Por Juan Antonio Lascuraín

 

Buena parte de los retos que las normas penales lanzan al principio de proporcionalidad lo hacen ya, no a si la pena es excesiva en relación con otras sanciones pensables o en relación con la lesividad de la conducta penada, sino con la existencia misma de esta lesividad. Cuestionan ya el primer nivel de proporcionalidad.

 

El reto de los actos preparatorios (segundo reto)

 

Un primer ámbito en el que esto se discute tiene que ver con la lejanía del comportamiento con la lesión. Puede suceder que un sujeto pretenda lesionar un bien jurídico relevante pero que en la dinámica del plan que ha ideado esté aún bien lejos de hacerlo: que esté aún solo preparando su actividad lesiva. La punición de los actos preparatorios es excepcional en los ordenamientos democráticos por esta razón de lejanía – lo que hace el sujeto es, o es aún, muy poco peligroso – y por otra de ambigüedad – que en realidad preserva el principio de presunción de inocencia -: será difícil en ese momento lejano asignar indubitadamente a la conducta una orientación lesiva y no inocua. Por aludir a una norma polémica de nuestro ordenamiento desde tal perspectiva, será difícil asignar

la finalidad de capacitarse para cometer un delito de terrorismo” a quien “acceda de manera habitual a uno o varios servicios de comunicación accesibles al público a través de internet […] cuyos contenidos […] resulten idóneos para incitar a la incorporación a una organización o grupo terrorista, o a colaborar con cualquiera de ellos o en sus fines” (art. 575.2.2º CP).

Tradicionalmente las dudas de legitimación que plantean los actos preparatorios trataban de salvarse con dos cautelas: solo procedía el castigo penal si se involucraba a otras personas y si además los actos se dirigían a la comisión de concretos delitos graves. Ambas cautelas tienden, sin embargo, preocupantemente, a ser ignoradas por el legislador, como revela el ejemplo que ahora mismo ponía del autoadoctrinamiento terrorista, la pujante extensión de los delitos de mera pertenencia a grupos criminales, o que la punición de los actos preparatorios alcance a delitos como la estafa, el blanqueo, las negociaciones prohibidas a los funcionarios, la asociación ilícita o la desobediencia.

 

El reto de los delitos de peligro (tercer reto)

 

Bastante parecidas son las preocupaciones que suscitan los delitos de peligro; también mayores cuanto más se aleja la descripción típica de la definición de la generación de un concreto curso de riesgo que se dirige hacia un concreto bien.

El problema mayor de falta de lesividad – de falta siquiera de posible lesividad – lo suscitan los delitos que se limitan a penar un comportamiento por su peligrosidad estadística. Por mucho que esta sea sólida, lo que nos exige el principio de proporcionalidad es que se interpreten como atípicas aquellas concretas conductas en las que en su momento de realización queda excluido todo riesgo para el bien jurídico final que se desea proteger. Puede resultar sensato considerar como delito conducir bajo la influencia del alcohol o incluso conducir con una tasa de alcohol en sangre superior a 1,2 gramos por litro, pero no lo es condenar a quien bajo aquella influencia o incluso con esta tasa se limitó a cambiar de plaza su vehículo en el solitario aparcamiento comunitario del apartamento de la playa en un día de invierno a las 5 de la mañana.

 

El reto del paternalismo (cuarto reto)

 

La cuestión de los límites del paternalismo penal en un Estado democrático es en realidad una cuestión de proporcionalidad, de lesividad. ¿Puede acaso penarse una conducta que la supuesta víctima desea o al menos consiente? ¿Se puede decir que es lesiva si el titular del bien no la considera como tal? ¿Es lesivo, por ejemplo, que alguien intercambie un comportamiento sexual por dinero si ese alguien lo quiere, si para ese alguien no es lesivo? En un ordenamiento que parte del valor de la autonomía personal de los ciudadanos, ¿no es más correcto concebir los bienes jurídicos como disponibilidad sobre algo que como la objetividad de ese algo; como derecho a la integridad física, por ejemplo, que como la integridad física en sí?

En algunos de los casos más discutidos, como el homicidio, existen razones libertarias que avalan la prohibición penal de irrogar daños objetivos al bien con consentimiento del titular de tales bienes, como forma de preservación de su futura autonomía. Es más, la tipificación penal de la ayuda al suicidio – al suicidio posible sin tal ayuda – podría fundarse en la preservación de la libertad del suicida respecto a cualesquiera interferencias de terceros. En otros contextos, la ausencia de valor eximente del consentimiento del titular del bien se debe al intento colectivo, del ordenamiento, de hacer realidad los verdaderos deseos del afectado. Es el caso, por ejemplo, de la seguridad de los trabajadores.

Quizás las prohibiciones que encuentran mayores dificultades de legitimación son aquellas que se fundan en el grave daño a la dignidad de algunos o de todos los participantes voluntarios en un comportamiento. Es el caso, afortunadamente anecdótico, del denominado “lanzamiento de enanos”, o del muy ubicuo supuesto de la prostitución o de la pornografía. Sea como fuere, con independencia ahora de la compleja cuestión de la legitimación de la prohibición en sí, creo que una buena pauta de contención sería la de que, si el ordenamiento procediera a tal proscripción ex dignidad, el Derecho Penal debería dar un paso atrás por razones precisamente de proporcionalidad: por la rebaja de injusto que provee el consentimiento de los implicados.

 

La protección de los sentimientos (quinto reto)

 

El último ámbito de debate en torno a la proporcionalidad de la pena es el que con mayor o menor fortuna ha venido siendo etiquetando como la protección de los sentimientos. Se discute en este entorno si es legítimo que constituya delito la mera lesión de los sentimientos ajenos y si eso es precisamente lo que sucede cuando penamos el maltrato animal (art. 337 CP) o la profanación de cadáveres (art. 526 CP). En mi manera de ver las cosas debe responderse que sí a lo primero y no a lo segundo. Veámoslo.

Es notorio que no puede sancionarse una conducta por el mero hecho de que sea contraria a los patrones morales de otros y sea en tal sentido en el que hiera su sensibilidad. Quizás donde podamos encontrar ejemplos más gráficos al respecto sea en el ámbito de los comportamientos sexuales. Sería un negocio ruinoso en términos de autonomía prohibir a algunos adultos determinadas prácticas consentidas por los implicados en ellas porque tales prácticas hieren los sentimientos de otros, notoriamente muy terceros.

Diferentes son sin embargo los comportamientos realmente intrusivos de la autonomía ajena y en tal sentido objetivamente “perturbadores”. En nuestro ordenamiento existen indiscutidamente delitos de injurias y contra la integridad moral, en los que lo que desvaloramos precisamente es el daño relevante a la autoestima, a los sentimientos del afectado. Ciertamente es muy sutil esa frontera – ese resultado del pesaje de autonomías – entre el ámbito del ejercicio preponderante de la libertad de un sujeto y el ámbito de la protección preponderante de los intereses de otros. Piensen en los recurrentes supuestos de las ofensas a los sentimientos religiosos (art. 525 CP) y de los ultrajes a los símbolos del Estado o de las Comunidades Autónomas (art. 543 CP). Quien expone un cuadro que resulta agresivamente irreverente para los miembros de una confesión religiosa, ¿se maneja sin más en su esfera de libertad o menoscaba la libertad ajena en la medida en la que afecta a la pretensión objetivamente atendible de reconocimiento mutuo como presupuesto del libre desarrollo de la libertad?

Cualquiera que sea la respuesta a estos casos difíciles de lesividad, me parece relevante operar con una doble cautela. La primera es que una cosa es que la conducta sea lesiva y otra que deba ser penada. La lesividad es solo el primer escalón de la proporcionalidad; recuérdese que el tercero nos veda acudir a la pena si podemos solucionar el conflicto con recursos menos coercitivos, significativamente con sanciones administrativas.

La segunda cautela radica en la contemplación de los beneficios de la conducta lesiva. Puede ser que el acto o la expresión dañen relevantemente los sentimientos ajenos pero que constituyan una aportación expresiva al debate público: que estén amparados por la libertad de expresión. Es más: la trascendencia constitutiva de la libertad de expresión política – en el sentido más amplio de la palabra – para el sistema democrático hace que no solo, por supuesto, no pueda sancionarse su ejercicio legítimo, sino que tampoco deban sancionarse conductas de expresión cercanas a dicho legítimo ejercicio. Y ello por dos razones: porque al ser borrosa la frontera entre lo legítimo y lo ilegítimo su sanción disuade del ejercicio de la expresión sobre lo público, básico, como decía, para el entero sistema (esto constituye la denominada doctrina del efecto desaliento del ejercicio de derechos fundamentales); y porque la mera cercanía a la licitud – cierto valor expresivo – hace que disminuya el desvalor de la conducta y que su desvalor remanente sea insuficiente para recurrir a la pena. Creo que es esta una vía fructífera para justificar por qué no deben penarse ni la quema de banderas ni de fotografías de líderes políticos o de representantes políticos, o incluso, a pesar de su carácter simbólico, del Jefe del Estado (STEDH Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 13 de marzo de 2018).

Todavía un problema relacionado con la doctrina del efecto desaliento. Si el ejercicio ilegítimo de la libertad de expresión no debe ser penado, parece que deberá ser sancionado administrativamente. Pero cuando esto se dispone suele generar críticas e incomodidad. Baste recordar la Ley catalana de Comunicación Audiovisual o la Ley madrileña de igualdad.

Resulta así polémico, y creo que aún poco estudiado, cuál debe ser el ámbito de la potestad sancionadora de la Administración en su función de heterotutela. No parece corresponder enteramente a la realidad el paradigma de que el reparto protector entre el ordenamiento penal y el administrativo obedece a razones cuantitativas: que las más leves sanciones administrativas se imponen a los ilícitos leves, respecto a los que las penas darían un sensato paso atrás. No es así al menos para la protección de bienes tan personales como el honor o la intimidad y para, a su vez, la limitación de ciertas libertades básicas, tareas para las cuales nuestra tradición indica que desconfiamos de la Administración.

Lo que quiero decir es que quizás no podamos buscar en el Derecho Administrativo sancionador la protección a la que renunciamos en el Derecho Penal. La paradoja es, pues, que hay razones procedimentales para que los límites a la expresión política sean solo o fundamentalmente límites penales, y que a la vez hay razones materiales, de proporcionalidad, para que los límites no sean penales. Hasta ahora la cuadratura del círculo ha pasado por penas leves y por una interpretación generosa de la justificación penal ex expresión. Esa cuadratura podría pasar, pero esto habría que inventarlo, por un sistema judicial de sanciones no penales.

 

Maltrato animal, profanación de cadáveres

 

Algunos autores sostienen que el maltrato animal o la profanación de tumbas se justifican como delito porque lesionan los sentimientos de la mayoría de las personas vivas. Esta manera alambicada de ver las cosas – no protejo al pobre perro sino a las personas a las que nos repugna el maltrato al mismo – tiene un punto de partida harto cuestionable: que solo pueden ser bienes legítimamente protegibles los de las personas, y los de las personas vivas.

Ciertamente la comisión de cualquier delito, y más cuanto más grave es, hiere los sentimientos de los ciudadanos, pero no por ello decimos que radica en ello el objeto de protección penal. No decimos que el bien jurídico del delito de homicidio no es, o no es ante todo, la vida, sino el sentimiento de inquietud, dolor o repugnancia ante la conducta homicida. Cuando se maltrata a un animal se lesiona la integridad física del animal; cuando se profana un cadáver se atenta contra la dignidad del fallecido. La percepción alternativa es tan contraintuitiva como innecesaria. ¿Por qué un ordenamiento democrático no va a poder proteger a los animales, la memoria de los muertos o el medio ambiente de la próxima generación? ¿Tiene acaso la moral democrática que ser una moral exclusivamente antropocéntrica, en tal sentido egoísta? ¿Por qué razón moral no pueden reprimirse ejercicios banales de la libertad humana por intereses no estrictamente humanos? De acuerdo en que el punto de partida para el catálogo de los bienes protegibles puede ser el de la igual autonomía personal de los ciudadanos – su contenido y sus presupuestos -, pero ¿por qué no podrían integrar tal catálogo otros bienes fruto del acuerdo, del ejercicio coordinado de tal autonomía, si tal protección no atenta a los presupuestos de la misma?


Foto: JJBose