Por Gonzalo Quintero Olivares

 

En pocos días se han producido dos pequeñas noticias que, en sí mismas, son de importancia relativa, pero como síntomas del estado de un problema tienen mucho interés. La primera se refiere al diputado (o ex diputado) de Podemos Alberto Rodríguez, a quien hace unos meses le fue retirada su condición de parlamentario por decisión de la Presidenta de las Cortes, Sra. Batet, que zanjó así un problema planteado en el Congreso sobre el alcance de la sentencia condenatoria que el Tribunal Supremo había dictado contra el Sr. Rodríguez como autor de un delito de atentado a agente de la Autoridad, por la que le imponía  45 días de prisión, sustituibles por una multa, que pagó, y, además, la pena de inhabilitación para cargo público. Los hechos tuvieron lugar en 2014 (hace ocho años, extremo a tomar también en consideración).

El núcleo de la polémica se sitúa en la manera en que se ejecuta la pena de inhabilitación cuando esta incluye el derecho de sufragio pasivo. Sobre ello dejaré de lado las ideas que se han lanzado sin apoyo alguno en el derecho, para centrarme en las que creo más fundamentadas. La primera es que en un Estado de Derecho todo lo que pueda conducir a adquirir o perder la condición de parlamentario ha de estar rigurosamente previsto. La segunda, claro está, atañe al tiempo y la duración de la ejecución de la pena.

El TS se pronunció sobre el tema en Sentencia  de la Sala III 572/2021, de 28 de abril, por la que se desestimó el recurso del Parlamento de Cataluña contra el acuerdo de la Junta Electoral que acordó el cese de un diputado por inelegibilidad sobrevenida en aplicación del art. 6.2 b) de la LOREG, al haber sido condenado por sentencia no firme por un delito de desobediencia. La causa sobrevenida es un impedimento para continuar ocupando el escaño, y así lo entendió la Presidenta del Congreso, quien, según el diputado cesado, se extralimitó en sus funciones tomado una decisión carente de base legal, acusación que, a su vez, también carece de base legal:

Efectivamente, el citado precepto de la Ley Electoral declara que son inelegibles ( y, por ende, puede ser causa de incompatibilidad sobrevenida) los condenados por sentencia, aunque no sea firme, por delitos de rebelión, de terrorismo, contra la Administración Pública o contra las Instituciones del Estado cuando la misma haya establecido la pena de inhabilitación para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo o la de inhabilitación absoluta o especial o de suspensión para empleo o cargo público en los términos previstos en la legislación penal. Es cierto, pues, que no se menciona a los delitos contra el orden público y, según ello (y, al parecer, así lo estimaron los Letrados de las Cortes), la pérdida del escaño solo es posible derivarla de la comisión de uno de los delitos expresamente mencionados en la LOREG, entre los que no está el de atentado a agentes de la autoridad, por el que fue condenado el Sr. Rodríguez.

El otro argumento, y es respetable, es que la pena de inhabilitación es auxiliar de la pena de prisión, pero no de la de multa, y en este caso la prisión se sustituyó por multa. La inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo es una pena accesoria así determinada por el art. 56.1.2 del Código Penal, cuando se imponga una pena privativa de libertad, como sucedió en el caso Rodríguez, aunque la privación de libertad fuera sustituida por multa en cumplimiento de lo dispuesto en el art.71-2 CP, sustitución que no borra que la pena que se impuso fuera privativa de libertad. Aparentemente hay una falta de correspondencia entre lo que dispone el Código penal y lo que dice la Ley Electoral, pero esa diferencia no puede resolverse recortando el alcance de las disposiciones del Código penal.

En defensa del Sr. Rodríguez se ha dicho que se trata de un castigo excesivo, desproporcionado, que, a lo sumo, hubiera debido producir una inhabilitación por 45 días, que fue la duración de la pena de prisión impuesta – que es lo que se derivaría literalmente de lo dispuesto en el art.33.6 CP –  y que, en fin, priva a sus votantes canarios de su representante. Este último argumento, pese a su mensaje democrático, es el más rebatible, pues en nombre suyo no se podría retirar la condición de diputado a ninguno, fuera cual fuera el delito cometido.

En cuanto a la limitación a 45 días y no para el resto de la legislatura hay que recordar que estamos ante una causa de inelegibilidad que se transforma en incompatibilidad sobrevenida, lo cual significa que de haberse producido la sentencia antes de las elecciones, el Sr. Rodríguez no habría podido ni siquiera concurrir a ellas (en lo cual España no se diferencia de otros Estados) aunque se hubiera sustituido por una multa, y podemos convenir que no sería “equilibrado” que tan grande diferencias de efectos dependa de cuándo sea dictada la sentencia, pues la elección generaría una especie de inmunidad relativa.

Así pues, que la sentencia se haya producido estando aforado el Sr. Rodríguez por ser ya diputado no desvirtúa el hecho indiscutible de que en nuestro derecho no es posible que un condenado a pena de pérdida del derecho de sufragio como accesoria de una pena privativa de libertad sea diputado, y esa realidad jurídica no puede cambiar porque el juicio se celebre antes o después.

En cuanto a que sea justo el régimen de la pena accesoria de pérdida del derecho de sufragio pasivo y, correlativamente, del cargo electivo, puede abrirse un debate, por supuesto, y bueno sería que no quedara nada confiado a la interpretación. Pero el legislador nunca ha prestado suficiente atención al régimen de ejecución de las penas accesorias.

Sea como fuere, el tema está ahora sometido al criterio del Tribunal Constitucional, y veremos en qué acaba.

El segundo caso que quería traer a colación es el de la extravagante petición de la Sra. Borrás, Presidenta del Parlamento de Cataluña, que, pendiente de ser juzgada por prevaricación, malversación, fraude y falsedad, ha manifestado al TSJC que no quiere ser juzgada por jueces profesionales sino por un Jurado popular . Casi nadie duda de que solo desea retrasar la apertura de juicio oral, momento en que, de acuerdo con el Reglamento del  Parlamento catalán, le obligará a dejar el escaño y la presidencia de la Cámara, y ese precepto reglamentario fue más allá de lo dispuesto en la LOREG o en el Estatuto de Cataluña, y lo hizo para proteger al máximo la imagen de la Institución.  En su petición reconoce expresamente que esa posibilidad no está legalmente contemplada, por lo que solicita que se eleve la cuestión al  Tribunal Constitucional (¡), o, alternativamente, que el proceso se escinda en dos partes: la prevaricación, a juzgar por el TSJC, y los demás delitos, prescindiendo del aforamiento ante el TSJC, por un Jurado popular.

Huelga decir que toda esa petición carece de cualquier posible fundamento jurídico, y no merece el esfuerzo detenerse a analizar los motivos ocultos de quien la hace. Lo destacable es que responsables políticos de primer nivel puedan tratar al sistema jurídico con tamaña ligereza, como si se tratara de un conjunto de meras costumbres que pueden cumplirse o no, según convenga. Pero en la maleza de todo el discurso se esconde un punto que merece ser destacado: la pretensión de renunciar al aforamiento porque se considera que en un momento dado puede no convenir a quien lo tiene.

Los aforamientos constituyen un problema muy espinoso, que no voy a desmenuzar en este momento, y grande es el número de sus detractores, y muy frecuentes las promesas políticas de eliminarlos o reducirlos a su mínima expresión. Pero, de momento, ahí siguen, y no se aprecia entre los parlamentarios grandes iniciativas orientadas a acabar con los suyos propios, que hace que deban ser enjuiciados por el Tribunal Supremo o por los Tribunales Superiores de Justicia. Para algunos, eso es un privilegio, mientras que otros estiman que es perjudicial porque priva de la doble instancia y porque los Tribunales de su propio territorio podrían ser más benévolos, lo que explica frecuentes renuncias al cargo para evitar el aforamiento (aunque eso apenas sucede entre parlamentarios).  Pero, yendo a la petición de la Sra. Borrás, está fuera de duda que la competencia del TSJC no es cuestionable, incluso, según cierta línea jurisprudencial, en el caso de que renunciara al cargo. El aforamiento, pues, no es “disponible”.

Parece pues que ni jueces ni parlamentarios están dispuestos a renunciar al aforamiento, y, además, la lista de altos cargos aforados es muy larga, y para cambiar esa realidad se precisaría modificar muchas leyes. Pero esa vía de reducción es un modo de orillar el auténtico problema, que no se resuelve por la vía de recortar la lista de aforados, sino por modificar la estructura básica del proceso penal, y, concretamente, hacer real el principio acusatorio, depositar en el Ministerio Fiscal la iniciativa de la acusación, con las pocas excepciones que se quieran, excluyendo, en todo caso, la posibilidad de que un proceso penal pueda nacer por ejercicio de la acción popular.

Si esas condiciones se cumplieran, las dudas u objeciones que se plantean ante la supresión o reducción de los aforamientos, en buena parte se evaporarían al quedar razonablemente controlado el correcto ejercicio de la acción penal. Ya sé que en este punto se alza el repetido clamor de que el Ministerio Fiscal está sometido al Gobierno porque este nombre Fiscal General a quien le da la gana (y ¡vaya si lo ha demostrado!). Pero esa es una acusación injusta en la que en estas páginas no puedo entrar.

Para terminar, quiero referirme a la LOREG y que es la norma que fija las condiciones para acceder a la condición de parlamentario y las causas de inelegibilidad, que, como vemos, pueden impedir la concurrencia a las elecciones o la pérdida del escaño ya obtenido. Pero no se  cuestiona que no se impida a nadie presentarse a elecciones legislativas estando procesado, pues otra cosa sería contraria a la presunción de inocencia. Ahora bien, eso no tiene nada que ver con la conveniencia de que se revise la LOREG a fin de abordar problemas como el planteado en el caso Alberto Rodríguez, y otros de importancia, entre los que es obligado incluir la  posibilidad de conservar el derecho al sufragio pasivo estando en situación penal de rebeldía, por lo tanto, sin residir en España ni poder figurar en el censo, como exige el art.2.2 LOREG, y habiendo sido ya expresamente denegada por el TC la pretensión de ser diputado del Parlamento autonómico estando en situación de rebeldía.

Los casos están en la mente de todos, pero, visto lo visto, dudo mucho que ese estado de la cuestión vaya a ser revisado, aunque se podría y debiera hacer por “autoestima” nacional, si no se hubiera perdido.


Foto: Julio de Miguel