Por Pol Candela

El conflicto

Cuando dos o más sociedades deciden llevar a cabo una modificación estructural, pueden encontrarse con el obstáculo de que el patrimonio que se transmite en la operación contenga acciones o participaciones sociales de otra entidad (la “sociedad participada”) cuya transmisibilidad se encuentra restringida, por ley o por pacto, mediante derechos de adquisición preferente o por la necesidad de recabar la autorización de la sociedad participada. Se produce una colisión entre el principio de sucesión universal, cuyo despliegue exige que estas acciones o participaciones no se transmitan aisladamente, sino como consecuencia de un traspaso en bloque del conjunto patrimonial, y las restricciones a la transmisión. En el plano formal se produce un cambio de titular de las acciones o participaciones, de manera que la modificación estructural aparentemente debería quedar cubierta por dichas restricciones (el “conflicto”).

En este conflicto concurren distintos intereses que operan en realidades y planos jurídicos diferentes. La Ley de Modificaciones Estructurales (LME) persigue el interés de facilitar ciertas operaciones de reorganización o concentración de empresas mediante el traspaso del conjunto patrimonial de una sociedad a otra. Y la Ley de Sociedades de Capital (LSC), pretende salvaguardar el interés en mantener el carácter cerrado de la sociedad evitando su extrañamiento a través del acceso de un tercero al círculo de socios.

Existen dos cuerpos normativos claramente diferenciables, el constituido por la LME, y el relativo a la LSC. Entonces, es correcto decir que con el conflicto anunciado “nos encontramos ante una falta de coordinación de normas” (Gállego Lanau, p. 414). Como el legislador no ha querido zanjar el conflicto definitivamente y curarse en salud estableciendo una regla que coordine ambas normativas a favor de la prevalencia de una u otra, debemos “determinar cuál de las dos se impone” (Ibidem). Ahora bien, si el ordenamiento pretende proteger los dos intereses, porque no se decanta explícitamente por uno u otro, dicha determinación debería mantener el equilibrio entre ambos. Esto nos plantea una cuestión que ha pasado desapercibida pero que es crucial, que es la perspectiva con la que debemos abordar este conflicto para determinar

qué normativa se impone

Alguna de las escasas resoluciones judiciales que se han pronunciado al respecto, han examinado la cuestión como si se tratara simplemente de un conflicto de normas (LME vs LSC). La SAP Madrid 296/2015, de 28 octubre plantea el conflicto como

un problema de naturaleza estrictamente jurídica como lo es el de determinar cuál sería la aplicable al caso de entre dos normas jurídicas en liza […] deberá aplicarse a ultranza ese principio general que exige el consentimiento del acreedor para todo cambio de deudor o si, por el contrario, ha de prevalecer […] el ámbito de las modificaciones estructurales (FD 2).

A lo que nos enfrentamos es a un concurso de normas que recaen sobre el mismo supuesto de hecho, una de esas dos normas ha de prevalecer y aplicarse con preferencia sobre la otra (FD 3).

Esta forma de abordar el conflicto no es suficiente. Si bien el origen del conflicto se encuentra en la falta de armonía o coordinación entre la LME y LSC, su resolución no puede quedar reducida a una simple cuestión normativa. El conflicto “no se puede resolver como si se tratara de un mero supuesto de conflicto entre normas jurídicas” (Viera González, pp. 1033-1034).

Cualquier antinomia normativa presupone que dos normas, con consecuencias jurídicas incompatibles entre sí que no pueden observarse simultáneamente, tienen un mismo supuesto de hecho que las conecta. Por consiguiente, tratar el conflicto como un conflicto de leyes presume que la transmisión universal de un patrimonio en el que se encuentran acciones o participaciones sociales y la transmisión singular de éstas constituye un mismo supuesto de hecho, por tratarse ambas de una verdadera y auténtica transmisión voluntaria por acto inter vivos de aquéllas.

La jurisprudencia y la tradición jurídica han ido formando un cuerpo de reglas y principios como criterios normativos para eliminar las contradicciones que se dan entre las leyes. Destacan, principalmente, el de jerarquía, especialidad, temporalidad, o el principio de consunción normativa, además del análisis de la literalidad, espíritu o la realidad social de las normas que se contradicen. Si aplicáramos el principio de temporalidad, llegaríamos al absurdo de que en las modificaciones estructurales a partir del 29 de julio de 2023 (entrada en vigor de la nueva LME), no se aplicarían las restricciones porque la LME sería posterior a la LSC. En la otra dirección, se podría concluir que para las sociedades limitadas son aplicables las restricciones, porque al utilizar la LME el término transmisión para definir el mecanismo de la sucesión universal en las distintas operaciones que regula, se estaría remitiendo implícitamente al art. 107 LSC, que regula el régimen limitativo de la transmisión voluntaria de las participaciones sociales.

Los principios de especialidad y consunción normativa difícilmente podrían aplicarse. En relación con el primero, nos encontraríamos con el llamado problema de la relatividad del principio de especialidad (Tardío Pato, p. 200). La LME puede ser especial respecto la LSC, mientras que la LSC también puede serlo frente la LME, en función del punto de vista que se adopte. Si atendemos al título o al mecanismo transmisivo, debería aplicarse la LME porque la forma de transmitir es especial respecto la transmisión ordinaria en el Derecho patrimonial, mientras que, si atendemos a la peculiaridad del activo transmitido, lógicamente la LSC sería especial porque regula individualmente la transmisión de las acciones y participaciones, y no la transmisión de un patrimonio en general.

Este inconveniente lo resuelve la SAP Madrid mencionada acudiendo al principio de consunción normativa, según el cual aquélla de las dos normas que proteja de forma más completa todos los intereses en juego se aplicará preferentemente frente a la norma que los proteja de forma parcial. La Sentencia se decanta por la inaplicación de las restricciones porque la LME protege tanto a las partes de la modificación estructural como a la sociedad participada acreedora mediante la constitución de las garantías previstas en el art. 13 LME. El problema de la aplicación de este principio es que sólo es útil cuando la sociedad beneficiaria de la restricción de la transmisión es al mismo tiempo acreedora de un crédito no vencido en el momento de la publicación del proyecto de modificación estructural. En el caso resuelto por la SAP resulta que la limitación consistía en la facultad de la sociedad participada de autorizar la transmisión de unas participaciones sociales que llevaban consigo unas prestaciones accesorias consistentes en obligaciones de financiación que todavía no habían vencido (art. 88 LSC). Ahora bien, para aquellos casos en los que la sociedad participada o sus socios no han recibido una singular forma de protección en la LME (cuando son beneficiarios de un derecho de adquisición preferente o de una cláusula de autorización no son técnicamente acreedores), el principio de consunción tampoco resultaría operativo, ya que ni la LME ni la LSC protegerían de una forma más completa que la otra los intereses afectados por la operación de modificación estructural.

Afrontar el conflicto como una antinomia normativa entre la LME y la LSC olvida también que, en muchas ocasiones, el conflicto no será enteramente normativo porque las limitaciones pueden tener su origen en los estatutos o en unos pactos parasociales y tener naturaleza contractual. Recordemos que la LME es imperativa para las sociedades que deciden adherirse a la LME llevando a cabo una modificación estructural, pero no para los terceros que decidan atribuir una u otra consecuencia a su relación jurídica para el caso de que una de las partes realice una modificación estructural. Estos casos no pueden ser resueltos como un conflicto de leyes, porque serán de aplicación las reglas de interpretación e integración contractual para determinar de manera exacta el concreto ámbito de aplicación y alcance de la restricción.

La aplicación de cualquiera de los criterios normativos que hemos apuntado tendría un resultado insatisfactorio, ya que haría prevalecer, ceteris paribus, una de las normas, o uno de los intereses, de forma definitiva y absoluta. Esta aproximación normativa al conflicto no tiene en cuenta la heterogeneidad y equivalencia de los intereses que hay en juego, por lo que resulta arbitraria. Si el ordenamiento no se decanta definitivamente por ninguno de los dos, la falta de coordinación entre la LME y la LSC no puede suplirse con la imposición de uno de ellos sobre el otro, precisamente porque ambos son igual de legítimos y dignos de protección y el legislador pretende salvaguardarlos para que ambos convivan.

Además, llegar a la conclusión de que (i) el conflicto entre la sucesión universal y las restricciones a la transmisión puede resolverse desde una perspectiva puramente normativa, (ii) o de que el conflicto parte de que la LME y la LSC regulan un mismo supuesto de hecho, supone abandonarse a la fácil simplificación de un debate complejo como el que aquí discurre. Básicamente porque no se compadece bien con el rigor que exige el estudio de las particularidades y del verdadero significado de la naturaleza jurídica de la institución relativa a las modificaciones estructurales, aquí concerniente.

El conflicto como el enfrentamiento o confrontación de intereses contrapuestos

Asimismo, un criterio de justicia material que consiste en la búsqueda de la supremacía de uno de los valores representados por las normas conflictuadas no es apropiado. ¿Por qué el interés en facilitar las operaciones de reorganización empresarial debería prevalecer necesariamente sobre el interés en mantener cerrada la sociedad? ¿O por qué este último debería primar sobre aquél?

Repárese que, en primer lugar, ambos intereses no son comparables. Operan en planos y realidades jurídicas distintas que responden a supuestos de hecho diferentes y, por ende, no podemos contraponerlos sobre la base de un criterio de criterio común. Por esta razón, y, en segundo lugar, “la existencia de estos distintos intereses obliga a un complejo equilibrio […] al inclinar la balanza hacia un lado haría que quedaran descubiertos otros intereses” (Segismundo Álvarez, p. 43).

a) Obliga a un ‘complejo equilibrio’ porque tratar el conflicto como una pugna entre ambos intereses nos obliga a valorar cuál de los intereses es “mejor” y la protección de cuál de ellos es más “justa” para el conjunto del sistema. Analizarlo bajo ese prisma, en base a criterios esencialmente económicos u observando cuál es más útil para el bienestar de la sociedad en general, es poco riguroso desde un punto de vista técnico. Porque es demasiado complejo para ofrecer soluciones jurídicamente seguras y constatables con datos positivos. Por lo tanto, decantarse por la prevalencia de la transmisión universal de todo el patrimonio o de las restricciones es un resultado que no puede ser comprobado de manera fiable, sino que necesariamente se corresponde con un juicio intuitivo que puede llevarnos a soluciones absurdas o injustificadas jurídicamente. Existen, en principio, argumentos de peso y convincentes para defender la preeminencia de la sucesión universal sobre las restricciones, y viceversa. Tan justa sería la defensa del primer interés, encarnado en la LME, como la del segundo en el terreno societario, de manera que el conflicto se tornaría irresoluble.

b) Quedarían por tanto ‘desatendidos otros intereses’, ya que no tendríamos la garantía de que la defensa de uno fuese más equitativa que la del otro. Recuérdese que, por un lado, el objetivo de política jurídica de la LME no es fomentar la industria de las operaciones de M&A, sino crear el marco jurídico adecuado para facilitar de forma eficiente los procedimientos de reestructuración empresarial. Por otro lado, el carácter cerrado de la sociedad en la que uno de sus socios lleva a cabo una modificación estructural es bastante relativo, como veremos. Ninguno de los dos intereses tiene, por ende, carácter absoluto, lo que consolida la tesis mantenida al inicio de que, si el legislador no se ha decantado definitivamente por ninguno de los dos, es porque pretende que la solución descanse en un criterio que persiga un mantenimiento equilibrado de ambos. De este modo, si queremos enfocar el conflicto como un verdadero problema jurídico,

Debe ser tratado como la concurrencia de distintos supuestos de hechos

Si nuestra labor como juristas consiste en distinguir una situación o supuesto de otro (Miquel), es preciso calificar de forma adecuada las concretas especificidades de la relación jurídica existentes en una operación de modificación estructural. Esto nos permitirá (i) resaltar que la sucesión universal y la sucesión singular pertenecen a ámbitos sustantivos diferentes que persiguen preservar intereses que operan en planos distintos, y (ii) asentar los criterios apropiados para decantarnos bien por la aplicación preferente de la transmisión universal, o bien por las limitaciones para su concreta transmisión.

Debemos partir de la diferencia entre las modificaciones singulares y las modificaciones universales de un patrimonio. En las primeras, el objeto del negocio jurídico transmisivo recae sobre concretos bienes, derechos o relaciones jurídicas que componen el patrimonio. Esta modificación se lleva a cabo a través de una transmisión particular porque son aplicables las normas de Derechos Reales, entre las que se encuentra el principio de especialidad o determinación (art. 609 CC), que se construye sobre la base de la función atributiva de los derechos reales, también aplicable, con otro significado, a la transmisión de créditos y relaciones jurídicas (se es titular de un crédito). En definitiva, con las modificaciones singulares el cambio se produce en el patrimonio, que es parte de la relación jurídica en la que se transmiten las acciones o participaciones sociales (art. 1911 CC), y éstas, a su vez, pasan a otro patrimonio.

Por el contrario, en la modificación universal de un patrimonio, el cambio no se produce en el patrimonio, sino en una esfera anterior a la que se refiere su composición, esto es, a la esfera de su titularidad. Lógicamente, del principio de especialidad antes referido se deriva que sobre un patrimonio no se puede ser propietario, ni el mismo puede ser transmitido, adquirido, ocupado o usucapido. Pero sí que sobre un patrimonio hay un titular, que es el que dota de unidad a los distintos elementos que definen y delimitan el conjunto patrimonial. El patrimonio es el objeto de la modificación estructural, y no parte contractual de la operación.

Ahora bien, como hemos dicho que un patrimonio no puede ser objeto de un negocio jurídico transmisivo concreto, es preciso que la ley nos permita prescindir del principio de especialidad para permitir, a su vez, que la transmisión de todos los elementos patrimoniales resulte de un solo título en unidad de acto. El instrumento que nos confiere el legislador para poder transmitir todo el patrimonio es el mecanismo de la sucesión universal, mediante el que la sociedad adquirente del patrimonio se subroga o sustituye al anterior titular, la sociedad transmitente. Pero el objeto de la operación de modificación estructural no es, técnicamente, el patrimonio, a pesar del sentido literal de la Directiva y LME al definir las modificaciones estructurales, sino la colocación del nuevo titular en la posición del anterior, porque un patrimonio en sí mismo no puede enajenarse. Y en la medida en que un patrimonio sólo puede tener un titular, la sustitución de dicho titular sí es posible llevarla a cabo por medio de un único título o negocio jurídico, y no más, con carácter ipso iure (arts. 105 y 151 Directiva 2017/1132).

Conclusión intermedia

Esta diferencia de identidades entre la transmisión singular de acciones o participaciones, sobre las que recaen las limitaciones, y la transmisión universal de un patrimonio a través de la sustitución de su titular por otro, no es baladí, pues que se trate de supuestos de hecho distintos tiene importantes implicaciones en el modo y procedimiento de la transmisión (causa negocial y precio de la operación, contenido del proyecto e informes de la modificación estructural, etc.), y en la composición de los intereses en juego.

El foco no debe recaer en qué régimen jurídico o interés debe prevalecer, sino en asentar los criterios jurídicos que, partiendo de la realidad que se esconde detrás de cada operación de modificación estructural, y de cada diseño del régimen transmisivo de las acciones y participaciones, permita a los operadores económicos saber de forma anticipada a la operación en qué circunstancias prevalecerá cada supuesto de hecho. Así garantizaremos el mantenimiento del equilibrio entre el interés a transmitir una unidad empresarial repeliendo cualquier obstáculo patrimonial y el interés en cerrar la sociedad participada frente a cualquier elemento ajeno.


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