Por Norberto J. de la Mata Barranco
A la persona responsable de un delito de agresión sexual, sin tener en cuenta otros delitos (homicidio, lesiones, detención ilegal, prostitución) que también pueda cometer y dependiendo de en qué circunstancias se produzca (con o sin acceso carnal, con o sin violencia, con o sin prevalimiento, con o sin uso de armas, etc.); quién lo cometa (funcionario público, autoridad, otras circunstancias personales) y contra quién lo cometa (persona vulnerable, menor de dieciséis años), se le puede imponer una pena que va desde la multa de dieciocho meses (esto es, a dos euros día, 1.080 euros) hasta los quince años de prisión (arts. 178 ss. CP). Si además se tiene en cuenta la posible concurrencia de circunstancias atenuantes (por ejemplo, reparación) y agravantes (por ejemplo, multirreincidencia), las penas se pueden (art. 61.1 CP) rebajar hasta dos grados (multa de 4 meses y 15 días) o aumentar uno (veintidós años y seis meses de prisión). Esto sin tener en cuenta errores, grado de ejecución del delito o de participación en él.
Se atribuye a Carnelutti la idea de que es preferible para un pueblo tener malas leyes con buenos jueces, que malos jueces con buenas leyes. La ley que define las penas de la agresión sexual y el juego de las circunstancias atenuantes y agravantes puede discutirse si es mala o buena. Sea lo que fuere, va a necesitar, de buenos tribunales. ¿Por qué?
Porque a lo largo de esta normativa, como de la de otros delitos, reiteradamente se va a hacer referencia a circunstancias recogidas explícitamente pero no plenamente definidas por la ley para determinar la pena, que tienen que ver con el mayor o menor desvalor del comportamiento y del resultado, que tienen que ver con el mayor o menor grado de »culpabilidad’, que tienen que ver con quién es el autor del delito.
Y porque, al margen de ello, en estos, como en el resto de delitos, se ha de tener en cuenta siempre “las circunstancias personales del delincuente” y “la mayor o menor gravedad del hecho”, dirá el artículo 66.1.6ª, “las circunstancias personales del culpable” y “la menor entidad del hecho”, dirán, específicamente (en el ámbito de las agresiones sexuales), los artículos 178.3 y 181.2 pfo. 2º.
Pero es que, además, y aunque no se diga explícitamente, el tribunal enjuiciador siempre ha de tener en cuenta la finalidad de la pena (retribución, prevención general y prevención especial) porque ello implica tener en cuenta la finalidad del Derecho penal.
En las fases de determinación, aplicación o individualización de la pena que corresponde imponer por la comisión de un hecho delictivo suelen distinguirse distintos sistemas y distintas fases, pero al final, de modo importante, van a tener un papel preponderante los tribunales. Pensemos, por ejemplo, en el delito de agresión sexual violenta con acceso carnal del artículo 179.2 que permite una pena de entre seis y doce años en la que no concurra circunstancia modificativa de la responsabilidad alguna y que por tanto la ley no define más allá de la oferta de dicho marco al tribunal, que es quien debe concretar, dentro del mismo, qué opción va a tomar.
Es obvio que no puede establecerse un sistema de penas absolutamente determinadas, al modo en que lo pretendía el Código francés de 1791, que obliguen a los tribunales a aplicarlas, decía Garraud, como si se tratase de una tarifa y en la pretensión de que los mismos fueran meramente la boca por la que hablase la ley.
Es obvio que la ley penal sí puede (y debe) proponer reglas de individualización de la pena (lo hace nuestro Código Penal en sus artículos 61 y siguientes y en algún otro).
Pero es obvio que la ley penal no puede prescribir una pena absolutamente individualizada y que simplemente (y ya es mucho), lo que puede (y debe) es garantizar la proporcionalidad de la pena en abstracto y poner a disposición del tribunal un marco penal más o menos amplio para cada delito, que siempre habrá que individualizar en su concreción final.
A partir del marco legal que resulte después de aplicar desde la pena base marcada por el delito todas las reglas de determinación concernientes a la elección de la pena (cuando sea necesario), determinación de la que corresponde en función del grado de ejecución, del grado de participación, de la concurrencia o no de circunstancias modificativas (y eximentes incompletas o error vencible) y de la concurrencia delictiva, se inicia una fase de concreción de la pena tremendamente difícil que no siempre se toma debidamente en serio. Y que con marcos penales amplios debe tomarse en serio. Entra aquí en juego el mal llamado arbitrio judicial, la mal llamada discrecionalidad de los tribunales, la, en realidad, discrecionalidad judicial reglada o, mejor, jurídicamente vinculada.
¿Vinculada a qué? Como dice Silva Sánchez estamos en realidad ante una auténtica aplicación, pura, reglada, del Derecho, pues no se trata de elegir entre varias posibilidades igual de correctas, que es lo que caracteriza la discrecionalidad, sino de concretar los juicios de valor de la ley y conseguir los fines de aquélla en cada caso, determinando la pena correcta.
¿Qué ocurre? Que es esa aplicación reglada del Derecho la que va a permitir actuaciones, dispares, pero difícilmente cuestionables, de las que no es posible exigir acierten con la pena concreta correcta, que no es que no exista, pero que es imposible definir con exactitud, salvo por aproximación, dada la infinidad de supuestos imaginables a los que ha de hacer frente la actividad judicial.
Ningún ejercicio de discrecionalidad puede desvincularse plenamente, con independencia de los criterios que se expliciten de modo expreso legalmente, ni de la finalidad de la norma a aplicar ni del respeto a los principios que limitan -o más aún definen- el ius puniendi en el Estado social y democrático de Derecho. Ningún ejercicio de discrecionalidad puede desvincularse del respeto al principio de proporcionalidad y a los criterios que permiten afirmar la proporción de la pena finalmente impuesta tras el proceso de su individualización.
Pero, aun así, no es sencillo ponderar la importancia de las diferentes circunstancias concurrentes en cada concreto hecho a enjuiciar para encontrar la pena que mejor se ajuste a lo que ha de ser la intervención del Derecho penal.
Estas circunstancias hacen referencia, como antes se decía a los factores finales de individualización, esto es, a las finalidades de la pena, todas las que tiene: a la idea de retribución, a la idea de prevención general, positiva y negativa, y a la idea de prevención especial, también positiva y negativa, sin prioridad de ninguna de ellas sobre el resto porque todas deben atender a la finalidad de prevenir el ataque a bienes jurídicos con el mínimo coste (de restricción de libertades) posible.
Y también a los factores concretos, reales, fácticos, indiciarios de individualización, que remiten, se diga de esta u otra manera, a dos ideas: la gravedad del hecho y las circunstancias de su responsable.
La gravedad del hecho. Con este concepto se hace referencia al injusto (también a la propia idea de prevención general). Lo difícil es concretar la multitud de datos que pueden determinar una mayor o menor gravedad. Parece que habría que tener en cuenta, por ejemplo, la forma de ejecutar el delito (empleo de armas, brutalidad, acción u omisión o grado de infracción del deber), la voluntad aplicada al delito (tenacidad), la magnitud del daño, el grado del peligro, la unidad o pluralidad de sujetos pasivos, la situación en que quede la víctima o su familia, los daños producidos por el delito fuera del propio ámbito del delito, las consecuencias materiales y psíquicas o los déficits marginales de pena, el valor o disvalor ético de los motivos de actuación, los procesos de motivación, los estímulos externos, los móviles internos. Esto es, todas las circunstancias que permitan concretar, desde el prisma axiológico establecido por el legislador -cuando regula cada delito y cuando expone las disposiciones generales atinentes a la comisión de delitos, a las personas responsables de ello y a las reglas de determinación y aplicación de las sanciones-, una pena que por éste se establece como óptima para un supuesto genérico (porque genera más libertad en su previsión que la que cercena), ya tengan carácter objetivo, ya carácter subjetivo (siempre que se reflejen en el hecho cometido), ya afecten estrictamente a lo que sería la delimitación del injusto culpable, ya a consideraciones de prevención general reflejadas en la previsión legislativa.
Las circunstancias personales del responsable. Esto es, consideraciones vinculadas a la idea de prevención especial, que se relacionen con aspectos referentes al sujeto -o incluso a su comportamiento previo o posterior al hecho- que no se reflejan estrictamente en el desvalor de su comportamiento, ya tengan que ver con la motivación de su actuación o con su imputabilidad, ya con planteamientos político-criminales en relación sobre todo a actuaciones post-delictivas, ya con cuestiones puramente preventivas, en relación con la afectación de la pena.
Por ejemplo, condiciones personales tales como la edad, la madurez psicológica, el origen, la educación o formación intelectual y cultural, el estado y entorno familiar, la salud física y mental, condiciones económicas, la posición profesional o social del sujeto, su vida anterior, su comportamiento posterior al delito, su comportamiento procesal, su sensibilidad frente a la pena y la susceptibilidad que tenga frente a ella, sus posibilidades de integración en el cuerpo social y, en general, las consecuencias previsibles de la pena en su vida futura, excluyendo, por supuesto, todos aquellos datos absolutamente irrelevantes y, por supuesto, características personales del autor, el grado de su oposición al Derecho u otros rasgos cuya consideración llevarían a penalizar el modo de ser.
Y todo esto ha de motivarse. Motivar una resolución judicial es explicar el porqué de su contenido y del sentido de la decisión que en ella se toma, tanto respecto de la concreción de los hechos que se declaran probados y de su subsunción en un específico precepto penal como de la pena concreta que se impone.
En definitiva,
- probemos primero que la conducta que estamos enjuiciando encaja o no en la descripción del precepto. Esto no siempre es fácil.
- Probemos después que la conducta es lesiva (o pone en peligro) lo que queremos proteger. Tampoco es nada fácil.
- Probemos a continuación que se es consciente (se sabe, se quiere, se puede saber, se presume que se quiere) de lo que se hace. Esto es muy difícil, pero ha de hacerse.
- Finalmente, veamos qué reglas da el Código para concretar la pena que, de probarse todo lo anterior, hay que imponer a la persona responsable de la conducta. Esto es más sencillo. Y con ese marco penológico decide el tribunal, razonadamente y atendiendo aquella gravedad, aquellas circunstancias personales, y de nuevo esto es difícil, la pena final, que, seguramente, no contentará a casi nadie.
Buenos jueces, decía Carnelutti, que también decía que es el juez, no el legislador, quien tiene ante sí al hombre vivo y verdadero, mientras que el del legislador es una marioneta. Sólo el contacto con sus fuerzas y debilidades, con su bien y con su mal, puede inspirar la visión suprema que es la intuición de la justicia. Dieciocho meses de multa o quince años de prisión. ¡Qué necesidad tenemos de buenas sentencias, de buenos tribunales que dicten buenas sentencias!
foto: @thefromthetree
Excelente. Pero, por poner un pero, y en este caso no es poco un único pero, para una buena sentencia, además de conocimiento, creo que es fundamental el tiempo. Tiempo suficiente para dictar una sentencia razonada, adecuadamente fundamentada, etc. Aunque al final no contente del todo a muchos.
Con la cantidad de trabajo que hay en los juzgados, esa cuestión es casi una heroicidad aunque es cierto que es a lo que se debe aspirar.
Gracias!