Por Juan Antonio Lascuraín

 

 

Continúo con la serie de los principios penales y sus debilidades prácticas que comencé con el principio de legalidad y continué con el principio de culpabilidad. Si los principios son al final directrices de justicia que parten de la Constitución y se dirigen al resto del ordenamiento jurídico indicando cómo debería ser conformado o interpretado, estos retos principiales no son otra cosa que una indagación acerca de dónde nos aprieta el zapato esencial de la justicia: tratan de constituir una especie de diagnóstico ordenado de la justicia penal.

 

El principio de proporcionalidad

 

No hay quizás principio más significativo que el de proporcionalidad para dibujar los límites del Derecho Penal: qué puede considerarse delito y cuánto puede penarse. La clave está en el valor que informa el principio, que es la libertad en sentido amplio, la autonomía personal, la capacidad de cada uno de generar planes de vida y llevarlos a cabo. Este valor, que está en el frontispicio de la Constitución democrática (art. 10.1 CE), es el que hace que el Derecho Penal sea tan antipático para el Estado democrático, pues lo que hacen las normas penales es ciertamente antiliberal o antilibertario – elija el lector el adjetivo que prefiera -: prohíben comportamientos y amenazan al que quiebre la prohibición con encerrarle, con privarle de la manifestación más primitiva de su libertad. La pena es por ello, en principio, un adefesio en la estética constitucional democrática; es un cuerpo extraño en el sistema, un cuerpo a disminuir e incluso, en el horizonte, a expulsar.

Si toleramos la pena es solo, precisamente, por su utilidad a la libertad. Porque sirve necesaria y ventajosamente a la libertad. En estos casos de actividades públicas a la vez positivas y negativas en términos de valor, el análisis racional de legitimación es el que procura el principio de proporcionalidad. Toda norma penal debe ser así una norma duplex, de efectos duales de sentido opuesto con determinada composición. Mientras que una de las caras de este peculiar Jano es, claro, penal, naturalmente coactiva, la otra busca la legitimación por su servicio ventajoso a la libertad. La norma penal será legítima si es positiva (si persigue un bien legítimo y de un modo posible), si reduce al máximo su componente negativo (si es mínima) y si además es mayor su cara positiva que su cara negativa (si es ventajosa). Explicado en negativo, haremos un mal negocio en términos de libertad si la norma penal en cuestión protege un bien que no es una libertad o una condición de libertad (un bien que no es un bien: si sancionamos por ejemplo las conductas homosexuales), o si persigue la protección de un bien valioso pero no es idónea para hacerlo; o si tal protección penal puede ser sustituida eficazmente por una pena más leve, o por otro tipo de sanción, o por una medida no sancionadora (¿para qué la cárcel si podemos solucionar el problema con una multa?); o, en fin, si la norma penal persigue un fin legítimo, y lo hace de un modo idóneo, y resulta necesaria, pero resulta finalmente excesiva. Si matamos moscas a cañonazos. Si daña más de lo que protege: si protege un ámbito de libertad de menor extensión que el que anegan la prohibición y la sanción.

Expresado el principio de proporcionalidad en un lema: la protección penal, para ser proporcionada en moneda de libertad, ha de ser legítima en su fin, posible, mínima y ventajosa. Si no, la pena no merece la pena.

 

El control de la proporcionalidad penal (primer reto)

 

Quizás el principal reto para la vigencia efectiva del principio de proporcionalidad sea el de su control. ¿Qué podemos hacer institucionalmente para evitar los excesos punitivos?

El problema más grave es el que afronta el Tribunal Constitucional cuando de controlar la ley se trata. En las cuestiones interpretativas y aplicativas de la norma penal el juez suele tener suficientes recursos normativos para penar demasiado o para evitar penar las conductas que carecen de lesividad relevante: tiene marcos penales flexibles y a veces alternativos; puede aplicar atenuantes analógicas y hacerlo para rebajar muy incisivamente la pena; en última instancia puede aplicar precisamente el principio de proporcionalidad para, en uso de lo que el Tribunal Constitucional denomina “razonabilidad axiológica” (STC 137/1997), determinar la insignificancia penal de un comportamiento que era subsumible en el tenor semántico posible del tipo. Si nada de eso funciona, cosa que se antoja muy excepcional, su último recurso será parar máquinas y elevar una cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional.

Más crudo lo tiene esta institución, que se verá en el difícil trance de controlar al Parlamento democrático desde el contenido de una norma tan abstracta como es el principio de proporcionalidad. Le resultará complicado determinar desde parámetros constitucionales que no hay lesividad. Respecto a la necesidad, que opera aquí como un principio en sentido estricto, como un mandato de optimización, le resultará complicado establecer que la norma no es mínima, que había un recurso eficaz de menor intensidad coactiva. Respecto a la eficiencia, le resultará complicado determinar si perdemos más que ganamos con la norma penal, entre otras razones por nuestra carencia de medidores mínimamente fiables.

Sabemos muy poco acerca de cómo funcionan las normas penales en las decisiones de los individuos: acerca de qué efectos preventivos tiene la mera criminalización, de cómo influyen en la frecuencia de la comisión de delitos las subidas o bajadas de las penas. Por no ser tan abstracto y recordar algunos debates recientes: ¿habrá menos agresiones sexuales si elevamos unas penas que ya son muy severas? ¿ha servido preventivamente la prisión permanente revisable en la evitación de asesinatos? ¿tiene ya efecto preventivo la mera criminalización por lo que tiene de proclamación de un bien como bien jurídicopenal como sostienen algunos partidarios de ampliar la punición en los supuestos de aborto consentido por la gestante?

 

La prudencia del Tribunal Constitucional

 

No solo no es de extrañar, sino que es de alabar la prudencia de nuestro Tribunal Constitucional en la aplicación del principio de proporcionalidad. Recuerden que su enfrentamiento lo es al legislador democrático, a partir de un principio y con un medidor bastante menos que aproximativo. Que en ocasiones se haya criticado con cierta dureza sus sentencias en los casos de los insumisos (STC 55/1996: pena mínima de dos años y cuatro meses a los objetores al servicio militar entonces obligatorio que se negaran a la prestación social sustitutoria) y del delito de negativa a la prueba de alcoholemia (STC 161/1997: pena mayor para este delito que para el de conducción bajo la influencia del alcohol) muestra, creo, que la aproximación de los críticos era bastante más política – que creo que es el campo natural del principio de proporcionalidad como control ciudadano del legislador – que jurídicoconstitucional.

De hecho, hubo una primera etapa en la jurisprudencia constitucional en la que el Tribunal entendía que el control material de las leyes penales era ajeno a su jurisdicción, salvo que la conducta típica constituyera el ejercicio de un derecho fundamental o que la pena fuera inhumana o degradante. Solo a mediados de los 90, a partir de la STC 55/1996, influido quizás por la jurisprudencia constitucional alemana, el Tribunal Constitucional asume el denominado “test alemán” de idoneidad, necesidad y proporcionalidad, añadiendo como primer escalón del análisis el de lesividad.

Por mucho que entrañara algún peligro futuro de exceso jurisdiccional, creo que esta era la dirección correcta. El Tribunal Constitucional hizo lo que tenía que hacer: proclamar un principio sin el cual el ordenamiento penal sería injusto, con la pedagogía que tal proclamación comportaba. Se informa a los poderes públicos – a los jueces penales, pero sobre todo al legislador penal – que resulta constitucionalmente ineludible que la proporcionalidad (la idea de la pena mínima y eficiente) informe su actividad punitiva. Cuestión distinta es la de que, como adecuado efecto compensatorio de esta jurisprudencia avanzada, el Constitucional se empeñara en dibujar y aplicar el principio de un modo deferente hacia el legislador democrático.

Repárese en las cautelas con las que se dibujan los juicios constitucionales de necesidad y de proporcionalidad estricta. Respecto al primero,

el control constitucional acerca de la existencia o no de medidas alternativas menos gravosas pero de la misma eficacia que la analizada, tiene un alcance y una intensidad muy limitadas, ya que se ciñe a comprobar si se ha producido un sacrificio patentemente innecesario de derechos que la Constitución garantiza […], de modo que sólo si a la luz del razonamiento lógico, de datos empíricos no controvertidos y del conjunto de sanciones que el mismo legislador ha estimado necesarias para alcanzar fines de protección análogos, resulta evidente la manifiesta suficiencia de un medio alternativo menos restrictivo de derechos para la consecución igualmente eficaz de las finalidades deseadas por el legislador, podría procederse a la expulsión de la norma del ordenamiento […]. Sólo a partir de estas premisas cabría afirmar que se ha producido un patente derroche inútil de coacción que convierte la norma en arbitraria y que socava los principios elementales de justicia inherentes a la dignidad de la persona y al Estado de Derecho” (STC 55/1996, FJ 8).

Y, por lo que afecta al juicio de eficiencia, solo se dará una desproporción constitucionalmente reprochable

“cuando concurra un desequilibrio patente y excesivo o irrazonable entre la sanción y la finalidad de la norma a partir de las pautas axiológicas constitucionalmente indiscutibles y de su concreción en la propia actividad legislativa” (STC 161/1997, FJ 12).

Un resumen de lo que quiero transmitir con mi reflexión anterior en torno a la preocupación por el efectivo control de que las normas penales no sean excesivas, es que la sede natural de ese control es la reflexión política y que la gran aportación del principio de proporcionalidad es la racionalización de esa reflexión: es la explicación de por qué las penas no deben ser excesivas en un ordenamiento democrático y de qué diversas maneras pueden serlo. Que en la práctica el control constitucional en esta materia sea muy limitado lo veo como un signo de salud democrática de nuestro sistema y de una adecuada asignación de poderes constitucionales.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo