Por Marta Lorente Sariñena

 

Resumen:  En esta entrada se ofrece una lectura de la presencia, evolución y principales problemas del constitucionalismo en Iberoamérica desde 1808 hasta la actualidad. Precedida de un balance historiográfico crítico así como de una reflexión metodológica, dicha lectura tiene como objetivo principal ofrecer una única cronología constitucional específicamente latinoamericana en orden a la identificación de los caracteres más básicos de las expresiones del constitucionalismo que se han ido sucediendo en la región desde las independencias hasta la actualidad. Calificadas en virtud de problemáticas distintas vinculadas a la cambiante comprensión de los derechos y libertades del sujeto o de los sujetos, esta contribución propone rotular tales expresiones como “constitucionalismo católico”, “constitucionalismo liberal o de fusión”, “constitucionalismo revolucionario corporativo” y “nuevo constitucionalismo latinoamericano”. Finalmente, se analiza la naturaleza de los diversos autoritarismos latinoamericanos diferenciándolos de las dictaduras militares del siglo XX.  

Palabras clave: Monarquía e Imperio; catolicidad; Constitución formal y material; individuo, Estado y naciones; derechos y libertades; autoritarismos y dictaduras.

 

Introducción: Constitucionalismo iberoamericano: entre la historia y la historiografía

Tras las primeras experiencias constitucionales modernas, el triunfo de la revolución emancipadora en Haití abrió un tercer ciclo constitucional atlántico (Baylin, 2009). Los ejércitos franceses tuvieron más éxito en la Península Ibérica que en la isla caribeña, cuya ocupación provocó la huida o el abandono de los hasta entonces titulares de la soberanía, los monarcas (1808). La ausencia de los reyes favoreció la puesta en marcha de diferentes procesos constituyentes que coincidieron en el tiempo y en el espacio; consecuentemente, las nuevas constituciones tuvieron pretensiones territoriales muy distintas: así, mientras que las iberoamericanas fueron pensadas para el conjunto de antiguos súbditos de las monarquías ibéricas, las latinoamericanas se fundamentaron en la quiebra de la unidad territorial de los imperios ibéricos.

Los textos constitucionales hispanoamericanos pueden consultarse aquí. Las Constituciones de Haití y los textos luso-brasileños aquí.

La consumación de las independencias en la región puso fin a la duplicidad constitucional iberoamericana (1824). Desde entonces hasta hoy, en Latinoamérica se han imaginado, discutido, aprobado, reformado y derogado cientos de constituciones. El elevado número de textos suele considerarse un indicador del escaso arraigo del constitucionalismo en la región, ya que guerras, revoluciones, pronunciamientos, caudillismos, reformas, derogaciones o dictaduras de hecho o de derecho han elevado la  ‘interrupción’ a la condición de enfermedad congénita del constitucionalismo latinoamericano, responsable a su vez de esa cierta mala fama que lo ha acompañado desde sus orígenes. Sin embargo, algo similar podría afirmarse respecto de la historia del constitucionalismo  continental europeo (Fioravanti, 2016), habida cuenta que desde la revolución francesa hasta prácticamente nuestros días, la interrupción estuvo presente en infinidad de experiencias constitucionales, lo que explica que un considerable número de los Estados que hoy forman parte de la Unión Europea sean democracias constitucionales jóvenes (Grecia, Portugal o España) o jovencísimas (todos los países de la antigua Europa del Este).

Con un punto de exageración, podríamos concluir que la historia del constitucionalismo latinoamericano ha sido tan antigua y desgarrada como la europea continental. Pero lo que interesa aquí no es hacer valoraciones tan arriesgadas como dudosas, sino simplemente subrayar un dato historiográfico: Son muy pocos los expertos que integren las experiencias ibero/latinoamericanas en la historia global del constitucionalismo moderno. La invisibilidad historiográfica del constitucionalismo latinoamericano constituye hoy un campo de investigación por sí mismo, toda vez que sus estudiosos tratan de responder a una conocida interrogante: À qui la faute? Aquí solo puedo limitarme a sugerir que dicha invisibilidad es una consecuencia entre muchas de la expulsión de Iberoamérica de las narrativas de la modernidad realizada por esa tradición intelectual europea que hunde sus raíces en el siglo ilustrado (Gerbi, 1974).  Como es sabido, la famosa reflexión ‘científica’ sobre la naturaleza americana, que según Buffon resultaba inferior a la del Viejo Mundo, fue trasladada a la sociedad por una serie de autores entre los que sin duda destaca Hegel, siendo así que a nuestros efectos podría resumirse en los siguientes términos: al igual que el león se convirtió en jaguar en el Nuevo Mundo, la constitución se degradó hasta hacerse irreconocible al entrar en contacto con el suelo americano.

Sin embargo, no cabe pasar por alto un dato más conocido si cabe que la disputa del nuevo mundo, a saber: los primeros que denunciaron la debilidad de las constituciones americanas no fueron intelectuales eurocéntricos sino revolucionarios latinoamericanos. Bolívar constituye el ejemplo más significativo ya que, en su opinión, las constituciones en América eran simples “hojas de papel” adecuadas sólo para las “repúblicas aéreas”. Desde entonces hasta hoy, la lista de frustraciones constitucionales ha crecido a ritmo acelerado y en proporciones geométricas, como bien ponen de manifiesto las palabras de ese enorme poeta que fue el Nobel mexicano Octavio Paz:

“La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, las ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser”.

Así las cosas, puede sostenerse que los extremos esperanza/frustración han marcado en uno u otro sentido los diferentes ciclos de la historia del constitucionalismo latinoamericano.

A pesar de todo, el constitucionalismo latinoamericano está de moda; dos han sido las causas del cambio. De un lado, el ascenso de la ‘nueva historia política’, superadora tanto de las ‘historias patrias’ cuanto de la excelente historiografía económica dominante hasta hace bien poco, ha hecho renacer el interés por el estudio del constitucionalismo latinoamericano. De otro, la explosión constitucional latinoamericana posterior a la caída de las dictaduras, que recuperando la democracia representativa en la región introdujo innovaciones constitucionales de calado, se ha convertido en objeto de estudio para investigadores de todo el mundo.

La literatura sobre las cuestiones arriba indicadas es abundantísima. La nueva historia política, marcada significativamente por la obra de F.X. Guerra, ha sido analizada en muchas ocasiones; un ejemplo en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, s. XIX (México: El Colegio de México,  2007). Lo mismo ocurre con el nuevo constitucionalismo; un ejemplo en  Nolte, Almut Schilling-Vacaflor (eds.), New Constitutionalism in Latin America. Promises and Practices (Routledge, 2016).

Todo apunta, en definitiva, a que la invisibilidad historiográfica del constitucionalismo latinoamericano tiene los días contados.

 

Algunas cuestiones metodológicas

Una segunda cuestión resulta tanto o más problemática que la anterior, ya que es bien sabido que la dignificación del objeto de estudio depende de la forma en la que este se aborda. Resulta, pues, necesario identificar aquellos obstáculos que han contribuido a degradar la historia jurídica latinoamericana (Duve, Pihlajamaki, 2015), siendo así que entre los más significativos destacan los siguientes.

Encabeza la lista el famoso ‘corsé nacionalista’ tejido por la historiografía tradicional, que desde el siglo XIX hasta hace bien poco se empeñó en hacer de las naciones sujeto y no objeto de historia. Las constituciones fueron concebidas como atributo o propiedad de naciones preexistentes que o bien no existían en el momento de darse una constitución, o bien no se consolidaron tras su aprobación. Así, por ejemplo, se ha solido considerar exclusivamente española la Constitución Política de 1812, cuando en puridad fue europea, americana, filipina y un poco africana; lo mismo puede decirse de las primeras constituciones hispanoamericanas, ya que ni las rioplatenses fueron argentinas sino cordobesas (1821) o santafesinas (1819), ni las neogranadinas colombianas o ecuatorianas sino cundinamarquesas (1811) o quiteñas (1812).

El segundo obstáculo desprende un cierto aroma neocolonial. El estudio del constitucionalismo latinoamericano ha estado marcado por una auténtica  ‘obsesión comparatista‘, según la cual lo que realmente importaba a la hora de hacer historia era determinar el grado de originalidad/desviación de textos y experiencias constitucionales latinoamericanas mediante su confrontación con modelos foráneos. Sin duda, la literatura sobre influencias o trasplantes ha contribuido enormemente al conocimiento de la historia constitucional latinoamericana, pero tampoco sobra recordar que ni hubo ni habrá quien desprecie servirse de experiencias ajenas para tratar de diseñar la propia. La excesiva focalización en el análisis de los trasplantes constitucionales en la historia latinoamericana tiene como presupuesto, consciente o inconsciente, un prejuicio eurocéntrico que, además de rebajar la capacidad de los constituyentes latinoamericanos, limita no poco la lectura y estudio de los  textos constitucionales.

El caso mexicano de la Constitución de 1824 resulta paradigmáticos a estos efectos, toda vez que los historiadores del constitucionalismo se han centrado más en el estudio de su relación con modelos foráneos que en el análisis de su relación con las constituciones estatales. Cfr. Beatriz Rojas (dir.), Procesos constitucionales mexicanos: la Constitución de 1824 y la antigua constitución (México: Instituto Mora, 2017).

En todo caso, la desnacionalización de la historia latinoamericana ha permitido crear un espacio historiográfico latinoamericano, lo que a su vez ha servido para simplificar el objeto de estudio de los expertos. Es por ello que hoy contamos con exposiciones generales de la historia del constitucionalismo latinoamericano, que, si bien son conscientes de su carácter heterogéneo, vienen identificando tanto su problemática estructural como las específicas de los grandes periodos en los que puede dividirse su historia. Las presentes páginas se han apoyado en ellas a la hora de exponer la atormentada vida de la Constitución en Latinoamérica (Gargarella, 2010; Mirrow, 2015; Portillo, 2016).

 

Crisis de las Monarquías ibéricas y  constitucionalismo católico     

 

Fundamentando el constitucionalismo iberoamericano: Historia vs. Voluntad

A pesar de que descontentos de todo tipo se habían acumulado en el seno de los imperios ibéricos antes de 1808, fue un factor exógeno el causante próximo de su crisis. En efecto, la invasión francesa de la Península determinó la apertura del ciclo constitucional iberoamericano, lo que permite no solo afirmar que aquella respondió más a imposición ajena que a voluntad propia, sino también comprender la reproducción de una misma problemática a lo largo de un periodo que grosso modo transcurre entre 1808 y las décadas centrales del siglo XIX. Ahora bien, el comportamiento de los monarcas ibéricos en 1808 determinó el rumbo de los subsiguientes procesos constitucionales. El traslado del Rey portugués y su corte al Brasil salvó dignidad regia propiciando la unidad de su territorio: ambos se mantuvieron tras la independencia brasileña en forma de imperio constitucional (1824-1889). Por el contrario, la vergonzosa conducta de dos de los miembros de la familia real española, que cedieron la Corona a Napoleón sin preguntar a nadie, no sólo arruinó el futuro americano del régimen monárquico, sino que además multiplicó el número de entidades políticas que se reclamaron sucesoras de la Monarquía de España.

En todo caso, 1808 actualizó el sentido de una conocida interrogante que, afectando por igual a una y otra monarquía, cuestionaba el valor constitucional de sus antiguas leyes fundamentales (Antonio M. Hespanha, “Qu´est-ce que la ‘Constitution’ dans les Monarchies Ibériques de l’Époque Moderne?”: Themis I-2 (2000) 5-18). Sabido es que el término constitución había cambiado de significado justo unos años antes, ya que tanto los constituyentes norteamericanos como los franceses decidieron que ni la venerada Constitución de Inglaterra, ni menos todavía las leyes fundamentales del reino francés, podían ser tenidas por constituciones (Gerald Stourzh, “Constitution. Changing Meanings of the Term from the Early Seventeenth to the Late Eighteen Century”, in Gerald Stourzh, From Vienna to Chigago and Back. Essays on Intellectual History and Political Though in Europe and America, Chicago: Chicago University Press, 2007, pp. 80-99). Como quiera que las nuevas constituciones-formales se opusieron frontalmente a las históricas-materiales, la mayor parte de los estudiosos convienen  hoy en los siguientes puntos respecto de las nuevas:

  • no eran un estado de cosas sino un texto jurídico;
  • no eran un ser sino un deber ser;
  • no eran descriptivas sino prescriptivas;
  • no remitían a otros elementos sino que se referían en exclusiva a ellas mismas y, finalmente,
  • no reflejaban un orden previo sino que fundaban uno nuevo basado en la participación política, el reconocimiento de los derechos de los individuos y la organización del poder en función de la garantía de los mismos.

Esta caracterización, empero, no alcanza a dar cuenta del primer constitucionalismo iberoamericano, en cuyo seno historia y voluntad congeniaron más que se opusieron. La historia legitimó la constitucionalización de la monarquía antes y después de las independencias: valgan aquí los ejemplos de las constituciones iberoamericanas (España, 1812; Portugal, 1822), alguna hispanoamericana (Cundinamarca, 1811) o la imperial brasileña (1824). A ello debe añadirse que muchos hispanoamericanos argumentaron que la ausencia del Rey obligaba a (i) revertir la soberanía a los diferentes cuerpos de la Monarquía para que la conservaran “en depósito”; y (ii) recuperar las antiguas leyes fundamentales en toda su pureza. Así las cosas, no resulta extraño que la fundamentación historicista de las libertades construida por peninsulares como Jovellanos o Martínez Marina, fuera replicada por el posteriormente independentista Servando Teresa de Mier, quien sostuvo que la carta de los derechos y libertades de los americanos se encontraba oculta en las monárquicas Leyes de Indias (Historia de la Revolución de Nueva España, antiguamente Anahuac, Londres: Guillermo Glindon, 1813).

Sin embargo, el argumento historicista devino ineficaz rápidamente, habida cuenta de que no proporcionaba respuesta alguna a la siguiente cuestión: ¿en quién residía la soberanía luego de 1808? La restauración de unas supuestas libertades históricas solo podía abordarse habiendo determinado previamente a quién correspondía la tarea y cómo debía realizarla, lo cual, a su vez, obligaba a interiorizar la noción voluntarista de poder constituyente. No por casualidad, el moderno concepto de constitución se extendió como la pólvora en toda Iberoamérica, dando lugar a la discusión y aprobación de numerosas normas antes y después de las independencias.

Por lo que se refiere al espacio hispanoamericano, 1808 supuso la quiebra tanto de la monarquía como del imperio. La acefalía del cuerpo político que era la Monarquía de España provocó el surgimiento de otros cuerpos políticos peninsulares y americanos, las Juntas, que se autoproclamaron herederas/depositarias de la soberanía del Monarca. Inmediatamente después, los nuevos sujetos protagonizaron lógicas constitucionales contradictorias: de un lado, la unitaria/peninsular, que pretendió imponerse mediante la convocatoria de unas Cortes bicontinentales; de otro, las independentistas hispanoamericanas, cuyos dirigentes más significativos o bien hicieron caso omiso del reclamo peninsular, o bien se desencantaron rápidamente, lo que ambos casos implicó la ruptura con la metrópoli y la subsiguiente aprobación de constituciones propias antes y después de 1824, cuya entrada en vigor estuvo determinada por el curso de la guerra. Algo similar ocurrió en el imperio luso brasileño, aunque con resultados muy distintos. En 1817, una revuelta terminó proclamando la república en Pernambuco, a lo que hay que añadir que otras de similar o idéntica naturaleza cuestionaron la unidad del territorio brasileño hasta los años cincuenta del siglo XIX. A diferencia de lo ocurrido en Hispanoamérica, las tendencias centrifugas no alcanzaron su objetivo y la monarquía sobrevivió a la disolución del imperio luso en tierras americanas, auto-limitando su poder mediante una carta otorgada, la Constitución Política del Imperio de Brasil, que mantuvo la esclavitud convirtiendo al Monarca en un cuarto poder, el moderador, y que se mantuvo vigente durante un periodo excepcionalmente largo (1824-1889).

La disgregación de hombres y territorios fue el primer problema del constitucionalismo iberoamericano. Así se entiende que los constitucionalismos iberoamericanos pretendieran imponer lógicas de agrupación, las cuales, en su mayoría, estuvieron abocadas al fracaso. En este frágil contexto, la problemática reubicación de la soberanía solo pudo abordarse asumiendo el moderno concepto de constitución fruto del poder constituyente, lo que sin embargo no implicó una ruptura con la historia a la francesa habida cuenta que los nuevos textos constitucionalizaron un gran número de presupuestos ideológicos y mecanismos institucionales de las monarquías ibéricas.

 

Las Constituciones

La más destacada de las constituciones del periodo fue la Constitución Política de la Monarquía española (1812), inspiradora a su vez de la Constitución Política de la Monarquía portuguesa (1822). Frustradas por las independencias americanas, ambas fueron derogadas/suspendidas por sus respectivos monarcas (la española por Fernando VII en 1814 y 1823, y la portuguesa por Juan VI en 1823). Sin embargo, la Constitución  gaditana siguió presente en Hispanoamérica tras las independencias, lo cual no significa que fuera ni la primera ni la única en su tiempo.

En efecto, la Constitución de 1812 fue precedida por constituciones neogranadinas (Socorro, 1810; Estados de Venezuela 1811; Cundinamarca 1811; Quito 1812), reglamentos constitucionales chilenos (1811, 1812), o fracasados Estatutos rioplatenses (1811). A ello hay que añadir que su promulgación en las ‘Españasno frenó la dispersión constitucional ni siquiera en aquellos territorios en los que se aplicó: así, al mismo tiempo que autoridades y corporaciones novohispanas juraban la Constitución de 1812, una insurrección de signo indigenista (1810) abrió un proceso que culminó con la promulgación del famoso Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana (Apatzigan,1814). Con todo, la “puesta en planta” de la Constitución de 1812 constituyó la primera experiencia constitucional de muchos territorios hispanoamericanos, incluidos algunos indígenas, lo que explica que el estudio de la larga sombra proyectada por constitucionalismo gaditano en Hispanoamérica se haya convertido en uno de los temas claves de la historia constitucional latinoamericana (Mirow, 2015).

Ni la proclamación de la independencia del Brasil (1822), ni menos todavía la derrota de los ejércitos españoles en Ayacucho (1824), solucionaron definitivamente la cuestión de la reubicación de la soberanía. Por ello, los procesos políticos latinoamericanos arrojaron resultados constitucionales muy distintos, sobre todo en lo que concierne a la estabilidad de sus constituciones. Así, el primer constitucionalismo brasileño, que disfrutó de una salud de hierro a lo largo de muchas décadas (1824-1889), puede asimilarse al chileno que se concretó, tras algunos intentos fallidos, en una longeva Constitución conservadora, centralista y autoritaria (1833-1925). No cabe incluir en este apartado ni la Constitución uruguaya (1830-1918) ya que fue suspendida en numerosas ocasiones, ni menos todavía la dictadura del Dr. Francia en Paraguay, a quien no le hizo falta constitución alguna para gobernar el país (1814-1840).

Diferente fue el destino del constitucionalismo en el territorio novohispano, en el cual se proclamó la independencia estando vigente la Constitución de 1812. El estrepitoso fracaso del primer Imperio mexicano (1821-1823), al que se había incorporado Centroamérica, abrió un proceso constituyente que concluyó con la aprobación de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos (1824), y, posteriormente, con la de las estatales correspondientes. Su derogación en 1835 abrió un periodo de inestabilidad constitucional que se mantendrá hasta 1857. Por su parte, el espacio del antiguo Virreinato del Río de la Plata asistió al fracaso de los todos los proyectos constitucionales de signo centralista (1819, 1826), siendo así que las provincias des-unidas del Río de la Plata, dotadas de constituciones, protagonizaron un agitadísimo proceso político que culminará con la aprobación en 1853 de una Constitución para la Confederación argentina, a la que Buenos Aires se incorporaría siete años después.

Por el contrario, el fracaso de la Constitución de la República de Colombia, (Venezuela, Ecuador y Colombia) dejó paso a las Constituciones venezolana (1830), ecuatoriana (1830) y neogranadina (1843). Lo mismo ocurrió con la Constitución de la República Federal de Centroamérica (1824-1838) o con la muy efímera Constitución de los Estados Nor, Sud Peruanos y Bolivia (1837-1838): en ambos casos, las diferentes provincias/estados o bien comenzaron su andadura constitucional autónoma (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica) o bien se limitaron a restablecerla (Perú y Bolivia).

 

Caracteres básicos del primer constitucionalismo iberoamericano

A pesar de su abultado número, las primeras constituciones ibero/latinoamericanas guardan un ‘aire de familia’ que no se explica solo en clave de influencias cruzadas. Ninguna de las constituciones aprobadas a lo largo de este primer periodo surgieron del vacío, sino de la gestión voluntarista que los diferentes actores políticos hicieran de ese conjunto de concepciones, instituciones y prácticas legado por las Monarquías ibéricas. Las principales características de este constitucionalismo, que fungió como una suerte de tercera vía del constitucionalismo moderno, fueron en mi opinión las siguientes

Marta Lorente, Catholic Constitutionalism in the Hispanic World ( 1808-1826 ), Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechtsgeschichte. Germanistische Abteilung, 130 (2013) 326-347. En este trabajo se resumen los resultados de una investigación colectiva: Marta Lorente, José María Portillo (dirs.), El momento gaditano. La Constitución en el orbe hispánico (1808-1826) (Madrid: Congreso de los Diputados, 2013). 

En primer lugar, su intrínseca catolicidad, que no se limita en absoluto a la proscripción de cultos diferentes al romano por mucho que ello afecte a libertades individuales o incluso colectivas. El primer constitucionalismo reprodujo en otros términos la comprensión católica de la sociedad según la cual esta era el resultado de la suma de cuerpos y no de individuos. En esta clave se pueden explicar (i) las limitaciones y exclusiones que marcaron la configuración de los derechos del nuevo sujeto, identificado con el antiguo vecino, un padre de familia católico cuya potestad doméstica le permitía gestionar la subordinación ‘natural’ de esclavos, siervos, trabajadores y parientes, mujeres e hijos a su cargo; (ii) mecanismos representativos de corte corporativo (sufragio indirecto; multiplicación de grados del mismo; mandato imperativo, etc.), o (iii) la propia organización territorial, que formulada en términos de federalismo vs. centralismo, en realidad era el resultado de lógicas de dispersión corporativas.

En otro orden de cosas, el primer constitucionalismo iberoamericano hizo suyos dispositivos simbólicos e institucionales religiosos, como resulta ser el caso de la extraordinaria presencia del juramento constitucional colectivo entendido como fundamento de la obligación política, el cual, reglamentado por primera vez en Cádiz, se mantuvo en Hispanoamérica durante mucho tiempo. El fracaso de esta opción constitucional dará lugar en la segunda parte del siglo a los conocidos conflictos Iglesia/Estado, pero lo que importa subrayar aquí es que el individuo en singular tuvo poco espacio en el primer constitucionalismo iberoamericano. No obstante, la introducción de mecanismos representativos rompió la unanimidad que caracterizaba la versión clásica de la república católica entendida como comunidad perfecta. El nuevo constitucionalismo trajo consigo un también novedoso faccionalismo, el cual, haciéndose visible desde un principio en elecciones y asambleas, mermó la confianza en el poder taumatúrgico de la constitución en orden a la conformación de la sociedad política.

Todo ello, en segundo lugar, afectó a la difícil reubicación y reformulación de la soberanía. Al Rey le sucedieron las “soberanías en lucha” (Antonio Annino, Silencios y disputas en la Historia de Hispanoamérica, Bogotá, Taurus, 2014), toda vez que los ‘pueblos en singular’ se opusieron al ‘pueblo’ representado en los Congresos generales tanto antes como después de las independencias. En numerosos territorios se impuso el recurso al pronunciamiento de los pueblos, entendiendo por tal el acto que reunía a los habitantes de las antiguas repúblicas (ciudades, villas, pueblos de indios, etc.) en el que se decidía la ruptura y renovación de su contrato con las nuevas instancias nacionales, federales o confederales. Así se explica tanto la naturaleza eminentemente pactista de los primeros caudillajes latinoamericanos, como la hiperactividad constitucional característica de este periodo ya que, a pesar de todo, la constitución no desapareció del horizonte político. Algunos autores utilizan la expresión ‘caudillismo constitucional’ para describir aquellos regímenes políticos que diferenciaban el espacio del derecho regido por la constitución del correspondiente al gobierno ejecutivo gestionado por la voluntad del caudillo (Portillo: 2016). Desde la Venezuela de Páez y los Monagas a la Bolivia de Melgarejo, pasando por el México de Santa Anna o por caudillismos rioplatenses como los de Rosas y Bustos en las provincias de Buenos Aires y Córdoba, los cambiantes titulares del poder creyeron necesitar de una constitución en orden a legitimar situaciones de hecho e imponer sus gobiernos.

Pero la inestabilidad no solo respondía a pronunciamientos de pueblos o a la emergencia caudillajes militares. Desde un principio muchos pensaron que las primeras constituciones habían introducido demasiada sociedad en el Estado: así se explica que la constitución redactada por el propio Libertador para Bolivia (1826) no sólo redujera los derechos confinándolos en un escueto capítulo final denominado garantías, sino que además crease una presidencia vitalicia no sujeta a los vaivenes de la representación. El experimento duró apenas dos meses, pero el problema de la gobernabilidad, que explica la tendencia a potenciar el ejecutivo en detrimento de los demás poderes, no se resolvió en la mayor parte de Latinoamérica. Ahora bien, ni Emperadores o Presidentes/caudillos, ni Parlamentos provinciales o estatales, ni menos todavía las repúblicas pueblerinas, pudieron prescindir del legado conceptual, normativo e institucional de las monarquías ibéricas, hasta el punto de que muchos de sus extremos más relevantes siguieron ordenando en la práctica la vida de muchas comunidades toda vez que fueron constitucionalizados.

 

Recapitulación: Civilización o barbarie  

A partir de la segunda mitad de siglo, un sector de las dirigencias políticas latinoamericanas suscribió las tesis que Domingo Faustino Sarmiento, futuro Presidente de la República argentina, había plasmado en su obra Civilización y barbarie (1845), la cual, reeditada en incontables ocasiones, ha ocupado un importante lugar en el debate político latinoamericano. La  antinomia (re)formulada por Sarmiento, según la cual la barbarie estaba en el campo latinoamericano, poblado por gauchos, indígenas y caudillos que no respetaban la ley, y la civilización en la ciudad europea en la cual reinaban el orden y la legalidad, fundamentó un programa político cuya aplicación, heterogénea y discontinua, abrió un nuevo ciclo constitucional en Latinoamérica.

 

 

Constitucionalismo liberal y repúblicas oligárquicas

 

Individuo y Estado en Latinoamérica

El acomodo de concepciones y dispositivos institucionales pre-modernos en el seno del primer constitucionalismo (legitimación religiosa, pluralidad personal y territorial de órdenes jurídicos, entramados corporativos y comunitarios, etc.) no ayudó precisamente a estabilizar la vida política de las sociedades latinoamericanas recién emancipadas. Un “anhelo de Estado” (Portillo, 2016) se extendió entre un importante sector de sus dirigencias, pero lo cierto es los procesos de estatalización latinoamericanos dependieron más de la reactivación de las economías regionales que de la voluntad de las élites políticas (Halperin Donghi, 1993).

Las décadas centrales del siglo XIX asistieron a la apertura de un segundo ciclo constitucional que se agotó en las primeras décadas del XX, a lo largo del cual se trató de interiorizar el discurso liberal centrado en la delimitación de las esferas del individuo y el Estado. Como es sabido, los más significativos teóricos del liberalismo europeos y norteamericanos de la época, cuyas obras fueron consumidas febrilmente por un importante sector de las élites latinoamericanas, sostuvieron que el Estado debía limitarse a (i) garantizar el funcionamiento del mercado mediante la protección de todas aquellas libertades destinadas a hacer efectivo el derecho de propiedad individual y (ii) el mantenimiento del orden social, basado a su vez en la limitación de la participación política y la generalización de una determinada moralidad. Se afirmaron así esos “dos conceptos de libertad” a los que tan brillantemente se refirió Berlin en su día.

En Latinoamérica, la construcción de este Estado ‘anhelado’ fue tan lenta como desigual en términos regionales, a pesar de lo cual es posible identificar una serie de problemáticas constitucionales comunes.

El patrón de moralidad latinoamericana fue esencialmente católico; sin embargo, fue justamente en este segundo periodo cuando estalló el conflicto Iglesia/Estado en la práctica totalidad de Latinoamérica. En  latitudes como la mexicana el conflicto se expresó en términos brutales, pero lo que interesa destacar es que el fortalecimiento del Estado corrió parejo al progresivo debilitamiento del tejido corporativo afectando por igual a colectivos eclesiásticos, profesionales, territoriales o culturales. La estatalización favoreció la individualización de los derechos del sujeto, lo que sin embargo no implicó la abolición de la esclavitud o de la servidumbre, la cual, institucionalizada o practicada de formas muy distintas, se impuso en el ámbito rural latinoamericano en virtud de la extensión de la hacienda. Entre todos los derechos caros al liberalismo, destaca sobremanera el de propiedad individual, así como todos aquellos que, como la libertad de industria o la seguridad, se consideraron necesarios para hacerlo efectivo. El derecho de propiedad, no obstante, determinó casi por completo la capacitación política, lo que a su vez limitó enormemente la atribución y el ejercicio de un amplio catálogo de derechos políticos, que van desde la participación electoral a los que hoy denominamos laborales, como son la asociación/sindicación o la huelga.

La estatalización también se expresó en términos de posicionamiento en el panorama internacional de las formaciones políticas latinoamericanas, lo cual, a su vez, estuvo estrechamente ligado a la fijación interna y externa del territorio ‘nacional’. Todo ello arrojó un elevado saldo de conflictos, entre los cuales merece destacar los generados por la ocupación militar, política, administrativa y cultural de los espacios de frontera, que tuvo como objetivo la anexión y/o venta de territorios o bien desocupados, o bien propiedad de comunidades indígenas. La conquista del desierto argentina, la marcha hacia el Oeste brasileña, la conquista chilena de la Araucaria o la venta de tierras estatales mexicana no solo sirvieron a la individualización del derecho de propiedad mediante el reparto de enormes extensiones entre unos pocos elegidos, sino también al ‘blanqueamiento’ de la población en virtud de una doble política de expulsión del elemento indígena y fomento de la inmigración europea. A todo ello debe añadirse que el control efectivo del ‘territorio nacional’ resultó ser causa y consecuencia a un mismo tiempo de la profesionalización de las fuerzas armadas, cuyo cada vez mayor protagonismo político determinará el curso de la evolución del constitucionalismo latinoamericano.

Las constituciones aprobadas a lo largo de este segundo periodo dan fe de este proceso de estatalización/individualización, el cual, en la mayoría de las ocasiones, se hizo posible gracias al pacto suscrito entre formaciones políticas conservadoras y liberales que monopolizaron durante décadas el juego político. No por casualidad, en definitiva, algunos autores han utilizado la expresión “constitucionalismo de fusión” para dar cuenta de esta segunda etapa del constitucionalismo latinoamericano.

 

Las Constituciones

Los textos más representativos del constitucionalismo de fusión pueden agruparse en varios bloques. El primero y más representativo del periodo está integrado por la Constitución Política de la República Mexicana (1857), y la Constitución de la Confederación Argentina (1853) reformada en 1860 en virtud de la adhesión de Buenos Aires a la Confederación. Ambos textos situaron por encima de la ley un amplio e catálogo de derechos y garantías individuales, por lo que abolieron definitivamente la esclavitud así como los privilegios de sangre o nacimiento imponiendo la igualdad ante la ley; separaron la Iglesia del Estado aunque con distinta intensidad; declararon la separación de poderes apostando por el presidencialismo y, finalmente, se extendieron en un aspecto fundamental, a saber: el diseño y organización de la Federación.

El segundo bloque está formado por aquellas Constituciones aprobadas en regiones en las que el liberalismo, en su versión más radical, fue derrotado y derogadas sus Constituciones. Este fue el caso de la muy conservadora, centralista y longeva Constitución Política de la República de Colombia (1886-1991), que devolvió poder a la Iglesia, impuso una férrea censura y limitó la participación política; de la moderada y también longeva Constitución de la República del Perú (1860-1920), que declaró la primacía de la religión católica, restringió la representación mediante la imposición de requisitos (ilustración, propiedad, impuestos) y la recuperación del sufragio indirecto, o, finalmente, de la Constitución guatemalteca (1879-1944), que si bien puso final al gobierno paternal de inspiración católica del último de los caudillos del viejo estilo (Rafael Carrera, 1844-1865), excluyó a una inmensa mayoría de la población de los derechos de ciudadanía y abrió las puertas a lo que se convertirá en el primero de los problemas centroamericanos: la concesión de sectores enteros de la economía a compañías o personas extranjeras.

Otras constituciones aprobadas en el periodo anterior (Chile, 1833) también son ejemplificativas del constitucionalismo de fusión, toda vez que sufrieron una serie de reformas a lo largo del periodo que ahora nos ocupa (ampliación de la libertad de cultos; limitaciones a la reelección del Presidente; reconocimiento de los derechos de asociación y reunión pacífica, etc.). Algo similar podría afirmarse respecto de la larga y desigual vida de la primera y supuestamente liberal Constitución brasileña, que si bien permitió una cierta libertad de cultos e incluyó algunos derechos y libertades individuales, convivió perfectamente con la esclavitud hasta 1888 e implantó el sufragio indirecto y censitario. Desde 1850 en adelante, la vida política brasileña se estabilizó, toda vez que el pacto entre liberales y conservadores aseguró el funcionamiento de un sistema de dominio basado en el reparto del poder entre las élites económicas y territoriales. Sin embargo, los problemas no resueltos -esclavitud, cuestión religiosa, tensiones territoriales, conflictos entre oligarquías, descontento del sector militar, etc.- terminaron explotando: un golpe militar, con escaso o nulo apoyo popular, acabó con la Monarquía y su Constitución, que fue sustituida por la primera republicana en 1891.

 

Constitucionalismo de fusión y repúblicas oligárquicas. Caracteres básicos

Los procesos de estatalización arrojaron consecuencias muy dispares. En el campo de los derechos civiles, las constituciones se caracterizaron por incluir un elenco pormenorizado de libertades negativas, incidiendo sobre todo en la centralidad del derecho de propiedad individual. Algunas recogieron instrumentos de garantía diseñados previamente, como resulta ser el caso del famoso juicio de amparo mexicano, que ha servido de inspiración para procedimientos como el “mandato de segurança” brasileño o la acción de tutela contemplada en la Constitución colombiana de 1991. Sin embargo, en la mayor parte de Latinoamérica se mantuvieron o reformularon situaciones de dependencia que cuestionaban por completo la efectividad de las libertades individuales recogidas en las correspondientes Constituciones. En otro orden de cosas, la limitación de los derechos políticos, que no sólo afectó al sufragio y a su ejercicio sino también a una buena parte de lo que hoy entendemos por derechos laborales tales como la sindicación o la huelga, expulsó de esa comunidad que pretendía estatalizarse a una buena parte de la población. La combinación de estos dos extremos, individualización de los derechos civiles y limitación de los políticos, arrojó una importante consecuencia: la imposición unilateral de un orden político, económico, social y cultural ajeno por completo al carácter heterogéneo de las poblaciones latinoamericanas.

Las constituciones que nos vienen ocupando diseñaron diferentes sistemas de frenos y contrapesos de los tres tradicionales poderes. Sin embargo, en la mayoría de los casos dichos sistemas bascularon progresivamente hacia el fortalecimiento del ejecutivo, en particular de la figura del Presidente, quien a la par que acumulaba poderes de excepción pudo perpetuarse en el cargo en virtud de la reiteración de mandatos y la corrupción electoral, la cual, por cierto, también estuvo muy presente en la práctica totalidad de las experiencias constitucionales coetáneas. No puede afirmarse lo mismo en el terreno de la construcción de un aparato de justicia sujeto al principio de legalidad, ya que si algo se demoró en Latinoamérica fue precisamente la configuración de un tercer poder independiente y responsable. La lentísima la sustitución de los antiguos cuerpos legales de las monarquías ibéricas por una nueva normativa no contribuyó precisamente a la transformación del juez colonial en otro de carácter legal sometido a las leyes, lo que a su vez permitió la reproducción de procedimientos y costumbres judiciales pre-modernas durante mucho tiempo (no motivación de sentencias; multiplicación de las causas de recusación; potestad normativa de órganos judiciales, etc.). Por lo que respecta a la organización territorial, la mayoría de las constituciones de este periodo se pronunciaron por el federalismo, con excepciones tan significativas como la colombiana. Sin duda, la constitución estadounidense sirvió como referente en muchas ocasiones, no obstante lo cual el federalismo latinoamericano fue gestionado más por grupos de poder que por Estados.

El constitucionalismo de fusión, finalmente, no consiguió compensar en términos institucionales la pérdida del carácter taumatúrgico del primer constitucionalismo latinoamericano. Los principios básicos recogidos en las constituciones (derechos, separación de poderes, independencia del judicial, etc.) fueron regulados por normas posteriores de menor rango -Códigos, leyes, reglamentos, órdenes ministeriales, etc.- sin mediar el establecimiento de instituciones o procedimientos de garantía y defensa de la Constitución. A pesar de que el problema se identificó con claridad, el constitucionalismo de fusión latinoamericano, al igual que el continental europeo coetáneo, no quiso, o no pudo, resolverlo.

 

Recapitulación: Ciudadanos imaginarios, naciones por construir

El constitucionalismo de fusión no consiguió, o quizás ni siquiera intentó, crear una ciudadanía igualitaria. El elemento excluyente del imaginario político liberal adquirió dimensiones extraordinarias en Latinoamérica al teñirse de racismo, el cual, a su vez, marcó a fuego todo el campo de los derechos. Gran parte de la población no disfrutó de los ‘derechos negativos’ (esclavos; mujeres; trabajadores ‘serviles’ o miembros de comunidades indígenas) a la par que fue excluida del ejercicio de los ‘positivos’: los clásicos requisitos de ilustración, propiedad, renta u ocupación conocida, trasladados al ámbito latinoamericano, afectaron a sectores enteros de la población.

El reconocimiento y reproducción de la desigualdad se convirtió en fundamento y, en ocasiones, objetivo, del constitucionalismo decimonónico latinoamericano. Incluso en aquellos lugares en los que se fue imponiendo el sufragio universal masculino, el constitucionalismo de fusión solo creó ciudadanos imaginarios, por lo que las latinoamericanas solo alcanzaron a ser comunidades apenas imaginadas hacia finales del siglo. Los contemporáneos advirtieron sobre la magnitud del problema. Así, por ejemplo, el antropólogo mexicano Manuel Gamio afirmó en 1916 que la Constitución de 1857 se adaptaba solo al modo de ser material e intelectual de un veinte por ciento de la población, ya que para el resto era tan exótica como inapropiada. Más adelante, un intelectual y político comunista peruano, José Carlos Mariátegui, sostuvo prácticamente lo mismo incidiendo en el carácter racial de las barreras:

“Somos un pueblo en el que conviven, sin fusionarse aún, sin entenderse todavía, indígenas y conquistadores (…) El sentimiento y el interés de las cuatro quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de la nacionalidad y de sus instituciones”

El constitucionalismo de fusión fue a un mismo tiempo causa y consecuencia de procesos de estatalización en los que apenas cupo desarrollar políticas de integración respecto de una población económica, social, racial y culturalmente heterogénea. No por casualidad, las repúblicas oligárquicas latinoamericanos entraron en crisis en las primeras décadas del siglo XX.

 

 

La Constitución en el siglo XX

 

Haciendo y deshaciendo cronologías: la revolución mexicana y la historia del constitucionalismo

Establecer o proponer cronologías suele ser una tarea tan difícil como arriesgada, sobre todo si se tiene en cuenta que los hilos conductores de cada historia particular –económicos, políticos, sociales y, en este caso, constitucionales- no suelen coincidir en el tiempo y, a veces, ni siquiera en el espacio. Muchos historiadores, con razón, coinciden en que el crack de 1929 marcó un antes y un después en la vida de las comunidades políticas latinoamericana, con independencia de que la mayoría de las cuestiones conflictivas que entonces estallaron se hubieran ido gestando mucho antes de 1929.

Sin embargo, lo que también en opinión de muchos marcó un antes y un después en la historia del constitucionalismo latinoamericano fue la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (1917). En efecto, fruto de una larga y conflictiva revolución, la primera norma mexicana de 1917 introdujo en el escenario latinoamericano una nueva declinación del constitucionalismo, habida cuenta que  sin romper con los presupuestos y estructura de la Constitución liberal de 1857, la constitución revolucionaria realizó profundas mutaciones en  todos sus capítulos, entre los que sin duda destaca el correspondiente a los derechos y garantías: así, tanto la cuestión social como en menor medida la indígena,  hicieron acto de presencia en la Constitución, que afrontó el problema de la propiedad de la tierra y su reparto en el capítulo de garantías individuales, y destinó uno de sus títulos al trabajo y a la previsión social. Vigente hoy aunque reformada en innumerables ocasiones, la Constitución de 1917 es sin duda uno de los productos elaborados en el  laboratorio constitucional latinoamericano más notables.

Pero la receta constitucional mexicana no se extendió en Latinoamérica. Antes bien, la crisis del constitucionalismo liberal, que hizo acto de presencia en la práctica totalidad de Latinoamérica en los primeros años del  siglo XX, adoptó formas y salidas muy distintas. Es por ello que la historia   constitucional latinoamericana en el siglo XX no se ajusta a la cronología mexicana, aunque bien es verdad que resulta prácticamente imposible sustituirla por otra más ilustrativa. Por ello, aquí me limitaré a dar somera cuenta de los principales extremos de la problemática constitucional latinoamericana a lo largo del siglo XX.

 

Los nuevos actores: liderazgos personales y partidos políticos

El constitucionalismo liberal pudo realizar grandes reformas sin derogar las constituciones decimonónicas, algunas de las cuales resultaron ser verdaderas bombas de relojería. Así, por ejemplo, la progresiva implantación del sufragio universal masculino en la región, al que se unirá por primera vez el femenino en Uruguay (1927), alteró las reglas de juego que habían asegurado la reproducción de las elites en el control de la vida política de las repúblicas oligárquicas. La irrupción en la escena política de nuevos líderes (Madero en México; Hipólito Yrigoyen en Argentina; Arturo Alessandri en Chile o José Pablo Torcuato Batlle y Ordóñez en Uruguay), así como de nuevas formaciones políticas (APRA en Perú; UCR en Argentina o los primeros partidos socialistas/comunistas latinoamericanos), transformó  el escenario político, ocupado hasta entonces por conservadores y liberales en exclusiva.

Los nuevos protagonistas canalizaron demandas políticas, económicas y sociales procedentes de amplios y variados sectores de la población, por lo que una serie de cuestiones, invisibles hasta entonces, adquirieron contextura constitucional. La protección del trabajador o del indígena hicieron acto de presencia en las Constituciones: así, la Constitución mexicana de 1917 recogió derechos sociales y laborales convirtiéndose en referente en este capítulo, a la par que las Constituciones peruana (1920) y ecuatoriana (1928) reconocieron el componente indígena de las respectivas naciones haciendo referencia a la necesidad de protegerlo mediante leyes especiales.

Inmersas en un espectacular proceso de cambio social, las repúblicas latinoamericanas trataron de afrontar los nuevos retos recurriendo sobre todo a leyes y reformas constitucionales: así, por ejemplo, la reforma de la Constitución chilena de 1925 implicó la constitucionalización de algunos derechos reconocidos previamente (libertades de conciencia, reunión y asociación) Similar fue el caso uruguayo, toda vez que bajo la vigencia de su vetusta Constitución (1830) se puso en marcha un programa de reformas que afectó tanto a la modernización de diferentes sectores de la economía cuanto a la consolidación de la laicidad, democratización real del país y gestión estatal de la cuestión social. A diferencia del caso chileno, una nueva Constitución (1919) recogió los frutos del reformismo uruguayo impulsado por Batlle.

No obstante, en algunas latitudes el nuevo advenimiento del nuevo siglo no supuso cambio sustancial alguno, habida cuenta que ni frenó, ni mucho menos revertió, ese proceso de aristocratización de la política que hundía sus raíces en el constitucionalismo de fusión. El caso de la primera república brasileña (1889-1830) resulta significativo a estos efectos, ya que a pesar de decretar la condición laica del Estado y consolidar algunos derechos (expresión, asociación, reunión sin armas, etc.) desarrollando garantías (habeas corpus, inamovilidad de jueces y magistrados, etc.) la primera Constitución republicana (1891) diseñó un régimen cuasi confederal en el que estados e, incluso, municipios, tenían amplio margen para gestionar sus peculiares intereses, identificados a menudo con los de sus elites regionales y caciques locales. Concebida como espacio de negociación en exclusiva, la república brasileña entendió que los poderes federales debían limitarse a arbitrar las diferencias regionales y los conflictos interregionales, con todo lo que ello conlleva de desinterés por la población.

A pesar de su enorme trascendencia, la consolidación, extensión o ampliación de derechos y garantías no fue la única novedad constitucional consustancial al cambio de siglo. Previamente, una problemática de signo distinto había hecho acto de presencia en Latinoamérica, toda vez que la imposición del nuevo orden internacional fijado en la Conferencia de Berlín (1885) tuvo enormes efectos constitucionales en la práctica totalidad de la región.

 

Orden internacional y constitucionalismo latinoamericano

Tras su victoria en la guerra contra España (Tratado de París, 1898), los EE.UU. impusieron en Latinoamérica un nuevo orden basado en la relectura de la ‘doctrina Monroe’, según la cual estaban obligados a intervenir en cualquier país en el que los derechos y bienes de los ciudadanos norteamericanos corrieran peligro. El apéndice añadido a la Constitución de Cuba (1902), conocido como Enmienda Platt, representa la primera plasmación de esta doctrina, dado que en su virtud se limitó la soberanía cubana en función de los intereses de los Estados Unidos. En este marco neocolonial pueden inscribirse casos como la desmembración de Colombia a la que dio lugar la creación de Panamá (Constitución de 1904), dictaduras personalísimas como la de los Somoza en Nicaragua (1937-1979) y la de Trujillo en Santo Domingo (1930-1961), o golpes de Estado como el que derrocó en 1954 a Jacobo Árbenz, Presidente de Guatemala desde 1951, cuyo programa constitucional reformador incluía la expropiación de los extensos territorios propiedad de la United Fruit Company. No por casualidad, la  expresión “repúblicas bananeras” se impondrá en el lenguaje común a la hora de hacer referencia a las escasamente soberanas repúblicas centroamericanas.

La expresión fue acuñada en 1904 por William Sidney Porter en su obra Cabbages and Kings.

Más adelante, la lucha contra el comunismo justificó intervenciones que alteraron el curso constitucional latinoamericano y que dieron lugar a regímenes políticos muy distintos. En origen, nacionalismo y antimperialismo fundamentaron la revolución cubana, no obstante lo cual esta última terminó diseñando un régimen dictatorial que, posteriormente, se constitucionalizará en 1976. En el otro extremo del arco político se sitúa el también dictatorial régimen chileno, que, presidido por Pinochet (1973-1990), nació del golpe de Estado que derrocó al recién elegido Presidente Allende con el apoyo de los EE.UU. Esta misma lógica intervencionista estuvo presente tanto en la revolución sandinista (Constitución Política de la República de Nicaragua, 1986) como en la guerra civil que asoló El Salvador (1980-1992), que si bien necesitó recurrir a la ONU para saldar el conflicto, terminó aprobando una nueva ley fundamental (Constitución de la República de El Salvador, 1983).

Los anteriores y otros similares episodios ayudan a entender una de las claves de la historia latinoamericana en el siglo XX: el nacionalismo de izquierdas o de derechas, que a partir de la década de los 20-30 adquirió tintes antidemocráticos. No obstante, las interferencias internacionales resultan insuficientes para explicar lo que de dramático tuvo la vida de la Constitución a lo largo del periodo que transcurre entre las primeras y últimas décadas del siglo XX.

 

El declive de la Constitución en Latinoamérica. Autoritarismos populistas y dictaduras militares

Las primeras décadas del siglo pasado asistieron al despertar de los autoritarismos, que se hicieron presentes en Latinoamérica adoptando lenguajes y formas institucionales muy distintas. En algunos casos, como el peruano, el autoritarismo sirvió para liquidar lo que quedaba de la república aristocrática: un golpe de estado, que derrocó al Presidente, llevó a Augusto Bernardino Leguía al poder, que conservó durante once años (1919-1930), en el curso de los cuales desarrolló un programa político basado en la democratización de la vida política, la educación de las masas, las obras públicas, la industrialización  del país y la apertura hacia el exterior de su economía exportadora. Leguía utilizó la expresión “Patria Nueva” para calificar su programa, cuyos resultados no serán objeto de valoración aquí. Por el contrario, el dato que importa destacar es que a diferencia de lo que sucederá más adelante, el régimen autoritario de Leguía se dotó de una Constitución en 1920.

Sin duda, la mayoría de los países latinoamericanos entraron en una dinámica autoritaria que, de formas muy distintas, terminó definitivamente con el constitucionalismo liberal, no obstante lo cual los autoritarismos latinoamericanos, a diferencia de las dictaduras militares posteriores, convivieron grosso modo con la Constitución, como bien pone de relieve el paradigmático caso mexicano. La aplicación de la Constitución de 1917 dejó mucho que desear ya que, entre otras muchas cosas, no puso fin a la violencia desatada por la revolución. A los asesinatos de líderes revolucionarios tan significativos como Zapata o Villa no solo les siguieron los de los presidentes Carranza y Obregón, sino también conflictos armados tan significativos como la guerra Cristera, cuyos orígenes deben situarse en el rechazo a una ley que desarrollaba en términos radicales el ya por de sí anticlerical artículo 130 de la Constitución de 1917 (Ley Calles, 1926). Así se explica que resulta común afirmar que la pacificación de la vida política mexicana no se debió a la Constitución, sino a la fundación en 1929 del Partido Nacional Revolucionario (PNR), el cual, tras varias refundaciones, adoptó el nombre con el que se le conoce en la actualidad: Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Empero, esta operación pacificadora tuvo un coste democrático muy alto, dado que el régimen político diseñado en la Constitución fue gestionado en exclusiva por el PRI  durante setenta años consecutivos (1929-2000). Con todo, el éxito del PRI no estuvo basado solo en la monopolización del espacio político, puesto que no se ilegalizaron otros partidos ni se cancelaron elecciones, sino en su configuración como partido de masas destinado a proteger los intereses del trabajador, lo que conllevó la creación de poderosas organizaciones sindicales vinculadas al partido. La Constitución de 1917, en definitiva, sirvió para fundamentar un régimen presidencialista muy potente, el cual, limitado en ocasiones por la estructura federal, creó, alimentó y se sirvió del corporativismo, entendiéndolo como esfera de resolución de conflictos paralela o superior en importancia a la creada por la representación política.

Otros autoritarismos latinoamericanos se situaron en el extremo opuesto de la ideología política; sin embargo, tanto el brasileño como el argentino compartieron con el mexicano presupuestos e instituciones, como bien pone de relieve la incorporación de organizaciones sindicales de corte corporativo a la vida política e institucional del país. Sirviéndose de experiencias europeas, en especial de la fascista italiana y de la falangista española, líderes carismáticos como Vargas en Brasil o Perón en Argentina recurrieron al golpe de Estado militar a la hora de ocupar el poder, pero se mantuvieron en él gracias a un enorme apoyo popular que se expresó, incluso, en los resultados de las elecciones.  Autoritarios, organicistas, nacionalistas y progresistas en lo que se refiere a la legislación laboral, los regímenes brasileño y argentino terminaron dotándose de constituciones que no fundaban sistemas políticos sino que daban cobertura a ideologías populistas de corte fascista o semifascista: así, otorgada por Getulio Vargas, la Constitución 1937 instauró  instauró el Estado Novo brasileño (1937-1945), de la misma manera que, inspirada en los principios del justicialismo peronista, la Constitución argentina de 1949 legitimó el primer gobierno de Perón hasta que fue expulsado del poder en 1955 por un golpe de estado que restauró la Constitución liberal de 1853.

La profesionalización del estamento militar a lo largo del siglo XX hizo factible su presencia en la política de las repúblicas latinoamericanas. Cierto es que siempre hubo militares en cargos institucionales, pero el Ejército sólo se atribuyó la responsabilidad de salvar al país mediante el establecimiento de dictaduras a partir de la década de los treinta del siglo XX. Resulta imposible dar cuenta aquí de la historia de los regímenes políticos latinoamericanos nacidos de golpes de estado protagonizados por las respectivas fuerzas armadas a lo largo de un periodo que transcurre grosso modo entre las décadas de los treinta y ochenta del siglo pasado, por lo que bastará consignar una simple observación: las dictaduras militares latinoamericanas acabaron con la misma idea de Constitución.

 

A modo de conclusión. Presente y futuro del constitucionalismo latinoamericano

Como ya se indicó, desde los ochenta en adelante, las dictaduras fueron desapareciendo del horizonte político latinoamericano. Desde entonces hasta la actualidad, la práctica totalidad de los países de la región se dotaron de nuevas cartas que pueden calificarse como versiones particulares de un constitucionalismo democrático y social, que basado en el reconocimiento de derechos previos y en el principio de separación de poderes, establece mecanismos que aseguran la primacía normativa de la Constitución respecto del resto del ordenamiento.

Hasta aquí, el nuevo constitucionalismo latinoamericano no se diferencia excesivamente de otros, como el continental europeo gestado en el periodo de entreguerras y refundado después de la II Guerra Mundial; sin embargo, las muy recientes constituciones latinoamericanas han introducido una gran novedad, a saber: el reconocimiento del carácter plurinacional de sus poblaciones. Entendido como punto de partida y no como concesión, dicho reconocimiento transforma por completo los caracteres básicos del constitucionalismo democrático, toda vez que no solo da entrada a una nueva generación de derechos colectivos de disfrute individual, como por ejemplo el derecho al medio ambiente o a la cultura propia, sino que además transforma el diseño institucional de los Estado, como bien se pone de relieve en el establecimiento de una jurisdicción indígena consagrada en la Constitución de Bolivia (2009).

No obstante, el nuevo constitucionalismo latinoamericano ha permitido desarrollar lógicas de fortalecimiento de un presidencialismo tendencialmente carismático, cuyos protagonistas principales han pretendido fortalecer recurriendo por lo general a la ampliación del número de mandatos. A ello hay que añadir que la crisis generalizada de los partidos políticos y organizaciones sociales tradicionales ha reforzado esa deriva carismática, sin que ello haya servido para consolidar una nueva institucionalidad. A día de hoy, todo apunta a que se ha abierto un nuevo ciclo político en Latinoamérica: el nuevo constitucionalismo, en definitiva, no ha sido capaz hasta ahora de cumplir las expectativas creadas.

 

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Foto: JJBOSE