Por Jesús Alfaro Águila-Real

                                                           Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro

Mateo 6, 24-25

 No stipulation is lawful by which (a director)… agrees to carry out his duties in accordance with the instructions of another rather than on his own conscientious judgment

Lord Denning

Introducción

Dice el art. 228 d) LSC que los administradores deben desempeñar sus funciones “bajo el principio de responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de terceros”. Este precepto refleja la idea de que los administradores no están sujetos a un mandato individual (del socio o socios que le hayan designado o que hayan contribuido con sus votos a su designación) que le obligue a atender las indicaciones o instrucciones del dominus y a promover sus intereses. Del carácter colectivo del mandato al que nos hemos referido aquí se deduce que ni siquiera están legitimados para intentarlo. Los administradores – y, singularmente, los consejeros en el caso de que la administración esté organizada en forma de consejo – están sujetos a un mandato colectivo impartido por el conjunto de los socios y, por tanto, su obligación es actuar en el mejor interés de todos los socios. O sea, en el interés social.  Si un administrador hace avanzar los intereses del grupo de socios – o del socio – que lo ha nombrado, su comportamiento generaría una externalidad sobre los demás socios. La externalidad deriva del hecho de que las consecuencias del actuar del administrador son indivisibles porque se proyectan sobre toda la empresa social y no solo sobre los intereses de los socios que designaron a uno u otro administrador, de manera que la sujeción de cualquier administrador a las instrucciones de uno o un grupo determinado de socios afectaría a los demás socios en sus intereses en el patrimonio social sin que tal afectación hubiera sido contratada (consentida) por dichos socios restantes. Afectación que, en el peor de los casos, es pura apropiación de valor que pertenece a estos socios y, en el mejor de los casos, una relegación de sus preferencias (en términos de riesgo o de inversiones) cuando éstas y las de los socios que han designado a los administradores difieren.

Si este es el fundamento del deber de independencia, se entiende sin dificultad que no hay tal deber – ni tal independenciafrente a las instrucciones colectivas y frente a las instrucciones unánimes de los socios.

Como dice Paz-Ares, que el art. 228 d) LSC proclame el deber de independencia de los administradores tiene un alto valor expresivo. Es un “mensaje contra las dobles lealtades y las lealtades particularistas” en cuanto que alerta a los administradores que “quieren” hacer lo correcto a quién se deben: no al “clan” ni a la “tribu” que lo alzó sino a todo el grupo cuyos bienes e intereses gestiona: si los administradores internalizan su deber de independencia las sociedades del país donde dicho deber esté internalizado estarán gestionadas más eficientemente (menores costes de agencia) que en países donde tal internalización no se haya producido. En el caso Central Lechera Asturiana, dice Paz-Ares, los administradores de la sociedad filial que habían sido designados por la matriz no tuvieron empacho en declarar que habían recibido instrucciones de la matriz de actuar como lo hicieron en el consejo de administración de la filial de manera que ni siquiera se plantearon, “con independencia de juicio” si el contrato que pretendían aprobar en el consejo de la filial iba en el mejor interés de dicha filial, de quien eran, obviamente, administradores

Función del deber de independencia e interés social: independencia subjetiva

Los administradores tienen la obligación de actuar “de buena fe en el mejor interés de la sociedad” (art. 227.1 LSC). En esta obligación de actuar “en el mejor interés” de la sociedad – y hacerlo de buena fe – se ha visto por los autores el contenido “prescriptivo” del deber de lealtad. El deber de lealtad es fundamentalmente proscriptivo, es decir, prohíbe a los que gestionan de forma discrecional el patrimonio ajeno en interés de sus titulares (o beneficiarios) cualquier conducta de apropiación de bienes o derechos de dicho patrimonio (no profit) y, para asegurar que dicha apropiación no se producirá, obligan al fiduciario a abstenerse de realizar transacciones entre su patrimonio (o el de un tercero en el que el fiduciario tenga interés) y el patrimonio cuya gestión se le ha encargado (no conflict). Pero si la obligación de actuar – diligentemente – en el mejor interés de la sociedad constituye un “deber” del administrador como dice el art. 227.1 LSC, bien puede decirse – como hace Paz-Ares – que el deber fiduciario de los administradores tiene también un contenido prescriptivo: ordena al administrador actuar y tomar decisiones ejerciendo de forma independiente su propio juicio en el sentido que considere, de buena fe, que va en el mejor interés de la sociedad. 

Pues bien, nadie puede actuar “de buena fe” en pro de dicho interés si no lo hace ejerciendo un juicio independiente acerca de qué sea lo que mejor conviene a la sociedad. En otros términos, no actúa de buena fe el que no se forma su propio juicio y si no actúa de buena fe, lo hace deslealmente. No podemos enjuiciar la bondad moral de los resultados de las acciones. Solo podemos revisar el procedimiento que siguió el que tomó la decisión. El deber de actuar en el mejor interés de la sociedad – continúa Paz-Ares – incluye necesariamente un deber subjetivo o procesal. Así, podemos decir que la decisión del administrador no es una decisión adoptada “en el mejor interés de la sociedad” – en el interés social – si la decisión “se ha tomado en condiciones sospechosas, o sea, cuando no se han cumplido las reglas procesales que le proporcionan un puerto seguro”. Son estas condiciones sospechosas las de haber adoptado la decisión en conflicto de interés o, en general, teniendo algún interés particular en el asunto sobre el que decide el órgano social.

Se explica así que, cuando el legislador formula la business judgment rule, el art. 226 LSC establezca que el juez no revisará la decisión del administrador – considerará que actuó con independencia de juicio y en el mejor interés de la sociedad – cuando haya adoptado la decisión informada y desinteresadamente siempre que, además, haya actuado “de buena fe” (art. 226.1 LSC), es decir, que haya tomado la decisión en un estado psicológico determinado; que haya creído que la decisión adoptada era la mejor para la sociedad. Y nadie puede actuar de forma independiente si ni siquiera se cree que esté haciéndolo de forma independiente. Si un consejero vota a favor de que la sociedad celebre un contrato con un tercero en unas condiciones determinadas porque así se lo indicó el socio que le designó administrador y no analiza, por sí mismo, la bondad de los términos del contrato, difícilmente puede creerse (ser de buena fe subjetiva) que está actuando en el mejor interés de la sociedad. En estos casos, el administrador ha abdicado de su deber de independencia porque tiene la decisión tomada con anterioridad y en el sentido dictado por el tercero. Como le reprocha Spencer Tracy en su papel de juez norteamericano al juez alemán representado por Burt Lancaster en Los juicios de Nuremberg.

En otras palabras, esa creencia subjetiva que es la buena fe exige que el juicio sea propio (que se haya formado de manera autónoma) y no ajeno, es decir, que sea un juicio independiente, de manera que la obligación de independencia puede contemplarse como un corolario de la exigencia de actuar de buena fe. Y si se acredita que el administrador no actuó de forma independiente, su decisión podrá revisarse en los mismos términos que cuando la decisión se adoptó en conflicto de interés, esto es, teniendo el administrador “un interés en el asunto”.

Concluye Paz-Ares que el deber de actuación independiente del administrador social es universal subjetiva y objetivamente. Se aplica a todos los administradores, sea como sea que han llegado al cargo (por tanto, también a los que se denominan administradores representativos o dominicales) y sea cual sea la decisión que ha de adoptarse en el órgano de administración, incluidas por tanto las decisiones de gestión de la empresa social pero también las decisiones de organización como, por ejemplo, la de a quién nombrar consejero-delegado o cuánto pagarle en virtud del contrato al que se refiere el art. 249 LSC. Respecto de cualquier decisión del administrador, pesa sobre él una prohibición de someterse a las instrucciones de terceros y ha de impedir que sus vinculaciones con terceros determinen su juicio que ha de formar de manera autónoma (art. 228 d LSC).

Como se habrá observado el sentido del deber de independencia en el art. 228 LSC incluye algo más que la prohibición genérica de no actuar en conflicto de interés y el deber de independencia objetiva, esto es, la que se requiere, por ejemplo, para poder ser consejero independiente (ausencia de lazos significativos que puedan dificultar la orientación de la conducta del consejero al interés social). Requiere independencia subjetiva que no puede confundirse con un inexistente deber de imparcialidad de los administradores tiznados por relaciones personales con socios determinados. Estos carecerán de independencia objetiva – y eso hará que sus decisiones sean revisables judicialmente para comprobar si son conformes o no con el interés social, art. 190.3 LSC – pero han de preservar la independencia subjetiva y han de formarse su juicio, actuando, como todos los demás administradores, de buena fe, con libertad de criterio o juicio.  A menudo, los autores no distinguen entre ambas (como cuando se dice que el “deber de independencia se centra en el análisis de las relaciones o vínculos de los consejeros que sean susceptibles de influir en su imparcialidad de criterio y condicionar el sentido de sus decisiones”) lo que provoca distorsiones en la aplicación del régimen jurídico. También los administradores que carecen de independencia objetiva tienen el deber de actuar con independencia de juicio y de buena fe (formarse su propio juicio sobre el asunto presentado a su consideración y adoptar la decisión que, en su fuero interno, consideren mejor para el interés social). Como explica Paz-Ares en relación con el caso Central Lechera Asturiana, los consejeros de la filial que habían sido designados por la matriz, votaron a favor de aprobar un contrato de licencia entre la matriz y la filial porque así habían sido instruidos por la matriz, de manera que no formaron su decisión de forma autónoma con libertad de criterio. Tenían predecidido lo que iban a votar en relación con el contrato de licencia, de manera que incumplieron con su deber porque sus vínculos objetivos con la matriz – que les hacían “dependientes” objetivamente – no les liberan de su deber de actuar de buena fe en el mejor interés de la sociedad.

Si no se distingue entre independencia subjetiva y objetiva puede incurrirse en el error de creer, por ejemplo, que hace falta que exista un conflicto de interés transaccional entre el administrador y la sociedad para que deje de aplicarse la business judgment rule. Al contrario, basta cualquier tipo de “interés personal” del administrador en el asunto para que su decisión deje de estar protegida por la regla de la discrecionalidad empresarial.


Esta entrada está basada en el trabajo de Cándido Paz-Ares, Identidad y diferencia del consejero dominical,  Estudios sobre órganos de las sociedades de capital: liber amicorum, Fernando Rodríguez Artigas, Gaudencio Esteban Velasco / coord. por Javier Juste MencíaCristobal Espín GutiérrezFernando Rodríguez Artigas (hom.), Gaudencio Esteban Velasco(hom.), Vol. 2, Tomo 2, 2017, ISBN 978-84-9177-567-6, págs. 39-191