Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

“The group can be a person: coordinated, equiparated, with the man, with the natural person

Frederic William Maitland,

 

La estrecha relación del Derecho de la Persona Jurídica con el Derecho de sociedades ha conducido al error de pensar que la institución de la personalidad jurídica sirve al objetivo de permitir a los grupos actuar unificadamente en la vida social, en definitiva, a concebir a las personas jurídicas como personas colectivas. Hay que desmentir tal conclusión. La personalidad jurídica no sirve a la actuación unificada de grupos. La institución jurídica que sirve a la actuación unificada de los grupos es la representación. Ahora bien, la personalidad jurídica permite potenciar la cooperación entre los miembros de una colectividad, esto es, de un grupo humano de suficiente tamaño y complejidad como para haber desarrollado Derecho al permitirles poner un patrimonio – común – al servicio del fin – común -.

El contrato de sociedad permite a los grupos de individuos potenciar extraordinariamente la consecución de los fines que les han llevado a agruparse si ponen medios económicos al servicio de tales fines, medios que, por formar un patrimonio organizado pueden insertarse en el tráfico, esto es, participar en los mercados realizando intercambios. De ahí que cuando el fin común que ha llevado a varios individuos a agruparse tiene una mínima estabilidad o envergadura, la formación de un patrimonio separado del patrimonio de cada uno de ellos y dotado de organización o capacidad de tomar decisiones y actuar en el tráfico patrimonial – la creación de una persona jurídica – deviene imprescindible. La societas, el contrato de fin común meramente obligatorio, se transforma así en una sociedad “con personalidad jurídica”. Pero ambos aspectos – actuación unificada y dedicar un patrimonio a la consecución del fin común – han de mantenerse separados.

El primero se logra a través del mecanismo de la representación y permite a los socios mantener en su patrimonio los bienes o derechos que dediquen al fin común, y el segundo se logra a través del mecanismo de la personificación.

Se explica así que lo esencial para el concepto de personalidad jurídica no sea el carácter colectivo de los titulares del patrimonio, sino la formación de un patrimonio que se organiza para participar en el tráfico y al que, en consecuencia, se le dota de agencia o capacidad de obrar.

No es extraño que la concepción de las personas jurídicas como grupos unificados o personas colectivas se haya extendido especialmente en el ámbito anglosajón. La explicación reside en que, en el Derecho inglés y luego en el norteamericano, los patrimonios no societarios (y, a menudo, también los societarios) se organizaban como trusts. De forma que, junto a la corporation, el common law disponía de los conceptos paralelos a los de patrimonio y persona jurídica propios del civil law. Las fundaciones, sin embargo, aparecen muy tardíamente en el common law.

Dado el origen romanístico de las doctrinas sobre la personalidad jurídica, considerar las personas jurídicas como grupos unificados de individuos se explica fácilmente si se tiene en cuenta que en Roma no existía la representación que es, precisamente, la institución que permite la actuación unificada de un grupo (mandato colectivo con poder de representación). Pero, además, ha impedido reconocer que el Derecho de las Personas Jurídicas ha de estar presidido por el respeto a la autonomía privada, en directa oposición a la concepción de Savigny que, lamentablemente, ha prevalecido en buena parte de la doctrina actual y las doctrinas que se han extendido en los Estados Unidos acerca de que las personas jurídicas son “una criatura del Estado” y, por tanto, a su entera disposición.

Ambas han conducido a importantes errores de aplicación del Derecho. El predominio del trust como negocio jurídico para la constitución de personas jurídicas en el common law ha llevado a la doctrina a asociar la personalidad jurídica de las sociedades a la unificación de un colectivo de individuos en vez de a un patrimonio.

Además, la cuestión se ha mezclado con la de la responsabilidad limitada, de la que sólo puede hablarse respecto de la individual de los socios, pero carece de sentido en el caso de una persona jurídica fundacional. Pero, de nuevo, la responsabilidad limitada no viene exigida por la estructura corporativa de gobierno del patrimonio (los socios de los bancos respondían ilimitadamente por las deudas del banco hasta no hace mucho) aunque encaja perfectamente con él (sobre todo para facilitar la transmisibilidad de las acciones). En Inglaterra – y en sus colonias como los Estados Unidos- los patrimonios fundacionales se articulaban a través del trust, y el trust sirvió a las necesidades de separar patrimonios y darles vida eterna o permitir su transmisión también en la vida económica (business trusts). Como ha explicado recientemente Morley, Estados Unidos se pudo “pasar” sin la corporación en su Revolución Industrial, en parte, porque los empresarios norteamericanos disponían, como los ingleses, del trust:

“el trust – aunque no un sustitutivo perfecto de la sociedad anónima – permitió a los empresarios obtener muchas de las ventajas que las versiones existentes de la forma societaria, incluyendo la responsabilidad limitada, la protección del patrimonio empresarial frente a los ataques de los acreedores de los socios o la denuncia del contrato de sociedad por parte de éstos, el carácter transmisible de las acciones, la legitimación procesal activa y pasiva y un esbozo razonable de los deberes fiduciarios”.  

Originalmente el trust era una forma medieval de transmitir limitadamente un patrimonio, normalmente tierras, (para protegerlo del Rey y transmitirlo a los propios herederos). Una vez que el ‘transmitente’ –settlor- y sus herederos vieron protegidos sus derechos frente al ‘adquirente’ – trustee – con acciones de cumplimiento en especie, esto es, que permitían al transmitente reivindicar la propiedad incluso frente a terceros que hubieran adquirido del trustee y no sólo recibir una indemnización y con preferencia respecto de los acreedores del adquirente, el trust se convirtió en un sistema para separar patrimonios. En la obra de Maitland, la más completa elaboración de estas cuestiones en el Derecho inglés, el trust es una institución perteneciente al Derecho de Cosas, no al Derecho de la persona. Maitland se pregunta específicamente por el equivalente inglés de las Stiftungen o Anstalten (fundaciones o establecimientos) del Derecho alemán. Y dice que el equivalente inglés es el trust, en concreto, cuando el trust se utiliza para dedicar un patrimonio a algún fin benéfico (charity). Se comienza designando específicamente a los beneficiarios para, progresivamente, sustituir a individuos concretos como tales por “los más pobres de la parroquia” o “los pobres”, es decir, sustituir beneficiarios por un fin o propósito filantrópico. El predominio del trust para separar patrimonios condujo a ligar la personalidad con la idea de unificar grupos de individuos de modo que, a menudo, se define a la persona jurídica como un grupo unificado. Se dice que un grupo tiene personalidad jurídica reconocida si el Derecho permite al grupo actuar como si fuera un solo individuo. No es extraño pues que, al equiparar las corporations y las personas jurídicas (no se pensaba que el trust pudiera ser una forma de personificación), se acabara considerando la personalidad jurídica como una forma de persona colectiva. Para las personas jurídicas de “base real” tenían el trust con la consecuencia de que el efecto de la personificación de los grupos no será ya separar un patrimonio sino unificar al grupo: “el grupo puede ser una persona: coordinada, equiparada al ser humano, a la persona natural” dirá Maitland. Así surge – puede decirse – la teoría de la personalidad jurídica que en el derecho anglosajón contempla a la corporations como agregados de individuos, lo que conduce a atribuir la capacidad para ser titular de derechos y obligaciones a los grupos.

Pero no es como dice Morley, que el trust fuera una alternativa a la corporation. El trust fue una alternativa a la personalidad jurídica. Ambas, la sociedad anónima y el trust dice Morley permitían “transmitir de manera segura” la propiedad de los bienes que se querían dedicar al desarrollo de una actividad económica por parte de un grupo de inversores a un sujeto jurídico distinto de cada uno de los inversores. La concepción de Morley es equivocada porque no explica por qué, si la forma de separación patrimonial elegida era el trust, seguía siendo necesario un contrato entre los inversores que adquirían las acciones emitidas por los trustees. Este contrato consistía, normalmente en la constitución de una partnership o una company no “incorporada” que recogiera las reglas organizativas, esto es, las reglas de gobierno del trust o las reglas acerca de cómo tomar decisiones respecto del patrimonio en trust y cómo insertarlo en el tráfico jurídico-patrimonial.

Por ejemplo, la compañía que se hizo con la distribución de agua potable en Londres en el siglo XVIII aportó la infraestructura a un trust y entregó a los inversores unos títulos que les daban derecho a participar en los beneficios que la explotación de la infraestructura generara. Esos títulos eran participaciones en una company que no era, sin embargo, titular del patrimonio. El patrimonio estaba en trust. Que, formalmente, no se considerara al fondo entregado en trust una persona jurídica es irrelevante (“a common law trust was never a distinct juridical personality”). El concepto jurídico de personalidad jurídica no había aparecido ni siquiera en el lenguaje jurídico inglés ya que no aparecería hasta bien entrado el siglo XX precisamente por influencia alemana donde se hablaba de personas jurídicas desde el siglo XVII. Estos business trusts no pueden, pues, compararse con las sociedades anónimas porque no son categorías homogéneas. Los trusts han de compararse con otras formas de separar patrimonios. De hecho, en Inglaterra y los Estados Unidos, el trust sirvió como estructura patrimonial de las partnerships y de las unincorporated companies del mismo modo que la Gesamthand sirvió de estructura patrimonial de la sociedad colectiva en Alemania. Una sociedad que ostenta un patrimonio en trust, era un sucedáneo casi perfecto de una corporation cuya personalidad jurídica fuera reconocida por el Estado.

El panorama en el derecho anglosajón se completa con la figura de las “non stock corporations”, esto es, una figura que gobierna un patrimonio de forma semejante a una sociedad anónima – con un consejo de administración – pero que carece de accionistas. Es el vehículo usado para desarrollar actividades sin ánimo de lucro y se corresponderían, en España, con las fundaciones.  Esta figura, sin embargo, aporta un argumento a favor de la tesis que se está exponiendo: lo que permite diferenciar a una fundación de una sociedad anónima no es su estructura patrimonial, – en ambos casos se trata de patrimonios organizados dotados de agencia – sino las reglas de gobierno de ese patrimonio. Los que afirmen que el concepto jurídico de la personalidad jurídica carece de unidad lo tienen, así, un poco más difícil.

En el Derecho Continental, la estricta separación entre derechos de crédito y derechos reales impide la utilización de figuras intermedias – como el trust  – y obliga a constituir patrimonios separados (no individuales) cuando se pretende que la actuación de un individuo sobre un fondo patrimonial tenga efectos erga omnes. Como cada individuo tiene un patrimonio y un solo patrimonio, no podemos fingir que alguien puede actuar sobre un patrimonio que no es el suyo como si fuera el suyo. Necesitamos personificar ese patrimonio y calificar al “actuante” como un administrador, mandatario, o factor. De esta forma podemos explicar por qué los efectos de la actuación del administrador, mandatario o factor se producen sobre un patrimonio que no es sino del principal y, o bien el principal es otro individuo, o bien el patrimonio se personifica. En este sentido, la representación y la personificación son mecanismos complementarios (en las sociedades con personalidad jurídica) o alternativos para permitir la actuación en común de un grupo de individuos en el tráfico jurídico.

Para el Derecho continental nadie puede tener más de un patrimonio. Todos los bienes y derechos, todos los créditos y todas las deudas de alguien están unificadas subjetivamente por su titular. Nadie puede ser “titular” de dos patrimonios. Cuando un patrimonio no sirve a un individuo sino que sirve a un fin «infraindividual», supraindividual o colectivo, hay que personificar a ese patrimonio, esto es, organizarlo y dotarlo de agencia. De ahí que el Derecho continental inventara, por necesidad, la personalidad jurídica para separar patrimonios e inventara, igualmente, la teoría de los órganos sociales para explicar cómo los administradores sociales, como el alcalde de un municipio o la abadesa de un monasterio, podían disponer de los bienes del municipio o el monasterio. En cuanto a las relaciones “internas”, el Derecho continental recurrió al mandato pero los mandatarios, a diferencia de los trustees no ostentan ningún título jurídico sobre los bienes cuya gestión se les ha encomendado aunque sobre ambos pesaban deberes fiduciarios.

En definitiva, el problema de la persona jurídica no es, exactamente explicar los patrimonios sin sujeto (Orestano) como lo planteo la pandectística sino más bien, explicar los patrimonios no individuales. 

¿Por qué, si es errónea, ha tenido tanto éxito la concepción colectiva de la persona jurídica? A mi juicio, por dos razones. Por su mejor encaje en el derecho anglosajón según se ha explicado y por la concepción estricta de persona jurídica como corporación que todavía hoy perdura en el Derecho alemán. La enorme influencia de la literatura jurídica anglosajona y alemana sobre los demás ordenamientos continentales ha distorsionado la concepción – sencilla y eficaz – de la personalidad jurídica que triunfó en el Derecho francés y, de ahí, en el español al tiempo de la codificación y que, seguramente, se correspondía mejor con la tradición del ius commune.


Foto: Miguel Rodrigo