Por Gabriel Doménech

 

El rebrote de la controversia

 

Tan sólo un día antes de que el Gobierno decretara el estado de alarma, publiqué en este Almacén una entrada en la que expuse las razones por las cuales hay que entender que las Comunidades autónomas son competentes para adoptar válidamente las medidas que, de hecho, varias de ellas ya habían establecido para contener la COVID-19 y que suponían graves restricciones de los derechos fundamentales de cientos de miles de personas.

Parecía que la tímida controversia doctrinal surgida a este respecto se había apagado, después de que tanto los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa como el Real Decreto 463/2020, por el que se declaró el estado de alarma, ratificaran sustancialmente las referidas medidas (véase Laura Salamero). Pero la polémica ha resurgido después de que haya finalizado dicho estado y las Comunidades autónomas hayan recuperado sus competencias ordinarias en materia de sanidad. La preocupante multiplicación de nuevos contagios en algunas zonas del país ha determinado que varias autoridades autonómicas (por ejemplo, de Galicia, País Vasco y Cataluña) hayan acordado medidas similares.

Y la polémica se ha vuelto notablemente intensa después de que algunos jueces hayan denegado, total o parcialmente, la ratificación de varias de esas medidas acordadas por la Generalitat de Cataluña (a favor de la competencia autonómica, véanse, entre otros, Alba Nogueira, Francisco Velasco,  Andrés Boix y Susana de la Sierra; en contra, Ana Carmona y Eva Sáenz).

En esta breve entrada abundaremos en las razones que expusimos en su día para defender la existencia de esta competencia autonómica y criticaremos los argumentos que se han esgrimido para negarla.

 

Un precepto legal cristalinamente claro

 

Para motivar esas medidas, las Comunidades autónomas han invocado el artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública (en adelante, LOMESP):

«Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible».

Este precepto permite literalmente a las autoridades autonómicas sanitarias adoptar cualesquiera medidas que se consideren necesarias para controlar el riesgo de una enfermedad transmisible, en la medida en que no limita ni restringe en modo alguno el tipo de medidas que cabe adoptar con ese fin.

Algunos autores han defendido, sin embargo, que este precepto no permite adoptar medidas de alcance general, pues el mismo sólo contempla la posibilidad de imponer restricciones que afecten a los enfermos, las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y a las situadas en el medio ambiente inmediato.

Esta interpretación es insostenible. Nótese que este precepto contiene dos incisos, que prevén la posibilidad de tomar dos tipos de medidas, respectivamente: (i) las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato; y, además, (ii) las medidas que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.

Si estas últimas sólo se pudieran adoptar para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, el referido segundo inciso resultaría redundante, sobraría, carecería de sentido. Y no es razonable interpretar una cláusula legal en un sentido que le priva de efecto (véase, mutatis mutandis, el art. 1284 del Código civil). Hemos de presumir que, si el legislador quiso añadir este segundo inciso, es porque así pretendía conseguir un efecto práctico adicional: posibilitar la adopción de medidas que afectaran a personas distintas de las mencionadas en el primer inciso.

Se ha sostenido que este precepto permitiría a las autoridades sanitarias adoptar medidas sanitarias individualizadas, que afectan a una persona o grupo de personas determinadas, pero no generalizadas, que limitan derechos de amplios sectores de la población.

Es obvio que nada hay en el tenor literal del artículo 3 LOMESP que preste el mínimo apoyo a esta interpretación. Más bien lo contrario. Este precepto no hace distinción alguna en función del número de afectados. Y ya sabemos: ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus.

 

No hay una reserva en favor de la Administración estatal para restringir los derechos fundamentales

 

Hemos escuchado que sólo la Administración central puede restringir los derechos fundamentales, pero esta afirmación carece de cualquier soporte en nuestro ordenamiento jurídico y no resiste mínimamente el contraste con la realidad.

El artículo 81 de la Constitución reserva al legislador estatal la regulación de estos derechos mediante ley orgánica, pero esta reserva (que se ha interpretado por el Tribunal Constitucional de manera muy restrictiva) no implica que sólo la Administración estatal pueda limitar estos derechos. La competencia de regulación no conlleva necesariamente la de ejecución. Nada impide que la correspondiente ley orgánica otorgue a las autoridades comunitarias (o incluso a las locales) el poder de restringirlos en un caso concreto. Eso es justamente lo que hace el artículo 3 de la LOMESP.

 

La competencia del Gobierno para declarar el estado de alarma y restringir derechos fundamentales en caso de pandemia no es excluyente

 

Se ha estimado que la competencia del Gobierno central para declarar el estado de alarma en caso de epidemias y adoptar las medidas sanitarias previstas en el artículo 11.a) de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (en adelante, LOEAES) («limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos») excluye que las Comunidades autónomas puedan adoptar medidas similares de alcance más o menos general, que afecten a una o varias poblaciones.

Esta interpretación es errada, en primer lugar, porque ni el artículo 116 de la Constitución ni la LOEAES exigen que para adoptar semejantes medidas generales se tenga que declarar el estado de alarma. Nótese, en particular, que el citado artículo 11.a) LOEAES tampoco distingue entre medidas individualizadas y generales.

En segundo lugar, si en este punto existiera una contradicción entre las LOEAES y la LOMESP, debería prevalecer esta última por ser posterior en el tiempo a la primera (art. 2.2 Código civil).

En tercer lugar, la tesis que criticamos parte implícitamente de la premisa de que aquí las competencias del Estado y de las Comunidades son excluyentes. Pero esta premisa resulta injustificada e injustificable. En atención a la mejor protección de los bienes jurídicos que se trata de salvaguardar, hay que entender que en esta materia debe existir y de hecho existe un cierto solapamiento o redundancia competencial. En situaciones de extraordinaria y urgente necesidad es relativamente probable que la autoridad pública que, desde una perspectiva ex ante, podría pensarse se encuentra en una mejor posición para actuar no lo esté efectivamente desde una perspectiva ex post, precisamente como consecuencia de acontecimientos extraordinarios, difícilmente previsibles a priori. De ahí que, para estos escenarios, el legislador confiera poderes de actuación a varias autoridades [no sólo a las estatales y a las autonómicas, sino también a las municipales; véase el artículo 21.1.m) de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen Local], a fin de mitigar el riesgo de que algunas de ellas se vean en la imposibilidad de ejercer sus competencias o, por las razones que sean, no las ejerzan efectivamente como sería deseable.

Es probable que el exceso retórico en el que incurrieron algunos miembros del Gobierno –y varios de sus incondicionales– para justificar la declaración del estado de alarma, al afirmar que este era imprescindible para confinar a la población, haya provocado una cierta confusión en este punto.

 

El poder estatal de mitigar algunos efectos negativos de las medidas de contención tampoco excluye la competencia autonómica

 

El Auto del Juzgado de Instrucción número 1 de Lleida de 12 de Julio de 2020 deniega la ratificación de las medidas de contención relativas a varios municipios leridanos por considerar que el artículo 3 LOMESP es muy «ambiguo», y porque

«entender  que  ese  precepto  permite  unas  medidas  de  tanta  gravedad  y  de  tantas consecuencias  de  todo  tipo, pero  especialmente  sociales  y  económicas  como  las que  se  pide ratificar, es  inaceptable,  especialmente  porque  precisamente el  Estado tiene  en  sus  manos  los  mecanismos  legales  oportunos  para  paliar  sus  efectos  en caso de adoptarse ese tipo de medidas».

El argumento es inadmisible. La Jueza inaplica lo establecido en una ley vigente simplemente porque no le gusta el resultado al que conduce su aplicación, porque le parece «inaceptable» que las autoridades sanitarias adopten medidas de tanta relevancia y gravedad. Pero que el resultado le disguste no es motivo suficiente para inaplicar la ley. Otra cosa sería que esta vulnerara la Constitución, lo que la Jueza no se atreve a sostener.

Por otro lado, el que unas medidas sanitarias de tanta gravedad sean adoptadas por las autoridades que ostentan las competencias ordinarias en materia de sanidad es no sólo aceptable, sino también deseable, en atención a que son precisamente ellas las que más experiencia y mejor información tienen para valorar los beneficios esperados e incluso los costes de tales decisiones (o, en otras palabras, su utilidad, necesidad y proporcionalidad).

El argumento de que la competencia corresponde en exclusiva al Estado porque este tiene en su poder los «instrumentos de mitigación» de los efectos negativos de las medidas resultantes tampoco se tiene en pie. En primer término, porque también las Comunidades autónomas disponen de instrumentos para paliar esos efectos (en materia de prestaciones sociales, vivienda, regulación de ciertas actividades económicas, regulación de ciertos procedimientos administrativos, etc.). Además, es evidente que los «poderes de mitigación» no constituyen un título competencial, no atribuyen competencia exclusiva al Estado sobre cualquier materia en la que se tomen decisiones cuyos efectos puedan ser mitigables por el mismo.

 

Una cláusula necesariamente indeterminada y abierta

 

Eva Sáenz ha venido a sostener que el artículo 3 LOMESP no satisface las exigencias del principio constitucional de legalidad en su vertiente material, pues

«ni especifica el derecho fundamental que puede ser restringido por [las] autoridades sanitarias ni, por supuesto, las condiciones y garantías de esa limitación».

La consecuencia de la excesiva indeterminación del precepto, según la autora, sería que este

«en absoluto cumple con los requisitos para permitir una acción gubernamental de limitación de derechos generalizada. En todo caso, permitirá una restricción de derechos a personas individualizadas con la consiguiente autorización judicial».

Y concluye que

«hoy por hoy, la única legislación que especifica la limitación de la libertad de circulación con las consiguientes condiciones y garantías» es la LOEAES.

Esta opinión nos parece muy cuestionable, por varias razones.

La primera es que, si bien el precepto considerado no precisa explícitamente las «condiciones y garantías de la limitación», estas pueden encontrarse en otros lugares del ordenamiento jurídico. Es claro, por un lado, que aquí la Administración sanitaria ha de respetar el principio de proporcionalidad: las medidas acordadas deben ser útiles, necesarias y no excesivas para proteger la salud pública frente al riesgo que supone la enfermedad de carácter transmisible. De otro lado, el artículo 8.6 de la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA) establece una importante garantía para el ejercicio de esta potestad: la necesidad de recabar la autorización o ratificación judicial para acordar las correspondientes medidas.

En segundo lugar, la indeterminación del art. 3 LOMESP está justificada. El Tribunal Constitucional ha admitido la posibilidad de que las normas que limitan derechos fundamentales contengan conceptos jurídicos indeterminados (v. gr. STC 69/1989). Lo que resulta constitucionalmente ilícito es que la indeterminación sea excesiva, que carezca de justificación, lo que en nuestra opinión no ocurre en el presente caso. Es muy probable que, en situaciones de graves crisis sanitarias, para las que está pensado dicho precepto, surjan problemas imprevistos e imprevisibles, que el legislador no pueda anticipar y regular con detalle, pero a los que hay que dar una respuesta pública inmediata y, con frecuencia, drástica. Semejante habilitación genérica confiere a las autoridades administrativas la flexibilidad precisa para dar una respuesta adecuada a estas situaciones de extraordinaria y urgente necesidad. Es cierto que el legislador podía haber concretado algo más el elenco de medidas que cabe adoptar en estas situaciones y que seguramente sería deseable que lo hiciera en un futuro próximo a fin de despejar dudas (César Cierco y Susana de la Sierra). Pero, por las razones expuestas, no parece conveniente que el correspondiente listado tenga un carácter cerrado y exhaustivo, sino, por el contrario, abierto y ejemplificativo, que incluya una cláusula general como la contenida en el art. 3 in fine LOMESP.

Nótese que también en otros ámbitos de nuestro ordenamiento jurídico encontramos habilitaciones genéricas análogas, cuya conformidad con la Constitución nadie nunca ha puesto en duda (véase, por ejemplo, el art. 129.1 LJCA).

En tercer lugar, debe señalarse que apenas existe diferencia entre la LOMESP y la LOEAES en cuanto al grado de precisión con el que se regula la posibilidad de limitar derechos fundamentales. En relación con el estado de alarma, esta última Ley sólo especifica que el Gobierno podrá «limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos» [art. 11.a)]; y que la autoridad competente podrá adoptar, además, las medidas «establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas» (art. 12.1) [¡como la LOMESP!]. Puede apreciarse que, más allá de disponer que esas medidas deben respetar el principio de proporcionalidad, tampoco en la LOEAES se concretan las condiciones de ejercicio de esta potestad ni sus garantías. Es más, hay una amplia remisión, a modo de cláusula de cierre, a lo dispuesto en la LOMESP. Es decir, si la LOMESP vulnera el principio de legalidad, también lo hace la LOEAES, por remisión.

Finalmente, debe señalarse que la consecuencia que según Sáenz se desprende de esta infracción constitucional no está prevista en norma jurídica alguna. Si el art. 3 LOMESP viola el principio de legalidad por su excesiva indeterminación, este precepto no puede servir de cobertura para dictar medidas generalizadas, pero tampoco para adoptar medidas individualizadas. No se adivina por qué razón hay que hacer aquí una distinción y entender que los preceptos legales que vulneran dicho principio constitucional pueden aplicarse, pero «sólo la puntita», sólo si las restricciones afectan a un número relativamente pequeño de personas.

 

¿Interpretación restrictiva de una norma que protege la vida y la integridad física?

 

Al objeto de negar que el art. 3 LOMESP habilite a las autoridades autonómicas para adoptar medidas más o menos generalizadas de contención de la COVID-19, se ha esgrimido que, en tanto en cuanto se trata de una disposición que limita derechos fundamentales, debe ser interpretada restrictivamente, o que debe escogerse aquella de sus interpretaciones más favorable para esos derechos.

El gran problema de este argumento es que el art. 3 LOMESP y las medidas que en él se prevén tienen un doble efecto; resuelven un conflicto entre dos conjuntos de derechos fundamentales: aquellos que se restringen, de los que derivan para las autoridades competentes la obligación negativa de respetarlos; y los derechos a la vida y a la integridad física, que imponen a esas mismas autoridades la obligación positiva de protegerlos. Y no se adivina por qué razón este conflicto ha de resolverse escogiendo la interpretación más favorable a los primeros y más perjudicial para los segundos. No se entiende por qué hay que interpretar restrictivamente una disposición legal que protege la vida y la integridad física de millones de personas, máxime cuando la interpretación restrictiva postulada es manifiestamente contraria a su tenor literal y tampoco viene respaldada por otras normas o principios de nuestro ordenamiento jurídico.

En estos casos, lo que hay que hacer es escoger la interpretación que logre un justo equilibrio entre todos los derechos e intereses legítimos afectados, es decir, una solución que no limite o desproteja inútil, innecesaria o desproporcionadamente ninguno de ellos. Así lo ha dejado sentado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una abundante jurisprudencia.

 

Necesidad de autorización o ratificación judicial para adoptar medidas de contención generales

 

Algunos autores y resoluciones han estimado que la autorización o ratificación judicial prevista en el artículo 8.6 LJCA sólo se requiere para adoptar medidas de contención sanitaria individualizadas, pero no para las que tienen un alcance más o menos general (César Cierco, pp. 61 y ss.).

Tres razones nos llevan a discrepar de esta tesis. La primera es que el art. 8.6 LJCA no hace distinciones en ese punto. Y recordemos que ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus.

En segundo lugar, no tiene mucho sentido eliminar esta garantía de los derechos objeto de restricción en aquellos casos en los que el número de afectados por las restricciones es mucho mayor. Lo razonable sería justamente lo contrario: reforzar las garantías, no debilitarlas.

En tercer lugar, la doctrina que criticamos podría dar a las autoridades sanitarias un incentivo perverso. En circunstancias en las que deberían adoptarse medidas de contención individualizadas, dirigidas a unas pocas personas, dichas autoridades podrían sentir la tentación de dar a las medidas un alcance general –y, por lo tanto, restringir innecesariamente la libertad de un gran número de individuos– con el objeto de esquivar el control judicial previo.

 

La debida deferencia judicial hacia las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias

 

Los jueces encargados de autorizar o ratificar sumariamente las decisiones acordadas  en esta materia por las Comunidades autónomas deberían mostrar una considerable deferencia hacia las mismas. Deberían reconocerles un amplio margen de apreciación para determinar si las medidas acordadas son o no proporcionadas. La razón es sencilla. Dichas Administraciones tienen más tiempo, mejores conocimientos técnicos y mayor legitimidad democrática que los jueces para efectuar las complejas valoraciones de riesgos y beneficios que implica ese análisis de proporcionalidad. Los jueces habrían de ser conscientes de que su capacidad de acertar en este punto es mucho menor que la de la Administración y, en consecuencia, tendrían que auto-contenerse al ejercer su control.

 

La posibilidad de desarrollar mediante decreto-ley las condiciones de ejercicio de la potestad conferida por el artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986

 

Un día después de que se denegara la ratificación judicial de las medidas de contención relativas a la comarca del Segriá, la Generalitat catalana aprobó el Decreto Ley 27/2020, de 13 de julio, por el que se establecían varias reglas para el ejercicio de la potestad prevista en el art. 3 LOMESP, y que luego se ha aplicado en varias ocasiones.

Ana Carmona ha esgrimido en contra de esta operación, en primer término, que

«emplear el decreto ley para limitar derechos fundamentales genera un vicio de inconstitucionalidad evidente, puesto que la afectación de los mismos queda expresamente vedada a la potestad de urgencia atribuida a los Gobiernos». Y, en segundo lugar, que «la limitación de derechos fundamentales que se propone llevar a cabo en el excepcional contexto generado por los brotes, cuyos destinatarios no son individuos concretos, sino todos aquellos que residen en los territorios afectados, exigiría declarar el estado de alarma en dicho ámbito geográfico».

De este segundo argumento ya hemos dado cuenta antes. Detengámonos ahora en el primero. El artículo 86 de la Constitución prohíbe, ciertamente, que los decretos-leyes «afecten» a los deberes, derechos y libertades de los ciudadanos reconocidos en su Titulo I. Pero el Tribunal Constitucional ha interpretado de un modo extremadamente laxo esta prohibición, hasta el punto de estimar, por ejemplo, que: un decreto-ley que expropia un grupo de empresas no «afecta» al derecho de propiedad privada (STC 111/1983); un decreto-ley que tipifica nuevas infracciones y sanciones administrativas no «afecta» al derecho fundamental a la legalidad sancionadora (STC 3/1988); y un decreto-ley que aumenta el tipo de cierto impuesto tampoco «afecta» al deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos (STC 137/2003).

A la vista de esta jurisprudencia y del contenido del citado Decreto-ley catalán, cabe razonablemente sostener que este es conforme con la Constitución. Resulta determinante a estos efectos el hecho de que el mismo no amplia las posibilidades que la Generalitat tiene de limitar los derechos fundamentales, sino que, por el contrario, las reduce, las constriñe, al someter el amplísimo poder que le confiere el artículo 3 LOMESP a ciertas reglas sustantivas y de procedimiento, reforzando así las garantías y la seguridad de los afectados. Se establece, por ejemplo, que las medidas: se adecuarán al principio de proporcionalidad; se establecerán teniendo en cuenta siempre la menor afectación a los derechos de las personas, y siempre que sea posible, se [ajustarán] territorialmente al mínimo ámbito necesario para su efectividad; advertirán explícitamente de su carácter obligatorio, en caso de tenerlo; indicarán su duración, que en principio no podrá ser superior a quince días, salvo que se justifique la necesidad de establecer un plazo superior, sin perjuicio de posibles prórrogas, etc.


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