Por Juan Antonio García Amado

El estatuto normativo de los preceptos del Código Civil referidos a “Los derechos y deberes de los cónyuges” es revelador respecto de cómo el Derecho ya no ampara una institución, la familia, que tenga, como tal, perfiles definidos, características estructurales precisas y que, sobre todo, posea un valor de algún tipo (social, moral, religioso, económico…) que la haga acreedora de protección como bien en sí, a fin de salvaguardar tales perfiles y, con ello, la función esencial en cuestión.

Venimos sosteniendo que lo que el Derecho ve en la familia es nada más que un conjunto de muy heterogéneas posiciones personales individuales que o bien protege, como derecho, o bien vincula con obligaciones para con otros sujetos individuales, nunca para la familia como tal. Y, sobre todo, la tendencia es a que dichos derechos y deberes tengan una dimensión directamente económica o sean fácilmente traducibles a términos económicos. Lo otro, lo que no tenga esa faz patrimonial, se considera perteneciente a la vida privada, a la conciencia íntima y al libre desarrollo de la personalidad de cada cual, de manera que no se pueden limitar tales derechos individuales (libre desarrollo de la personalidad, intimidad, libertad de conciencia…) por mor de la protección de la institución familiar en sí o como institución con valor propio y signos estructurales definidos.

El estatuto normativo de aquel mentado capítulo del Código Civil que alude a derechos y deberes de los cónyuges se ha vuelto básicamente ocioso, porque de tales derechos y deberes no quedan más, como decimos, que los económicos y prestacionales con valor económico. Los otros carecen de consecuencias jurídicas, son, todo lo más, recordatorios morales o de buenas costumbres o resabios de la manera antigua de concebir la institución familiar y matrimonial.

Así, cuando el art. 67 Código Civil dice que

“Los cónyuges deben respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en interés de la familia”,

o el 68 que

“Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo”.

La gran pregunta para la cuestión que en este momento estamos planteando es: ¿y qué pasa si no viven juntos, si no se guardan fidelidad -se supone que estamos hablando aquí de fidelidad sexual, pues las de otro tipo parece que nunca se han tomado en cuenta como deberes conyugales- o no se socorren o ayudan mutuamente o si cada uno va a lo suyo en lugar de actuar en interés de la familia?

No pasa nada , salvo en los casos patológicos en que, por ejemplo, la falta de respeto se traduzca en excesos que constituyan delito o falta, Código Penal en mano. En tal sentido, el cambio decisivo ha venido con la supresión de todo requisito de culpabilidad para que pueda instarse la separación (art. 81 del Código Civil) o el divorcio (art. 86 del Código Civil). Por malo que sea mi cónyuge, por mucho que me sea infiel, insolidario, egoísta y poco respetuoso y aunque no me ayude nada en mis cosas y se desentienda por completo de las comunes, si yo sigo adelante con nuestro matrimonio, nada de éste se conmueve, en nada pierde su condición jurídica plena; y, si me canso y quiero divorciarme, para nada necesito probar, ni alegar siquiera, que me desatiende, me humilla y me es infiel, pues me basta con decir que quiero divorciarme y debe mi demanda ser atendida por el juez (art. 89 del Código Civil). El Derecho ya no quiere saber nada de lo que pasa de puertas adentro en un matrimonio y que no sea delictivo, ya que mientras alguno de los miembros de la pareja no proteste y diga que lo deja, el matrimonio lo es plenamente y a todos los efectos; y cuando ése decide divorciarse, el Derecho tampoco quiere escuchar excusas ni razones, le dan igual los motivos y tanto vale que yo quiera divorciarme porque mi mujer no colabora en las tareas domésticas como porque he dado con otra que ahora me apetece más para compartir techo y tálamo.

Dicho de otra manera, la infidelidad, el egoísmo o cualquier cualidad de uno de los cónyuges que el otro considere negativa o que para el Derecho de antes y el Código Civil de otro tiempo fueran contra la esencia del matrimonio o sus deberes constitutivos podrán contar ahora, si acaso, como móviles subjetivos para que el otro cónyuge quiera tomar las de Villadiego, pero jurídicamente son irrelevantes. Y lo son porque ya no existe para el Derecho lo que podríamos llamar un modelo sustancial de matrimonio , sino solamente un modelo formal o meramente institucional .

Llamo modelo sustancial a aquel a tenor del que el matrimonio se defina por dos rasgos combinados: una función esencial, o varias, y un modo básico de relacionarse los cónyuges . La función principal, o una de las principales, fue tradicionalmente la reproductiva , y un modo esencial de relacionarse era la fidelidad, sobre todo como exigencia para la mujer . Ya no es, hoy, que el derecho consagre como matrimonio cierta forma de relacionarse social e históricamente establecida y caracterizada por esas funciones y unos modos de comportamiento, respaldando coactivamente lo uno y lo otro, sino que es el propio sistema jurídico el que determina qué sea matrimonio, y lo hace por dos razones o móviles combinados: por el valor simbólico que la institución matrimonial aún posee, aunque sólo sea para los que hasta ahora no podían o no pueden acceder a ella y que se sienten por eso discriminados y con ganas de casarse, y, sobre todo, a efectos de imputar a ciertos individuos determinados deberes económicos y prestacionales.

Es más, ese proceso ha conducido igualmente a que los mismos efectos, tanto los simbólicos como los económicos, se invoquen y en muchos casos se apliquen con pleno respaldo del sistema jurídico a las parejas no matrimoniales, a las llamadas uniones de hecho. De nuevo jugó el argumento de la discriminación, unido a la invocación del libre desarrollo de la personalidad. Si en el caso de los que no podían casarse (paradigmáticamente, los homosexuales) se alegaba que estaban discriminados frente a los que sí podían (los heterosexuales), ahora lo que se aduce es que si yo, por mis personales razones y mi manera de querer el desarrollo libre de mi personalidad, aun pudiendo casarme no quiero, padezco discriminación porque las ventajas simbólicas, en su caso, y, sobre todo, económicas a las que sería acreedor como cónyuge o ex cónyuge no se me aplican. En la medida en que el Derecho ha entrado también por esta última senda de asimilación al matrimonio de las uniones no matrimoniales, resulta que siguen sin ser definitorios aquellos elementos funcionales y comportamentales, pero, además, ya tampoco lo son los formales o meramente institucionales.

El matrimonio se distingue por sus efectos cada vez menos de las uniones que no son matrimoniales, se forma un núcleo de efectos comunes y se plantea de inmediato, y como inevitable consecuencia, la urgencia de reformalizar y/o resustancializar esas uniones, a fin de delimitar cuáles generan esos efectos que antes eran sólo del matrimonio, y cuáles no. Porque, sin esa reformalización y/o resustancialización, sería imposible saber, de entre la infinita amalgama de relaciones que en sociedad pueden establecerse entre dos o más personas -hermanos, amigos, compañeros de piso, empleador y empleado, amantes ocasionales, cliente y prostituto/a, etc., etc., etc.- cuáles cuentan como desencadenadores de obligaciones tales como la de pensión compensatoria o de derechos como el de percepción de pensión de viudedad, entre otros muchos ejemplos posibles, y cuáles no.

En tal sentido, las uniones estables o parejas de hecho se reformalizan, como cuasimatrimonios y para que puedan desplegar esos efectos, mediante requisitos como, entre otros , el de la inscripción en registros públicos o el de la formalización de la relacion o sociedad convivencial en documento notarial. Mientras que se resustancializan cuando la mayor parte de las normas reguladoras del estatuto jurídico de este tipo de parejas requiere o les imputa como condición definitoria una relación afectiva “análoga a la matrimonial”.

Y resulta una espectacular paradoja, como es que los requisitos tanto formales, a veces, como los sustanciales pueden terminar por ser para la pareja de hecho más o más intensos que los del matrimonio mismo. Pensemos que para ningún efecto del matrimonio se pide el empadronamiento idéntico de la pareja, bastando la inscripción en el Registro Civil, cosa que sí se requiere, por ejemplo, para que en algunos casos el miembro supérstite de una pareja de hecho pueda percibir pensión de viudedad . Y, si vamos a los atributos de la relación que hemos denominado sustanciales o comportamentales, tenemos que a veces el derecho de la pareja de hecho a tener los derechos mismos del matrimonio se vincula a que esa pareja tenga hijos en común o a que se den esas relaciones afectivas que en el matrimonio no se exigen, pues en ninguna parte del Código Civil se dice que los cónyuges tengan que amarse y sea este requisito de ningún género para la validez de la institución matrimonial. Esto es, mientras que el matrimonio de conveniencia es perfectamente admisible, salvo que se pueda probar alguna causa de nulidad, como error en el consentimiento, la pareja de hecho por conveniencia y con poco amor parece que queda por definición excluida, aunque bien sabemos que todo ello es una gigantesca ficción y que con lo uno y con lo otro, con el matrimonio propiamente dicho y con las relaciones a él asimiladas, lo único que en esta época se pretende es que los particulares echen una mano a la Seguridad Social y a los servicios públicos asistenciales en general. ¿Cómo? Pagando a otros particulares con los que al Estado le conviene decir, por tanto, que hay o hubo familia. Visto así, es el Estado también el que sale ganando al hacer que la pareja de hecho igualmente lo sea de Derecho a efectos de pensión compensatoria o que el hijo meramente biológico nacido de concepción “estándar” sea un hijo más, como cualquier otro y al que no se puede renunciar.

Es tentador pararse un momento más en el tema de las parejas de hecho “matrimoniales”. Hemos quedado en que la asimilación de efectos con el matrimonio es casi plena, para evitar discriminaciones entre las parejas que deciden casarse y los que no. También estamos al cabo de la calle en cuanto a que al matrimonio ya apenas se anudan más efectos jurídicos reales que los económicos. Pero en tanto que surjan para las partes obligaciones del matrimonio formal o propiamente dicho y esas obligaciones tengan ese cariz económico, habrá que extenderlas a las parejas de hecho jurídicas o “matrimoniales”. ¿Por qué? Precisamente para evitar la discriminación, pero en este caso de los casados. Pues si yo, por estar casado, adquiero obligaciones (por ejemplo, de alimentos, de pago de pensión compensatoria…) de las que estoy dispensado si con mi pareja no me caso, resulto discriminado frente a quien, no habiéndose casado, tiene mis mismos derechos en lo que le conviene (por ejemplo, adquiere derecho a pensión de viudedad), pero se libra de mis obligaciones más onerosas.

Respecto de esa desustancialización del matrimonio, y volviendo atrás, es oportuno recordar también que la impotentia coeundi ya no resulta, por sí, causa de nulidad del matrimonio civil . Desde el momento en que, cumplidas las exiguas condiciones para su celebración (consentimiento, edad, falta de vínculo matrimonial en vigor, y ausencia de parentesco en cierto grado y que el que se casa no haya matado dolosamente al cónyuge anterior del otro contrayente), se contraiga el matrimonio de alguna de las formas prescritas (arts. 49ss del Código Civil), poco importa que haya amor y sexo o que falten las dos cosas o se extingan poco a poco, pues no tiene ya el matrimonio ningún objetivo material que safisfacer .

Parémonos un instante en una consecuencia sorprendente que se liga a lo que acabamos de explicar, si en todo ello estamos en lo cierto. Si la ecuación entre matrimonio y sexo ya no es en modo alguno constitutiva , si el matrimonio puede nacer válidamente y no se vuelve anulable por falta de cualquier tipo de práctica sexual, incluido el coito entre hombre y mujer, y si tampoco es condición la aptitud o actitud de ninguno de los cónyuges para engendrar hijos, ¿qué obstáculo resta para cuestionar el matrimonio homosexual, y máxime cuando en una pareja de dos hombres o dos mujeres sí pueden existir formas de comunión sexual?

Es momento para corregir una expresión que anteriormente empleamos, a sabiendas, de un modo impropio o no totalmente pertinente. Decíamos unos párrafos más atrás que los homosexuales habían estado discriminados porque no podían casarse. No es exactamente así. Sí podían, y seguro que muchísimos se casaron, la mayoría. Lo que no podían era casarse unos con otros. Pero ¿unos con otros? ¿Dónde se dispone que el llamado matrimonio homosexual deba ser homosexual? En ninguna parte, como en ninguna parte se obliga a que el matrimonio heterosexual tuviera que ser heterosexual . Igual que podían y pueden casarse dos personas de distinto sexo, hombre y mujer, aunque uno o los dos no sean dados a o rechacen la práctica sexual heterosexual, puede ocurrir que dos hombres o dos mujeres se casen y resulte que uno es heterosexual o lo son los dos. Si cada uno sabe lo que hay y a lo que va, nada se opone a la validez de esos matrimonios. Yo puedo casarme con mi amigo Pepe porque me cae bien, porque me gusta su casa y para repartir gastos y conversar apaciblemente después de las cenas, pero ambos estamos absolutamente de acuerdo en que no compartimos ni lecho ni mimos y en que cada uno sigue con su respectiva(s) amante(s) de toda la vida, más lo que haya de nuevo. Nada obsta legalmente para tal matrimonio, pues a ninguno nos obliga el Derecho a explicar por qué ni para qué contraemos matrimonio, igual que, cuando nos cansemos o deje de convenirnos estar juntos se nos permite separarnos o divorciarnos sin encomendarnos a Dios ni al diablo.

Porque no se nos puede olvidar que lo que el Código Civil ha hecho, con la reforma introducida por la Ley 13/2005, es añadirle al art. 44 del Código Civil este párrafo: “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo”; y, además, cambiar la expresiones “el marido y la mujer” y similares por la expresión “los cónyuges” allí donde la anterior significara o indujera a pensar que sólo hombre y mujer pueden componer matrimonio entre sí. Y también se sienta en la Disposición Adicional Primera que “Las disposiciones legales y reglamentarias que contengan alguna referencia al matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus integrantes”.

Así que ya vemos, lo que estrictamente se dice es que el matrimonio entre personas del mismo sexo vale con las mismas condiciones y los mismos efectos que el que se celebre entre hombre y mujer y entre tales condiciones y efectos no está, repito, que haya que practicar sexo o practicarlo de determinada manera. Simplemente, si a uno de los esposos le parece que el que hay es poco o es malo y que por ello no le compensa seguir adelante con el trato, insta la separación o el divorcio, que son estrictamente libres, y sanseacabó. Como si fuera una unión libre, o casi.

Con todo, el legislador actual es, en lo hondo, consciente de que pisa arenas movedizas en las que tal vez acabe regulando los efectos de una institución que no se sabe ni lo que es ni cuándo surge. Seguramente está ahí la razón para que se empeñen los padres de la patria que hacen las normas matrimoniales y afines en fingir que, al menos, afecto habrá de existir y que algo es algo y ya sabemos a qué atenernos, pues habrá afectos sin matrimonio, pero, al menos, nadie querrá casarse si no hay afecto. Cosa que cualquiera que camine a la dudosa luz del día sabe que ha sido y es rigurosamente falsa, amén de que a ver cómo definimos ese afecto matrimonial para diferenciarlo de los que ligan a padres e hijos, a hermanos, a amigos o a amantes sin ganas de compartir casa ni de aparecer ayuntados ante el Derecho ni los vecinos, y a ver cómo lo diferenciamos también de la simple afectio libidinosa.

Esta obsesión con el afecto se ve de nuevo en la referida Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, cuya exposición de motivos comienza en estos términos que harían las delicias de cualquier rancio iusnaturalista, si luego no viniera en la misma Ley lo que viene: “La relación y convivencia de pareja, basada en el afecto, es expresión genuina de la naturaleza humana y constituye cauce destacado para el desarrollo de la personalidad” (el subrayado es nuestro; pero deberíamos subrayar cada palabra).

Como el orden secular y el religioso acaban complementándose, para cubrir conjuntamente toda la realidad social, sin escapatoria, y reflejándose en un juego de espejos, ese afecto que la legislación civil presume, aunque sea testimonialmente o como ficción caritativa, en la regulación canónica ni aparece, pues, sabia y experta como es la institución eclesiástica, invocarlo sería dejar al desnudo lo poco que de matrimonios basados en el amor o el afecto han tenido tantas uniones matrimoniales apañadas por razones políticas, sociales y económicas que la Iglesia ha bendecido como sacramento a lo largo de los siglos, empezando por la mayor parte de los matrimonios reales, es decir, los de miembros de las casas reales; o sea, de miembros de la realeza, vaya. De lo que habla el Código de Derecho Canónico en este punto es de “un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole” (canon 1055), de que “El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio” (canon 1057.2) y de que “Los cónyuges tienen el deber y el derecho de mantener la convivencia conyugal, a no ser que les excuse una causa legítima” (canon 1151). En ningún lugar se dice en ese Código que el amor sea requisito previo o el desamor razón para que el vínculo se rompa. Al contrario, “El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte” (canon 1141) y, en cuanto a la mera separación, el no quererse, o no quererse ya, no es por sí razón bastante, hace falta también el peligro .

Siguen las paradojas, pues. En el Derecho Civil el matrimonio cada vez se plasma más como contrato puro y simple, uno más, pero se mantiene el empeño en mentar el afecto como su razón de ser o condición desencadenante; como si el afecto pintara tanto en los contratos. Por su parte, el Derecho Canónico ve en el matrimonio sacramento, nada menos -y bien está-, pero la necesidad de afecto la omite, pues hay cosas más importantes que hacer, como reproducirse aunque sea sin amor ni ganas.

Tenemos que enlazar otra vez con la cuestión en la que andábamos, la del misterioso estatuto jurídico de los deberes que para los cónyuges mencionan los arts. 67 y 68 del Código Civil. En estos tiempos nuestros, en los que la ley se utiliza con fines pedagógicos y la pedagogía se llena de legislación y en los que las normas se hacen para que el legislador se finja moderno y a la última, no pueden ya sorprendernos estos dos efectos combinados: que el legislador hasta en el Código Civil diga cositas muy monas que parece que no tienen más efecto que el de hacerlo quedar bien ante la burguesía ociosa y televisiva, y que, a la postre, sí puedan esas disposiciones tener efectos, aunque insospechados para quien las redactó, que andaba a otras cosas y en la norma no paró más mientes después de logrado -o pretendido- el efecto puramente simbólico.

Viene lo anterior al caso del bonito fragmento añadido en 2005, con la Ley 15/2005, al artículo 68 Código Civil. Antes prescribía dicho artículo que “Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente”. Ahora, desde la mencionada reforma, se enumera un deber más, jurídicamente tan irrelevante como los otros tres: “Deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo”.

Entiéndase, ni en esto ni en nada de lo que en este escrito vengo exponiendo se trasluce la nostalgia de anteriores modelos sociales, éticos, políticos o económicos; en modo alguno, y menos en lo que tiene que ver con el oprobioso papel que a la mujer se asignaba en la vida familiar y matrimonial. Lo único que trato de resaltar es que en Derecho nada cambia por el hecho de llenar las normas de llamadas a la bondad universal y a la ecuanimidad de los ciudadanos. Esa es la función de la moral social y quién sabe si hasta de la religión y otros órdenes normativos. En Derecho, es papel mojado y declaración formal de impotencia el deber que no va respaldado por sanción, aunque sea en el sentido más amplio de este término, como consecuencia tangible, negativa o positiva, que se anuda al cumplimiento o incumplimiento de tal deber. Por eso venimos diciendo que si es deber de los cónyuges el guardarse la fidelidad y, jurídicamente, no pasa nada si se dan a la más estrepitosa infidelidad, pues ninguna consecuencia jurídica se desprende ni de la fidelidad ni de la infidelidad, ese deber sólo nominal o aparentemente es jurídico. Otra forma de verlo es preguntándonos qué cambiaría ahora del régimen jurídico del matrimonio si del Código Civil elimináramos la mención de ese deber de fidelidad, y veríamos que no cambiaría nada. Así que la prescripción contenida en un texto legal y cuyo incumplimiento carece de toda consecuencia es una prescripción que sólo caritativamente o retóricamente podremos denominar jurídica. Yo, ante la infidelidad de mi señora y en el supuesto de que tal proceder me ofenda tremendamente, puedo gritarle que es una traidora y que, además, ha vulnerado el art. 66 C.C: “¡Antijurídica, que eres una antijurídica!”. Bonito consuelo el consuelo jurídico así.

¿Será otro de esos brindis al viento ese nuevo deber “jurídico” de que los cónyuges compartan “las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo”? Pareciera que sí, pero… Pero podríamos, y quizá hasta deberíamos, ligar esto con la pensión compensatoria del art. 97 Código Civil Veamos cómo.

¿Tendría presentación decente que si yo no trabajo ni aporto bienes al matrimonio y si mi mujer es la que trae con su trabajo los dineros y, además, cumple con el mandato aquel de compartir las tareas domésticas y el cuidado de los parientes, aún me tenga que pasar a mí pensión compensatoria porque me quedo yo económicamente desequilibrado? ¿No debería ser ese cumplimiento suyo del deber de marras razón bastante para exonerarla al menos de la carga de mantenerme después del divorcio igual que me mantenía antes de él?

Pero eso no es todo. Ya que nos topamos con ese mandato de repartir tareas hogareñas y familiares y que nos andamos interrogando sobre cuánto de normas tienen esas normas y de qué tipo serán, podemos ahora plantearnos si ese deber -tomémoslo en serio un rato, en cuanto deber jurídico- es absoluto o rige sólo en defecto de pacto en contra o nada más que ante ciertas circunstancias. ¿Convierte en antijurídico de alguna manera un matrimonio en el que mi esposa y yo acordemos con total libertad y en pleno uso de nuestras facultades mentales que yo me ocuparé de la atención de la casa y el cuidado de la prole y los demás parientes que de nosotros puedan depender y que ella trabajará fuera de casa y traerá los ingresos de dinero? ¿Qué es lo obligatorio ahora, a tenor de ese trozo final del art. 68 Código Civil, que los dos cónyuges trabajen tanto fuera como en casa o que, sea como sea, trabajen los dos en casa? Si yo estoy desempleado, por propia voluntad -incluso con el visto bueno de mi cónyuge- y mi mujer tiene un muy exigente horario laboral y un trabajo agotador en su empresa, ¿seguimos considerándola, en razón de ese precepto, obligada a compartir conmigo “las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes”?

(Imagen: El matrinonio Arnolfini, de Jan Van Eyck)