Juan Antonio Lascuraín Sánchez

 

Sobre listas, trabajos, castraciones y prisiones permanentes

 

 

Hace unas semanas esbocé el que considero como contenido adecuado de la prohibición de penas inhumanas. Partía para ello del valor que informa y trata de preservar este principio, que es el de la dignidad de la persona, un proteo que se escapa constantemente de las manos que creen atraparlo. Si comúnmente se establece que los valores de partida de un sistema de legitimación democrática son la igualdad y la libertad, suele considerarse también como presupuesto de los mismos el de la dignidad de la persona. Se trata de un valor intrínseco e igual del ser humano que provoca la cosoberanía del ciudadano en la organización de la vida social y que no puede ser suprimido en el ejercicio de la misma. Entre todos decidimos sobre nuestra interacción, pero nuestros propios presupuestos de justicia vedan que tales decisiones puedan suprimir, ignorar, minusvalorar, transformar o expulsar a los individuos codecisores.

Con tan abstracto punto de partida llegaba a la conclusión de que son indignas las penas corporales, la de exclusión social, las avergonzantes, las de transformación de la personalidad y las de desesperanza. Hora es de concretar un poco más y tratar de aplicar este planteamiento a algunas penas cuya legitimación se discute. 

 

La prisión permanente revisable 

Son varias las perspectivas de la inhumanidad de la pena que quedan amenazadas por la prisión permanente revisable. Quizás la más incisiva es la de que, siquiera condicionada, se trata de una pena de radical aislamiento: de un encarcelamiento permanente, de por vida. El ejemplo de la pena de muerte resulta aquí revelador: ¿acaso sería legítima una pena de muerte aplazada y condicionada a la peligrosidad del penado en el momento de cumplimiento del plazo? La réplica habitual consistente en que se trata de una pena revisable y en ese sentido no necesariamente de por vida puede ahuyentar la tacha de inhumanidad por desesperanza, pero no la de inhumanidad por aislamiento. Una pena inhumana sometida a condición no deja de ser una pena inhumana.

Decía que la revisabilidad hace que no sea una pena que necesariamente genere desesperanza. Eso podría ser así en función del plazo de revisión, de la claridad de las condiciones para la liberación y de la dependencia de las mismas de la voluntad del sujeto.

Los tres factores son harto endebles en la regulación española.

  • El plazo de revisión, en primer lugar, es de como mínimo veinticinco años y puede llegar a los treinta y cinco.
  • En segundo lugar: no se han establecido garantías suficientes para la fiabilidad del “pronóstico favorable de reinserción social”: para una decisión tan trascendente solo se prevé que la adopte “el tribunal […] previa valoración de los informes de evolución remitidos por el centro penitenciario y por aquellos especialistas que el propio tribunal determine” y “tras un procedimiento oral contradictorio en el que intervendrán el Ministerio Fiscal y el penado, asistido por su abogado” (art. 92.1.c CP). Nota bene: estamos ante un conflicto de bienes constitucionales (la inexistencia de penas inhumanas y la resocialización, por un lado, y los bienes personales y colectivos que se trata de prevenir frente a delitos graves, por otro) en el que la inconstitucionalidad de la solución puede provenir de la falta de garantías para la constatación del conflicto, como sucedió con la primera regulación despenalizadora de ciertos supuestos de aborto consentido (STC 53/1985).
  • No ayuda, en fin, a la tolerabilidad de la pena, en tercer lugar, el que casi ninguno de los factores elegidos para valorar la reinsertabilidad del penado tenga que ver con su propio esfuerzo rehabilitador: “la personalidad del penado, sus antecedentes, las circunstancias del delito cometido, la relevancia de los bienes jurídicos que podrían verse afectados por una reiteración en el delito, su conducta durante el cumplimiento de la pena, sus circunstancias familiares y sociales, y los efectos que quepa esperar de la propia suspensión de la ejecución y del cumplimiento de las medidas que fueren impuestas” (art. 92.1.c CP).

 

La castración química

Una pregunta recurrente es la relativa a la legitimidad de la castración química consentida como alternativa a la pena de prisión para los delincuentes sexuales. “¿Por qué no?”, se dice, “si todo son ventajas: el penado lo prefiere, es más barata para el Estado que la prisión y desde el punto de vista preventivo aporta cierta permanente inocuización”. Que la respuesta no es tan fácil, que no son todo ventajas, lo muestran casos análogos de penas inhumanas consentidas. ¿Y si el ladrón prefiere la amputación de la mano a la prolongada prisión? ¿Y si el asesino prefiere la muerte a la prisión permanente revisable?

En realidad, se confronta aquí la dignidad como inviolabilidad con la dignidad como autonomía, con la que está tan imbricada: el respeto al hombre es el respeto a sus decisiones si las mismas no perjudican a los demás. El paternalismo jurídico tiene así una difícil convivencia con la dignidad-autonomía salvo en aquellos casos en los que quepa cuestionar que estemos ante un ejercicio genuino de autonomía. Siguiendo a Garzón Valdés, salvo que se trate de casos de incapacidad básica del sujeto en los que el Estado pretende superar el déficit generado por la incompetencia del sujeto.

El discurso hasta aquí parecería inclinarse hacia la opción por las penas objetiva o convencionalmente indignas pero preferidas por sus destinatarios, si no fuera por que estamos ignorando dos elementos cruciales inexistentes en los casos clásicos debatidos de paternalismo. Cabe cuestionar en primer lugar si se dan las condiciones necesarias para el ejercicio respetable de la autonomía. Recuérdese que no se trata aquí sin más de un varón que ha optado por privarse de la capacidad de erección, sino de tal decisión condicionada por la elusión de una severa pena de cárcel. En segundo lugar, procede llamar la atención acerca de que no estamos ante una autolesión o ante la lesión consentida de un tercero individual, como son los casos de quienes conducen en moto sin casco, mantienen relaciones sexuales por dinero, se someten a intervenciones quirúrgicas deformantes o lanzan a otros hacia una diana. Lo que se discute aquí es si, con la anuencia del destinatario, el propio Estado puede irrogar tratos inhumanos en contra de sus propios valores y de su empeño general por preservarlos. No estamos sin más ante el argumento de preservación general del valor frente a decisiones individuales, sino de la quiebra del mismo por parte de la misma sociedad que lo proclama.

Dicho de otro modo: puede ser que la dignidad deba tolerar su autoviolación o incluso la heteroviolación consentida, pero su preservación no tolera la violación, siquiera consentida, por parte del Estado. Considero, en fin, que la castración química consentida es una pena inhumana a la que no debe proceder el Estado democrático.

 

Las listas de delincuentes

La propaganda de las penas por determinados delitos mediante listas públicas fácilmente accesibles afecta a la humanidad de las penas en lo que pueda tener de degradación, y afecta también al mandato de resocialización. Es una cuestión que se ha planteado tradicionalmente respecto a los delitos sexuales y modernamente respecto a los delitos fiscales y de corrupción pública.

Ya he comentado antes que me parece una mala idea en términos del valor de la dignidad, detrimento no suficientemente compensado por el efecto preventivo que pueda desplegar. De ahí sin embargo no se deriva sin más su radical intolerabilidad, su inconstitucionalidad. Para afirmar esta, deberíamos tratar de precisar la línea roja de la minusvaloración insoportable, que en este ámbito va a depender de la persistencia, la intensidad y el propio contenido de la publicidad y de las valoraciones que contenga el mensaje emitido. No parece que tal vaya a ser el caso, por ejemplo, de la publicación sin más en la página web del Ministerio de Hacienda de un listado de delincuentes fiscales.

 

La pena de trabajo

Usualmente tiende a considerarse que la obligación de desempeñar un trabajo como contenido de la pena constituye una pena inhumana y que a ello responde la prohibición constitucional de los trabajos forzados (art. 25.2 CE). Constitucional o no, esta idea parece muy poco convincente desde una perspectiva de legitimación democrática.

No se entiende muy bien que encerrar a alguien no sea indigno y sí lo sea obligarle a que, con las condiciones laborales preceptivas, cuide jardines, atienda ancianos solitarios o asesore social o jurídicamente a inmigrantes. El trabajo obligado, al que el Estado recurre en ocasiones sin rasgarse las vestiduras – servicios militares o civiles -, no encaja en los tipos de indignidad que he dibujado. No es – o no tiene que ser – una pena corporal, ni lo es de aislamiento; no transforma la personalidad ni genera desesperanza. Y tampoco creo que pueda ser catalogada como degradante, por mucho que en general sea más coactivo obligar a hacer algo que impedir hacer algo, máxime cuando no reputamos como indigno impedir algo tal genérico y primitivo como es moverse, deambular.

Creo que es hora de reconducir la prohibición de esta pena a su origen histórico y renunciar a que la pena de trabajos en beneficio de la comunidad deba ser siempre una pena alternativa que el penado acepte, aceptando nosotros que no es forzada su decisión por ella para eludir el abismo de la prisión: “pulpo como animal de compañía”. Si existe una prohibición histórica de pena de trabajos forzados es porque su contenido era una inhumana mezcla de privación de libertad y trabajo prolongado y penoso. Que tal es su sentido lo revela, creo, su proclamación constitucional, que no es absoluta, ni contenida en el precepto que proscribe las penas inhumanas, sino relativa al contenido de las penas privativas de libertad, que son las que “no podrán consistir en trabajos forzados” (art. 25.2 CE).

 

En suma,

tratando de ser conclusivo. Ni la prisión permanente revisable, que no hay por dónde cogerla, ni la castración química consentida me parecen penas legitimables en un Estado democrático. La publicidad del delito mediante listas de delincuentes requerirá una atenta ponderación entre lo que tienen de minusvaloración y de freno a la resocialización, y las necesidades de prevención a las que atienden. Lo que no veo es que la pena de trabajos sea per se indigna ni quede comprendida en la prohibición constitucional de trabajos forzados.


Foto: JJBOSE