Por Ricardo Cabanas trejo

 

A principios del año 2018 publiqué en el Diario La Ley (9140/2018) un artículo cuyo leit motiv era la -para mí- paradoja inherente al conflicto entre la denominación social y los signos distintivos, y hablaba de paradoja, porque siendo una colisión muy real, como enseña nuestra práctica judicial, en teoría debería resultar imposible, al tratarse de símbolos que transcurren por caminos paralelos, sin cruce entre ellos, ya que la denominación «identifica» al sujeto de derecho, mientras los signos «distinguen» al empresario o sus productos/servicios con fines de concurrencia en el mercado. Esta separación “conceptual” permite también explicar cómodamente el diferente régimen de disponibilidad de las denominaciones sociales y de las marcas/nombres comerciales. De un lado, el control de identidad –sustancial- en el caso de la denominación; de otro lado, el de la mera semejanza en el nombre comercial y los otros signos distintivos. Por eso dos nombres que pueden convivir pacíficamente en el Registro Mercantil Central -RMC- por no ser idénticos, en cambio pueden entrar en tensión y repelerse mutuamente en el ámbito marcario, por ser semejantes (entre las resoluciones más recientes de la otrora DGRN, v. la de 18/12/2019).

Pero la realidad del tráfico no se acomoda a un esquema tan rígidamente cartesiano, sobre todo por la querencia natural de las sociedades a utilizar con fines comerciales su propia denominación. Incluso, los agentes económicos albergan la íntima convicción de tener derecho a ello, precisamente porque el RMC les garantiza su exclusiva, sin percatarse de que esa «exclusividad» funciona a otros efectos. En estos casos, sin embargo, realmente ocurre que la denominación social se utiliza de hecho como nombre comercial/marca, pues el registro de estos es potestativo, y es ahí donde está la paradoja. Se arranca de una distinción que inmediatamente es contradicha por la observación empírica de las numerosas resoluciones judiciales que abordan conflictos entre ambos símbolos, pero el matiz es que realmente no colisionan entonces dos símbolos diferentes, pues uno de ellos -la denominación- realmente se ha transmutado por su uso en un signo de naturaleza similar al del oponente. Ya no es un conflicto entre una denominación y un signo, sino entre dos signos distintivos, por más que uno aparezca como una razón social y el titular arguya tácticamente en su provecho la exclusiva que le confiere la normativa societaria (por citar una resolución judicial muy reciente, v. SJM de Valencia [1] de 30/12/2019 proced. 400/2019, “lo decisivo radica en la circunstancia de venir a usarse [la denominación] en el tráfico económico a título de marca, con independencia de que formalmente ostente el rango de tal”; en el caso, se demandó el cese en el uso, pero no el cambio de la denominación, matiz muy relevante para el JM, que al final rechaza la demanda e insinúa que, en su caso, sería un tema de competencia desleal).

Para mí, que no soy un experto en Derecho marcario, era bastante claro. Sin embargo, un excelente artículo del profesor Luis María Miranda (”El nombre como limitación del derecho de marca tras el Real Decreto-ley 23/2018: Avances significativos en el proceso de industrialización de la denominación social”), me ha llevado a tener que plantearme si realmente existe esa paradoja, o mejor, si puede seguir existiendo después de la reforma de la Ley de Marcas -LM- por el RDL 23/2018, de 21 de diciembre.

A primera vista, no tendría que haber mucha diferencia entre nuestras posiciones, pues el profesor Miranda no pretende que la denominación sea un singo distintivo. Al contrario, admite que esa es la situación legal de partida (p. 4), y no puede ser de otro modo, ya que la distinción está presente en la misma legislación marcaria (por eso la denominación “puede” ser nombre comercial, ya que es otra cosa, y cumple otra función, art. 87.2.1 LM). Si entendemos que cuando la denominación se utiliza en el tráfico económico en realidad cumple una función “distintiva”, antes que meramente identificadora, se habría producido la silente transmutación antes indicada del nombre en signo, y con ello se genera la paradoja. En realidad, el profesor Miranda y yo estaríamos diciendo cosas bastante parecidas, pues habríamos identificado un mismo problema, que al final habrá de resolverse aplicando las mismas reglas.

Simplificando mucho las cosas, desde mi perspectiva, si se quiere decir así más “próxima” al Derecho de sociedades, o al derecho de la sociedad a identificarse por medio de su denominación, es el oponente el que arrostra un esfuerzo argumentativo especial, y consiguientemente probatorio, para evidenciar que la sociedad utiliza su nombre con fines concurrenciales. A partir de aquí, será la sociedad la que habrá de probar en contra. En cambio, desde la perspectiva del profesor Miranda, más cercana al Derecho marcario, pudiera parecer que al oponente le basta con probar que la denominación se utilizó en el tráfico económico, nada más, sin necesidad de ese “esfuerzo” adicional referido al efecto concurrencial perseguido, o realmente provocado, poniendo entonces sobre la sociedad la carga de probar en sentido contrario a la concurrencia de dicho efecto. Si el planteamiento fuera este, realmente no diríamos cosas muy distintas, aunque existan diferencias en las consecuencias prácticas.

Pero el planteamiento del profesor MIRANDA realmente no atañe a una cuestión de simple perspectiva y reparto del onus probandi, va mucho más allá, es estructural. Para él basta con la “aptitud” distintiva del uso de la denominación social en el tráfico económico, con independencia del efecto concurrencial que haya tenido ese uso, y consiguientemente sin que sea necesario probar, ni siquiera valorar este último (p. 74)

ya no es necesario … analizar qué concreto uso ha hecho la sociedad de su denominación social en el tráfico económico … todo uso … se reputa dotado de aptitud distintiva de las prestaciones empresariales … susceptible de ser jurídicamente perseguido por el titular de un signo distintivo prioritario”-, p. 78 –“aun cuando la denominación social se emplee en el tráfico económico en concepto de denominación social, tendrá carácter distintivo por la posible vinculación o conexión que la clientela pueda realizar”-, 93 –“ya no es posible hablar de usos inmunes … en el tráfico económico”-).

Siendo innecesaria esa valoración, tampoco le servirá a la sociedad probar que ese uso nunca generó una percepción de conexión entre la sociedad y los productos/servicios que comercializa. Basta con la aptitud distintiva, aunque no se haya pasado de la potencia al acto, por tanto, sin necesidad de que el oponente deba probar ese paso, ni posibilidad para la sociedad de probar en contrario. La única manera de evitar ese riesgo es restringir la denominación al tráfico jurídico, básicamente a las esferas contractual y procesal (p. 76), aunque la contractual también puede constituir un ejemplo de tráfico económico, pero en el contrato la sociedad ha de emplear necesariamente su nombre, así que, de las dos, una: o sacamos al contrato del tráfico económico, o más sencillo que el nombre siempre sea signo y acabamos antes.

Para el profesor Miranda el RDL 23/2018, en su trasposición de la Directiva 2015/2436, aporta dos argumentos definitivos para sostener que han dejado de existir usos inmunes de la denominación social en el tráfico económico:

  • Art. 37.1.a): al dejar claro que el titular de una marca no puede prohibir a un tercero hacer uso en el tráfico económico, de su nombre o dirección, pero solo “cuando el tercero sea una persona física”.
  • Art. 34.3.d): al disponer que el titular de una marca registrada podrá prohibir “utilizar el signo como nombre comercial o denominación social, o como parte de un nombre comercial o una denominación social”.

En su artículo el profesor Miranda analiza los antecedentes y el contexto de cada una de estas modificaciones, en términos a los que poco se puede añadir. Pero sigo con algunas perplejidades:

  • No veo demasiado claro que la concreción a la persona física deba ser tan relevante. Una interesante SAP de Alicante [8] de 18/07/2019 rec. 307/2019, en un asunto en el que estaban involucradas una marca comunitaria y otra española, tras destacar para la primera que en el reglamento sobre la marca de la UE entonces vigente (ahora Rgto. 2017/1001, de 14 de junio) ya se hablaba de “persona física”, no le da importancia al hecho de que el art. 37.1.a) LM no distinguiera entonces entre persona física y jurídica, pues la jurisprudencia ya viene afirmando “que el uso de la denominación social no era conforme a las prácticas leales cuando se utiliza para identificar en el mercado productos y servicios”. Es decir, realmente el precepto en su redacción anterior tampoco servía para limitar el derecho de marca, cuando la sociedad estuviera utilizando su denominación como signo distintivo. Era un argumento muy útil y efectista para los partidarios de la “paradoja”, pero no definitivo, y mucho menos el único. Por eso, su pérdida tampoco habría de ser irreparable.
  • Respecto del ius prohibendi del titular de la marca, tampoco parece que se conceda respecto del simple uso en el tráfico económico, sino por un uso que haya sido en relación con productos o servicios, y en el supuesto de mera semejanza, se exige además un riesgo de confusión, que incluye el de asociación.  Puedo coincidir con el profesor Miranda en la necesidad de dar una interpretación amplia a la “relación” con el producto/servicio, pero se me hace más difícil que baste con la simple aptitud distintiva, aunque la sociedad pueda probar que no se ha dado esa relación, o riesgo alguno de confusión/asociación. Quizá este último sea un supuesto de laboratorio, pero de su admisión, aunque sea en un plano puramente teórico, pende todo lo demás, pues en los demás supuestos simplemente estaríamos diciendo lo mismo, solo que, en mi caso, desde la paradoja de ser una denominación empleada como signo, o dicho en términos procesales, sin que la sociedad haya podido probar lo contrario.
  • Por otro lado, esta interpretación puede tener un efecto expansivo en sentido contrario, como muy bien destaca el profesor MIRANDA al dejar claro que, en los mismos términos, habrá de interpretarse la facultad defensiva de la denominación del art. 9.1.d) LM, es decir, que bastará con haber utilizado la denominación en el tráfico económico, pero no como signo distintivo en sentido estricto, dentro el ámbito territorial que indica el precepto, para oponerse al registro de la marca/nombre ( p. 94 –“sin que en tales casos la denominación social tenga que ser utilizada necesariamente como distintivo empresarial”-). Es una exigencia de pura simetría legal, pero creo que -al revés- ahora llevaría demasiado lejos la protección de una denominación social, que no ha dejado de utilizarse como nombre, aunque sea en el tráfico económico (interesante la SJM de Madrid [6] de 10/09/2019 proced. 659/2017, al rechazar la pretensión del demandante/reconvenido por no considerar acreditado el conocimiento, ni el uso efectivo de la denominación, “como signo distintivo de tales servicios”, a pesar de que había logrado cierta relevancia gracias a la concesión de un premio de calidad; pero, en cambio, acepta la del demandado/reconviniente, porque aquel venía haciendo “un uso muy limitado” de su denominación a través de un rótulo y de un dominio de internet, condenando al cese de ese uso, “sin perjuicio de la continuación del uso … de su denominación social en cuanto plenamente compatible con el signo registrado marcario, en tanto aquel no exceda del uso propio del signo identificativo o patronímico de la personalidad jurídica”).

 

Probablemente, como señala el profesor Miranda, la mejor solución a tantas perplejidades pase por dar cima a la progresiva industrialización de la denominación social, completando su reconocimiento plano y directo como signo distintivo de propiedad industrial

aunque comencé este trabajo afirmando que … la denominación social … parece no merecer en nuestro Derecho la consideración de verdadero distintivo empresarial de propiedad industrial, creo que existen ya suficientes argumentos jurídicos para propiciar un cambio de orientación al respecto”.

Con esto eludiríamos el problema de tratar como “signo” a un elemento identificativo que, quizá, no se haya utilizado en el caso concreto como tal, solo porque pudo haberlo sido, por su aptitud para serlo. Mejor evitar el rodeo y decir que es un signo, sin más.

Para ello, no obstante, hay un serio inconveniente que no escapa añ profesor Miranda, pues nada tiene que ver el procedimiento de registro de unos y otros símbolos, sobre todo por cómo se controla la posible existencia de otro que pudiera resulta prioritario. En el caso de la Oficina Española de Patentes y Marcas –OEPM- se debe publicar la correspondiente solicitud de registro en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial (art. 18 LM), con el refuerzo de la posible comunicación a los titulares de signos anteriores, “detectados como consecuencia de una búsqueda informática realizada por dicha Oficina de acuerdo con sus disponibilidades técnicas y materiales” (art. 18.4 LM), al objeto de que el interesado pueda formular oposición (nuevo art.  19.1.c) LM). Por el contrario, en el RMC el control es de oficio, sin intervención de unos posibles contradictores, que no tienen conocimiento de la solicitud del nombre. La práctica enseña que, ni el RMC, ni los registros provinciales, hacen demasiado uso de la DA 14ª LM, por la sencilla razón de que su procedimiento es poco idóneo para valorar situaciones de mera confusión, y hacerlo encima sin contradicción (y creo que aún lo harán menos, en el sentido de la nueva interpretación de la DA 14ª LM que propone el profesor Miranda). Súmese a eso la poca expresividad que a estos efectos puede tener la definición estatutaria del objeto social, sobre todo ahora que se acostumbra a copiar el epígrafe correspondiente de la CNAE, muchas veces concretado sobre la marcha en la misma notaría con ocasión de otorgar la escritura fundacional (me permito remitir a mi trabajo, “La determinación del objeto social en la doctrina reciente de la DGRN”, Diario La Ley, 9553/2020). No creo que, por dar a conocer al RMC el objeto social “proyectado”, la situación vaya a mejorar. Para dar ese salto definitivo, probablemente debamos cambiar el sistema español de concesión y control de las denominaciones sociales, tarea que aventuro ardua

Concluye su artículo el profesor Miranda diciendo que la denominación social tiene dos caras, igual que el Dios Jano (p. 99), aunque, en su planteamiento, realmente una de las caras queda muy desdibujada, “dada la dificultad intrínseca que presenta la disociación de las dos dimensiones … inherentes a la figura de la denominación social” (p. 83). Por eso me gustaría acabar con una imagen algo distinta, inspirada en el debate que sostuvieron en el pasado los partidarios de Néstor y los de Cirilo. Para los nestorianos, Cristo presentaba dos naturalezas, divina por una parte y humana por otra, pero en una persona. Para sus contradictores, seguidores de Cirilo, es un ser de naturaleza única, Dios encarnado con aspecto humano. En nuestra versión nestoriana -y paradójica- de la denominación social, ésta puede ser dos cosas, un signo de identificación -siempre- y un signo distintivo -a veces-, pero esto segundo solo cuando se use como tal. En la versión opuesta, la denominación realmente siempre es un signo, que simplemente se ha encarnado en un nombre, pero es un signo. En el núcleo central las consecuencias de seguir una u otra postura quizá no difieran mucho, pero las teorías, como dijera Popper, se falsan en los márgenes, y es ahí, en esos casos extremos en los que la sociedad -quizá- pueda probar un uso inocuo “marcario” en el tráfico económico donde los tribunales realmente decidirán la prevalencia de una u otra interpretación. Este será nuestro particular Concilio de Éfeso, donde, por cierto, perdieron -perdimos- los nestorianos.

 

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Foto: Miguel Rodrigo Moralejo