Por Juan Antonio Lascuraín
La reforma que se anteproyecta de los delitos sexuales tiene algunas virtudes. No voy a dedicar este valioso espacio a subrayarlas sino a destacar algunos defectos graves de los que considero que adolece. Que si tal es la disyuntiva, más vale dedicarse a mejorar el mundo que a alabarlo.
La indiferenciación
El primero de los aspectos que habría que «reformar de la reforma» es el de la indiferenciación. En el Código Penal actual se distinguen claramente los atentados contra la libertad sexual en dos capítulos: las agresiones sexuales y los abusos sexuales. Las agresiones, más penadas, se caracterizan por la utilización de violencia o intimidación. Los abusos, menos penados, se caracterizan por la falta de consentimiento suficiente y válido y por la ausencia de aquellos medios para imponer el contacto o la relación sexual. Puede ser que no haya consentimiento en absoluto (por ejemplo, actos sexuales con persona privada de sentido), o que la anuencia exista pero esté viciada (por ejemplo, se obtiene con prevalimiento de una situación de superioridad manifiesta) o no le demos validez (por ejemplo, el acto se ejecuta sobre persona de cuyo trastorno mental se abusa).
Creo que este sistema es en esencia correcto, aunque plantea algún problema de ubicación de conductas y algún problema semántico. Con la primera tacha me refiero a considerar que no hay violencia, ni con ello agresión sexual, sino solo abuso sexual, en los supuestos en los que la relación se impone “anulando la voluntad de la víctima mediante el uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia natural o química idónea a tal efecto”. A este problema y al exceso en su reparación en el Anteproyecto me referiré más adelante. El segundo defecto es comunicativo. Una de las enseñanzas de las reacciones sociales a las sentencias del caso de La Manada es que el término “abuso” parece demasiado generoso para lo que trata de denominar, y que a su vez no se entiende que se reserve el término “violación” a las agresiones sexuales con penetración y no califique otros atentados sexuales con penetración. Y es que tanto en la agresión como en el abuso se diferencia a efectos de agravación significativa si la relación sexual impuesta es una penetración, pero solo en el primer caso se denomina legalmente el delito como “violación”.
La reforma debería, pues, eliminar los vocablos “abuso” o “violación”, o utilizar este para todas las penetraciones atentatorias de la libertad sexual. Ambas cosas las hace a su modo la reforma, pero creo que torpemente, con un elevado precio, a través de la drástica decisión de unificar todos los atentados contra la libertad sexual y de calificarlos todos como “agresiones sexuales”. Esto es lo que haría el artículo 178 que se propone: “el” delito – el delito contra la libertad sexual, que se denomina “agresión sexual” – consistiría en realizar
“cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento”.
Y
“se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuya situación mental se abusare y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad”.
Esta estrategia cuenta ciertamente con el apoyo de no pocos académicos, pero no viene impuesta por el Convenio de Estambul, como pretende la exposición de motivos del Anteproyecto, en falso aval, quizás revelando la debilidad argumentativa de la idea unificadora en sí. Esa debilidad se sustenta, a mi juicio, dos serios inconvenientes.
El primero es de justicia y de prevención básicas, que aconsejan castigar más lo más grave y menos lo menos grave. Afirmado ahora en general, si el precio que tiene que pagar el delincuente es aparentemente el mismo, ya delinca para beneficiarse él, ya sea su intención la de dañar a la víctima, tenderá a emprender la conducta más grave, que coincidirá con la más beneficiosa para él o la más lesiva para la víctima, o ambas cosas.
Si la reforma sigue adelante va a constituir el mismo delito castigado con el mismo marco penal una agresión sexual impuesta mediante la navaja en el cuello de la víctima que la misma relación sexual realizada abusando de una situación de superioridad del autor sobre la víctima. Esto es, además de contraintuitivo en términos de justicia, ajeno a toda una laboriosa tradición penal empeñada en aquilatar minuciosamente el desvalor de las conductas antisociales. No es lo mismo matar, que matar a un menor de dieciséis años, que matar con ensañamiento, que matar con ensañamiento y alevosía, que matar con ensañamiento a un menor de dieciséis años. Nuestro Código Penal distingue hoy hasta cinco categorías de homicidios dolosos. Y no es lo mismo apoderarse de un bien ajeno, que hacerlo utilizando a menores, que hacerlo entrando por la ventana del lugar en el que está el objeto, que hacerlo además penetrando en casa habitada, que desapoderar de su cosa a alguien mediante violencia o intimidación, que hacerlo además con armas. Nuestro Código Penal distingue el hurto del robo y el robo con fuerza en las cosas del robo con violencia o intimidación en las personas. Y para cada una de las tres categorías precisa supuestos agravados y atenuados.
Ciertamente es muy grave el daño a la dignidad que supone quebrar la libertad sexual de una persona, pero también la iniquidad admite grados, y el daño a la libertad sexual admite grados, y para su sanción justa y para su prevención hemos inventado penas prolijamente adaptables a cada tipo de conductas. La libertad, y la libertad sexual, son tan importantes que, entre otras razones para su mejor protección, han sido objeto de una sofisticada atención normativa en torno a sus grados de limitación, al mayor o menor desvalor de las coerciones. Es «regresista» hacer tabula rasa de todo ello.
Además, porque otro precio de la indiferenciación, de meter conductas de desvalor muy distinto en el mismo saco, es el de otorgar al juez un aún más amplio marco penal para que elija la pena que mejor se ajuste “a las circunstancias personales del delincuente y a la mayor o menor gravedad del hecho” (art. 66.1.6ª CP). En la reforma, en el tipo básico, el juez podrá optar desde una simple multa hasta una pena de cuatro años de prisión, y en la violación, entre cuatro y diez años de prisión. Mala cosa es en un Estado de Derecho que haga el juez lo que tiene que hacer el legislador. Mala cosa para la seguridad jurídica y para la igualdad. Quizás no sobre recordar en esta materia que en el caso de La Manada las opciones de los jueces que conocieron del caso iban desde la absolución a los quince años de prisión. Y en el caso Arandina, desde los 38 años de prisión para cada uno de los tres acusados hasta cuatro, tres o ningún año de prisión.
Pena sin lesividad
La mayoría de los delitos sexuales son delitos contra la libertad. (Los hay también contra la indemnidad o intangibilidad sexuales.) Lo que lesionan es algo tan importante y ligado a la dignidad como es la libertad sexual, la potestad para autodeterminarnos en lo sexual, para entablar o no relaciones de tipo sexual. De ahí que uno de sus elementos esenciales sea la falta de consentimiento. En lo opuesto a ser víctima de un delito, participar en una relación sexual consentida es un modo de desarrollar libremente la personalidad. Ni podemos prescindir de la falta de consentimiento para definir (la mayoría de) los delitos sexuales ni, si queremos ser una sociedad decente, podemos prescindir de la regla de la presunción de inocencia para enjuiciarlos: solo podrá el juez penal afirmar la falta de ese consentimiento si lo constata indudablemente, más allá de toda duda razonable. Por supuesto que “no es no” y lo es para cada relación y para cada acto sexual, pero para reprochar a alguien que ha cometido un delito y para enviarle a la cárcel hay que probar concluyentemente ese “no”. Sabemos que la regla de la presunción de inocencia tiene siempre un precio, el de la absolución de muchos culpables, y aquí, además, normalmente, como parte de la carga de la prueba que corresponde a la acusación, el del doloroso testimonio de la víctima. Pero, más allá de cierta modalización de las preguntas de la defensa a esta, me temo que no hay modo de dejar de pagarlo que no sea a su vez más costoso desde la perspectiva de nuestros valores.
La valoración de que concurre una indudable ausencia de consentimiento exige la consideración de las aportaciones de las ciencias del comportamiento y, con ello, una perspectiva de género que interprete cabalmente el significado de las palabras, los silencios, los gestos y los actos de una mujer involucrada en una relación sexual. Pero tal perspectiva no puede trocar ni el objeto ni el estándar de valoración judicial, como propone la reforma al proponer que se entienda
“que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto”.
Esta regla supone, por un lado, hacer equivaler la falta de consentimiento a la falta de voluntad manifestada y expresa, y por otro restringir los medios de prueba de esta a los actos que reúnan tres características cumulativas: que sean exteriores, y a la vez concluyentes, y a la vez inequívocos. Por ello, acaba existiendo una identificación entre la falta de consentimiento y la falta de actos exteriores, concluyentes e inequívocos.
Creo que esta disposición normativa conduce a dos consecuencias insoportables. Si se trata de una regla sustantiva que asimila la falta de consentimiento a la falta de voluntad manifestada y expresa resultará que la norma es desproporcionada, al incluir la punición de conductas sexuales consentidas por la víctima, aunque con un consentimiento no manifestado, o no expreso, o no externo, o no concluyente, o equívoco. Si se trata de una regla procesal que indica cuándo hay que dar por probado el elemento fáctico típico de la falta de consentimiento, la regla será contraria al principio y derecho fundamental a la presunción de inocencia en cuanto considerable rebaja de la constatación del elemento más allá se toda duda razonable. Como afirma la penalista alemana Tatjana Hörnle, especialista en la materia y asesora de la reforma alemana al respecto, si para un observador hipotético “no está claro si hubo consentimiento, si la situación es realmente ambivalente, sería injusto castigar al supuesto agresor” (El País, 8 de marzo de 2020).
Las agravantes improcedentes
De entre las circunstancias agravantes hay dos que creo que hay que repensar, al menos en su consideración de agravación no potestativa, sino obligada para el juez. Una es la de que
“la víctima sea o haya sido esposa o mujer que esté o haya estado ligada por análoga relación de afectividad, aún sin convivencia”.
Sobre todo porque no contempla en rigor una agravante de género – ni se especifica que el autor haya de ser un varón, ni que su agresión se enmarque en un contexto de dominación o que tenga intención de instaurarlo -, dista de lo evidente que haya de considerarse siempre más grave la agresión sexual de la pareja o expareja que la de un tercero.
Asimismo, se agravará la pena
“cuando para la comisión de estos hechos el autor haya anulado la voluntad de la víctima suministrándole fármacos, drogas o cualquier otra sustancia natural o química idónea a tal efecto”.
Como apuntaba unas líneas más arriba, en la actualidad esta conducta se considera expresamente (art. 181.2 CP) como un abuso sexual y no como una agresión sexual. Esta benévola catalogación carece de fundamento. Si lo que diferencia la agresión del abuso es la utilización de violencia para salvar la ausencia de consentimiento de la víctima – o intimidación para obtenerlo, si es que a la anuencia así obtenida se le puede seguir llamando consentimiento -, la “anulación” de la voluntad de la víctima operando directamente sobre su cuerpo debe ser considerada como una modalidad de violencia. Respecto a libertad sexual y al modo de anegarla no parece que haya diferencia esencial entre darle un porrazo en la cabeza a la víctima para hacerle perder el conocimiento para así manipularla sexualmente y que el porrazo sea un porrazo químico sobre su cerebro.
¿Dónde está la crítica entonces? En que la conducta no solo se eleva en la consideración de su gravedad en un escalón, sino en dos. En la propuesta, este hecho no es sin más una agresión sexual – ciertamente en la propuesta a cualquier atentado contra la libertad sexual se le denomina con dudosa fortuna semántica “agresión” -, sino una agresión sexual agravada. Como la violencia física directa no es a su vez agravante, resultará, siguiendo con la imagen anterior, que ahora va a ser más leve el porrazo físico o la navaja en mano que el porrazo químico o el somnífero en la copa.
Y una laguna: la comisión imprudente
Sorprende que, en su manifiesta y loable intención de combatir las violencias sexuales, que afectan “de manera específica y desproporcionada a las mujeres”, el prelegislador se deje en el tintero la cobertura de una importante laguna de nuestro Código Penal: la sanción de ciertos atentados sexuales imprudentes, los que se derivan de un error vencible en el consentimiento o en la edad de la víctima.
Resulta que, si un acusado yerra negligentemente sobre el hecho de que la víctima consiente o sobre su edad inferior a dieciséis años, su conducta quedará impune. Se tratará de un error “sobre un hecho constitutivo de la infracción penal” que excluirá en todo caso la responsabilidad penal, pues la conducta se castigaría como un inexistente delito imprudente de agresión o abuso sexual (art. 14.1 CP). Esto, la impunidad de los delitos sexuales con esta clase de imprudencia, es lo que creo que, como han propuesto varios autores, debe remediarse con tipos específicos de agresiones imprudentes y abusos imprudentes. No hacerlo nos está llevando a dos consecuencias perniciosas: o bien la impunidad de conductas altamente reprobables, o bien, aún peor, el intento judicial de evitar lo anterior de dos maneras a cuál más injusta: negando fácticamente el error, afirmando que el sujeto conocía la edad o el consentimiento a pesar de que tal cosa no conste fehacientemente, y esto es una violación del principio de presunción de inocencia, o bien calificando jurídicamente como dolo (como dolo eventual) lo que en realidad es imprudencia, y esto es una violación del principio de culpabilidad.
Una reforma progresista
Una reforma progresista es una reforma justa. Y una reforma justa de los delitos sexuales es aquella que los previene eficazmente, tipificando todas las conductas graves contra la libertad sexual y graduándolas en su gravedad, y eficientemente, con respeto a nuestros principios, sin costes insoportables en los valores que rigen nuestro Derecho Penal. Esta reforma no es suficientemente justa, porque no es suficientemente eficaz ni suficientemente eficiente: se olvida de reprimir conductas gravemente imprudentes, no diferencia en la pena lo que es muy diferente en desvalor y envía a la cárcel a ciudadanos cuya culpabilidad no consta fehacientemente.
Foto: Alfonso Vila Francés