Por Juan Antonio García Amado

Planteamiento

Toda norma jurídica general y abstracta necesariamente iguala y diferencia al mismo tiempo. Veámoslo con un sencillo ejemplo. El artículo 386.1 de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, establece que la jubilación por edad de los Jueces y Magistrados es forzosa y será a los setenta años (con la salvedad contemplada en el segundo párrafo de ese apartado y de la presente en el apartado 2 de ese mismo artículo). Esa norma iguala, a efectos de jubilación, a todos los jueces y magistrados de setenta años y no toma en cuenta circunstancias particulares de unos u otros, como puedan ser su estado de salud en general, los años de servicio, el número de hijos que tengan, si recibieron o no sanciones durante su desempeño profesional, si son hombres o mujeres o si se adscriben o no a calificaciones sexuales binarias, si al alcanzar esa edad pertenecen a uno u otro tribunal o juzgado, si accedieron a la carrera judicial por unas u otras vías, etc., etc. Esa misma norma diferencia, pues para todos para los jueces y magistrados impone un tratamiento diferente del de otros grupos profesionales, como los funcionarios de clases pasivas, que tienen su jubilación forzosa a los sesenta y cinco años, según el artículo 67.3 del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público.

Toda norma general y abstracta puede ser atacada por lo que iguala o por lo que diferencia. Así, se puede argumentar que no es justo que la ley, a efectos de edad de jubilación forzosa, trate igual a los jueces de setenta años que están en plana forma física y mental y a los que sufren achaques propios de la edad, a los que tienen hijos o nietos a su cargo y a los que están libres de cargas familiares, etc. Y se puede igualmente alegar que no es justo que sea diferente la edad de jubilación forzosa para los jueces y para otros funcionarios públicos con muy altas responsabilidades también. Pero por lo común el ataque no se hará aduciendo sencillamente lo injusto de la equiparación o de la diferenciación, sino que se echará mano de otros argumentos. Lo habitual es que la igualación sea cuestionada con base en el principio de proporcionalidad y se tenga, por tanto, como desproporcionada; y que la diferenciación de trato se cuestione como contraria a la igualdad.

Ahora bien, hay en eso último un matiz muy importante. Si la diferencia de trato se considera discriminatoria por contraria al principio de igualdad, lo procedente sería considerar que la norma diferenciadora es inconstitucional y tendrían los jueces que así lo enfoquen que plantear la cuestión de inconstitucionalidad o que aplicar a rajatabla la norma diferenciadora en cuestión si ya ha sido calificada como constitucional por el Tribunal Constitucional. ¿Solución? Combatir la diferenciación haciendo ver que no es propiamente discriminatoria por contraria al artículo 14 CE, pero sí opuesta a otro principio constitucional. Con esa argucia dialéctica consiguen los tribunales inaplicar normas legales que diferencian de modo no contrario al principio de igualdad y hacen esos tribunales que la distinción legalmente sentada y constitucionalmente admisible quede en papel mojado. Allí donde la ley trata diferentemente, los jueces imponen una normatividad igualadora, siempre con base en un principio que se trae a colación para cargarse lo que la norma manda y derrotarla, y haciendo como si hubiera vencido el Derecho de verdad, que es el que fluye de los principios.

Una sentencia, entre tantísimas

Veamos esto último con el ejemplo una sentencia particularmente clara al efecto, la 1305/2023 de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.

La Ley 40/2003 de Protección a las Familias Numerosas dice en su artículo 2.1 que

A los efectos de esta ley, se entiende por familia numerosa la integrada por uno o dos ascendientes con tres o más hijos, sean o no comunes”, y en el apartado 3 de ese mismo artículo 2 leemos que “A los efectos de esta ley, se consideran ascendientes al padre, a la madre o a ambos conjuntamente cuando exista vínculo conyugal y, en su caso, al cónyuge de uno de ellos.

Queda claro que, a tenor de tal norma, cuentan como ascendientes beneficiarios el padre y la madre si están casados, pero no cuentan el padre y la madre como ascendientes beneficiarios, ambos, si no están casados, en cuyo caso sólo será beneficiario el que lo solicite, no su pareja y aunque sea progenitor biológico de los hijos. Es el tratamiento general que la ley prevé, y no contempla situaciones como la de la pareja de hecho formalmente inscrita como tal en cualquiera de los registros al efecto existentes o que a otros efectos legales sirvan.

En el caso que la sentencia resuelve, una pareja de hecho, hombre y mujer, tenían tres hijos comunes. El padre solicitó el título de familia numerosa y le fue concedido, figurando como beneficiarios él y los tres hijos, pero no la madre, pues no estaban casados el padre y la madre, aunque sí inscritos en el registro de parejas de hecho.

La madre reclamó ser incluida como beneficiaria y le fue denegada tal solicitud, con base en la norma hace un momento citada. Apeló judicialmente y se le dio la razón en primera y segunda instancia. La Junta de Andalucía recurrió en casación y el Tribunal Supremo, en esta sentencia que comentamos, ratificó las sentencias anteriores y extendió el derecho a esa madre no casada.

Los argumentos del Tribunal Supremo, en esta sentencia, son los siguientes:

1º) La Ley de Protección a las Familias Numerosas “entronca con el artículo 39.1 de la Constitución que manda a los poderes públicos asegurar la protección social, económica y jurídica de las familias”. En opinión del Tribunal, no ha de importar si el vínculo entre los progenitores es conyugal o no, pues el principio protector de la familia ha de imperar tanto en un caso como en otro. “El vínculo conyugal se justifica como garantía formal de que hay una convivencia familiar estable e indefinida en el tiempo”, pero también “hay garantía formal de la realidad de una convivencia more uxorio tratándose de convivientes que no desean contraer matrimonio”, siempre y cuando que estén inscritos en un registro de uniones de hecho.

El legislador quiso distinguir, pero el Tribunal no admite la distinción, porque la estima opuesta al principio constitucional de protección de las familias, pese a lo cual se dirá también que la norma no es inconstitucional.

Tengamos en cuenta que no estamos hablando de que se niegue la condición de familia numerosa a esa familia del caso, sino de que no se incluye como beneficiaria a la madre, aunque sí al padre y a los otros tres hijos. Podría pensarse que estamos ante una discriminación entre progenitores casados y no casados, pero eso conduciría a poner en solfa la constitucionalidad de la norma en cuestión. Así que el Tribunal hace un razonamiento distinto, sin base en el principio de igualdad y con apoyo en el principio de protección de la familia. El hilo argumental de la sentencia podría sintetizarse así, juntando lo que dice con lo que implícitamente parece dar por sentado:

(i) La Ley de Protección a las Familias Numerosas busca la protección de la familia y está inspirada en el artículo 39 de la Constitución.

(ii) A efectos de ese principio, tan familia es la basada en el vínculo conyugal, como aquella cuyos progenitores mantienen una unión de hecho.

(iii) La razón por la que el legislador sólo aplica la condición de ascendientes de las familias numerosas a los cónyuges es una razón de seguridad jurídica en cuanto a la realidad de la relación.

(iv) Una pareja no casada, pero inscrita en un registro de parejas de hecho, ofrece, a tales efectos de seguridad jurídica, garantías iguales o parangonables a las de la pareja casada.

Por tanto, el tratamiento que por razones de seguridad jurídica aplica la ley a las parejas casadas puede y debe aplicarse a las parejas no casadas, a fin de satisfacer el principio protector de las familias.

Ese razonamiento imputa a la norma legal una finalidad que en la Ley no se explicita en ningún momento, como es la garantía de la seguridad jurídica y de algún grado de realidad de la pareja en cuestión. Con eso se incurre en un muy peculiar y modo de razonar, que podríamos esquematizar así:

(1) A los X se les da el tratamiento T porque tienen la condición C

(2) Los Y tienen la condición C

(3) Por tanto, debe darse a los Y el tratamiento T

Veámoslo ahora con un ejemplo:

(1) A los propietarios de coches eléctricos se les otorga en la ley una subvención del 15% del precio de compra del coche porque los coches eléctricos no emiten gases de escape.

(2) Las motos eléctricas no emiten gases de escape

(3) Las motos eléctricas deben tener una subvención del 15% del precio de compra

Según tal modo de razonar, siempre que se sabe o se da por sentado que una norma da un cierto tratamiento a una situación para cumplir con un principio, debe extenderse dicho tratamiento a toda otra situación que permita cumplir con el mismo principio.

Un ejemplo más. Imaginemos que hay una norma legal que prohíbe en todo tiempo la pesca de truchas con muerte y no hay ninguna norma que prohíba por completo la caza de palomas torcaces. Si decimos que lo que justifica la norma aquella es el principio de protección de las especies naturales, podrá un tribunal, razonando de ese modo, decir que, en razón del mismo principio, queda prohibida la caza de palomas torcaces. Siempre que con la nueva norma que se crea se realice el principio de la otra o que a la otra se atribuye como fundamento, parecerá justificada la norma nueva que sirva al mismo principio, y ello con total independencia de las razones que haya podido considerar el legislador como base de la distinción legal que así se suprime. Donde los principios así jueguen, dejan de tener relevancia los motivos del legislativo.

Las consecuencias de tal modo de pensar y argumentar son potencialmente revolucionarias, por no decir devastadoras. Supongamos que una norma legal rebaja al 3% el IVA de los libros y que se dice o se supone que lo hace para proteger e impulsar la cultura. Pongamos también que el IVA para las películas está legalmente establecido en el 6%. Pues bien, razonando de este modo que ya sabemos, cualquier tribunal podrá decretar que el IVA de las películas es del 3%, porque tanto es cultura la literatura como el cine y tanto se cumple el principio protector de la cultura con novelas como con películas. Las razones de mil tipos que el legislador pueda tener para sentar ese distinto régimen tributario se van por el sumidero ante el imperio arrasador de los principios y ante el afán justiciero y ostentosamente potente de la judicatura. Yo el Supremo.

2º) ¿Ha inventado el Tribunal una norma nueva o no ha creado ninguna y solo aplica las que ya estaban? El Tribunal dice que no, que no se innova la ley. Primero afirma que “sería deseable una reforma legal”, pero luego viene a contarnos que no hace falta en realidad, pues con las normas que existen se puede fallar como él falla y sin enmendar al legislador. Esto sería así porque las Comunidades Autónomas tienen su propia competencia para “reconocer la condición de beneficiarios a los dos convivientes ejerciendo su competencia en materia de asistencia social (artículo 148.1. 20ª de la Constitución), dentro de las bases de la normativa estatal o en la ejecución de la misma”.

Resulta que la Comunidad Autónoma tiene “competencia exclusiva en la promoción de las familias y de la infancia”, de acuerdo con el Estatuto de Autonomía de Andalucía, que es la Comunidad donde el caso sucede. Así que el Estado tiene competencia para proteger las familias numerosas y la ejerce con la Ley de Protección a las Familias Numerosas y esa misma Ley dispone (art. 5.2) que a las Comunidades Autónomas corresponde la competencia para reconocer la condición de familia numerosa, por supuesto de acuerdo con lo que esa misma Ley establece para que las familias lo sean. Pero el Tribunal afirma aquí que no, que la competencia para decir qué familia es numerosa, siempre con el ánimo de realizar el principio protector de lo familiar, es, en el caso, de la Comunidad Autónoma de Andalucía, porque el Estatuto de Autonomía dice en el artículo 17.2, bajo el rótulo “Protección de la familia”, que “en el ámbito de competencias de la Comunidad Autónoma, las parejas no casadas inscritas en el registro gozarán de los mismos derechos que las parejas casadas”.

O sea, que regular las familias numerosas es competencia del Estado, pero decir quiénes son beneficiarios de condición de familia numerosa es competencia de la Comunidad Autónoma, porque en la de Andalucía y en lo que ella es competente las parejas no casadas inscritas en el registro tienen los mismos derechos que las casadas. Un sindiós jurídico: en lo que el Estado es competente para decir cuáles son los derechos de las familias casadas y no casadas es competente la Comunidad de Andalucía porque en sus esferas de competencia las familias no casadas registradas tienen iguales derechos a las familias casadas.

Puestas las cosas de modo tan extraño, podríamos pensar que la doctrina casacional que la sentencia sienta afirma que, por lo expuesto, en la Comunidad Autónoma de Andalucía los progenitores de parejas no casadas tienen, ambos, el mismo derecho que los casados a ser beneficiarios de la condición de familia numerosa. Pero no, lo que como doctrina casacional se propone es esto otro: “resolvemos la cuestión de interés casacional objetivo declarando que la aplicación del artículo 2.3 de la LPFN no excluye que tengan la consideración de ascendientes los dos progenitores aun cuando no haya vínculo conyugal pero esté inscrita la pareja de hecho en un registro de uniones de hecho”.

Uno pensaría que o bien lo que se dijo de Andalucía vale solamente para las Comunidades que tengan en su Estatuto de Autonomía preceptos similares a aquellos, de modo que únicamente ahí los progenitores no casados serán asimilados a los casados en este tema, o bien la generalización de ese derecho de los no casados depende del principio de protección a la familia y no de particulares normativas autonómicas. Pero andamos en la procesión y repicando y se va a lo que se va: a imponer doctrinas por encima de la coherencia de las argumentaciones y al dictado de principios más o menos claros o más o menos neblinosos.

3º) Pero ¿es o no es inconstitucional la diferencia de trato que impone el artículo 2.3 de la Ley de Protección a las Familias Numerosas? Si fuera inconstitucional, el Tribunal no podría decidir con semejante alegría y tendría que plantear la cuestión de inconstitucionalidad y sentarse a esperar; así que corta por lo sano: la norma legal en cuestión es constitucional, pero él puede inaplicarla y hasta cambiarla por una nueva que sea mejor y más constitucional todavía. Mano de santo.

Véase qué curiosa argumentación: la diferencia de trato en la ley no necesita ser declarada inconstitucional, porque si se suprime en las sentencias la diferencia de trato ya no hay en la ley diferencia de trato. Atentos a esto: “el conviviente excluido del título está en la misma situación que el incluido y de cara a las cargas familiares, uno, otro o ambos en la misma situación que los ascendientes unidos en matrimonio”.

Y de propina se indica que como a las administraciones autonómicas les corresponde, según la Ley de Protección a las Familias Numerosas, reconocer la condición de familias numerosas a las que tengan los requisitos de tales, pueden esas administraciones reconocer esa condición también a las que no satisfagan las exigencias puestas por esa Ley. Algo así, supongo, como si una Comunidad Autónoma tuviera la competencia para cobrar un impuesto y, ya que lo cobra, se dice que puede también establecer los tipos impositivos diferentes de los que señale para ese impuesto la ley tributaria estatal. Prestidigitación jurídica.

Así da gusto tratar con normas legales no inconstitucionales, pero que tampoco se quieren aplicar. El control concentrado de constitucionalidad se torna en sibilino control difuso. Vean:

“[L]a resolución del litigio no pasa ni por expulsar del ordenamiento jurídico el artículo 2.3 de la LPFN ni por forzar su literalidad. El litigio se ventila en su aplicación. En esa norma lo determinante para incluir en un título de familia numerosa a los dos progenitores es que exista un vínculo jurídico que produzca efectos frente a terceros, vínculo que puede ser conyugal o una unión de hecho inscrita y a la que el ordenamiento reconoce efectos jurídicos. Ambos vínculos tienen el mismo presupuesto: unos progenitores y tres o más hijos y constituyen una familia numerosa, progenitores unidos mediante dos tipos de vínculos distintos, pero jurídicamente hábiles para producir el mismo efecto jurídico”.

La gran cuestión de fondo; o de cómo se transforma el sistema constitucional por entero

Cuando el legislador distingue o iguala, no hace más que lo que inevitablemente exige la norma general y abstracta, base del Derecho moderno. En un Estado constitucional de Derecho, el Derecho no da a cada uno en particular lo suyo, lo que individualmente y en sus precisas circunstancias merece, sino que, en el marco regulativo de que se trate, califica genéricamente acciones como la de matar, comprar un coche, tener tres o más hijos o tener setenta años, y lo hace igual para Agamenón y para su porquero. Esa doble operación de igualar a los destinatarios de un tratamiento legal común, pese a sus circunstanciales diferencias, y de diferenciar a los que quedan legalmente sometidos a tratamientos normativos distintos, a pesar de sus eventuales coincidencias, está sometida al requisito de constitucionalidad, naturalmente. La ley no ha de ser inconstitucional debido a que sus diferencias de trato sean discriminatorias y, por tanto, incompatibles con el derecho a la no discriminación del artículo 14 CE; y la ley no puede ser inconstitucional porque una igualación que lleve a cabo resulte incompatible con alguna norma constitucional. Así, una norma que estableciera un tipo único del impuesto sobre la renta sería difícilmente conciliable con el “principio” constitucional de progresividad (art. 31.1 CE). O también se dice a veces que ciertas normas igualadoras podrían constituir casos de discriminación por desdiferenciación. Pero lo que sea o no sea inconstitucional no lo digo yo ni decide su señoría, sino que queda fiado al juicio del Tribunal Constitucional. Así se en la Constitución del 1978.

En el sistema español, el control de constitucionalidad es (o era) concentrado y el juez que estime que el contenido de una norma legal está aquejado de inconstitucionalidad debe plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional, único competente para declarar la nulidad de una norma legal por incompatible con una norma constitucional. Pero los tribunales han descubierto un arma de alteración masiva de nuestro ordenamiento jurídico, como es la de no plantear la invalidez de la norma por inconstitucional, sino su mera inaplicabilidad por incompatible, en el caso, con una norma de la Constitución, norma que las más de las veces, si no todas, va a verse y tratarse como un principio constitucional, sea como sea que los principios constitucionales en el fondo se conciban.

De esa manera, se introduce una especie de control difuso de constitucionalidad por la puerta de atrás en un sistema constitucional que expresamente lo había rechazado. Pues, en efecto, donde propiamente el sistema de control difuso de constitucionalidad existe, los jueces y tribunales ordinarios no tienen la potestad de declarar nula por inconstitucional una norma con rango de ley, sino la de sencillamente inaplicarla por ese motivo, quedando en todo caso reservada la eventual declaración de inconstitucionalidad de la norma al órgano que constitucionalmente tenga reservada esa función de control abstracto de constitucionalidad. Algo que en cierta manera es similar a lo que ocurre en el ordenamiento español con el control de legalidad de los reglamentos (véase el artículo 27 de la Ley 29/1998 reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa), donde el juez de lo contencioso puede inaplicar el reglamento que estime ilegal, pero con la obligación de presentar la cuestión de ilegalidad al tribunal contencioso-administrativo competente para anular la norma en cuestión. Frente a esa carga para los jueces de lo contencioso que ejercen ese control difuso de legalidad de los reglamentos, los tribunales que pasan por encima de la ley se declaran más libres y despreocupados: pueden inaplicar una ley por razones de prevalencia de un principio real o supuestamente constitucional, pero no necesitan plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el TC.

Esa deriva tiene un paso más, que se da cuando el principio de marras ni siquiera es o se pretende que sea un principio constitucional. Así pasa cuando el Tribunal Supremo se saca de la manga principios como el de buena administración, sin molestarse apenas en anclarlo en precepto constitucional alguno, pero con potencia para excepcionar cualquier norma administrativa o para añadir jurisprudencialmente una nueva a base de diferenciar lo que la ley iguala, nada más que porque un principio es un principio, venga de donde venga, y donde hay principio no manda marinero ni vincula legislador.

Permítaseme un comentario más, para dar cumplida cuenta de la índole del desaguisado jurisprudencial. En la teoría del Derecho que ha arrasado las Facultades de Derecho, al menos en el mundo latino o iberoamericano, los principios derrotan y excepcionan en el caso a cualesquiera normas válidas, sean estas catalogadas como reglas o sean otros principios, pero esto hay que hacerlo ponderando y de la ponderación se dice que es bien objetiva y metodológicamente admisible cuando se siguen sus pasos tasados: test de idoneidad, tes de necesidad y test de proporcionalidad en sentido estricto. Valga eso lo que valga, reconozcamos al menos que se está forzando a un cierto esfuerzo argumentativo al tribunal que en un caso haga valer un principio por encima del contenido claro de la norma que de mano viene al caso y se interprete dicha norma como se interprete. Pero aquí, en nuestros pagos, los principios se imponen porque se imponen y excepcionan o derrotan, cuando excepcionan o derrotan, porque sí y sin rastro de ponderaciones ni zarandajas metodológicas y argumentativas.

Mientras que, en el principialismo ponderador al uso en la doctrina, un principio vence cuando argumentativamente se muestra por qué pesa más que la norma derrotada que con claridad venía al caso, ya que los hechos del caso encajaban perfectamente en su supuesto de hecho, en nuestro principialismo de andar por casa basta decir que el principio está y porque está gana. Y punto. De este modo resultará más sencillo y menos enredado el razonamiento de ese juez y tribunal que quiera decidir en equidad o para darle gusto a la moda, al poder o al discurso dominante del momento, saltándose el precepto legal plenamente constitucional y sin necesidad de decir mayor cosa que eso de que había ahí un principio que ordenaba hacer eso que la ley constitucional y sin tacha no permite. Lo curioso es que, ante ese modo de ponderar los tribunales nada más que para sus adentros y como si de una reviviscencia de la ‘libre convicción’ se tratara, los principialistas patrios callan y otorgan y con su silencio revelan que en realidad les importa un bledo la argumentación y su teoría y que con lo que disfrutan es con un judicialismo que haga de su toga un sayo y margine a voluntad la ley democráticamente legitimada y constitucionalmente no objetable. Parece que algunos piensan todavía que la revolución siempre pendiente la van a hacer ahora, contra la rancia legalidad clasista y patriarcal, unos jueces erigidos en vanguardia del pueblo y paladines de la justicia objetiva. Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Como los principios son potencialmente infinitos, de libérrima fuente y de contenido ad libitum, pero todos se pretenden expresión de densos imperativos morales, lo que en verdad se está operando es una alteración extrema del ordenamiento jurídico, cuyas normas, todas, quedan en su aplicación sometidas a un control de moralidad. El viejo sueño de la razón iusnaturalista, pero con tintes posmodernos y naturalezas bien versátiles, muy del gusto de una cultura que cambia seguridad por comodidad y certezas por consuelos. Un Derecho sin más mandato firme que el de hágase la justicia del caso concreto, pero procurando que contraríe a los menos de los que más importen y, ante todo, que no desagrade ni a los que cortan el bacalao ni a los que redactan, en los medios, el orden del día ideológico.


Foto: JJBOSE