Por Miguel Ruiz Muñoz*

 

“[N]o cabe <<justificar>> la conducta ética por la esperanza de obtener, mediante ella, el éxito en los negocios o el premio de nuestros actos, porque las virtudes pueden llevar muchas veces al fracaso social o político”

                                              Gustavo Bueno

 

Introducción

El comunitarismo, en contraste con el liberalismo, pone el acento en el valor de los bienes comunales y públicos, que ayudaría a que la vida humana fuese mejor, en particular en el caso de la empresa, construida o modelada sobre la base del compromiso con ciertos valores colectivos: reciprocidad, confianza, solidaridad, etc. Unos valores que no pueden ser disfrutados por los individuos como tales, sino donde el placer de cada persona depende del placer de los otros, lo que presupone un umbral mínimo de intersubjetividad. Y es precisamente el interés por estos valores colectivos, lo que propiciará, según se dice, una práctica política a favor de un amplio abanico de bienes públicos, y entre ellos de manera destacada está la empresa mercantil. A la vista de estas primeras ideas, no resulta extraño que Mario Bunge diga que los comunitaristas coherentes deberían ser contrarios al liberalismo, porque sitúan a la comunidad por encima de los individuos, sin importar el daño que algunas tradiciones atrasadas puedan causar a sus miembros.

Las críticas de los comunitarians (Dodd; Millon; Michel, etc.) se dirigen especialmente a la visión <<monista>> de la empresa que reduce su fin a la maximización del beneficio para el accionista. Y proponen frente a esta visión la vuelta a una visión <<pluralista>> donde se tome en cuenta el interés de la comunidad (other constituencies: asalariados, acreedores, clientes, etc.), al mismo nivel que el interés de los accionistas. La proximidad de estos planteamientos con la Stakeholder Teory (y con la RSC) resulta evidente, porque en ambos casos se da una visión flexible y amplia de los fines de la (company) sociedad mercantil. Aunque no sea del todo correcto, como es habitual en el ámbito en el que nos desenvolvemos, hablamos indistintamente de empresa o de sociedad mercantil, en particular de gran sociedad anónima o corporación. Pues bien, si se puede apuntar alguna diferencia entre la Stakeholder Teory y el comunitarismo, es que la primera tiene un ámbito de actuación más restringido, porque esta referida a las condiciones de una buena gestión de la empresa, que debe pasar por la toma en consideración de toda persona sobre la que la actividad de la empresa pueda tener consecuencias, que son los denominados stakeholders (<<partes interesadas>>). Pero el interés de los stakeholders no asociados se configura como un límite a la búsqueda de la maximización del beneficio. Por tanto no llega, como sucede con el comunitarismo, a englobar estos intereses en la finalidad general del gobierno corporativo, sino que se razona a partir de intereses categoriales, y se mantiene la primacía de los accionistas. Pero se hace de tal manera que, en los conflictos internos entre mayoría y minoría, la constatación de esos otros intereses puede servir para inclinar la balanza hacia un lado o hacia otro. En definitiva, la stakeholder teory parece que se presenta en principio como algo más compatible con la visión contractual de la sociedad.

Por su parte la RSC, un fenómeno que se dice de no fácil concreción, pero que en realidad a nuestro juicio, muy en la línea de lo anterior, constituye un instrumento de doble juego y que aparentemente vale para todo. Para mejorar la competitividad de la empresa, lo que supone maximizar su valor en el mercado y el interés de los socios, y por otro, para desarrollar políticas sociales más allá de la ley a favor de las denominadas partes interesadas o no socios. Y por esta misma razón de pretender servir a dos señores distintos, la RSC, en tanto que filantropía de empresa, es atacada tanto desde la derecha como desde la izquierda (J. Tirole). Desde el punto de vista conservador, resulta destacable el escrito de Milton Friedman en el que niega que las empresas deban hacer caridad con el dinero de los accionistas, de modo que los administradores y directivos deben utilizar su propio dinero. En esta línea se puede entender la crítica que hoy día se formula de manera más o menos generalizada contra los <<expertos>>, porque al decir de Nassim Nicholas Taleb, con sus decisiones no se juegan la piel, porque juegan con recursos ajenos. Es un caso claro de <<riesgo moral>> (moral hazard) o de comportamiento oportunista. Pues bien, como es sabido, Milton Friedman se pronunció tempranamente sobre la responsabilidad social de la empresa en 1970, con un contundente y claro artículo divulgativo con un título completamente esclarecedor sobre su opinión al respecto: The Social Responsability of Business is to Increase its Profits (La responsabilidad social de la empresa es incrementar sus beneficios). En este momento nos limitamos a decir que a pesar del tiempo transcurrido sus argumentos siguen pesando y mucho en el estudio y aproximación a esta problemática. Y desde la izquierda (Robert Reich) se apunta, con buena parte de razón, que las empresas no deben sustituir al Estado. Aunque bien es cierto que para eso es necesario primero que el Estado en cuestión exista verdaderamente.

La RSC se presenta, por lo general, como la superación del enfrentamiento entre el interés propio y el interés ajeno en el seno de la empresa. Dicho de otro modo, constituiría un elemento catalizador que permitiría la fusión de dos intereses claramente contrapuestos, el interés propio o egoísta de los socios y los intereses ajenos de los no socios con más o menos conexión con la empresa. La RSC, de este modo, como ya lo intentasen los planteamientos institucionalistas de la primera mitad del siglo XX, y lo siguen intentado hoy las visiones neoinstitucionalistas de la empresa a las que acabamos de aludir, transmutaría el interés social y particular de los socios en un interés colectivos de todas las partes interesadas, incluidos los propios socios. Y como enseguida veremos, esto es algo que ni resulta conveniente ni es posible su consecución porque el propio sistema de economía competitiva lo impide. En otros términos, habría que eliminar el sistema de economía de mercado (competitiva), y por tanto la libertad de empresa del art. 38 CE en la que se inserta, para poder instaurar algo así como un sistema económico sustentado en competidores morales (J. Alfaro) preocupados más (o por igual) de los intereses ajenos que de los propios, lo que probablemente conduciría al colapso de la economía y del progreso.

La legitimación del beneficio: asunción del riesgo y mercado

Hay que partir necesariamente de que la búsqueda del beneficio por el empresario está justificada moralmente tanto por la asunción del riesgo por parte de éste, que se podría decir que constituye el respaldo moral tradicional, como más modernamente por la propia institucionalización de la economía de mercado (J. Alfaro), que en realidad a nuestro juicio no es sino el trasunto de lo anterior. En realidad el bienestar social se alcanzará por la interacción egoísta de los que participan en un mercado competitivo persiguiendo su propio interés (lucro subjetivo), que es en lo que consiste la maximización del valor de la empresa. De este modo, actuando en un entorno competitivo, es como los consumidores estarán mejor servidos porque se habrán satisfechos sus necesidades a un coste más bajo. De donde se deduce, que ni las empresas ni el Derecho de sociedades se deban preocupar por el bienestar de la Sociedad en su conjunto, porque esto es algo que se debe solventar en otros planos de acción, como lo son la regulación pertinente y los acuerdos contractuales entre las partes implicadas, lo que incluye como es natural el respeto al principio de buena fe contractual (J. Alfaro). Ir más allá, supondría que los administradores sociales incumplirían su contrato con los accionistas, con un más que probable perjuicio para la compañía. Los terceros, incluido el propio Estado, deben recurrir bien a la ley o al contrato correspondiente para defender sus intereses. Porque el administrador social no ocupa una posición que le permita proteger los intereses de los no asociados, no ha sido nombrado con esta finalidad ni tiene los incentivos necesarios para defender tales intereses.

RSC <<buena>>, filantropía delegada y filantropía de empresa

Alude también Jesús Alfaro, al papel de la RSC, que a diferencia del cumplimiento normativo y del buen gobierno corporativo, se trata de actuaciones de la compañía a las que no viene obligada por una norma legal o un contrato y benefician a terceros distintos de los accionistas. Pero añade que puede hablarse de una RSC <<buena>>. Esto es, una RSC que no supone infracción del deber de los administradores de la compañía de maximizar los beneficios sociales, cuando contribuye a mejorar la reputación de la empresa ante los grupos sociales que se relacionan con ella y, como cualquier otra actividad que incremente la reputación de la compañía, reduce los costes de capital (accionista) y los costes de contratar con los terceros (clientes, proveedores, trabajadores, etc.). Sin duda esto es cierto, y así lo corrobora la opinión de ilustres economistas (R. Benabou y J. Tirole), que hablan de la RSC como <<filantropía por delegación>> de los accionistas. Pero, a nuestro juicio hay que aclarar algo sobre esto último.

Jean Tirole, uno de estos economistas, Nobel en 2014, nos dice que hay que distinguir entre filantropía delegada y filantropía de empresa, con una clara diferencia, al menos desde el punto de vista conceptual, entre una y otra; de modo que mientras en la primera la empresa no sacrifica el beneficio, sino que quien lo sacrifica es el tercero (la parte implicada), sí que lo sacrifica en la segunda. Veamos con algo más de detalle estos dos tipos de filantropía. En la primera, como enseguida pasamos a ver lo que hay es un comportamiento acorde con el mercado, esto es, con las demandas del mercado. No es una filantropía propia de la empresa, sino externa, de los terceros, de ahí el calificativo de “delegada”. La empresa la realiza por delegación y en un claro interés propio. No parece por tanto, a nuestro juicio, que se pueda hablar en estos casos de comportamiento ético o moral de la empresa, o de RSC buena, porque lo que hace es aprovecharse de la tendencia solidaria o humanitaria de un sector de la demanda.

Filantropía delegada

Pues bien, como decimos, cuando se habla de <<filantropía delegada>> se está refiriendo a comportamientos que no suponen el sacrificio de beneficios para la empresa, sino todo lo contrario, porque ésta hace de vector de una demanda de comportamiento prosocial. Las empresa adopta un comportamiento de responsabilidad social por cuenta de la parte implicada (inversor, consumidor, asalariado). Algo que no entra en conflicto con las ideas de Adam Smith como dice el propio J. Tirole. Aunque pueda parecer sorprendente, nos sigue diciendo:

Una cadena de cafés no está sacrificando su beneficio cuando ofrece un café procedente del comercio justo, sólo responde a una demanda de su clientela que está dispuesta a pagar el sobrecoste correspondiente. Lo que hace es maximizar su beneficio.

A lo que añade que la filantropía delegada, a pesar de ser un concepto sencillo, se enfrenta a ciertos problemas a la hora de hacer realidad todo su potencial, como son el problema del parásito y el problema de la información. El primero, que por lo general se espera a que sean otros lo que hagan el grueso del esfuerzo. Y el segundo, sobre la información de la que disponen las partes implicadas o interesadas para decidir dónde invertir, comprar o trabajar. De modo que los ahorradores, los consumidores y los trabajadores necesitan de información para saber si el comportamiento de la empresa es verdaderamente prosocial. Y sin duda obtener esta información es francamente difícil o imposible para la gran mayoría de ahorradores, consumidores o asalariados. La situación de información asimétrica resulta más que evidente. Piénsese sin más en los denominados actos de greenwashing (actos de protección del medioambiente insignificantes pero de gran repercusión mediática). En todo caso, las posibles agencias de calificación social o extrafinanciera no resultan muy fiables, como el propio J. Tirole pone de manifiesto.

Además, la información no financiera, aún en el supuesto de tenerse al alcance, y los esfuerzos legislativos europeos y nacionales caminan en esa dirección (Directiva 2014/95/UE; y RD-Ley 18/2017, sustituido por Ley 11/2018), pero aún así no resultará nada fácil de englobar en la acción general de la empresa. O dicho de otro modo, hasta qué punto se puede ponderar una cosa con la otra. Más concretamente, por ejemplo: ¿el cierre empresarial, o el cierre de una línea de producción, por daños al medio ambiente, compensa la pérdida de puestos de trabajo? O también, en el mismo caso anterior ¿se compensa con la financiación de una escuela o de una clínica para los pobres? Máxime, cuando por lo general, nos sigue diciendo Tirole, las grandes empresas multinacionales que llevan a cabo actuaciones responsables lo hacen acompañadas de políticas de fuerte optimización fiscal. Y, finalmente, también respecto a la información, las partes implicadas empujarán a las empresas en una dirección prosocial sólo si son capaces de captar este tipo de efectos, algo que tampoco será fácil que suceda.

Filantropía de empresa

En el caso de la filantropía de empresa, como decimos, estamos en el ámbito interno de la empresa, comportamientos prosociales considerados como causas <<justas>> en beneficio de terceros (los jóvenes, barrios desfavorecidos, apoyo a las artes, etc.) y sin aparente finalidad lucrativa subjetiva. Es aquí donde la moralidad de la empresa se entiende que aparece y donde se podría pensar que prima el interés ajeno sobre el propio. Pero lo cierto es que, como el propio Tirole reconoce, la distinción entre una y otra filantropía es difícil de verificar empíricamente, porque las acciones socialmente responsables proyectan una buena imagen de la empresa que puede generar un beneficio financiero. Esto es, se está aludiendo al beneficio reputacional con consecuencias financieras positivas, además de los beneficios fiscales antes mencionados que no suelen faltar, lo que sin duda refleja un comportamiento interesado por parte de la empresa que impide a nuestro juicio que se pueda hablar de verdadera filantropía incluso en estos casos.

No obstante, es cierto que Tirole termina diciendo que la responsabilidad social de la empresa, la inversión social responsable o el comercio justo no son incompatibles en absoluto con la economía de mercado, porque representan una respuesta, descentralizada y parcial, al problema del suministro de bienes públicos (transporte, comunicaciones o servicios de utilidad pública), especialmente cuando el Estado no es todo lo eficaz o benefactor que los ciudadanos esperan o necesitan. De esto último se podría deducir que la RSC/RSE se justifica más por la propia inoperancia del Estado en la satisfacción de ciertos bienes públicos que por sí misma.

Concepción amplia del interés propio

Recapitulando, la RSC se presenta como un instrumento de satisfacción de intereses generales sustentado en la ética. Y en este sentido se habla de la responsabilidad social de la empresa como actuaciones voluntarias que van más allá de la ley y del contrato, en beneficio de terceros no accionistas (partes interesadas, stakeholders), que se fundamenta en criterios éticos o morales (filantropía empresarial). Esto es, el interés propio o egoísta se sustituye o complementa con la satisfacción de intereses ajenos. Se pasa del competidor material a un seudocompetidor o competidor irreal, que es al que se denomina con acierto como competidor moral.

No obstante, a nuestro juicio, lo anterior no es del todo correcto, porque en realidad hay que partir de una concepción más amplia de interés propio, de tal modo que no se tiene que tratar necesariamente de un interés de contenido material directo e inmediato, sino que abarca otros aspectos como el honor, la gloria o la reputación. Y es así como lo entendían ya los moralistas franceses del siglo XVII, en particular, La Rochefoucauld en sus Máximes  (1666):

por interés no entiendo siempre un interés relacionado con la riqueza, sino más frecuentemente uno relacionado con el honor o la gloria.

Y también un siglo más tarde el mismo I. Kant, tanto en su Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1774), como en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785). Pues bien, esto es lo que sucede en realidad hoy día con la RSC, que la apelación a los intereses de otros, pasa por el interés propio. Es más, se podría decir que pasa necesariamente por el interés propio, como efectivamente lo ponen de manifiesto los textos legales o paralegales que se refieren directa o indirectamente a las políticas de responsabilidad social corporativa. Así los vemos especialmente en la Recomendación 12 del Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas de 2015:

“Que el consejo de administración desempeñe sus funciones con unidad de propósito e independencia de criterio, dispense el mismo trato a todos los accionistas que se hallen en la misma posición y se guíe por el interés social, entendido como la consecución de un negocio rentable y sostenible a largo plazo, que promueva su continuidad y la maximización del valor económico de la empresa. Y que en la búsqueda del interés social, además del respeto de las leyes y reglamentos y de un comportamiento basado en la buena fe, la ética y el respeto a los usos y a las buenas prácticas comúnmente aceptadas, procure conciliar el propio interés social con, según corresponda, los legítimos intereses de sus empleados, sus proveedores, sus clientes y los de los restantes grupos de interés que puedan verse afectados, así como el impacto de las actividades de la compañía en la comunidad en su conjunto y en el medio ambiente.”

Y no esta mal que esto sea así, porque de lo contrario difícilmente se producirán avances económicos que beneficien a todos, porque como sabemos desde muy antiguo la vida económica no depende necesariamente de motivaciones altruistas (Séneca, Montaigne), sino de la competencia (antagonismo: insociable sociabilidad) como elemento dinamizador de lo humano, como ya apuntara Kant. Se puede ver en el filósofo alemán una clara evocación al padre del liberalismo económico, porque percibe como una “mano invisible” es lo que convierte en motor del progreso el entramado de egoísmos que forma la sociedad. Si bien como es sabido fue Adam Smith quien expuso antes y con toda claridad que no es la benevolencia de los individuos lo que impulsará al colectivo, sino que el factor de crecimiento viene dado fundamentalmente por la persecución del interés propio.

Y por cierto, conviene insistir, a pesar de que en los últimos tiempos se suele recordar, que Adam Smith era muy consciente de la necesidad de una autoridad -El Estado- que sirva de contrapeso a las fuerzas del mercado y se oponga a las distorsiones de la competencia. Como tampoco le dolían prendas en reconocer que es falsa la pretensión de comerciar por razones de interés público, cuando decía:

[J]amás he sabido que hagan mucho bien aquellos que simulan el propósito de comerciar por el bien común. Por cierto que no se trata de una pretensión muy común entre los mercaderes, y no hace falta emplear muchas palabras para persuadirlos de ella.

O también, cuando nos presenta al comerciante como un sujeto peligroso:

[L]as gentes del mismo oficio pocas veces se reúnen, aunque sea para divertirse y distraerse, sin que la conversación acabe en una conspiración contra el público o en algún arreglo para elevar los precios.

El pensador escocés cuando desarrolla su doctrina está pensando en el bien común, sus alabanzas al libre mercado son porque entiende que estimula la creatividad, la audacia y el esfuerzo, además favorece los salarios altos, los precios bajos y las ganancias relativamente pequeñas; resultados que en definitiva beneficiarían a la mayor parte de la población, los trabajadores y los consumidores.

Actos de doble motivación y <<chantaje secundario>>

El problema está en que la fundamentación ética o moral de la RSC pierde todo su sentido, desaparece, por mucho que se enfatice sobre su existencia. En los actos de doble motivación, interés propio y acto moral, como son los actos de empresa prosociales, lo segundo se diluye en lo primero, lo absorbe y como decimos lo hace desaparecer. En realidad, aunque esto pueda resultar un poco duro y difícil de asumir, todo el aparataje que conlleva la RSC, se convierte consciente o inconscientemente en un posible camuflaje para que las cosas sigan estando como estaban. Se podría hablar de una nueva versión de la <máxima lampedusiana>: nada mejor que una nueva <<doctrina>> para que las cosas sigan igual. O también se podría pensar si no hay en todo esto una pequeña estafa, o quizá mejor, una pequeña trampa para evitar que se legisle más sobre la empresa y el mercado.

Gustavo Bueno, en su escrito sobre Ética y moral y derecho, entre otras cosas, además de aclarar la distinción y la relación entre la ética y la moral, nos dice que, en cualquier caso, estas situaciones (se refiere a la lucha de quien mantiene su norma ética frente a la moral imperante del grupo) nos recuerdan que no cabe <<justificar>> la conducta ética por la esperanza de obtener, mediante ella, el éxito en los negocios o el premio de nuestros actos, porque las virtudes pueden llevar muchas veces al fracaso social o político. Y, por otro lado, nos habla de los actos de generosidad como un posible tipo de <<chantaje secundario>>:

[E]n tanto que acción graciosa de regalar (el don), practicado como un deber moral, es decir, como deber de reciprocidad que obliga moralmente a devolver el regalo de modo proporcional, tiene siempre, desde el punto de vista ético, algo de falso y de maligno, en cuanto expresión de una voluntad de dominación. De ahí que sus efectos éticos pueden ser catastróficos, al crear <<deudas morales>> (sociales) que no pueden satisfacerse, que incluso podrían llevar al suicidio del agraciado ante la imposibilidad de poder corresponder.

En este tipo de actos, nos sigue diciendo, se podrían apreciar elementos que los aproximen al chantaje, caso de los <<regalos>> de Navidad a los jefes de compras de empresas privadas o directores generales de instituciones públicas. No obstante, dado que el chantaje exige normalmente una suerte de <<secreto>> como elemento de la extorsión, no parece que con el don o regalo se esté ante un elemento de este tipo, por tanto no cabe hablar de chantaje primario (es decir, con secreto previo). Pero se pregunta si no se puede hablar respecto a ciertos regalos de chantaje secundario, porque ciertos regalos tienen algo de soborno, de aceptación de la obligación secreta contraída por la <<victima>> del regalo. De tal modo que las partes implicadas no querrán revelar su secreto, aunque este secreto se les haya manifestado precisamente a raíz del acto mismo del regalo. El chantaje es aquí recíproco, mutuo, y esto lo aleja del campo estrictamente jurídico. A lo que añade, algo similar cabría decir de las negociaciones laborales entre sindicatos y patronales, y del mismo modo de un consenso social o político, que tienen casi siempre mucho de chantaje recíproco, porque si bien se realizan sin coacción y sin amenaza, es precisamente porque las amenazas o las coacciones entran en situación de <<secretos inconfesables>> tras el acuerdo mismo.

Conclusión: la ética no puede reemplazar a la regulación

Si finalmente se produce algún avance o no con los actos prosociales de las empresas es algo que estará por ver transcurrido algún tiempo, porque como dice Jean Tirole la verificación empírica es algo que está todavía por ver. En todo caso, y es lo que nos interesa especialmente poner de relieve, como en otras ocasiones, los logros vendrán por lo general por medio de la ley (o por el contrato), y no por la ética o por la moral, sin perjuicio de que ésta pueda influir en dichos cambios legales. Adam Smith fue muy consciente de la necesidad de distanciar lo económico de lo moral. No entramos en detalles sobre este aspecto del pensamiento smithiano porque ya lo hemos hecho en otra ocasión, sólo reiteramos aquí un par de cosas. Primero, que no nos referimos a su obra más conocida, sino a La teoría de los sentimientos morales publicada casi veinte años antes de La Riqueza de las naciones; y segundo, hacemos referencia a un pasaje, que a nuestro juicio resume muy bien su idea sobre ese distanciamiento entre lo económico y lo moral, al que aludimos:

“Las grandes metas del propio interés, cuya pérdida o adquisición modifica bastante el rango de la persona, son los objetivos de la pasión propiamente denominada ambición, una pasión que cuando se mantiene dentro de las fronteras de la prudencia y la justicia es siempre admirada en el mundo”.

Hoy se habla con acierto, aunque no por todos, de que los mercados competitivos son espacios libres de reglas morales (Gauthier) o de espacios amorales (A. Comte-Sponville).

En definitiva, como ha dicho Richard A. Posner, a raíz de la grave crisis económica de 2008-2009, el capitalismo no es sinónimo de mercados libres. Constituye un complejo sistema económico con muchas partes cambiantes, como comprar, vender, invertir, prestar, etc.; a las que se les une un sistema de leyes para proteger la propiedad y facilitar las transacciones, las instituciones para hacer cumplir dichas leyes y la regulación diseñada para alinear los incentivos privados con el objetivo de alcanzar una prosperidad generalizada. Y concluye de una manera bastante esclarecedora:

“Si el marco regulador es defectuoso, se debe cambiar, pues la competencia no permitirá que los empresarios subordinen la maximización de los beneficios al interés por el bienestar de la sociedad en su totalidad, y la ética no puede reemplazar a la regulación”


*  La documentación utilizada en la presente entrada puede verse en un trabajo más amplio del autor que tiene por título «Sobre la <<moralización>> de la empresa», en AAVV, Responsabilidad Social Corporativa, economía colaborativa y legal compliance (Direc. M. Ruiz Muñoz/Bárbara de la Vega), Tirant lo Blanch, Valencia, 2019 (en prensa)

Foto: @thefromthetree