Por Luis Arroyo Jiménez

(La primera parte está aquí)

La respuesta del Tribunal de Justicia a las cuestiones prejudiciales formuladas por el Tribunal Constitucional en su ATC 86/2011 (aquí) se encuentra en la Sentencia de la Gran Sala de 26 de febrero de 2013, C-399/11, Melloni. Los problemas fundamentales que afronta la sentencia son los dos siguientes: primero, si los derechos a la tutela judicial y a la defensa reconocidos en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea prohíben o no las condenas impuestas en ausencia en supuestos como el del señor Melloni y, segundo, si, en caso de que el nivel de protección que la Carta dispensa a esos derechos (o a cualquier otro) sea inferior al propio de una Constitución interna, los órganos judiciales pueden o no mantener su estándar nacional más elevado. La respuesta del Tribunal de Justicia merece, como se verá, una valoración diferente en relación con cada uno de estos dos asuntos. 

La presencia del inculpado en el juicio

El Tribunal de Justicia hace suyo aquí el criterio del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Sejdovic, 81 ss.):

“[A]unque el derecho del acusado a comparecer en el juicio constituye un elemento esencial del derecho a un proceso equitativo, aquel derecho no es absoluto […]. El acusado puede renunciar a ese derecho por su libre voluntad, expresa o tácitamente, siempre que la renuncia conste de forma inequívoca, se acompañe de garantías mínimas correspondientes a su gravedad y no se oponga a ningún interés público relevante. Más concretamente, no se produce una vulneración del derecho a un proceso equitativo, aun si el interesado no ha comparecido en el juicio, cuando haya sido informado de la fecha y del lugar del juicio o haya sido defendido por un letrado al que haya conferido mandato a ese efecto” (49).

Siendo ése el canon de control iusfundamental, el art. 4 bis de la Decisión Marco, lejos de limitar el derecho fundamental, se limitaría a enunciar

“las condiciones en las que se considera que el interesado ha renunciado voluntariamente y de forma inequívoca a comparecer en su juicio, de modo que la ejecución de la orden de detención europea para hacer cumplir la pena a la persona condenada en rebeldía no puede someterse al requisito de que ésta tenga derecho a un nuevo proceso, con su presencia, en el Estado miembro emisor” (52). 

Esta respuesta plantea problemas de cierta relevancia. En primer lugar, el tratamiento de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos es discutible. Mientras que Estrasburgo ha exigido la concurrencia simultánea de los dos requisitos controvertidos para admitir que el inculpado ha renunciado implícitamente a su derecho a estar presente en la vista oral (Sejdovic, 87, 89, 92), el art. 4 bis 1 a) de la Decisión Marco y el propio Tribunal de Justicia se conforman con que se cumpla uno sólo de ellos. Al Tribunal parece darle igual, incluso, cuál sea éste (“[…] cuando haya sido informado de la fecha y del lugar del juicio o haya sido defendido por un letrado al que haya conferido mandato a ese efecto”). La diferencia entre lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dice y lo que el de Luxemburgo le atribuye no es menor.

En segundo término, al Tribunal Constitucional acaso no le fuera desconocida la jurisprudencia de Estrasburgo cuando formuló su reenvío. Lo que preguntaba a Luxemburgo era más bien si el nivel de protección que la Carta dispensa al derecho fundamental relevante era sólo el del Convenio (art. 52.3 I CDFUE) o si éste era uno de esos supuestos en los que el Derecho de la Unión comprende un nivel de protección más elevado (art. 52.3 II CDFUE). No dedicar ni una palabra a este asunto, expresamente planteado en el Auto de remisión, parece sencillamente inadmisible, especialmente en una decisión que reclama al Tribunal de un Estado miembro que reduzca el nivel de protección de sus derechos fundamentales. El silencio de la Gran Sala a este respecto es particularmente inexplicable si se tiene en cuenta que el Abogado General Bot sí se había enfrentado al problema en sus Conclusiones y había sugerido al Tribunal una respuesta que, con todos los problemas que planteaba, hubiera permitido alcanzar el mismo resultado. En su opinión, el nivel de protección del derecho que se deriva de la Decisión Marco era el adecuado para alcanzar sus objetivos, sin que, de las tradiciones constitucionales comunes, se derive la necesidad de protegerlo más intensamente, tal y como demostraría el hecho de que el precepto se aprobó por unanimidad (Conclusiones a Melloni, 83, 84).

Distintos niveles de protección del derecho fundamental

Que un mismo derecho resulte protegido en distinta medida en el marco de dos (o más) sistemas de protección iusfundamental no necesariamente ha de conducir a un conflicto entre normas. Pero puede, desde luego, hacerlo y Melloni era uno de esos casos: la Audiencia Nacional tenía que optar entre ejecutar la euroorden y vulnerar el derecho a la defensa del señor Melloni, tal y como éste estaba protegido por el art. 24 CE, o denegar la solicitud (o condicionar la ejecución) e incumplir la Decisión Marco, cuya validez desde la perspectiva del Derecho primario de la Unión queda confirmada en la sentencia del Tribunal de Justicia.

Es en este contexto donde cobra relevancia la cuestión formulada al Tribunal de Justicia: ¿puede el juez español optar por lo segundo a la vista del art. 53 CDFUE, que dispone que “[n]inguna de las disposiciones de la presente Carta podrá interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos, en su respectivo ámbito de aplicación, […] por las constituciones de los Estados miembros”?

El Tribunal de justicia, asumiendo, por cierto, una de las posibles lecturas planteadas en el ATC 86/2011, considera que el art. 53 CDFUE debe interpretarse de manera diferente según los casos. Cuáles sean esos casos y cómo se comporta la Carta en cada uno de ellos resulta de la lectura conjunta de la sentencia Melloni y de la sentencia Åkerberg Fransson, una resolución dictada también por la Gran Sala en la misma fecha.

Por un lado,

“en una situación en la que la acción de los Estados miembros no esté totalmente determinada por el Derecho de la Unión, las autoridades y tribunales nacionales siguen estando facultados para aplicar estándares nacionales de protección de los derechos fundamentales, siempre que esa aplicación no afecte al nivel de protección previsto por la Carta, según su interpretación por el Tribunal de Justicia, ni a la primacía, la unidad y la efectividad del Derecho de la Unión” (Åkerberg Fransson, 29).

En estos casos el art. 53 CDFUE debe interpretarse en el sentido de que configura el nivel de protección de la Carta como un estándar mínimo común, atribuyendo a ésta última, por tanto, una función subsidiaria en la tutela de los derechos fundamentales, en términos semejantes a los que corresponden al Convenio de Roma (art. 53 del Convenio). Parece como si el Derecho de la Unión admitiera aquí el desplazamiento de la Carta por parte de las Constituciones nacionales.

Por otro lado, en una situación como la de Melloni, en la que la acción de los Estados miembros se encontraba totalmente determinada por el Derecho de la Unión, de manera que aquéllos carecían de margen alguno de maniobra (de hecho, la ratio del art. 4 bis de la Decisión Marco es suprimir la que tenían), las autoridades nacionales no pueden aplicar sus estándares nacionales de protección iusfundamental, incluso siendo estos más elevados, si con ello afectan “a la primacía, la unidad y la efectividad del Derecho de la Unión” (Melloni, 60). En estos casos la Carta se comportaría como un instrumento de protección de los derechos fundamentales de carácter federal, en el sentido de que produce el desplazamiento de las Constituciones nacionales con independencia del nivel de protección que resulte de cada instrumento.

No es posible desarrollar aquí ni las dificultades que plantea, ni los méritos que presenta esta construcción jurisprudencial (al respecto puede verse el trabajo de D. Sarmiento). Baste decir que la doctrina tiene alguna trampa: ni en las situaciones Åkerberg admite el Tribunal de Justicia el desplazamiento de la Carta por las Constituciones nacionales, ni el Tribunal de Justicia diseña realmente dos reglas distintas para estos dos grupos de casos.

Lo primero, se hace evidente si se tiene en cuenta que el Tribunal de Luxemburgo permite aplicar los estándares nacionales más generosos sólo en la medida en que el Estado miembro que actúa en el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión disponga de margen de maniobra para adoptar decisiones diferentes. Es en el ejercicio de ese margen de actuación donde se plantea la posibilidad de que una de las posibles decisiones supere el estándar europeo y no el nacional. Jeremy F. es un claro ejemplo y, por referirse a la euroorden, permite contrastar el caso con la solución alcanzada en Melloni: la Carta no exige que las resoluciones dictadas en ejecución de una euroorden puedan ser objeto de un recurso suspensivo y la Decisión Marco reconoce a los Estados miembros un margen de maniobra al respecto, en cuyo ejercicio éstos pueden aplicar “sus reglas constitucionales relativas, en particular, al derecho a un proceso equitativo” (Jeremy F., 53). Pero, en este tipo de situaciones, la aplicación de la prohibición de optar por la decisión que no supera el estándar nacional y que resulta de la Constitución interna es indiferente desde la perspectiva del Derecho de la Unión. No hay, por tanto, norma europea alguna cuya aplicación resulte desplazada en beneficio de la norma interna porque en esos supuestos verdaderamente no se produce una contradicción internormativa. En el telegrama que ha llegado a la sede del TC se puede leer: “Te dejo el mando de la tele mientras yo esté fuera de casa”.

Lo mismo ocurre con lo segundo. Tanto en un grupo de casos como en el otro la regla que configura las relaciones entre los dos sistemas es las misma: la Carta impide la aplicación de la norma iusfundamental interna (i) si ésta protege menos el derecho fundamental y (ii) si, incluso de no hacerlo, ello pudiera afectar “a la primacía, la unidad y la efectividad del Derecho de la Unión”. Lo que ocurre es que en las situaciones Åkerberg el Tribunal admite la posibilidad de que no se produzca tal efecto, mientras que en las situaciones Melloni esa posibilidad queda excluida radicalmente. En definitiva, la aplicación del mismo criterio en contextos diferentes arroja resultados así mismo diferentes, pero el criterio del Tribunal es el mismo.

A todo esto, mientras los tribunales conversaban y la Audiencia Nacional esperaba a ver qué pasaba con su euroorden, el señor Melloni se encontraba en paradero desconocido. Supongo que en Luxemburgo a nadie se le pasó por la cabeza que, si se trataba de ejecutar una orden de entrega, el sujeto pudiera no estar en condiciones de ser entregado.