administradores, derechos de los accionistas, gobierno interno de las corporaciones…) se conectan con mucha más intensidad que en Europa con la regulación de la actividad empresarial externa (Derecho antitrust) e interna (relaciones entre los accionistas y los administradores y relaciones entre los accionistas como grupo con los restantes stakeholders, esto es, con clientes, proveedores, financiadores externos, trabajadores…). En el Derecho Europeo esas cuestiones no estaban relacionadas con el Derecho de Sociedades sino con la regulación económica y, consecuentemente, se regulaban en normas aplicables a cualquier empresa con independencia de la forma organizativa. Se regularon las relaciones laborales para proteger los intereses de los trabajadores; se reguló la actividad comercial para proteger a los consumidores o se dictan leyes sobre distribución para proteger a los distribuidores. Pero en Estados Unidos, esta discusión, por las razones que hemos visto, se mezcla con el Derecho de Sociedades. Porque la forma que tienen las grandes sociedades anónimas a finales del siglo XIX de monopolizar el mercado (fusionando compañías regionales) y mantener el control de la empresa en manos de los administradores aprovechando las economías de escala y amasando el capital necesario – asegurando a los inversores la responsabilidad limitada y la liquidez – pasa, en EE.UU de forma singular, por poner a competir a los legisladores del Derecho de Sociedades, esto es, a los Estados. Éstos distorsionan el Derecho de Sociedades todo lo que sea necesario para satisfacer a su “clientela”. Añádase que son las grandes sociedades – las cotizadas, las de capital disperso – las que tienen incentivos para aprovecharse de la competición entre los Estados. Las sociedades cerradas carecen de tales incentivos, de modo que las “close corporations” y figuras como las “limited liability companies” no han sufrido semejante distorsión y alejamiento de los principios del derecho de sociedades de personas.

Esta evolución permite explicar los principales rasgos diferenciadores del Derecho de Sociedades norteamericano

 

Así, no es extraño el extraordinario desarrollo de los deberes fiduciarios en el Derecho norteamericano y que su origen esté en la posición del trustee, no la del mandatario. En efecto, la imposición de estrictos deberes fiduciarios a los administradores es la forma de reequilibrar las relaciones entre administradores y socios. Estos carecen de competencias pero tienen asegurado que los administradores actuarán en su interés. La posición jurídica que mejor refleja este equilibrio es la del trustee. Por el contrario, en el Derecho europeo, los deberes de lealtad de los administradores se han desarrollado mucho menos y mucho más tardíamente y sobre la base del mandato porque los socios disponen de las prerrogativas y competencias suficientes para controlar la conducta de los administradores.

Tampoco es extraño que, en realidad, no exista un Derecho norteamericano de Sociedades con una parte general como la que existe en los Derechos europeos. El alejamiento conceptual y doctrinal entre la partnership y la corporation provocado por la evolución que hemos descrito hasta aquí lo ha impedido.

Como hemos dicho, la confusión entre sociedad y empresa se explica bien una vez que se tiene en cuenta la estrecha relación entre la evolución del Derecho de Sociedades y la concentración económica que se produce en los Estados Unidos en el último tercio del siglo XIX: el Derecho de Sociedades se pone al servicio de estas estrategias y se convierte en «Derecho empresarial» en lugar de «Derecho de las organizaciones».

La distribución de competencias entre administradores y junta de socios sesgada extraordinariamente a favor de los primeros en el Derecho norteamericano también encuentra explicación en esta evolución.


Foto: JJBose