Por Antonio Jiménez-Blanco y Gonzalo Quintero

 

En el Pleno del Congreso de los Diputados del pasado 24 de marzo, Pablo Iglesias anunció, antes de despedirse, y pensando en el vodevil murciano, que iba a iniciar una acción penal contra el Secretario General del PP “por delito de cohecho”, porque “ya está bien de comprar Diputados”.

¿Es delito el transfuguismo? No.

¿Se embosca un cohecho debajo de todo transfuguismo? No, al menos mientras no se acredite lo contrario.

¿Se trata de cohecho de un monopolio de los tránsfugas murcianos o del genus tránsfuga? Tampoco. De cohechos está llena la geografía nacional.

La contundencia de esas respuestas negativas no significa que no estemos ante una ocasión para reflexionar, aunque para ello haga falta salir de los planteamientos meramente jurídico-formales.

No hace falta empezar recordando que en la Constitución, al igual que en el pecho de Fausto, anidan dos almas. Una, la que hace girar la representación política -la democracia, en suma- sobre los partidos, que el Art. 6 define con las palabras más bellas. Pero el texto también presta cobijo a quienes pretendan defender que el elegido (en una lista y con pago del coste de la campaña electoral) es alguien por sí mismo: titular de los derechos fundamentales del Art. 23. Y además, si se trata de un miembro de las Cortes Generales, con amparo en el Art. 67.2, “no estarán ligados por mandato imperativo”. Y para los Concejales sucede algo parecido, de acuerdo con la temprana Sentencia del TC 5/1983, sobre el Ayuntamiento de Andújar. Y ello pese a que hoy, de hecho, el mandante no son los electores (los de Bristol, en el famoso discurso de Edmund Burke), sino el partido. El aparato, como con una expresión horrible, suele decirse. Ferraz, Génova o donde quiera que se encuentre la correspondiente sede. Para los que aspiran a los escaños -los curules, como dicen en Colombia- es ahí donde, entre bambalinas, deben moverse, porque, una vez incluidos en una lista, todo suele venir por añadidura. El cuerpo electoral -en última instancia, el mandante de verdad- suele elegir el menú del día, lo que los nuestros le echen en la mesa.

La segunda observación general tiene que ver con el hecho de que una cosa son las normas -con sus contradicciones- y otra la realidad social, al a que alude el Art. 3 del Código Civil como criterio interpretativo. Y esa realidad social consiste hoy en el hecho de que los que se dedican a la política, en muchos casos con dedicación exclusiva, han encontrado ahí su modus vivendi, con el pequeño problema de que, lejos de lo que sucede con los funcionarios de carrera, cada cuatro años hay que someterse a una engorrosa reválida en la que uno se juega las habichuelas, dicho sea literalmente. Si alguien quiere atornillarse de verdad, tiene que buscar un partido con esperanzas de sobrevivir.

No hay que ser un agudo observador de la realidad para aceptar que el transfuguismo forma parte de los hábitos políticos hispanos, sin que, por lo que parece, haya habido modo de impedirlo. Los sucesos de Murcia son solo un episodio más de una larga cadena. Lo que es el transfuguismo no requiere de definiciones, salvo la advertencia y rechazo de una de las coartadas más socorridas para los tránsfugas: la causa del paso de una familia política a otra se resume en una razón, que es la variación de rumbo del grupo al que pertenecía, nunca una valoración propia.   De esa manera, se intenta explicar que el tránsfuga no se ha movido, sino que lo han hecho todos los demás, lo cual recuerda al que circula por la izquierda convencido de que los que están haciendo eso son los que se le vienen de frente. Lo que sucede es que -toda una coincidencia- quienes abandonan el grupo por el que fueron elegidos sólo lo hacen cuando las correspondientes siglas han entrado en crisis. Si el giro del partido (demos por cierto que ha habido tal) no está teniendo precio electoral, nadie se mueve un milímetro. Preguntado Borges si creía en las coincidencias, respondió eso tan célebre de que “sólo creo en las coincidencias”.

Y eso explica, puestos a afinar, que el verdadero transfuguismo no sea el mero salto al vacío, que realiza quien abandona su grupo político pero sin ir a otro, ni directa ni indirectamente. En esos casos, poco frecuentes, la conducta podrá merecer aprecio o desprecio, dependiendo de los motivos y las consecuencias, pero no es la de un tránsfuga en sentido propio. Éste es únicamente el que transita de un grupo a otro que lo acoge -el anfitrión-, aspecto del tema que suele merecer menos atención de la que sería propia de la gravedad del hecho, aunque se puede disimular por la vía del paso al grupo mixto que suele existir en los órganos colegiados.

En España, como resulta conocido, contamos con un acuerdo entre Partidos para evitar esa que consideran vergonzosa práctica antidemocrática. El Pacto Antitransfuguismo, cuya última actualización se produjo en 2020, está suscrito por la práctica totalidad de las fuerzas políticas españolas, y todos están de acuerdo en que tránsfuga es quien traiciona al sujeto político que lo presentó a las correspondientes elecciones, hayan abandonado el mismo, hayan sido expulsados o se aparten del criterio fijado por sus órganos competentes.

Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las instituciones democráticas, Adenda consensuada políticamente en la sesión de la Comisión de Seguimiento del 21 de septiembre. Texto integrado debatido en sesión de 3 de noviembre de 2020 y aprobado en sesión del 11 de noviembre de 2020. El Pacto recuerda expresamente que ha sido doctrina reiterada del Tribunal Constitucional la imposibilidad de remover de su cargo representativo a aquellos representantes institucionales cuya representación ha sido conferida directamente por el Cuerpo Electoral, aun cuando han abandonado o han sido expulsados del Partido político que los presentó. Con otras palabras, quien ha sido elegido directamente por sufragio universal por el pueblo no puede ser separado de la titularidad otorgada por el pueblo. El primer paso fue el Acuerdo de 7 de junio de 1998. En él se decía de manera expresa que los partidos políticos que suscriben los Acuerdos se comprometen a rechazar y no admitir en su grupo político a un concejal integrado en la candidatura de otra formación, mientras mantenga el cargo conseguido en su partido original Los partidos políticos que suscriben los Acuerdos se comprometen a rechazar y no admitir en su grupo político a un concejal integrado en la candidatura de otra formación, mientras mantenga el cargo conseguido en su partido original. Ese mismo acuerdo se ratifica en mayo de 2006.

Como cualquier propuesta normativa, solo tiene valor si nace acompañada de alguna clase de consecuencia sancionadora, y esas consecuencias existen, ciertamente, pero no van más allá de las prohibiciones de tener Grupo propio o de ser elegidos para cargos parlamentarios y algunas otras de contenido económico. Quiere decirse con ello que, empleando las categorías del jurista romano Modestino, estamos ante normas imperfectas. No sólo no plusquamperfectas (por carecer su incumplimiento de sanción penal, como se explicará más tarde), sino ni tan siquiera perfectas, porque tampoco hay consecuencias civiles, entendiendo por tal la invalidez de los correspondientes actos -el salto– o de las decisiones parlamentarias adoptados con su concurso. Y eso suponiendo que se trate de normas en sentido estricto, porque cabe pensar que los Acuerdos citados no sólo se quedan en el estatuto de soft law, sino que ni tan siquiera alcanzan lo que es law.

Pero eso sin contar con el hecho de que las normas que componen el Derecho -el Derecho parlamentario, entendido en sentido amplio, en este concreto caso- están pensadas para el buen tiempo: en Alemania, los administrativistas están acuñando la expresión Schönwetter Recht, que significa precisamente eso. En cuanto un partido entra en barrena -o sea, que sus votantes lo han abandonado-, las expectativas de continuidad de los electos se quiebran, lo que supone todo un anuncio de galerna, peor incluso que Filomena. Esa es, se insiste, la realidad social -la de los tiempos traumáticos, ciertamente-, en el sentido del Art. 3 del Código Civil.

En ese contexto, la duda puede subir de piso y lleva a poner en cuestión que jamás haya habido auténtico compromiso de lucha efectiva contra el transfuguismo. Al principio decíamos que el “auténtico” tránsfuga es el que abandona al grupo con el que obtuvo su acta de representante y lo hace para ponerse a disposición de los intereses de otro grupo, ya sea directa o indirectamente.

Así planteada la cuestión pareciera que el debate está agotado, y no quedará más que resignarse a la constitucional libertad para el transfuguismo, y que en la pelea política no rige aquello que Escipión dijo a los asesinos de Viriato, “Roma no paga traidores”. Bien al contrario, no es infrecuente que, tarde o temprano, y de manera más o menos rebuscada, el tránsfuga reciba compensaciones de uno u otro modo, y, a partir de ese hecho, no meramente anecdótico, se pueden enhebrar algunas posibles consecuencias, incluyendo las de carácter penal.

Moraleja: no sólo el Derecho Penal tiene sus límites (el enojoso principio de tipicidad). También los tiene el derecho sin apellidos.


Foto: Pedro Fraile