Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Todos los medios se han hecho eco la triste noticia del fallecimiento y, por supuesto, han recordado algunos de los puestos que desempeñó: Ministro de Justicia (1977-79) y Presidente del Congreso de los Diputados (1079-1982), para ser nombrado luego en el Consejo de Estado -su hogar en cuanto funcionario del cuerpo de Letrados- como miembro permanente. Allí ha trabajado casi cuarenta años.

No se trata ahora de volver con lo mismo, ni tampoco de repetir por enésima vez la cantinela de cotejar los rasgos de quienes se metieron en política en la transición (aquellos cinco años, de 1977 a 1982, valen como todo un mundo: representan eso que se conoce como «el pasado que no pasa») y los que, con mucha menos calidad intelectual y personal, hoy desempeñan ese oficio. Es un discurso que, por obvio, no ha lugar a reproducir de nuevo.

Lavilla era, en primer lugar, un hombre con una personalidad muy suya: alguien, por así decir, infungible. No sólo por su nombre de pila (nadie conoce a otro ser humano que se llame así, salvo que hablemos de su hijo primogénito) sino también por su modo de ser y de comportarse. De su padre y de su madre, como suele decirse. Eso tan socorrido, y poco amable, de que “los políticos son todos iguales” -de los grupos parlamentarios sólo cuenta el monto de sus miembros, al modo de lo que sucede con el ganado: lo que importa es el número de cabezas- valdrá quizá en otros casos pero no aquí. Hasta la manera de expresarse, deletreando las palabras al grado de degustarlas, y el timbre de voz se hacían inconfundibles. Y por no hablar de su modo de gesticular, más con los dedos que con las manos. Genio y figura: lo propio de quienes tienen eso tan indefinible que se llama carisma. Los tratantes de reses lo tendrían difícil para manejarse con ese tipo de piezas.

Pero eso no significa que fuese un rebelde, o menos aún algo parecido a un anarquista o un revolucionario. Lejos de ello, de esa personalidad tan característica formaba parte un sentido institucional como no se conoce, y no sólo en un país como España donde eso, las instituciones, suelen mostrarse tan débiles que no ofrecen la menor resistencia al viento que sopla en cada momento. El Congreso de los Diputados es una criatura de la Constitución de 1978 y su Presidencia fue la primera (y vivió además un golpe de estado: su foto al lado de un esperpéntico Tejero el 23-F forma parte de la historia gráfica). No hace falta ser devoto de Carl Joachim Friedrich (su libro “El hombre y el Gobierno” merece verse aplaudido una vez más) para saber lo que en estos casos significa el mito fundacional. Cuando el tiempo ha transcurrido y las cosas están rodadas, los precedentes y la rutina, lo que en terminología hospitalaria llamamos los protocolos, tienden a despersonalizarlo todo, a hacer que se funcione de manera más o menos objetiva, de manera que un Presidente así o asá no acaba influyendo tanto. Pero al principio la institución se confunde con la persona: dicho con palabras más precisas, la persona es la que, para bien o para mal, hace a la institución. Y aquí, sin duda, para muy bien. La distancia del tiempo lo agiganta aún más.

Y es que la Presidencia de un órgano plural como un Parlamento recae en quien ha sido candidato por un partido y por tanto se ha cruzado todo tipo de lindezas verbales con sus adversarios de circunscripción. Pero al llegar arriba hay que saber poner el contador a cero, como hizo Luis XII de Francia para olvidarse de los agravios que había sufrido cuando sólo era el Duque de Orleans. En eso, Landelino fue sencillamente modélico. Y no es que no militase en un partido y no proviniese de una circunscripción, la de Jaén, en concreto. Es que hay que saber combinar lo uno -la personalidad acusada y la propia pertenencia a un grupo, cuyos electores te han votado por ir en una lista con unas siglas- y lo otro, actuar como el Presidente de todos sin discriminar. De ordinario, los propios son los primeros que se resisten a ver las cosas en toda su complejidad: piénsese en que en los comicios al Parlamento británico, que son encarnizados, nadie compite con el llamado a ser luego el Speaker. Pues bien, lo cierto es que fue nuestro hombre quien inauguró una tradición ilustre, sin la que no se entiende el desempeño, igualmente muy bueno, de los que vinieron: Gregorio Peces-Barba, Félix Pons (en tres legislaturas, que se dice pronto) y Federico Trillo-Figueroa. De lo que ha llegado después -a partir de 2000- no es esta la ocasión de hablar, como menos aún de lo que en esta época de los virus tenemos todos a la vista.

Los dos rasgos que se acaban de resaltar -una personalidad muy suya y un sentido institucional a prueba de todo- nos ponen sobre la pista. Lo complejo y poliédrico de las situaciones que le tocó vivir y en las que tuvo que tomar decisiones sacaron a flote lo mejor de él. No resulta de extrañar que muchas veces se tuviera que tomar su tiempo para la reflexión. Lo suyo era, se insiste, la independencia de criterio -a veces, incluso, dando impresión de autosuficiencia o incluso de distancia-, en el bien entendido que para él las consideraciones institucionales -era un jurista de los de la mejor escuela- debían acabar siempre teniendo un peso primero a la hora de ponderarlo todo. Antonio López Pina, en su libro “La inteligencia excéntrica”, de 2017, le ha dedicado -con justicia- un capítulo propio y allí hay que reenviar al que quiera entrar más a fondo en las hechuras más profundas -y nobles- del recién fallecido.

En 1982 la sociedad española entendió que las personas de UCD habían cumplido su tarea. Todos ellos, gente muy valiosa en la inmensa mayoría de los casos, lo terminaron aceptando, a veces a regañadientes, porque los focos de la prensa, por extraño que parezca, crean adicción. Y cada quien pasó a buscar su lugar en la vida, en muchos casos intentando capitalizar económicamente lo que habían aprendido. Lavilla, que entonces no tenía ni 50 años, se decantó por otra cosa: se reencontró con el Consejo de Estado y allí (junto con la Academia de Jurisprudencia) supo hallarse a sí mismo. Los que le han tratado -Aurea Roldán, por ejemplo- hablan y no paran de su magisterio y (dicho sea en el mejor sentido) de su ausencia de ambición. Más aún, de su carencia de vanidad. Algo precioso por lo infrecuente en esos mundos de Dios, donde se topa uno con tanto pavo real. Y con absoluto desapego hacia el metal. El ánimo de lucro resulta algo muy respetable -más aún: es lo que ha hecho que progresemos- pero hay quienes, pudiendo haberse lanzado a la carrera, saben vencer esa tentación. Un arte difícil.

Deja, como suele suceder a quien ha hecho méritos para ello, una familia magnífica. Y en primer lugar a Juanita Rubira García-Valdecasas: los de Montefrío, como los de Bilbao, nacen donde les da la gana.

Antes de cerrar, el lector sabrá disculpar algunos recuerdos de orden personal. En 1981 el autor de estas líneas estuvo entre los ocho afortunados que ganaron la plaza de Letrado de las Cortes Generales en un tribunal que él presidía. Los otros fueron, con enumeración alfabética, Manolo Alba (que además fue el número 1), Javier Ballarín, Piedad García-Escudero, Joquín Manrique, Iñigo Méndez de Vigo, Benigno Pendás y Rosa Ripollés: la promoción cuyos ejercicios finales se vieron truncados por el tejerazo, lo que hizo que la cosa sólo se pudiera terminar el 16 de marzo. Piedad y Rosa fueron, por cierto, las primeras mujeres: nuestras Marías Goiris.

Y, en consecuencia, Landelino fue el primer jefe -en lo laboral- de quien esto suscribe. Recuerdo perfectamente las sesiones de trabajo en su despacho, convocadas por Nicolás Pérez-Serrano y Ramón Gandarias, con motivo, por ejemplo, de la elaboración del Reglamento del Congreso de los Diputados, aún hoy en vigor, casi cuarenta años más tarde.

De nuestro hombre tampoco me olvido de cuando, una década después, en 1991, demostró que era un bien nacido, participando como cosa propia y con entusiasmo en el homenaje al que era el maestro de todos, Eduardo García de Enterría, con el que intelectualmente casi llegó a la simbiosis perfecta. El uno no se entiende sin el otro.

En fin, y como suele suceder, de lo que más me voy a acordar es de la cita que se nos ha quedado pendiente. Antes de la última navidad (hace por tanto apenas unos meses), se había concertado con su hijo Juanjo -digno heredero y más que eso, si cabe- para organizar una comida para los tres. Un viernes y en Casa Ciriaco, justo enfrente del Consejo de Estado. Pero alguna incidencia de última hora truncó los planes y el propósito quedó pospuesto para después de las fiestas. No pudo ser en enero y tampoco después. Una verdadera pena.