Por Juan Antonio Lascuraín

Leyes posibles, leyes deseables

Le preguntaron a Michel Foucault en un entrevista en 1977, pocos años después del mayo del 68 y en pleno apogeo de la URSS, si la revolución era “posible”. Foucault corrigió al periodista y le dijo que la pregunta no era esa, sino una previa: si la revolución era “deseable”. Creo que lo mismo pasa con la amnistía. La clave de su debate no es si la misma es constitucional, si puede adoptarse, sino si es buena, si debe adoptarse. ¿Es una buena ley?; ¿nos hará mejores como sociedad, mejores desde el punto de vista de los valores constitucionales?

Por supuesto que está muy bien que también nos preguntemos por la constitucionalidad de la ley de amnistía. Yo mismo he predicado con el ejemplo. Si la ley que ahora se propone no cabe en la Constitución, porque no quepa ninguna amnistía o porque no quepa esta en concreto, significará que es peor que mala, horrible en términos de nuestros valores compartidos. Y entonces ya guardaremos la balanza de los beneficios y perjuicios de la ley, porque no hay pesaje que valga.

Como expuse ya en este blog, creo convencidamente que la amnistía no está vedada por la Ley Fundamental y considero, con alguna duda, que el Tribunal Constitucional no anulará la que ahora se nos propone. Pero tenga o no razón en estas dos apreciaciones sí creo tenerla en la preocupación de que este juicio de posibilidad de la amnistía no solo oculte sino que sustituya al juicio de deseabilidad de la misma. Y esta sustitución se está produciendo en buena medida en el debate social, jurídico y político.

El desenfoque en el enjuiciamiento de la ley (solo importa que sea constitucional) tiene una consecuencia muy perniciosa, que ya hemos vivido con la prisión permanente revisable o con la despenalización de más supuestos de aborto consentido, que es la idea de que si una ley es constitucional, es buena. Que lo que no es pésimo, es bueno. Así, sorprendentemente, el Partido Popular pasó de recurrir por inconstitucional el sistema de plazos en materia de aborto a mantenerlo a pesar de su mayoría absoluta. La mayoría parlamentaria en esta y en la anterior legislatura han pasado, por segundo ejemplo, de sostener la inconstitucionalidad de la prisión permanente revisable a mantenerla tan campantes antes y después de la STC 169/2021, desestimatoria del recurso que ella misma había interpuesto.

El sinsentido de esta identificación entre lo constitucional y lo bueno ha sido advertido varias veces por el Tribunal Constitucional: la desestimación de un recurso de inconstitucionalidad de una ley no supone juicio alguno acerca “de su conveniencia, de sus efectos, de su calidad o perfectibilidad o de su relación con otras alternativas posibles” (STC 55/1996, FJ 6). 

¿Cuándo es buena, regular o mala una ley?

Voy con ello al objeto de esta entrada, que es el de olvidarme de la cuestión de la constitucionalidad de la ley que se propone, darla dialécticamente por supuesta y preguntarme si es una buena medida normativa. Si lo fuera, en la modestia de mi rol ciudadano trataría de animar a los parlamentarios a que la apoyaran y tratándose de una ley tan importante para la convivencia constituiría desde luego un buen motivo para soportar en el futuro con mi voto a los partidos que la sostienen; si no lo fuera, intentaría disuadir a diputados y senadores de que la votaran y, si lo hacen, tendría una buena razón para no darles mi voto en las próximas elecciones.

La respuesta a la pregunta por la buena legislación tiene un contenido tan abstracto como la pregunta, y del que es difícil discrepar: cuando mejore la sociedad en el sector social de que se trate. La “mejora” debe medirse en términos de valores constitucionales, pero tampoco esta acotación acota mucho, pues tal juicio es siempre controvertible en función de los intereses de cada uno y del modo de medirlos.

Sí que conviene advertir que el simple juicio de mejora es correcto pero poco exigente. Cuando una ley es muy incisiva y tiene costes relevantes pedimos más que esa mera comparación entre el antes y el después. Desde luego en materia de derechos fundamentales reclamamos un examen de proporcionalidad más demandante: el que no se conforma con que el mundo esté mejor, sino que exige que esté mejor en relación con otras alternativas de cambio de lo que hay. Es el análisis que incorpora el subjuicio de necesidad o de subsidiariedad propio del principio de proporcionalidad.

Y en ello está presupuesto mi nuevo comentario. A la hora de medir lo nuevo y lo viejo hay que tomar en cuenta lo que la norma aporta y lo que la norma resta. Esto es muy obvio en materia penal con la contundente prisión, pero sucede con muchas otras leyes, como las tributarias o las laborales.

La traslación de esta evaluación legislativa a las normas penales se ha hecho a través del principio de proporcionalidad, que mide cuánto se protege, a qué coste, si había alternativas legislativas mejores. Entre los costes no están solo los propios de la pena (la prisión) sino los valorativos que pueda comportar un insuficiente respeto a los principios (insuficiente pero no tan insuficiente como par tildar el precepto de inconstitucional). Piénsese por ejemplo en una norma penal con un precepto relativamente difuso, con lo que ello pueda comportar de inseguridad.

Cuando evaluamos una ley de amnistía no evaluamos una noma que penaliza (más protección, más coste), sino una norma que despenaliza (menos protección, menos coste). Rectius, y muy importante: no despenaliza sin más, sino que lo hace selectivamente, con el problema de igualdad que ello comporta, y sin cuestionar la norma que se decide inaplicar a ciertos casos, lo que rebajará el reproche de desprotección.

Los beneficios de la ley de amnistía

Utilizando el baremo más laxo: ¿estamos mejor con ley de amnistía que sin ley de amnistía?; ¿qué ganamos y qué perdemos con ella? Abordo en lo que sigue estas respuestas y trato de ser en ello racional, objetivo; objetivo conforme a los valores constitucionales. Me ayudo aquí de la metáfora del jurista persa de Cruz Villalón: ¿qué opinaría al respecto con buena información del sustrato político y jurídico (los sucesos que rodearon al procés y las consecuencias jurídicas de los mismos), y con la Constitución y la proposición de ley en la mano?

Vayamos con los beneficios que se esperan de la ley y que no hace falta inferir de ella. Se expresan en su extenso preámbulo (especialmente extenso para los que pensamos que las leyes no deberían tener preámbulo – que el legislador, como los jueces y los árbitros, no deberían hacer declaraciones – y además con un extraño énfasis en demostrar una constitucionalidad que debe presumirse en el legislador democrático). En él se dice que busca

la mejora de la convivencia y la cohesión social, así como una integración de las diversas sensibilidades políticas”; “establecer las bases para garantizar la convivencia de cara al futuro”; “garantizar la convivencia dentro de Estado de Derecho […] sirviendo de base para la superación del conflicto político”; “razones de utilidad social que se fundamenta en la consecución de un interés superior: la convivencia democrática”; es “una demostración de respeto a la ciudadanía”,(adoptada) “bajo el principio de justicia”; “procurar la normalización institucional tras un periodo de grave perturbación, así como seguir favoreciendo el diálogo, el entendimiento y la convivencia”.

Hay un total de nueve menciones a la “convivencia” y una, curiosa, a la “justicia”. Curiosa porque significa una de estas dos cosas: o una incongruente, que lo que son injustas son las leyes penales que por los demás se mantienen; o una harto inconveniente: que fue injusta y lo seguirá siendo su aplicación judicial, afirmación que no hace favor alguno al Estado de Derecho, a la separación de poderes, al necesario prestigio del poder judicial.

Quedémonos con la “convivencia”, tan repetida, apellidada a veces como “social” o “democrática”. No se cita la “concordia” como sinónimo, que sí se ha utilizado mucho en el debate político legitimador de la amnistía, quizás porque fue el sustantivo estrella de la transición y de su casi indiscutida amnistía.

Con la “convivencia” tenemos el problema de los conceptos abstractos y glamurosos, como “paz” o “democracia”, de los que es difícil disentir pero, como acentuaba Rawls, de los que es difícil también derivar soluciones concretas a los problemas de organización social, también si los problemas son de legitimación. Son musas con las que no es fácil llegar al teatro.

La convivencia es loable como fin, quién lo va a negar. Pero, “¿a qué llaman convivencia?”, “¿facilita la amnistía esa convivencia?”, se preguntará nuestro jurista persa, que bien podrá hacerse las siguientes reflexiones, tratando de “rascar” en el sentido de la convivencia como fin legitimador y también en su alcanzabilidad a través de esta amnistía.

Su primera reflexión bien podrá ser que si estamos ante una ley estatal habrá de aspirarse y de medirse no solo la convivencia en Cataluña, sino también en el resto de España. Se preguntará también si podemos impugnar el razonamiento político que lleva a la ley desde una perspectiva formal, por el conflicto de intereses de quienes la sustentan. Como se ha afirmado, creo que sin demasiada razón, ¿es invalida la amnistía en cuanto autoamnistía?

Creo que hay que ser cauteloso con esta afirmación. Una cosa es la ilegítima autoamnistía que se otorga quien está en el poder para sí y para los suyos, y otra que la amnistía sea el fruto de un pacto de diversos grupos y que forme parte del acuerdo la impunidad de los representados e incluso de los representantes. La autoamnistía es solo una analogía la que habrá que pensar qué fuerza tiene como reveladora de un conflicto de intereses si lo que se quiere decir es que la medida solo favorece a quienes tienen la llave de la continuidad parlamentaria y por ello gubernamental y que en tal sentido ostentan el poder.

Por lo demás, que la aprobación de la amnistía tenga réditos políticos en quien la promueve y que esos réditos tengan forma de continuidad en el poder no es algo impugnable. La cuestión es si tal beneficio de continuidad nos alerta de que en realidad el beneficio de la convivencia era un beneficio de paja, testaférrico. A ello apuntaría la sucesión temporal de los acontecimientos. Si el origen del resquebrajamiento de la convivencia se sitúa en la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, llama la atención que la preocupación por la convivencia y por su fortalecimiento con medidas de exención penal surja casi cuatro años después, justo cuando acaece la inestabilidad parlamentaria y la necesidad del apoyo de los grupos independentistas catalanes.

Nuestro amigo persa se preguntaría si cabe una objetivación de la convivencia, y avanzaría al respecto con una primera hipótesis formal. La amnistía genera concordia si hay consenso sobre la misma, como indica la común sílaba “con”: si muchos o casi todos los parlamentarios y si muy mayoritariamente la sociedad está de acuerdo con ella, con que sirve a la convivencia (ese 93% que aprobó la Ley 46/1977 y que respondía a una mayoría de apoyo equivalente de los representados).

Ahora, con la proposición de ley actual, las cosas, como sabemos, van muy justitas de mayoría. Y ello sin reparar ahora en otras cuestiones formales que la afean, que han afectado a la deliberación democrática, como es el disfraz de proposición de lo que en realidad es un proyecto de ley (hurtando del debate el informe del Consejo General del Poder Judicial y la posibilidad del informe del Consejo de Estado) y como lo es la elección de la vía urgente para su tramitación en el Congreso. Así lo ha subrayado la Comisión de Venecia (Opinion on the rule of law requirements of amnesties, with particular reference to the parliamentary bill of Spain “on the organic law on amnesty for the institutional, political and social normalisation of Catalonia, punto 127), que por cierto se aproxima bastante a nuestro jurista persa, aunque comprensiblemente muy contenida en el objeto de su análisis.

Y van muy justas también si nos referimos a lo que dicen las encuestas de lo que opina la población en Cataluña. Y son sobradamente insuficientes si nos fiamos de las encuestas sobre lo que opina la población en general en España. Este desfase entre representación y representados en un tema tan conocido y sensible se explica claramente por otro dato político que ahonda en la falta de consenso: el partido proponente de la amnistía y su principal sostén no solo no incluyó esta medida en su programa de las muy recientes elecciones, sino que había afirmado urbi et orbi que no solo que era una mala medida, sino que era una medida intolerable, inconstitucional.

Fracasada la vía del consenso para afirmar la convivencia, Amir, nuestro docto colaborador, intentaría una vía material. ¿En qué radica la convivencia en una sociedad democrática, también cuando dividida en una opción crucial?

Pues en el ordenamiento jurídico democrático, que es nuestra vía pacífica e igualitaria de resolución de conflictos, y esencialmente en su Ley Fundamental, que diseña esa vía. Entonces, ¿la amnistía refuerza la Constitución como punto básico de encuentro, también como punto básico para cambiar el punto básico o para lograr por ejemplo la secesión de un territorio a través de su reforma? Pues aquí también cunde el escepticismo. Los amnistiados, o buena parte de ellos, afirman que volverían a recurrir a vías no constitucionales para alcanzar sus, por lo demás legítimos fines políticos, como revela la popularidad del lema “ho tornarem a fer”, y de hecho a la vez que acuerdan la amnistía impulsan en el Parlamento de Cataluña leyes frontalmente anticonstitucionales.

Si de lo que se trata es de la concordia constitucional hay algo de paradójico en su búsqueda a través de la gracia respecto de los que atentaron gravemente contra ella y no renuncian a esa vía. Eso pensará el jurista persa.

Los costes de toda amnistía 

Los beneficios de una ley pueden ser pobres o no tan probables pero al fin y al cabo merecer la pena, porque la norma no acarree costes relevantes. No es desde luego el caso de la amnistía, de cualquier ley de amnistía, cuya mochila de piedras constitucionales es siempre pesada. Por ello es un recurso anómalo y difícilmente justificable.

Recuerden que amnistiar no es derogar una norma penal porque carezca de sentido, sino inaplicarla a ciertos casos aunque sigamos creyendo en ella.

Por ello la primera víctima de la amnistía será el derecho a la igualdad de los ciudadanos ante la ley (art. 14 CE) (¿por qué mi malversación sí se castiga?).

Está después obviamente la desprotección de los esenciales bienes individuales y colectivos que protegen las normas penales al final inaplicadas. Si recurrimos a tan antipáticas normas, dedicadas al amargo recurso de encerrar a los ciudadanos y ciudadanas, es porque estimamos que se trata de un escudo imprescindible para aquellos bienes. Escudo del que la amnistía decide prescindir para según qué momentos y qué flechas, generando una cierta expectativa de impunida futura pendiente de la composición del Parlamento.

Y queda en fin el derecho a la tutela judicial efectiva de las potenciales víctimas del delito (art. 24.1 CE), cuando estas existen, que comprende la legítima expectativa de que el posible delito se persiga y se haga con la seriedad propia de un procedimiento penal. Esto vale tanto para el manifestante lesionado por la policía como para el policía apedreado por el manifestante.

En la amnistía, en toda amnistía, habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad.

Acentos

La ley que ahora se propone tiene estos costes que están en el ADN de la amnistía, y los acentúa de diversas formas.

Está desde luego el coste que la amnistía tiene para la Hacienda Pública. No serán penados las autoridades y funcionarios que desviaron fondos públicos para otra cosa distinta a su destino acordado parlamentariamente y para otra cosa tan poco pública que era antipública, que era un delito. Pero ese coste ya lo conocemos, es el propio de la negación de la pena. El subrayado viene de cómo la ley transmite el perdón y cuál es la actitud de los perdonados. Parece querer decirse no tanto que se extingue la pena sino que en realidad no hubo responsabilidad penal. Con ello no solo sufre la prevención general negativa, la intimidación general, sino también y sobre todo la esencial prevención general positiva, la vigencia general de una norma cuyos vulneradores parecen distar del arrepentimiento. Como señala Mañalich

“la amnistía no puede ser entendida como una modalidad de superación cognitiva del conflicto, o sea, como un reconocimiento de que la expectativa generalizada en la norma quebrantada, por la evidencia de su frustración, debe ser abandonada. […] La amnistía tiene que ser entendida como un mecanismo normativo de superación del conflicto: la expectativa defraudada debe ser mantenida, a pesar y en contra de la evidencia de su frustración”. Para ello lo fundamental es que se conciba y se transmita como un mecanismo de “renuncia a la pena sin negación de responsabilidad”.

Como olvidar la pena de autoridades malversadoras poco arrepentidas es bastante sonrojante, la ley trata de paliar ese rubor con una distinción. Ojo, que no vamos a amnistiar cuando “haya existido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial” (arts. 1.1.a y 1.4).

El remedio se antoja irrazonable y trasnochado desde el punto de vista penal, en la moderna concepción de lo que es la administración desleal. Lo único importante es el desvío, la aplicación dolosa de lo público a lo que no lo es o, con menor desvalor, a un destino público diferente. Pero no es en absoluto relevante cuál sea finalmente ese destino final, si el bolsillo propio, el regalo al amigo, la financiación del partido o la donación a Manos Unidas. Llevado el ejemplo a otro delito patrimonial, en este caso contra la propiedad: ¿es relevante que quien me robe el coche no pretenda “obtener un beneficio personal”?

Para mayor inri, resulta que quienes cometieron esas malversaciones no tendrán que devolver ese dinero que – disculpen que me ponga populista – faltaron para las escuelas, el alumbrado o los hospitales. No hay responsabilidad contable ni civil frente a los no particulares (art. 8), lo que es triplemente sorprendente: porque lo propone la izquierda; porque se decide proteger menos el patrimonio público que el privado; porque el lenitivo de las amnistías pasa por los clásicos requisitos de verdad y reparación.

El acento en la desprotección de lo público queda en negrita si se contempla la razonable exclusión de la amnistía de los delitos que “afecten a los intereses financieros de la Unión Europea (art. 2.e). ¿Desprotegemos entonces con ese descaro comparativo los euros públicos españoles frente a los euros públicos europeos? ¿Hay alguna lógica de “convivencia” que pueda justificar esta diferenciación?

Y sigamos con las comparaciones vergonzantes. Se amnistía la malversación, pero no, ojo, ningún delito, por leve que sea, cometido con

motivaciones racistas, antisemitas, antigitanas u otra clase de discriminación referente a la religión y creencias de la víctima, su etnia o raza, su sexo, edad, orientación o identidad sexual o de género, razones de género, de aporofobia o de exclusión social, la enfermedad que padezca o su discapacidad, con independencia de que tales condiciones o circunstancias concurrieran de forma efectiva en la persona sobre la que recayó la conducta” (art. 2.d).

Estos son inamnistiables, no vaya a ser que, como decía Thomas de Quincey, se empiece asesinando y se termine en los malos modales y la procrastinación.

Termino con un último coste, una última desprotección. La ley impondrá que “tras la entrada en vigor de esta ley”, y por lo tanto antes de afirmarse si el delito en cuestión resulta finalmente amnistiado o si, en caso de su probable cuestionamiento judicial, la ley no es inconstitucional,

“[e]l órgano judicial que esté conociendo de la causa ordene la inmediata puesta en libertad de las personas beneficiarias de la amnistía que se hallaran en prisión ya sea por haberse decretado su prisión provisional o en cumplimiento de condena” (art. 4.a).

E insiste en que

“[l]a suspensión del procedimiento penal por cualquier causa no impedirá el alzamiento de aquellas medidas cautelares que hubieran sido acordadas con anterioridad a la entrada en vigor de la presente ley y que implicasen la privación del ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas” (art 4.c).

Baste en este punto con recordar que la prisión provisional es una medida trágica que se adopta por el riesgo constatado de fuga o de reiteración delictiva, que tal juicio se sustrae ahora del juez conocedor de la causa y que tales riesgos podrían entonces concretarse también si el delito no resulta finalmente amnistiado o si la ley no resulta finalmente aplicable por razones de inconstitucionalidad.

¿Es entonces deseable esta ley de amnistía?

Concluyo esta entrada y lo hago regresando a su comienzo, al título y a Foucoult. Creo que esta amnistía es posible pero que es altamente indeseable por sus dudosos beneficios y por sus severos e incuestionables costes.

El que sea constitucionalmente posible nos debería hacer aprender de esta experiencia, algo que nos cuesta como sociedad, como lo demuestran las pocas consecuencias legislativas de la pandemia, significativamente en materia de restricción de derechos fundamentales. Creo que, vista la intensa controversia que ha generado la amnistía (dicho con la Comisión de Venecia, con “la profunda y virulenta división en la clase política, en las instituciones, en el poder judicial, en el mundo académico y en la sociedad española”: punto 127), deberíamos aprovecharla y abrir un debate sobre su inclusión expresa en la Constitución para, a la vista de su incisividad constitucional, afirmarla pero condicionarla a la mayoría reforzada de tres quintos de cada una de las cámaras, en línea por cierto con el informe de la Comisión de Venecia, que aconseja “una mayoría suficientemente amplia” (punto 122), “superior a la mayoría absoluta de los miembros del Congreso que se exige para la aprobación de una ley orgánica” (punto 128).


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