Por Jesús Alfaro Águila-Real

Los acreedores financieros a largo plazo

Podría argumentarse que la concepción del interés social como interés exclusivo de los accionistas es contraria a la configuración legal del Derecho de sociedades en toda Europa, ya que todo Derecho de sociedades –y el español no es distinto en este punto– contiene numerosas normas que tratan de proteger a los acreedores sociales. En particular, todas las reglas sobre íntegra formación y conservación del capital, así como algunas normas de responsabilidad de los administradores (arts. 236 y 367 LSC), se justifican como normas de protección de los acreedores.

Algunos autores han señalado que puede haber razones históricas que expliquen por qué durante el siglo XIX el Derecho de Sociedades se ocupó de la protección de los acreedores, en particular, no tanto de los acreedores extracontractuales como de los voluntarios o contractuales (Gilson). El problema de los daños masivos no existía, por lo que los acreedores extracontractuales no eran un problema significativo. En el siglo XIX, las obligaciones de contabilidad y las técnicas para acceder a información sobre la solvencia de las empresas no estaban desarrolladas. Y, en este entorno, se liberaliza la constitución de sociedades y los accionistas responden limitadamente por las deudas sociales. No es de extrañar que se incluyan en las leyes de sociedades reglas de protección de los acreedores, sobre todo, ante los numerosos casos de fraude de los que nos da cuenta la Historia.

Pero, como hemos explicado en otro lugar, estas normas de Derecho de Sociedades que protegen a los acreedores no afectan a la interpretación de la cláusula de interés social. Porque no son reglas que se ocupen de orientar la actuación discrecional de los administradores y de los socios. Son reglas rígidas que no requieren de cláusulas generales para su aplicación. Simplemente, ha de comprobarse que la cifra de capital está cubierta por las partidas correspondientes del activo y, en otro caso, la sociedad habrá de recapitalizarse o liquidarse (declararse en concurso, en su caso). Tampoco vamos a hablar aquí de la relación entre el interés social y el cumplimiento normativo o la responsabilidad social corporativa.

De lo que vamos a hablar aquí es de una cuestión más concreta. Se trata de examinar si el Derecho de Sociedades debe modificarse para incluir protecciones a los acreedores financieros a largo plazo, esto es, fundamentalmente, a los que compran los bonos o las obligaciones emitidos por una sociedad anónima.

La discusión sobre la intervención de los acreedores en el gobierno de las compañías se ha planteado, en los últimos tiempos y en particular, en relación con los acreedores a largo plazo, esto es, los acreedores financieros que adquieren los títulos de deuda (obligaciones, bonos…). Si los administradores sociales son neutrales al riesgo, pueden estar incentivados para adoptar decisiones excesivamente arriesgadas desde el punto de vista del bienestar de la Sociedad si pueden hacer recaer sobre los acreedores sociales las consecuencias negativas de tales decisiones. En términos económicos, se produce una externalidad en cuanto que las consecuencias de las decisiones societarias no recaen, íntegramente, sobre los que las toman. Pero no parece que esta externalidad no pueda “contratarse”. Es decir, cabe esperar que los acreedores financieros se protejan frente a este riesgo a través de sus contratos con las compañías a la que prestan dinero (covenants). O, en otros términos, que los contratos entre los acreedores financieros y las compañías sean lo suficientemente “completos” como para garantizar que los accionistas y sus agentes no podrán expropiar o explotar a los primeros.

Lo que se discute en los últimos tiempos es si las transformaciones en los mercados financieros obligan a modificar esta conclusión y utilizar las normas de Derecho de Sociedades para, o bien dar entrada a estos acreedores en los órganos sociales, o bien extender los deberes fiduciarios de los administradores más allá de los accionistas para incluir también a estos acreedores o, dicho de otro modo, para incluir en el “interés social” los intereses de los acreedores societarios.

Las evoluciones más relevantes a estos efectos son dos. Por un lado,

los acreedores no adquieren esos títulos de deuda para conservarlos necesariamente hasta su vencimiento,

sino que los bonos y las obligaciones se negocian de modo que los tenedores de los bonos no son los que los suscribieron, sino inversores que los adquieren y enajenan en el mercado secundario a “precios de mercado”, o sea, a precios determinados por la oferta y la demanda que se fijan teniendo en cuenta la evolución de la solvencia de la compañía emisora. Por otro lado,

(i) los incentivos fiscales (los intereses pagados a los titulares de bonos u obligaciones son deducibles como un gasto en el impuesto de sociedades);

(ii) los menores costes de transacción de las emisiones de deuda en comparación con las de capital;

(iii) el carácter rescatable (el emisor puede pagar anticipadamente los bonos lo que le permite refinanciarse en mejores condiciones si los tipos de interés bajan) de los bonos y

(iv) los bajos tipos de interés, han inducido a las compañías manufactureras a endeudarse, o, en otros términos, a modificar su estructura financiera y han puesto en duda que los contratos que regulan estas emisiones de deuda garanticen suficientemente la protección de los acreedores.

La negociación en mercados secundarios de la deuda emitida por las empresas puede haber aumentado el riesgo que estos acreedores financieros están dispuestos a soportar,

en la medida en que, ante un empeoramiento de la situación financiera de su deudor, pueden confiar en que podrán desprenderse de tales créditos en el mercado secundario antes de que se materialice la quiebra de la compañía. De manera que, es posible, que los acuerdos entre los suscriptores de esos títulos de deuda y las compañías que los emiten no contengan una regulación eficiente que proteja a los acreedores y, por supuesto, que elimine la externalidad en el caso de las empresas cuya quiebra tiene efectos sistémicos reduciendo la discrecionalidad de los administradores de la sociedad deudora para tomar decisiones que aumentan el riesgo de quiebra y benefician así a los accionistas (si las cosas salen bien, los beneficios de la compañía aumentan) a costa de los acreedores (se incrementa el riesgo de quiebra).

Por tanto, – se dice – el carácter incompleto de los contratos de deuda permitiría a las compañías explotar a los acreedores.

Ante las evoluciones descritas, los distintos Derechos, en lo que al tema objeto de estas páginas se refiere, reaccionan de dos formas. Por un lado,

cuando la compañía deudora se encuentra próxima a la insolvencia,

se afirma que los administradores han de hacer prevalecer los intereses de los acreedores, de modo que el contenido del interés social se vería modificado. Tal modificación de los destinatarios de los deberes de los administradores se justifica fácilmente: si la compañía se encuentra en desbalance (sus deudas superan el valor de sus activos), la compañía , en realidad, es “de los” acreedores porque, si se liquidara, no quedaría ningún residuo que pagar a los accionistas ya que su cuota de liquidación solo puede pagarse tras haber pagado todos sus créditos a los acreedores sociales.

Pero estas regulaciones forman parte sólo marginalmente del Derecho de Sociedades y se encuentran más bien, en el Derecho Concursal. Así, en nuestro Derecho, los administradores responden personalmente de las deudas contraídas por la sociedad cuando ésta se encontraba en causa de disolución y no se ha procedido a adoptar el acuerdo social de disolución (art. 367 LSC) pero la protección de los acreedores se confía, en buena medida, a las normas sobre obligación de declarar el concurso, a las normas sobre concurso culpable y a las acciones rescisorias de la Ley Concursal (arts. 5 y 71 ss y 163 ss LC). Las primeras “transforman” el gobierno corporativo al sustituirse a los administradores por los administradores concursales que, lógicamente, tienen deberes fiduciarios frente al conjunto de los acreedores. Las segundas, en cuanto sancionan las conductas expropiatorias por parte de administradores y socios de control frente a los acreedores y permiten anular las transacciones concretas realizadas por la sociedad en el período previo a la declaración de insolvencia tienen un efecto disuasorio muy poderoso para reducir el volumen de este tipo de transacciones expropiatoria. Cabría preguntarse si, como ha propuesto algún autor, debería considerarse responsables a los administradores sociales – en el marco de la llamada acción individual de responsabilidad – por las decisiones adoptadas por estos administradores en el ejercicio de su cargo que provoquen una bajada en el rating o calificación de la solvencia de la compañía ya que las evoluciones de los mercados de deuda corporativa que hemos expuesto más arriba indican que los acreedores se guían por dichas calificaciones cuando toman la decisión de suscribir los títulos de deuda. Naturalmente, y como afirma Schwarzc, los administradores sólo serían responsables frente a los acreedores en el caso de que las decisiones correspondientes no puedan considerarse cubiertas por la business judgment rule (art. 226 LSC). Tampoco en este caso necesitamos distorsionar el Derecho de Sociedades. La responsabilidad del administrador en estos supuestos no es más que un caso del art. 1902 CC: su actuación personal negligente o dolosa ha causado un daño. Normalmente, sin embargo, el administrador no habrá infringido ningún deber que tuviera frente a los acreedores salvo en casos en los que, fuera del ámbito de aplicación de la business judgment rule, hubiera adoptado decisiones como gestor de la compañía que no podía ignorar que provocarían una reducción del rating de la compañía sin que tal decisión pudiera justificarse como tomada por un gestor diligente. Es decir, decisiones disparatadas o dolosamente dirigidas a expropiar a los acreedores.

La posibilidad de

hacer participar a los acreedores en el gobierno de la compañía

ha sido menos ensayada. Por un lado, hay determinados acreedores sociales – los trabajadores – que, en algunos Derechos, participan en un órgano social (el Consejo de Vigilancia en el caso alemán). Por otro, hay normas que dan algún tipo de derecho participativo a los titulares de deuda cuando la compañía deudora incumple sus obligaciones derivadas del contrato de deuda. No dan derecho, normalmente, a designar consejeros para el consejo de administración. Nos referimos al art. 428 LSC que prevé que el comisario de los obligacionistas pueda proponer al consejo la suspensión de cualquiera de los administradores y convocar la junta general de accionistas, si aquéllos no lo hicieren cuando estimen que deben ser sustituidos cuando la sociedad haya retrasado en más de seis meses el pago de los intereses vencidos o la amortización del principal.

Análisis

Con carácter más general, sin embargo, no creemos que esté justificada una modificación tan sustancial de las reglas de gobierno corporativo como la de incluir el interés de los acreedores en el “interés social” ni en los destinatarios de los deberes fiduciarios de los administradores sociales porque se hayan producido las evoluciones descritas en los párrafos anteriores.

Por un lado, no está demostrado – y nos extenderemos al respecto a continuación – que los obligacionistas no puedan protegerse frente a maniobras expropiatorias por parte de los accionistas y los administradores de la sociedad deudora mediante los pactos contractuales correspondientes. A lo que hay que añadir que, gracias a la actuación agresiva por parte de los adquirentes secundarios de tales bonos (hedge funds) que los adquieren precisamente para tomar el control de la compañía deudora (loan to own), el grado de control sobre la conducta de los emisores por parte de los titulares de los bonos ha aumentado en los últimos años. En fin, probablemente, los obligacionistas estén aceptando una protección contractual menos exigente a cambio de mayores intereses. Esta “negociación” entre acreedores y deudores conduce, a menudo, a que si el deudor atraviesa dificultades financieras transitorias se atribuyan más derechos de control a los obligacionistas y que si estas dificultades son serias y no transitorias, los obligacionistas conviertan su deuda en capital y pasen a controlar el accionariado de la compañía, es decir, la renegociación del contrato de deuda es siempre posible. Por el contrario, en el caso de los accionistas, “negociar el precio” de las acciones solo es posible en supuestos de ofertas públicas de suscripción o de venta de acciones, esto es, cuando las acciones empiezan a cotizar en un mercado de capitales y no es posible obviamente, renegociar el contrato entre accionistas y la compañía para atribuir a los accionistas derechos de control que ya tienen.

Además, ni siquiera puede afirmarse que la negociación en mercados secundarios proteja de la misma manera a accionistas y obligacionistas. Las bolsas son organizaciones que producen “precios”. El precio de cotización de una acción – en cuanto derecho a una parte proporcional a los rendimientos residuales de los activos de la sociedad cotizada – tiene un gran valor para orientar a los inversores porque, a falta del mismo, no disponen de información – ni de incentivos para procurársela – que les permita evaluar el desempeño de los gestores de la compañía. El valor informativo del precio de unos bonos es muy inferior ya que, dado que los bonistas tienen derecho a cobrar salvo que la compañía devenga insolvente, la cotización sólo reflejará el hecho de que el riesgo de insolvencia del deudor haya aumentado o disminuido. Al bonista sólo le preocupa la solvencia de la compañía deudora, no un mejor o peor desempeño en el mercado de productos. En estos términos, la protección que otorgan los mercados de acciones a los accionistas dispersos es, comparativamente, mayor que la que otorgan los mercados de obligaciones. Como se ha subrayado hasta la saciedad, estos mercados de obligaciones no son, a menudo, líquidos ni profundos a pesar de los enormes volúmenes emitidos y la negociación de estos títulos no tiene lugar en mercados organizados con una contraparte central que realice las funciones de compensación, liquidación, registro de las operaciones y seguro del cumplimiento por parte de todos los vendedores y compradores. La negociación de los bonos tiene lugar “over the counter” (OTC). Los bonos son, a la vez, menos homogéneos que las acciones, en cuanto que una compañía tiene, normalmente, una sola clase de acciones – acciones ordinarias – y varias emisiones de bonos, aunque cabe esperar que en el futuro se incremente la estandarización en cuanto a plazos de vencimiento. Este tipo de mercados (OTC) requieren, para ser líquidos, de la existencia de market makers, esto es, que los intermediarios estén dispuestos a adquirir por su propia cuenta bonos para poder ofrecerlos a los inversores interesados, lo que, tras la crisis de 2008, no parecen muy dispuestos a hacer por los requisitos de capital que suponen y por aplicación de la Volcker rule. La liquidez de los bonos, incluso los que se negocian en mercados organizados, es, pues, muy baja. En fin, la utilización de la deuda – por parte de los obligacionistas – como garantía de otras operaciones financieras realizadas por estos obligacionistas reduce, per se el volumen de negociación de estos títulos de deuda: el obligacionista desea mantener la propiedad de los bonos de mayor calidad crediticia porque son la mejor garantía en esas otras operaciones financieras a la vez que les aseguran la percepción de unos flujos de rendimientos (los intereses pagados por la sociedad emisora de los bonos) que facilitan su propia planificación financiera.

Todo ello conduce a la conclusión de que el riesgo de expropiación de los accionistas dispersos por los administradores y accionistas de control es cualitativa y cuantitativamente muy superior al riesgo de expropiación de los obligacionistas por parte de los accionistas. Recuérdese que el fundamento de incluir sólo a los accionistas entre los beneficiarios de los deberes fiduciarios y el interés social consiste, precisamente, en que los accionistas, en cuanto titulares residuales, no pueden protegerse contractualmente – el contrato de sociedad es muy incompleto – como pueden hacerlo los titulares de pretensiones fijas frente a la sociedad, esto es, todos los acreedores.

Como hemos explicado en otro lugar, estas evoluciones, si acaso, justificarían incrementar la protección de los acreedores financieros de las sociedades que emiten deuda a través de las normas del mercado de valores. Se trataría de examinar si el sistema actual de protección de los accionistas dispersos en sociedades cotizadas que descansa actualmente en el Derecho de Sociedades, podría mejorarse a través de las normas del Derecho del mercado de valores tales como las acciones de responsabilidad por folleto, manipulación del mercado o hechos relevantes. Si esa evolución es preferible para los accionistas dispersos, con mayor razón habría de considerarse así para los acreedores financieros minoristas que adquieren títulos de deuda.

En resumen,

reconocer que en el Derecho de Sociedades hay normas de protección de los acreedores no obliga a abandonar la concepción contractual del interés social. Según hemos expuesto, las leyes de sociedades se remiten al interés social cuando se ocupan de las decisiones discrecionales de socios y administradores y lo hacen para limitar la discrecionalidad del socio mayoritario o de control cuando ejerce su derecho a decidir – y vincular con su voto a los socios minoritarios – en la Junta o para limitar la discrecionalidad del poder de los administradores para tomar las decisiones de gestión de la empresa social. Ninguna de las normas sobre el capital social – núcleo de la protección de los acreedores a través del Derecho de sociedades – incluye referencia alguna al interés social ni reconoce poder a los socios para dejarlas sin efecto. Y es lógico que así sea. En situaciones normales, los acreedores no participan en el gobierno (en la adopción de decisiones discrecionales sobre la empresa social) de la sociedad porque los acreedores no sufren problemas especialmente graves para contratar con la sociedad, de manera que no hay razón para otorgarles el control residual de los activos de la empresa social ni, consecuentemente, atribuirles derechos de control residuales. Les basta con sus derechos contractuales y legales de acuerdo con las normas generales de Derecho de Contratos y, en el caso de las sociedades de capital, con las normas sobre el capital social.


Lo que sigue es un apartado de nuestro trabajo de próxima publicación en el Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 2016

Foto: JJBOSE Bandera roja