Por Marta Lorente Sariñena
Algunas reflexiones sobre los ‘modos de adquirir la propiedad en Derecho Internacional
Introducción
Como es bien sabido, el libro III de nuestro Código Civil regula “los diferentes modos de adquirir la propiedad”. Menos conocido es, sin embargo, que la jurisprudencia internacionalista se ocupó profusamente de esta cuestión a lo largo de ese particular siglo XIX que comenzó con la derrota definitiva de Napoleón y terminó con el estallido del primer conflicto mundial. Bajo formulaciones distintas, los modos de adquirir la propiedad ocuparon capítulos enteros de los primeros tratados de derecho internacional, así como numerosos artículos publicados en revistas especializadas. A ello debe añadirse que a partir de las décadas de los setenta y ochenta del XIX esta particular temática pasó a ser tratada monográficamente por un significativo sector de la jurisprudencia internacionalista, que dedicó un esfuerzo considerable a tratar de regular la adquisición pacífica de territorios por las potencias de la época. Como era de esperar, tanto sus construcciones como los debates a los que dieron lugar se convirtieron en una de las principales piezas del discurso legitimador del imperialismo moderno.
No hace falta insistir más en la relevancia jurídico-política de esta concreta temática; sin embargo, creo conveniente revelar cuál fue el origen de mi interés por ella habida cuenta que no respondió en absoluto a elevadas a elevadas preocupaciones teóricas. Muy por el contrario, dicho interés fue el fruto de la acumulación de dudas y reflexiones surgidas en el curso de tres investigaciones muy distintas sobre conflictos internacionales situados en el Pacífico. La primera se extendió sobre la disputa por la isla de la Pasión que enfrentó a Francia con México, la cual, como es bien sabido, terminó en un arbitraje desgraciado. La segunda se centró en la mediación del Papa en un conflicto similar, que enfrento en 1885 a España con el Imperio alemán por la posesión del archipiélago de las Carolinas, que, si bien se resolvió a favor de España, lo hizo a un elevadísimo coste. Y, finalmente, la tercera versó sobre el acuerdo suscrito en 1878 por el Sultán de Joló, súbdito español, con una compañía británica, mediante el cual cedió a esta última la soberanía sobre Sabah, un enorme territorio situado en el norte de Borneo que se corresponde grosso modo con uno de los estados que hoy componen la Federación Malaya.
En un principio no se me ocurrió relacionar estos tres casos, toda vez que me ocupé de ellos por razones muy distintas. En efecto, el análisis del caso de la Isla de la Pasión o Clipperton estuvo vinculado a un estudio general sobre el arbitraje internacional en las Repúblicas hispanoamericanas, que pasaron de defenderlo con entusiasmo a criticarlo amargamente en un breve lapso de tiempo. Por el contrario, me serví del conflicto de las Carolinas para ejemplificar la fragilidad que caracterizó la construcción en España del Estado nación. Y ya para finalizar: me ocupé de las andanzas contractuales del exótico Sultán para ejemplificar el valor actual de la historia en conflictos internacionales, habida cuenta de que los herederos del finado Sultán siguen reclamando en diversas sedes arbitrales y judiciales una enorme compensación económica por incumplimiento del acuerdo suscrito por su supuesto antepasado.
Sin embargo, más adelante caí en la cuenta de que estos tres casos ilustraban una misma problemática jurídica, con independencia de que cabría contemplarlos como simples y previsibles secuelas de esa avaricia depredadora que determinó la política expansionista de las Naciones imperiales en el siglo XIX, en especial a partir del último cuarto de la centuria. Admito que se me podría reprochar que para hacer este viaje no había necesidad de tanta alforja, pero en mi defensa debo alegar que fueron juristas quienes dotaron de un lenguaje abstracto a la expansión imperialista, un lenguaje destinado a ordenar y pacificar las relaciones entre los socios de un selecto club de Estados que se reconocieron como civilizados.
Y es que razones no les faltan a quienes sostienen que el famoso estándar de civilización, según el cual las naciones se dividían en civilizadas, semicivilizadas y bárbaras, constituye el principio básico del colonialismo moderno. Los juristas, que contribuyeron decisivamente a crearlo, sabían muy bien cuáles eran las consecuencias de esta terrible clasificación: como dijera en 1836 el norteamericano Henry Wheaton refiriéndose a la expansión colonial “había un punto en el que todas las naciones estaban de acuerdo, a saber, el completo desprecio hacia los derechos de los habitantes”. Así pues, el moderno imperialismo creó su propio discurso jurídico, que se asemejó, distancias mediante, al de la Conquista, habida cuenta que en ambos casos no solo determinó orientaciones políticas sino incluso acciones concretas.
Esto es justo lo que viene desvelando una espléndida historiografía cultivada más por juristas que por historiadores, por lo que mi aportación a este campo tiene más de forma que de fondo. Y es que mientras que una buena parte de los estudios sobre la jurisprudencia internacionalista están basados en el análisis de autores y obras, no hay muchos que traten de conectar la doctrina con los casos, excepción hecha, claro está, de algunos tan relevantes como el reparto de África. Creo, sin embargo, que un estudio en profundidad de los tres diminutos casos a los que vengo refiriéndome tiene la virtud de iluminar dos cuestiones claves, ya que, de un lado, permite valorar hasta qué punto estuvo presente el derecho internacional en todo tipo de conflictos internacionales, mientras que, de otro, también permite identificar y evaluar algunas de las más significativas contradicciones del discurso jurídico del imperialismo moderno.
Los tres conflictos se incardinaron en la “ocupación como medio originario de adquirir la propiedad”, esto es, en una construcción romanística que se había instalado previamente en la dogmática civilista. Los internacionalistas utilizaron dicha construcción reasignando nuevos significados a los viejos conceptos, para lo cual trataron de traducir a un lenguaje moderno dos conocidas expresiones: “Toma de posesión” y “posesión efectiva”, dotándolas de un nuevo significado que terminaría fijándose casi definitivamente en el Acta General de la Conferencia de Berlín de 1885. Exagerando un poco, podría afirmarse que este documento fue tan analizado y discutido como antaño lo habían sido las Bulas papales, ya que ambos trataban más o menos de lo mismo, a saber: de cómo organizar y legitimar el reparto del mundo entre unos pocos jugadores previamente seleccionados bien por razón de religión, bien por razón de civilización y progreso.
El Derecho Internacional: una aproximación
Pero antes de analizar los nuevos significados de conceptos antiguos, me detendré brevemente en la expresión ‘Derecho Internacional’, aunque solo sea porque sus estudiosos no coinciden precisamente en la datación de sus orígenes. Así, mientras que unos, entre los que me incluyo, sostienen que el adjetivo internacional referido al derecho es una creación decimonónica; otros, por el contrario, afirman que su nacimiento se remonta a varios siglos atrás. Con todo, los principales culpables de este anacronismo no son nuestros contemporáneos juristas o historiadores, sino los mismos internacionalistas decimonónicos, toda vez que se emplearon a fondo en inventar la historia de una disciplina al mismo tiempo que la iban construyendo. Debo añadir que en esto no estuvieron precisamente solos, dado que inventar genealogías es un pecado propio de juristas.
En efecto, la práctica totalidad de las obras sobre derecho internacional publicadas entre 1814 y 1914 coincidieron en que la jurisprudencia internacionalista era una prolongación de la tratadística sobre “Derecho natural y de gentes”; en consecuencia, los internacionalistas se emplearon a fondo en la búsqueda de padres fundadores de la disciplina. Mientras que algunos optaron por los muy católicos componentes de la Escuela de Salamanca, otros se decantaron por autores como Grocio, Pufendorf Wolff o Vattel, por nombrar a los más representativos entre los también muy protestantes. Sin embargo, la mayoría de los internacionalistas no reparó, o no quiso reparar, en el presupuesto principal del “derecho natural y de gentes”, ya que tanto católicos como protestantes convinieron en un principio según el cual existía un ‘orden jurídico natural’ común a toda la humanidad, que, superponiéndose al positivo, resultaba accesible mediando teología o razón.
Este punto de partida debería haber horrorizado a los internacionalistas, dado que para la práctica totalidad de los juristas decimonónicos no podía existir otro derecho que el producido por el Estado-nación soberano, el cual, a su vez, contemplaron como el único sujeto del derecho internacional. A la inversa, este planteamiento habría disgustado tanto a Vitoria como a Grocio, ya que mientras el primero se preocupó por la salvación de todas las almas, civilizadas, semicivilizadas o salvajes, el segundo se empeñó en demostrar, frente a las pretensiones portuguesas, que la libertad de navegar en todos los mares era un derecho natural que correspondía a toda la humanidad.
Quizás haya podido parecerlo, pero entre mis intenciones no está la de hacer juicios de valor, aunque solo sea porque tanto el ius gentium como el moderno derecho internacional fueron construcciones eurocéntricas basadas en la ‘indiscutible verdad’ de la fe cristiana o del mito del progreso civilizatorio; consecuentemente, ambos se sirvieron de un utillaje romanístico que hicieron pasar por internacional. Pero mientras que el derecho natural y de gentes no conocía fronteras, el derecho internacional fue una de las muchas consecuencias de la afirmación interna y externa del Estado-nación. En efecto, no hay obra de derecho internacional que no parta de la soberanía nacional o estatal a la hora de justificar la creación de una nueva disciplina focalizada en las relaciones entre sujetos soberanos. Suscribo por ello el inteligente diagnóstico de Bayly, quien afirma rotundamente que la causa primera del imperialismo fue la creciente fortaleza del Estado-nación y no precisamente al revés.
Según los internacionalistas, en definitiva, los modos de adquirir la propiedad se refieren exclusivamente al sujeto Estado, que es quien toma posesión de territorios ocupándolos efectivamente. No obstante, el cambio del ‘identificable’ ciudadano romano por esa incierta abstracción que es el Estado produjo distorsiones de calado, sobre todo porque el Estado no ‘ocupaba’ bienes materiales, sino que se atribuía soberanía exclusiva sobre territorios y poblaciones. El derecho internacional aspiraba a ordenar el reparto de todo ello entre los miembros del distinguido club, para lo cual necesitaba convenir en conceptos, reglas y procedimientos que alejaran la guerra del mismo. Con ello no quiero decir que todos los iusinternacionalistas dijeran exactamente lo mismo, ya que como ocurriera siglos atrás en la discusión sobre los ‘justos títulos’, hubo muchas voces discordantes de las cuales no puedo dar cuenta aquí. Por el contrario, si debo hacer hincapié en que la interrogante que dio paso a la moderna discusión sobre la ocupación fue más o menos la misma que había ocupado a teólogos y juristas cientos de años atrás. Sintetizando mucho, podría formularse más o menos así: ¿qué título pueden esgrimir los Estados civilizados para validar apropiarse de tierras y hombres ajenos? Trataré de contestar brevemente a la pregunta analizando los requisitos de la “ocupación internacional” desde mis tres modestos casos.
La toma de posesión
Es bien sabido que la pintura historicista contribuyó decisivamente a la creación de imaginarios nacionales a lo largo del siglo XIX; en el caso del español, no podía faltar la exaltación del heroísmo de los conquistadores. Así, y como bien señala Tomás Pérez Viejo, la obra de Dióscoro Teófilo de la Puebla titulada el “Primer desembarco de Colón en América” (1862) se convirtió casi de inmediato en la imagen real de la toma de posesión del suelo descubierto. Confieso, no obstante, que me gustan mucho más las diferentes representaciones del baño de Núñez de Balboa en las aguas del Pacífico, en especial la litografía de Vicente Urrabieta titulada “Toma de posesión de la mar del Sur”, porque avivan mejor ese inconfesable patrioterismo que tan extendido está entre todos nosotros. Pero lo que me interesa no es incidir una vez más en la distorsión del pasado en la que incurre conscientemente la pintura histórica, sino subrayar que esta última reflejó muy eficientemente la naturaleza ceremonial de las ‘tomas de posesión’ de tierras extrañas realizadas por descubridores o conquistadores en nombre de las Monarquías europeas premodernas.
Empero, los juristas decimonónicos afirmaron que las tomas de posesión no constituían título, sino que en todo caso servían para visualizarlo. La toma de posesión era un acto fundamental, pero solo podía ser tomado en cuenta si daban paso a la ocupación del bien, de la cual dependía la validez del título. Más adelante se demostraría que este presupuesto era muy problemático, pero la jurisprudencia internacionalista se empeñó a fondo en la “desclasificación” de títulos antiguos, como eran los siempre discutidos pontificios o el más añejo del descubrimiento. El veto a este último no sólo respondió a cuestiones de hecho, como era el conocimiento geográfico de la práctica totalidad del globo, sino también a otro tipo de consideraciones formuladas previamente por juristas e, incluso, por geógrafos tan insignes como Humboldt. Todos ellos coincidieron en que avistar una costa, desembarcar en una playa, plantar una cruz o bautizar una isla no eran actos constitutivos de título alguno.
No obstante, la jurisprudencia internacionalista también sostuvo que la validez de los títulos debía determinarse teniendo en cuenta las concepciones jurídicas imperantes en el momento en el que aquellos se adquirieron. Dicho más claramente: los títulos históricos no debían ser valorados según los criterios del derecho internacional moderno, por lo que tanto España como México podrían esgrimir títulos sobre Clipperton, las Carolinas y Sabah que se remontaban cientos de años atrás. Y es que salvando el muy dudoso de las bulas pontificias, siempre cabía esgrimir el del descubrimiento o el correspondiente a la expansión de la fe (en este caso, entre carolinos y malayo filipinos), a los cuales no debían aplicarse criterios modernos en la determinación de su validez. Ahora bien, ¿Cuáles eran estos criterios?
Hasta la conferencia de Berlín, los juristas no se esforzaron demasiado en responder específicamente a esta cuestión, limitándose a internacionalizar la jurisprudencia sobre la ocupación, según la cual solo podían ser ocupados los bienes que no pertenecían a nadie. Cumplido este requisito, también se necesitaba de la confluencia de corpus y animus, es decir, de la ocupación material del bien y de la firme voluntad de añadirlo al patrimonio del ocupante. Sin embargo, la internacionalización de esta dogmática de cuño civilista sirvió más para ocultar el verdadero estado de las cosas que para fijar nuevas reglas de reparto, tal y como se puso de relieve tanto en Clipperton como en las Carolinas. En ambos casos no se respetaron los títulos históricos, ya que es justo esto lo que se infiere de las ‘tomas de posesión’ francesa y alemana.
En el caso Clipperton, la famosa ‘toma de posesión de la isla en nombre del Emperador de los Franceses’ realizada por el teniente de navío Victor Le Coat de Kerveguen no fue sino una mala reproducción de los ceremoniales propios de los antiguos descubrimientos o, incluso, de simples avistamientos. Y es que el militar no se molestó siquiera en sublimar su acción introduciéndose en el mar como imaginamos que hizo Núñez de Balboa debido, entre otras cosas, a que las aguas de Clipperton estaban infestadas de tiburones.
También en las Carolinas se infringió otro requisito de la ocupación ya que, a diferencia de Clipperton, que tenía por habitantes cangrejos y aves, las islas Carolinas estaban llenas de gente. Justo en este sentido, los historiadores del derecho internacional han insistido hasta la saciedad en que una de las operaciones jurídicas más exitosas del imperialismo fue la utilización del concepto de res nullius, que consistió en la elaboración de una ficción según la cual la práctica totalidad del territorio potencialmente colonizable no pertenecía a quienes lo estaban poblando.
Relacionada con esta última cuestión conviene aclarar que los iusinternacionalistas tuvieron que enfrentarse con una problemática similar a la que en su día dividió a quienes polemizaron sobre los títulos justos, toda vez que tuvieron que justificar la asimilación de territorios más o menos densamente poblados a bienes sin dueño a los exclusivos efectos de proclamar la soberanía exclusiva de un Estado sobre ellos. Empeñados en la tarea, los juristas echaron mano de una panoplia de recursos en orden a crear esa ficción que convertía en territorio sin dueño muchos de los que estaban poblados.
No me detendré en justificaciones abiertamente racistas como las formuladas por el escocés Lorimer muy tempranamente, sino en aquellas que se presentaron a sí mismas como ‘racionales‘. Entre ellas destaca el uso y abuso del consentimiento, ya que constituyeron legión los que entendieron que los tratados, acuerdos, contratos y un largo etc., suscritos real o tácitamente por individuos o comunidades no civilizadas, convertían el territorio que poblaban en algo asimilable a la res nullius. Esta ficción, sin embargo, creaba serias distorsiones en la recién nacida dogmática internacionalista, puesto que solo sujetos reconocidos como tales podían suscribir acuerdos pero la doctrina internacionalista solventó rápidamente el problema: en estos casos no se podía hablar de ocupación, pero sí de otros “modos derivados” como la cesión o el tratado de paz.
Como ya se verá más adelante, en el caso de Sabah se hizo pasar por un contrato de arrendamiento lo que no era sino una cesión completa de la soberanía. En todo caso, no parece que Francia y Alemania estuvieran muy preocupadas por determinar si el modo de adquirir la soberanía sobre Clipperton o las Carolinas era originario o derivado, ya que en ambos casos centraron sus esfuerzos en demostrar que de los títulos históricos no cabía extraer la atribución de soberanía sobre las islas ni a México, ni a España. Justo por ello, cabe afirmar que Francia y Alemania suscribieron una opinión muy extendida entre juristas, según la cual el derecho internacional que cultivaban se encontraba en el tercer periodo de su historia: el de la ocupación efectiva.
La ocupación efectiva
De Grocio a Vattel, los autores del derecho natural y de gentes convinieron en que uno de los requisitos básicos de la ocupación como medio originario de adquirir la propiedad era el de la ocupación efectiva de territorios que no pertenecían a nadie. Entendida como el reverso de la ocupación ficticia basada en ceremoniales de toma de posesión, o en avistamientos y bautizos de territorios, un sector de los internacionalistas utilizó ejemplos iberoamericanos para explicar su naturaleza, que algunos llegaron a calificar como “platónica”.
Con todo, en las primeras décadas del siglo XIX no se dieron demasiados casos de conflicto entre los dos tipos de ocupación. Fue tras la Conferencia de Berlín cuando los internacionalistas se lanzaron de lleno a inventar el título que legitimase el colonialismo europeo al hilo de la justificación del reparto de África. Disponían para ello de un sólido punto de partida, ya que a las construcciones de los cultivadores del derecho natural y de gentes se les añadirían las de otros autores como Locke o incluso Hobbes, cuyas argumentos facilitaron elevar a la condición de derecho natural indiscutible el aprovechamiento económico de aquellos territorios que no estaban siendo explotados según las reglas derivadas de la concepción occidental de la propiedad privada. Llegados aquí, a los internacionalistas solo les quedaba dar un paso final: la ocupación por un Estado civilizado de un territorio no sometido a la soberanía de otro garantizaba la efectividad del derecho ‘natural’ al disfrute económico de los individuos.
El Acta final de la Conferencia de Berlín pretendió ser una regulación concreta de estos planteamientos, convirtiéndose en el texto clave que regulaba la ocupación internacional. En su momento, la práctica totalidad de los juristas consideraron que el Acta era necesaria, aunque un sector crítico apuntó que su insuficiencia. Y es que la Conferencia de Berlín dejó sin resolver numerosas cuestiones, y dos de ellas se hicieron muy presentes en los casos Clipperton y Carolinas. La primera podría formularse más o menos así: ¿se podía hacer un uso retroactivo del Acta de Berlín? Y, si así fuera, ¿en qué situación quedaban los títulos históricos iberoamericanos cuya validez había sido reconocida previamente por la comunidad de Estados civilizados? La segunda tiene un carácter mucho más general, ya que si algo quedó en el aire en la capital alemana fue la determinación de los contenidos mínimos de la efectividad de la ocupación. Dicho de otra manera si el nombramiento de Gobernadores coloniales, o la creación de algunos establecimientos civiles o militares era suficiente para predicar la efectividad y, sobre todo, ¿en virtud de qué reglas podían delimitarse las fronteras del territorio ocupado?
Por lo que aquí interesa, tanto en Clipperton como en las Carolinas los ‘ocupantes’ desconocieron los títulos históricos argumentando en dos direcciones distintas, pero a la postre idénticas. Así, mientras en Clipperton se identificó la despoblación con la condición nullius del atolón, en el caso de las Carolinas se afirmó que la posesión española no cumplía con el requisito de la efectividad, por lo que cabía concebir el archipiélago como una res delerictae, esto es, como un bien abandonado voluntariamente por su dueño que devenía res nullius según los jurisconsultos romanos. Consecuentemente, en ambos casos no solo se hizo un uso retroactivo del Acta de Berlín, sino que además se elevó a categoría internacional unos acuerdos que en principio solo afectaban a quienes habían convenido en Berlín el reparto de África. Por lo que respecta a Clipperton, dicho uso se hizo presente en los argumentos utilizados en el curso del procedimiento arbitral, ya que Francia llegó a sostener que la toma de posesión de Clipperton se ajustaba a los requisitos formalizados en el Acta. Por el contrario, la toma de posesión de las Carolinas fue el primer caso en el que se esgrimió el Acta para legitimar la ocupación alemana basándose en el incumplimiento previo del Acta.
Ahora bien, la efectividad no fue concebida en términos materiales sino en los puramente formales, de lo que se deduce que el nuevo título compartía naturaleza con los históricos. El caso Clipperton lo atestigua, ya que, como bien señaló la defensa jurídica mexicana, Francia no había ocupado efectivamente el atolón en casi cuarenta años, por lo que entraba en la categoría de la res nullius al haber sido abandonado por su dueño. Algo similar ocurrió con posterioridad a la mediación papal en el caso de las Carolinas, ya que después de haberlas vendido a Alemania tras el desastre del 98´, esta no las ocupó hasta perderlas definitivamente tras la primera Guerra Mundial. No hace falta detenerse en las razones que pueden explicar la resolución de ambos casos, pero sí en sus consecuencias para la construcción del derecho internacional. Y es que por mucho que se empeñaran sus autores, la nueva dogmática sobre la ocupación efectiva en derecho internacional tuvo mucho de vino viejo en odres nuevos. Esta valoración no es mía, sino de Unamuno y Ganivet, quienes, refiriéndose al conflicto de las Carolinas, afirmaron en 1912:
«Lo único que se puede decir es que ahora la ocupación ya no es efectiva tampoco, y lo que se llama la esfera de influencia o hinterland es, bajo otro nombre, la misma soberanía nominal».
Las Compañías
Hasta ahora, el tercero de los casos apenas ha comparecido. No aburriré al lector con muchos detalles, ya que basta saber que el Sultán de Joló, un archipiélago situado entre Borneo y las Filipinas, tras ser derrotado por enésima vez por las armas, suscribió en 1851 un tratado reconociendo la soberanía española sobre todos los territorios del Sultanato. Sin embargo, en 1878 firmo un acuerdo con una compañía con sede en Hong Kong con el propósito de arrendarle no solo la explotación del territorio de Sabah, sino la cesión de la soberanía sobre el mismo. Inmediatamente después de conocer el hecho, los Gobiernos español y británico se embarcaron en un complejo conflicto diplomático y político.
Aparentemente, este caso poco o nada tiene que ver con los otros dos, ya que no hubo ocupación de un territorio nullius, ni se puso en duda el animus de la compañía, ni se discutió la efectividad de la posesión. Creo sin embargo que vincularlo a los otros dos casos sirve para iluminar un aspecto fundamental de la construcción dogmática de la ocupación en derecho internacional. Y es que los juristas tuvieron que lidiar con la multiplicación de compañías que actuaban como avanzadillas del imperialismo, lo que creaba una enorme contradicción en el campo de la dogmática dado que, en un principio, solo se reconocía al Estado la capacidad de ocupar un territorio no sometido a la soberanía de otro Estado.
Sin embargo, los tres casos que vengo comentando demuestran todo lo contrario. Por lo que respecta a Clipperton, la extravagante toma de posesión de la isla estuvo impulsada por particulares interesados en la explotación del guano. También en las Carolinas fue la defensa de la actividad empresarial de un pequeño grupo de súbditos alemanes la que dio lugar a la toma de posesión. Tanto en uno como en otro caso, fue el Estado el que ocupó por medio de sus representantes, pero sus acciones resultan inexplicables sin tomar en cuenta los intereses de particulares o compañías. Por el contrario, no parece que el Estado interviniese en el caso de Sabah, pero hay que recordar que lo que se presentó como un contrato de arrendamiento entre particulares fue una auténtica cesión de soberanía.
Ahora bien, ¿podía una simple compañía ser soberana sobre un territorio tan grande como la mitad de Francia?, se preguntaron tanto políticos como juristas refiriéndose al caso de Sabah. No fueron juristas, sino políticos en ejercicio los que dieron con la solución al conceder a la compañía una Carta regia autorizándola a colonizar el territorio cedido por el Sultán de Joló. Empero, la discusión en el Parlamento británico sobre el asunto no fue precisamente pacífica, dado que muchos parlamentarios afirmaron que la Carta regia encubría una anexión que permitía a Gran Bretaña sortear su responsabilidad directa. Los más críticos dieron un paso más cuando sostuvieron airadamente que la Carta no era sino un instrumento de la famosa política de las cañoneras, la cual, por cierto, también se hizo presente en el caso de las Carolinas.
En Clipperton, sin embargo, no se dieron las mismas condiciones dado que nadie se había establecido en el atolón antes de su toma de posesión. No obstante, y como ya he sugerido, la acción francesa solo se explica en el marco de la carrera de la explotación del guano, en la que algunos empresarios franceses estaban dispuestos a participar. Pero hay algo más, ya que Clipperton se libró milagrosamente de ser ocupada más adelante por compañías guaneras, habilitadas por la famosa Guano Act. aprobada por el Congreso estadounidense en 1856. De manera unilateral, esta norma autorizó a los ciudadanos de los Estados Unidos a tomar posesión de las islas con depósitos de guano no explotados, considerándolas a partir de entonces como parte de los Estados Unido. Ocupación por particulares, anexión por el Estado: no sorprende que algunos autores sostengan que la Guano Act fue la primera pieza de la política expansionista norteamericana, que si por algo se caracterizó fue por ocultar un imperio.
Los juristas, por su parte, no demostraron demasiado interés por la Guano Act, aunque sí remitieron a menudo al caso de Sabah a la hora de analizar el papel de los particulares tanto en el capítulo de las tomas de posesión como en el de las “efectividades”. En términos muy generales, se podría decir que la “nacionalidad” determinó el sentido de sus construcciones, ya que si bien los continentales, en especial los franceses, negaron la condición de sujeto a las compañías, los anglosajones trataron de esquivar el problema remitiendo a una casuística prácticamente inmanejable. La creciente presencia de las compañías en la ‘segunda’ colonización dio lugar a importantes discusiones sobre atribución y gestión de la responsabilidad del Estado y de las compañías. En todo caso, los juristas fracasaron en el intento de insertar la realidad en categorías jurídicas coherentes con su propio discurso basado en la exclusividad del Estado como sujeto del orden internacional.
La realidad, en definitiva, seguía siendo muy tozuda. Los particulares ocupaban y explotaban territorios confiando en la protección de las cañoneras y el Estado no se molestaba excesivamente por ello. Y es que, por regla general, no quería gestionar directamente la dura civilización de los pobladores de territorios sin Estado que previamente se había autoatribuido. En efecto, la presencia del Estado basculó entre la despreocupación en los casos de Clipperton y las Carolinas, y la anexión en el caso de Sabah, toda vez que, ya que en su condición de heredero de la compañía, el Gobierno británico convirtió el territorio en un protectorado que se mantuvo hasta la incorporación de Sabah como estado de la Federación malaya en 1963.
Recapitulación
Estudiar imperios está de moda, como también lo está repensar cuál fue la verdadera naturaleza de ese segundo colonialismo que suele denominarse imperialismo. El debate, sin embargo, no es nuevo, habida cuenta que sus inicios corrieron casi en paralelo a la brutal expansión de las naciones imperiales; es más, muchos coinciden en que fue Hobson, el crítico por excelencia del imperialismo, quien popularizó el término en su famosa obra (Estudio del imperialismo, 1902). No hay estudioso que no la tenga en mente; yo quiero rescatar solamente una idea suya que está hoy en el centro de muchos debates, según la cual el imperialismo no fue rentable económicamente en la mayoría de las ocasiones. No tengo conocimientos suficientes para participar en esta polémica, pero creo que de su mera existencia cabe inferir que el derecho resultó ser un dato infraestructural en la expansión de las naciones imperiales, y no una mera consecuencia de esa “fase superior del capitalismo” a la que Lenin se refirió plagiando la obra de Hobson. Y es que esto es justamente lo que se infiere de los casos que me han ocupado hasta aquí. Si algo ponen de relieve es que fue el lenguaje el que en buena medida determinaba la acción y no al revés. Por ello, lo que dijeron los juristas sobre los modos de adquirir la propiedad en derecho internacional, en especial sobre el supuestamente originario de la ocupación, puede considerarse como un elemento clave del imperialismo, lo que no significa que no estuviera plagado de contradicciones. En efecto, los juristas metieron mucho vino viejo en odres nuevos, como bien se aprecia en el “ceremonial toma de posesión francesa de la Isla de la Pasión”, toda vez que no fue seguido de una ocupación efectiva. Por su parte, el Gobierno alemán que instigó la toma de posesión de las Carolinas adujo que eran territorio nullius porque la ocupación española era ficticia, pero el imperio alemán no fue más allá de formalizar una ocupación platónica del archipiélago. Finalmente, la cesión de la soberanía sobre un territorio sometido a la del Estado español terminó aceptándose a pesar de que fueron particulares los que tomaron posesión y ocuparon el territorio mediante un burdo subterfugio jurídico. En definitiva, si algo ponen de relieve estos tres casos es que el derecho internacional era mucho menos moderno que lo que afirmaban de él sus principales autores.
* Este texto se corresponde con el discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Historia como miembro corresponsal extranjero que pronuncié en la sesión celebrada el 4 de febrero de 2024. Aunque lo he reducido y adaptado para esta ocasión, conserva su originario tono oral y prescinde a su vez de notas. No obstante, y como quiera que sus fundamentos se apoyan en investigaciones previas, me permito remitir aquí a algunas de ellas. M. Lorente, E. Speckman, Clipperton: Algo más que un arbitraje histórico, Anuario de Historia del Derecho Español, T. XCIII (2023), pp. 345-395; Marta Lorente, Historical Titles vs. Effective Occupation: Spanish Jurists on the Caroline Islands Affair (1885), Journal of the History of International Law / Revue d’histoire du droit international, 20 (2018), pp. 303-344.2014; Marta Lorente/Héctor Domínguez, La Costa de Mosquitos: Espacio irreductible, territorio disputado. Usos y abusos de la Real Orden de noviembre de 1803, Anuario de Historia del Derecho Español, XCI (2021), pp. 279-331; Marta Lorente, Uti possidetis, ita domini eritis. International Law and the Historiography of the Territory, en Massimo Meccarelli/ M. Julia Solla, Spatial and Temporal Dimensions for Legal History, Frankfurt am Main, Max Planck Institut for Legal History, 2016, pp. 131-172. Marta Lorente, More than just Vestiges. Notes for the Study of Colonial Law History in Spanish America after 1808, en Th. Duve, H. Pihlajamäki (cords), New Horizons in Spanish Colonial Law: contributions to Transnational Early Modern Legal History, Frankfurt am Maine: Max Planck Institute for European Legal History, 2015, pp. 193-233. Finalmente, el discurso origen del presente texto se inscribe en un proyecto que dirijo desde 2022 titulado El uso procesal de la historia de la monarquía española en litigios territoriales. PID2021-127771NB-I00