Por David Martínez Zorrilla

 

Introducción

El filósofo Heráclito de Éfeso (540 a.C. – 480 a.C.) afirmaba que todo lo existente era resultado de un constante proceso de cambio, en el que todo nacía y se destruía de manera continua, como ilustra su conocida afirmación de que no es posible zambullirse dos veces en el mismo río, pues nuevas aguas reemplazan continuamente a las anteriores. Sin embargo, sostenía también que ese continuo cambio, el propio devenir de la realidad, era lo que confería identidad y permanencia a las cosas, en una especie de equilibrio dinámico, como las llamas que, pese a su constante movimiento, forman parte de un mismo fuego, una misma esencia.

Aunque también se ha escrito bastante sobre el encaje constitucional de la amnistía, en casi lo único que hay acuerdo es en que nuestra Constitución no hace ninguna referencia explícita a dicha figura, por lo que existiría lo que en términos de la teoría jurídica suele denominarse una laguna legal. Si bien no pocos analistas parecen extraer del silencio constitucional evidentes consecuencias en términos de su prohibición o permisión, la realidad es que prácticamente cualquier jurista sabe que en casos de laguna lo único cierto es que casi nunca resulta evidente cuál es la respuesta jurídicamente adecuada o correcta, y que la mayoría de las veces es posible encontrar razones y argumentos a favor y en contra de conclusiones contrapuestas. No obstante, a menos que se adopte una posición cínica o extremadamente escéptica, eso no significa que todos los argumentos o razones sean igual de válidos o sólidos, o que no pueda sostenerse fundadamente que una conclusión sea más correcta que cualquier otra alternativa. Por ello en las siguientes líneas trataré de analizar sucintamente algunos de los argumentos esgrimidos, así como mis propios argumentos y conclusiones al respecto de la cuestión.

 

Argumentos a favor y en contra de la constitucionalidad de una amnistía

Uno de los argumentos más habituales consiste en señalar que, si bien nuestra Constitución no hace referencia explícita alguna a la amnistía, sí que regula otras medidas de gracia, como son los indultos, y que, de manera muy significativa, prohíbe los indultos generales. Dado que la amnistía es una medida de gracia que va todavía más allá de los límites del indulto, con mayor razón habría que entender que la amnistía está prohibida implícitamente por la Carta Magna. Esta forma de razonamiento suele conocerse en la teoría jurídica como una argumentación a fortiori, conforme a la cual, a partir de una prohibición, hay que entender que otros comportamientos que, aun pudiendo ser distintos y no estar explícitamente recogidos en la norma, en ellos las razones o fundamentos por los que se establece la prohibición se manifiestan aún con mayor intensidad, por lo que deben en consecuencia considerarse también prohibidos, por razones de coherencia. Así, si por ejemplo una norma prohíbe el acceso de los perros a un recinto, y alguien pretende acceder con un oso, sería razonable entender que, por más que la norma no haga referencia a los osos, también tienen prohibida la entrada, en la medida en que las razones que fundamentan la prohibición (de peligrosidad, de higiene, de evitar molestias, etc.) se dan con aún mayor intensidad en el caso de los osos que en el de los perros. Lo contrario resultaría, cuanto menos, bastante extraño.

A pesar del atractivo del razonamiento, un análisis más detenido revelaría que no resulta tan convincente. La clave radica en que para el buen funcionamiento del argumento es imprescindible que las mismas razones que fundamentan la prohibición expresa se manifiesten también, y con mayor intensidad, en el caso no regulado. Y aquí es donde empiezan los problemas, por las diferencias conceptuales que existen entre un indulto y una amnistía. En un indulto, se parte del presupuesto de que alguien ha actuado de manera incorrecta y que, en consecuencia, ha sido juzgado y condenado por ello, aunque por las razones que se estime pertinentes (como pueden ser por ejemplo las de carácter humanitario) se opta por eliminar parcial o totalmente la condena, pero sin borrar (y aquí está lo relevante) el elemento simbólico de que se ha cometido un delito y por tanto se actuó de manera ilegal e ilegítima. Es por ello por lo que tampoco el indulto conlleva la eliminación de los antecedentes penales. En cambio, la amnistía supone (también etimológicamente) el olvido, el borrado absoluto del delito, como si éste nunca hubiese existido. No hay por tanto solamente eliminación de la pena, sino ausencia total de reproche por los comportamientos realizados. Puede hacerse aquí una analogía con la distinción entre las llamadas causas de justificación y las causas de inculpabilidad en el Derecho penal: en ambos casos la consecuencia práctica es que el acusado se libra de la pena, pero cuando en la comisión de un acto delictivo concurre una causa de justificación (como puede ser la legítima defensa o el estado de necesidad), lo que se está diciendo es que el reo actuó de manera correcta, justificada, que hizo bien y que por tanto no merece reprobación alguna; mientras que cuando lo que concurre es una causa de inculpabilidad (por ejemplo, miedo insuperable), se pone de manifiesto que el comportamiento fue reprobable e injustificado, pero debido a la concurrencia de determinadas circunstancias se considera adecuado no imponer la pena al acusado. La amnistía sería así comparable a una causa de justificación, mientras que el indulto lo sería a una causa de inculpabilidad. Como recientemente afirmó Felipe González, el indulto supone que el delincuente es perdonado por el Estado, mientras que en la amnistía es el Estado quien pide perdón al delincuente. Por ello, en la medida en que los fundamentos que hay detrás de cada medida de gracia son distintos, no puede operar aquí el argumento a fortiori.

Otro argumento esgrimido, en esta ocasión para tratar de justificar que la amnistía encaja en nuestra Constitución, pero de escasísimo recorrido, consiste en la apelación a la historia jurídica y los antecedentes legislativos, como a la conocida Ley de 1977, o la concedida en 1936 durante la II República. Se suele conocer como argumento histórico la apelación a cómo se ha interpretado tradicionalmente cierto concepto, norma o institución jurídica como razón para justificar o defender que se mantenga una interpretación en la misma línea. En este caso, sin embargo, tal apelación a los antecedentes no tiene sentido desde el momento que se trata de determinar si la amnistía encaja dentro de la Constitución de 1978, por lo que resulta irrelevante que con anterioridad a ésta hubiera habido otras antes de su entrada en vigor. También resulta incorrecto, por más que así lo recoja la exposición de motivos de la Proposición de Ley de manera torticera y falaz, que el Tribunal Constitucional declarase la constitucionalidad de la amnistía en la citada sentencia 147/1986, que ni siquiera se refiere a esta figura, y que se limita a afirmar literalmente que “no hay restricción constitucional directa sobre esta materia”, esto es, que la Constitución no hace ninguna exclusión ni prohibición expresa porque no hace ninguna referencia expresa a la materia, sin que de ahí se pueda derivar ni su permisión directa ni su prohibición de manera indirecta.

Abunda también la Exposición de Motivos en una variante del argumento consistente en sostener que en diversos países de nuestro entorno recogen la institución de la amnistía, como si el hecho de que dicha figura sea jurídicamente admisible en otros ordenamientos jurídicos fuese relevante para concluir que también lo es en el nuestro. Por el mismo razonamiento, si en otros países resulta que la amnistía no es admisible, ¿deberíamos concluir que por esa razón tampoco lo es en el nuestro? ¿Alguien se tomaría en serio que, en el supuesto de que una persona se lamentara de que su coche está viejo y no le da más que problemas, le respondieran “eso no es cierto, porque tu vecino tiene un Ferrari”? Si lo que establecen otros sistemas jurídicos fuese determinante, ¿quizá deberíamos concluir que partidos políticos como Junts per Catalunya o Esquerra Republicana son ilegales, porque probablemente lo serían en un país como Alemania? Pues resulta que no, pues en esta España tan irremediablemente franquista, partidos políticos entre cuyos fines declarados está el de acabar con el orden constitucional y con el propio Estado español pueden presentarse a las elecciones e incluso gobernar.

Un tercer razonamiento que también ha hecho acto de presencia es el que se conoce como argumento psicológico o de la voluntad del legislador, que, como su denominación sugiere, consiste en defender que las normas deben interpretarse conforme al sentido conferido por la autoridad que las dictó, entendiendo que ese sería su “verdadero sentido”. En el contexto anglosajón, y especialmente el norteamericano, esta concepción ha cobrado notable fuerza en los últimos años y recibe el nombre de “originalismo” (originalism), conforme al cual la tarea primordial de cualquier intérprete jurídico es la de hallar el auténtico significado otorgado al precepto por la autoridad que lo dictó originariamente. Para determinar si el legislador (el constituyente, en este caso) quiso o no excluir la posibilidad de una amnistía, un método adecuado sería acudir a los trabajos preparatorios y a las discusiones parlamentarias previas a la aprobación del texto constitucional. Y como en varias ocasiones se ha indicado, resulta que durante la discusión parlamentaria sí que se trató el tema y hubo propuestas por parte de diversos grupos parlamentarios para regular la amnistía en la Carta Magna, aunque finalmente se decidió eliminar toda referencia a tal figura en el texto definitivo. ¿Podría interpretarse esta eliminación como la voluntad de los constituyentes de excluir la amnistía del catálogo de decisiones constitucionalmente admisibles? Hay quien ha llegado a tal conclusión, pero en sentido estricto, lo único que se acordó fue precisamente no tratar ese tema en la Carta Magna, con lo que seguimos en el mismo punto: no puede afirmarse categóricamente ni que la voluntad del legislador fuera excluir la amnistía, ni admitirla. Además, existe un problema vinculado con la propia justificación del argumento de la voluntad del legislador y la preeminencia de ésta sobre cualquier otra interpretación alternativa: aún en el caso de que pueda establecerse sin lugar a dudas cuál fue la voluntad del legislador, no parece haber razones sólidas para hacer prevalecer su interpretación sobre otras que puedan resultar de su adaptación a nuevas necesidades y contextos sociales. Por ejemplo, si, en relación con el artículo 32 de la Constitución, relativo al matrimonio, quisiéramos conocer la postura del constituyente sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, lo más probable es que la posibilidad ni siquiera se les pasase por la cabeza, y, en caso de haberlo hecho, muy probablemente se hubiera manifestado mayoritariamente en contra. ¿Sería eso una razón para entender que el matrimonio entre personas del mismo sexo es inconstitucional? ¿Por qué habría que dar prioridad a la voluntad y a las convicciones que tenían ciertas personas hace 45 años? La “voluntad del legislador” puede fácilmente convertirse en una tiranía de los muertos sobre los vivos.

El siguiente argumento resulta bastante más prometedor. Muestra de ello es que ha sido esgrimido por ilustres juristas de la talla de Tomás Ramón Fernández, entre otros.  Se fundamenta en la propia noción de Estado de Derecho, cuya principal característica definitoria consiste en el sometimiento de todos los poderes públicos a la ley. En un Estado de Derecho, no cabe ningún acto de ninguna autoridad fuera del marco de la ley. Como establece el artículo 9.1 de la Constitución, “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Las leyes son para todos, pero especialmente para la autoridad, quien, como cualquier ciudadano, incurre en responsabilidad si no actúa conforme a Derecho. Lo más destacable, no obstante, es que el sometimiento a la ley no opera exactamente del mismo modo respecto de los ciudadanos que respecto de los poderes públicos, pues hay una diferencia significativa que se erige en garantía de los derechos y libertades de la ciudadanía: mientras que para los ciudadanos rige el principio de libertad, conforme al cual éstos pueden hacer todo aquello que no vaya en contra de las leyes, los poderes públicos sólo pueden actuar bajo el amparo de la ley, esto es, todas aquellas decisiones que tomen y todos cuantos actos realicen precisan de un expreso fundamento o autorización legal. En pocas palabras, sólo pueden hacer lo que la ley les permite, a diferencia de los ciudadanos, que pueden hacer cuanto la ley no les prohíba. Por ello, tal y como establece el artículo 9.3 de la Carta Magna, la Constitución garantiza “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”, arbitrariedad que se manifestaría mediante decisiones no fundamentadas expresamente en la ley. A partir de aquí, el argumento consiste en sostener que, en la medida en que la Constitución no ofrece ningún amparo ni fundamento explícito para la amnistía, su ejercicio constituiría una extralimitación y un acto arbitrario, y por ende, prohibido.

Pero aunque el argumento tiene un innegable atractivo, un análisis más detenido puede revelar que no resulta en realidad tan concluyente. No conviene olvidar que, además de un Estado de Derecho, el nuestro es un Estado Democrático, que se caracteriza entre otras cosas por contar con un poder legislativo elegido directamente por la ciudadanía (a diferencia del Gobierno, que cuenta con una legitimidad solamente indirecta en un sistema parlamentario), y que es la expresión de la soberanía popular. Ello hace que goce de cierta preeminencia o posición privilegiada con respecto a los demás poderes e instituciones del Estado; naturalmente, con respecto al Gobierno y a la Administración, pero incluso respecto del poder judicial, pues aunque que éste último está sometido únicamente al imperio de la ley (artículo 117.1 de la Constitución), el legislativo cuenta con la capacidad de modificar las leyes, dentro del marco constitucional, y el poder judicial tiene excluida la capacidad de declarar la inconstitucionalidad, y con ello la invalidez, de las normas con rango de Ley, pues tal competencia se atribuye exclusivamente a un órgano especial, el Tribunal Constitucional, que está institucionalmente separado del Poder Judicial. La posición de preeminencia del Poder Legislativo en nuestro sistema democrático conlleva como consecuencia que aquél cuenta con un ámbito competencial material universal, es decir, que puede legislar sobre cualquier materia o cuestión, aunque siempre dentro de los límites constitucionales (no podría, por ejemplo, instaurar la pena de muerte, excluida por el artículo 15), sin necesidad de que se trate de cuestiones o ámbitos a los que la Constitución haga una referencia expresa.

Hay no obstante reputados juristas que sostienen que, en la medida en que la amnistía es una manifestación del derecho de gracia, y que éste es por su propia naturaleza excepcional, requiere en todo caso de un reconocimiento constitucional explícito, y tal reconocimiento solamente existe para los indultos individuales, y no para los indultos generales ni para la amnistía. Este razonamiento no obstante parece partir de una premisa implícita que quizá no resulte tan evidente o incontestable como pudiera parecer a primera vista: que tanto la amnistía como el indulto son ambos medidas o manifestaciones del derecho de gracia. Aunque soy muy consciente de que lo que voy a sostener es poco ortodoxo y contrario a lo comúnmente asumido, quisiera argumentar que en realidad es cuestionable que la amnistía sea conceptualmente una medida de gracia, por más que comporte, por utilizar este neologismo ortopédico, un alivio penal.

La gracia siempre se ha contrapuesto al concepto de justicia; no en vano, la antaño tradicional denominación del Ministerio de Gracia y Justicia ya señala implícitamente que son cosas distintas. Aunque el de ‘justicia’ es un término polisémico y bastante resbaladizo, cuando el concepto no es usado en el ámbito ético o político, sino jurídico, suele vincularse con la idea de la aplicación de la ley; esto es, jurídicamente, actuar con justicia es decidir conforme a Derecho, siguiendo las leyes y sin cometer arbitrariedades en su aplicación. Por el contrario, las medidas de gracia tienen como núcleo central el constituir una excepción a la estricta aplicación de las leyes, normalmente con el objetivo de aliviar sus severos efectos. En un sentido importante, las medidas de gracia son decisiones contra legem, no en el sentido de que su adopción no tenga ninguna base jurídica (pues tal base suele existir), sino en el de que implican contradecir o excepcionar la consecuencia jurídica que corresponde al caso en condiciones normales de aplicación del Derecho. Esto es muy claro en el ejemplo por antonomasia, que es el indulto: un caso ha sido juzgado y decidido conforme a la consecuencia legalmente establecida, pero posteriormente, por consideraciones de humanidad, oportunidad política o cualesquiera otras, se decide excepcionar lo que corresponde en estricta aplicación de la ley.

La amnistía, en contraste, presenta características muy distintas, aunque en algunos (o incluso muchos) casos las consecuencias sean muy similares, como liberar de la pena a quien haya sido juzgado y condenado conforme a la ley. De hecho, la amnistía tiene un carácter o naturaleza más cercanos a la decisión legislativa que a la judicial o ejecutiva, por múltiples razones: así, mientras que los indultos siempre van dirigidos hacia personas concretas que han sido juzgadas y condenadas para evitarles total o parcialmente la condena, y por tanto, son decisiones ad personam, las amnistías son medidas cuyo ámbito personal y material de aplicación se determina a través de propiedades o circunstancias definidas de manera general y abstracta (se aplican a cierta categoría de individuos y sobre cierto tipo de delitos), tal y como hacen las leyes. Naturalmente, se trataría de leyes que quebrantan el principio de igualdad de trato (independientemente de que tal quebrantamiento esté o no jurídicamente justificado), pero en todo caso generales y abstractas como cualquier otra ley. Por ello afectan también a quienes, siendo incluidos en su ámbito de aplicación, no han sido todavía procesados ni condenados. Una amnistía es por tanto el resultado de la aplicación de la ley (una ley que se asemejaría a una derogación -parcial- de uno o más tipos penales), pero no a decisiones contra legem que excepcionan la normal aplicación del Derecho. En suma, la amnistía encaja mejor en el concepto de justicia (en su sentido formal de aplicación del Derecho) que en el de gracia (como excepción al mismo). No en vano, es habitual en Derecho comparado que la amnistía, en aquellos ordenamientos en que se contempla, sea una potestad normalmente atribuida al poder legislativo. También es significativo que, como muestra el profesor Víctor Sánchez en su interesantísimo libro Migraciones, refugiados y amnistía en el Derecho internacional del Antiguo Oriente Medio, II milenio A.C. (ed. Tecnos, 2016), la amnistía fuera objeto de muchos de los tratados internacionales más antiguos que se conservan.

Así pues, cabría concluir que, en la medida en que no se excluye explícitamente la amnistía del ámbito de decisión de las Cortes Generales, ésta puede a priori legislar sobre la materia, siempre que lo haga respetando los principios, valores y preceptos constitucionales. Y aquí está, precisamente, el quid de la cuestión:

 

¿Supone esta amnistía una contravención o vulneración de otros preceptos o principios constitucionales? Planteamiento

Tal y como yo lo veo, la respuesta es afirmativa.

En la teoría jurídica contemporánea es muy común clasificar las normas jurídicas en dos categorías: las reglas y los principios. Sin entrar en detalles y asumiendo una de las posiciones más extendidas, las reglas son normas que tienen una estructura conforme a la cual, si se dan ciertas circunstancias establecidas de manera determinada y cerrada por la propia norma, se aplica la consecuencia jurídica establecida: ‘si se da X, se aplica la consecuencia Y’: si se supera el límite de velocidad establecido, se impone como consecuencia la correspondiente multa. Si alguien ha cumplido los 18 años, entonces es legalmente mayor de edad, con todas las demás consecuencias legales que de ello se derivan. Las reglas son normas de tipo “todo o nada”: o se aplican (si se dan las condiciones), o no se aplican (cuando no se dan). En contraste, los principios contarían con una dimensión de ‘peso’: más que determinar cuál es la respuesta jurídica a un caso definido por ciertas condiciones y circunstancias perfectamente determinadas, ofrecerían razones para ‘inclinar la balanza’ o ‘guiar la decisión’ en un determinado sentido. Suelen ser preceptos cuyas condiciones de aplicación están abiertas o bastante indeterminadas. Las normas que reconocen derechos fundamentales suelen considerarse buenos ejemplos o candidatos a principios: así, el artículo 18.1 de la Constitución reza literalmente “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. No hay especificación alguna de las circunstancias que deben concurrir para la aplicación del precepto; más bien, ofrece un fundamento jurídico para que cualquier situación o comportamiento que pueda afectar negativamente al honor o la intimidad de un individuo pueda ser impedido o castigado. Uno de los autores contemporáneos más relevantes y que más se ha dedicado a la teoría de los principios jurídicos es el jurista alemán Robert Alexy, quien define los principios como mandatos de optimización, entendidos como normas que ordenan que algo sea alcanzado en la mayor medida posible, dentro de los límites fácticos y jurídicos. Usando un ejemplo, si asumimos que un principio constitucional es el de la obligación de protección de un medio ambiente adecuado (artículo 45), parece claro que ese objetivo puede alcanzarse en distintos grados, y que el grado de consecución o satisfacción dependerá en gran medida de los recursos disponibles (posibilidades fácticas).

Permítanme aquí referirme al hecho de que la exposición de motivos de la Proposición de Ley, supongo que en un intento de alarde de erudición, se refiere al artículo 9 de la Constitución, que literalmente establece, como antes se ha indicado, que “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, como un mandato de optimización, asumiendo, de manera radicalmente equivocada, que se trataría de un principio. Dicho precepto no sólo sería un claro ejemplo de regla, pues ni “inclina la balanza” en un determinado sentido, ni es susceptible de cumplimiento gradual, ni su aplicación depende de otras circunstancias no explicitadas, sino que es además una regla categórica, lo que significa que no está sujeta ni a condiciones ni a excepciones, y que rige en todo caso y bajo cualquier circunstancia: los poderes públicos deben obedecer la Constitución y las leyes, siempre. Y punto. Y no “salvo cuando la mayoría parlamentaria decida lo contrario”, o “cuando lo estime conveniente Pedro Sánchez”.

Pero posiblemente el rasgo más interesante de los principios, al menos en la caracterización de Alexy, es la referencia a las posibilidades jurídicas, que hace referencia al hecho de que, en no pocas ocasiones, varios principios son simultáneamente relevantes o aplicables en una misma situación o contexto, pero operan en sentido contrario, es decir, cada uno de ellos orientando o fundamentando una solución distinta e incompatible con la otra.

Usando algunos ejemplos fáciles de entender, la libertad de empresa (artículo 38) puede estar en tensión con la protección del medio ambiente (artículo 45) cuando se trata de actividades empresariales contaminantes; la libertad de expresión (artículo 20.1 a)) puede ser lesiva del honor de otras personas (artículo 18.1), así como la libertad de información (artículo 20.1 d)) puede afectar a la intimidad de otros (artículo 18.1); y usando un ejemplo desgraciadamente todavía reciente, la protección de la salud (artículo 43), en condiciones de pandemia, puede afectar negativamente a la libertad de circulación (artículo 19).

En situaciones de este tipo, tenemos pretensiones contrapuestas que están todas ellas amparadas en principios constitucionales, y por lo tanto son de entrada atendibles, pero dadas las circunstancias, al ser pretensiones incompatibles, la implicación es que sea cual sea la respuesta que jurídicamente se proporcione, ésta implicará el sacrificio de alguno de los principios implicados (si se da prioridad en el caso a la libertad de expresión o información, será a costa del derecho al honor o a la intimidad de otros, o si se da prioridad a la protección de la salud, será a costa de la libertad de circulación).

Los tribunales no pocas veces tienen que lidiar con situaciones de este tipo, y cuando lo hacen, para justificar sus decisiones suelen apelar a la ponderación entre los principios implicados. La idea central es bastante simple: como sugiere la propia denominación metafórica, se trata de ‘sopesar’ cuál de los principios en juego tiene mayor importancia o relevancia en las circunstancias concretas del caso planteado (pues en otras distintas, la solución podría ser la inversa), y decidir conforme al principio que resulta ‘vencedor‘. Ahora bien, como parece evidente que la ponderación puede fácilmente derivar en una puerta abierta a la discrecionalidad judicial e incluso a la irracionalidad, en las últimas décadas ha habido un intenso debate teórico y académico sobre este ámbito, teniendo como una de sus mayores preocupaciones la de ofrecer criterios y procedimientos que intenten asegurar en la medida de lo posible la racionalidad de las decisiones y la limitación de la discrecionalidad judicial. Y de nuevo, es la propuesta de Robert Alexy la que indudablemente ha cosechado más éxito, tanto teórico como práctico en la medida en que sus propuestas han sido efectivamente asumidas en buena medida por los tribunales.

El principal empeño del jurista alemán es confeccionar un modelo de argumentación y decisión que en caso de conflicto entre principios constitucionales garantice la racionalidad en la ponderación y con ella la justificación de la decisión. Para ello, el concepto central es el principio de proporcionalidad, que, en síntesis, implica que la decisión debe ser proporcionada, en el sentido de que el grado de satisfacción o de cumplimiento del principio que resulte vencedor o favorecido por la decisión debe superar al grado de lesión o menoscabo del principio o principios que se sacrifican. Ello en el fondo no es más que una aplicación de la regla general de racionalidad conforme a la cual una decisión se justifica si los beneficios superan a los costes. Más estrictamente, el coste o sacrificio debe ser el mínimo posible que permita la satisfacción o el respeto del principio considerado como más importante en las circunstancias del caso a decidir. Alexy propone un procedimiento para la aplicación del principio de proporcionalidad dividido en distintas fases o etapas, que tienen carácter sucesivo y eliminatorio, esto es, que para pasar a una etapa posterior las anteriores deben haberse superado satisfactoriamente, y en caso contrario la medida o decisión debe descartarse por injustificada. Así, partiendo de la base o presupuesto ineludible de que la medida analizada persigue un interés constitucionalmente legítimo (para lo cual no es imprescindible que sea un fin, valor u objetivo explícitamente recogido en la Constitución, pero no debe ser manifiestamente contrario a la misma), la proporcionalidad se subdivide en tres “subprincipios”: el de idoneidad, el de necesidad y el de proporcionalidad en sentido estricto. En primer lugar, la medida debe resultar idónea o adecuada para alcanzar el fin previsto (sin requerirse no obstante que sea la más eficaz o efectiva para ello); superada esta exigencia, debe considerarse que sea necesaria, en el sentido de que no haya otras alternativas al menos igual de idóneas y que resulten menos lesivas; y por último, superadas las fases anteriores, debe acreditarse que el grado de satisfacción del principio privilegiado por la decisión supera el grado de lesión o menoscabo del principio sacrificado por ella.

No hay que devanarse mucho los sesos para identificar cuáles son algunos de los

 

principios constitucionales sacrificados o menoscabados por la Proposición de Ley de amnistía

(aunque no puede afirmarse lo mismo acerca de cuáles son los que se satisfacen). Por lo pronto, hay dos víctimas directas y evidentes: el principio de igualdad consagrado en el artículo 14 de la Carta Magna, y la separación de poderes del artículo 117 (rectius, la competencia exclusiva conferida a jueces y tribunales para juzgar y hacer cumplir lo juzgado). La amnistía supone exonerar de la aplicación y el cumplimiento de la ley a cierto grupo de personas (que en su mayoría ocupaban cargos públicos de relevancia respecto de los cuales su deber primordial era cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes), generando automáticamente un agravio comparativo respecto del resto de ciudadanos, a quienes se aplican las leyes con todo rigor y en igualdad de condiciones: mientras que cualquiera que incumpla sus obligaciones legales y cometa esos mismos actos sufrirá las consecuencias establecidas en las leyes, otros son premiados con el privilegio de la impunidad. Además, se priva a los jueces y tribunales a quienes la Constitución y las leyes otorgan en exclusiva esa competencia, con sujeción exclusiva al imperio de la ley, de la eficacia de las decisiones tomadas tras el correspondiente proceso judicial con las garantías legalmente establecidas, o bien de la capacidad de enjuiciar aquellas acciones presuntamente delictivas que se encuentran pendientes de juicio. Todo ello por no hablar del execrable concepto de lawfare y la pretensión de supeditar las decisiones judiciales a criterios políticos en comisiones parlamentarias (porque no pueden ser criterios de otro tipo, ya que los criterios jurídicos ya existen -hay un sistema de recursos, y puede incoarse incluso un procedimiento por prevaricación- y son dirimidos por otros órganos judiciales).

¿Y cuáles serían, por otra parte, los fines constitucionalmente legítimos promovidos o satisfechos por la amnistía? Ciertamente no resultan muy evidentes, pero aplicando un criterio de caridad, vamos a suponer que se trata de lo que explícitamente afirma el propio título de la Proposición: la “normalización institucional, política y social en Cataluña”. Así planteado, parece un fin no sólo perfectamente compatible con la Constitución, sino incluso muy loable, por lo que satisfaría sin problemas la exigencia de perseguir un fin constitucionalmente legítimo. La cuestión es si la amnistía supone una satisfacción de estos fines capaz de justificar la lesión de los principios antes indicados.

 

La exigencia de idoneidad

Empecemos por la exigencia de idoneidad, para valorar si se trata de una medida adecuada para la satisfacción del fin establecido. Si la propuesta habla de “normalización institucional”, es porque conceptualmente se asume que la situación institucional es anormal o alterada, y por eso precisa ser “normalizada”, es decir, llevada de vuelta a las normas. Pero la alteración institucional, ciertamente existente (basta recordar las sesiones parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament, el referéndum ilegal del 1 de octubre, el incumplimiento sistemático de las resoluciones judiciales y del Tribunal constitucional, la declaración unilateral de independencia…) provino en exclusiva de aquellos cargos institucionales que, consciente y voluntariamente, violentaron las normas que tenían el deber de cumplir y hacer cumplir. Por ello, el retorno a la normalidad institucional pasa por el retorno a la legalidad y a la aplicación y cumplimiento de la Constitución y las leyes por parte de quienes las vulneraron. Eso se hizo, en primer lugar, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, y posteriormente, con los juicios del procés. El Estado, pues, siempre actuó con normalidad, es decir, conforme a las normas, para hacer volver a quienes la quebrantaron a la senda de la legalidad. Premiar con la impunidad (es decir, con excepcionar el normal cumplimiento de las normas) a quienes rompieron la normalidad institucional es por tanto un mecanismo totalmente inidóneo para restaurarla, máxime cuando los beneficiados por la medida ni siquiera han adquirido un compromiso firme de no volver a la senda de la ilegalidad. Haciendo una analogía, es como si un violador afirmase que el modo de solucionar el “conflicto sexual” con su víctima consiste en eximirle del castigo por haber cometido la violación, pero además haciendo que sea la víctima quien pida perdón a su agresor.

Si nos referimos a “la normalización política y social en Cataluña”, resulta innegable que las acciones de quienes se benefician de la medida contribuyeron de manera efectiva a romper la convivencia social, basándose en determinadas posiciones políticas. No fue precisamente la mayoría social y política constitucionalista la que pretendió excluir y expulsar a los independentistas y crearon la honda fractura social que aún perdura, sino al contrario. Pero a mayor abundamiento, la mera posibilidad de la concesión de una amnistía ha generado una reacción de oposición casi unánime y nunca antes vista de todos los sectores vinculados profesionalmente con el Derecho o que tienen cierta estima por éste (jueces, fiscales, colegios y despachos de abogados, procuradores, inspectores de tributos, funcionarios de la Administración, personal diplomático, etc.), y ha avivado el conflicto y la crispación política y social (manifestaciones, protestas ante sedes de partidos políticos…) a niveles no vistos desde hace mucho tiempo, además en un contexto en el que el apoyo político del electorado a las posiciones independentistas era el más bajo en mucho años, con lo que, lejos de lograrse el supuesto efecto “pacificador” y de concordia, el resultado de su simple anuncio ha sido diametralmente opuesto, lo que añade pruebas empíricas al argumento conceptual de su falta de idoneidad y por tanto el fracaso en el test de proporcionalidad.

 

La necesidad de la amnistía

Concedamos no obstante otra oportunidad a la propuesta y asumamos que el fin perseguido por la amnistía no es el que figura formalmente en el solemne título de la Proposición de Ley, sino otro, el real pero mucho más prosaico de los siete votos de Junts per Catalunya necesarios para la investidura de Pedro Sánchez. En este punto fue meridianamente claro el diputado de Junts Josep Maria Cervera en el debate de la toma en consideración de la proposición de ley del pasado día 13 de diciembre, quien no sólo reconoció, sino que presumió de ello, que la amnistía era meramente el primer pago de las exigencias y condiciones que le han introducido hasta el fondo al presidente Sánchez a cambio de su apoyo. Debemos preguntarnos en primer lugar si el fin (la investidura y la consiguiente constitución de un Gobierno de la nación) es constitucionalmente legítimo. Efectivamente, no caben dudas sobre ello, pues forma parte del normal funcionamiento institucional del Estado que haya un Gobierno. Acerca de la idoneidad, en esta ocasión tampoco parece que puedan ponerse objeciones: los pactos, cesiones y promesas entre diferentes formaciones políticas a fin de poder obtener las mayorías necesarias para poder constituir un Gobierno en un sistema parlamentario no tienen nada de extraño ni objetable per se. Las dificultades empiezan cuando se trata de valorar el requisito de la necesidad. ¿Existían formas alternativas, al menos igual de eficaces o idóneas, para constituir un Gobierno que no implicaran una lesión tan significativa a aspectos tan centrales del Estado de Derecho como el principio de igualdad y la separación de poderes? Obviamente sí, y no sólo una, sino varias: el PSOE podría haberse abstenido para permitir un gobierno del PP, formación que ganó las elecciones; o dado que, al menos nominalmente, tanto PP como PSOE son formaciones constitucionalistas y que entre ambas suman casi 16 millones de votos y 258 de los 350 escaños del Congreso, podían haber tratado de llegar a un acuerdo (cosa que intentó Núñez Feijóo pero que Sánchez rechazó de plano), sin tener que pagar un precio institucional y de calidad democrática tan alto. Incluso, en caso de no llegar a un acuerdo, la Constitución ya prevé un mecanismo de desbloqueo como la repetición electoral (artículo 99.2), que por cierto no sería la primera vez.

 

La proporcionalidad en sentido estricto

Pero seamos bondadosos y asumamos, como mera hipótesis, que también se satisface el criterio de necesidad. Todavía nos quedaría analizar la proporcionalidad en sentido estricto, es decir, si la satisfacción del fin de constituir un Gobierno justifica la lesión o menoscabo de los principios de igualdad y de separación de poderes. En este punto, Alexy sostiene que la magnitud de la satisfacción del principio privilegiado debe ser superior a la de la lesión del principio sacrificado, o cuanto menos, no inferior. Para ello propone un modelo triádico según el cual los grados de satisfacción o de menoscabo de un principio pueden valorarse como leve, moderado, o intenso. Así, si por ejemplo una satisfacción leve de un principio se logra a costa de una lesión moderada o grave de otro, la medida o decisión está injustificada.

En este caso, la afectación al principio de igualdad ante la ley no puede calificarse sino como intensa o grave. No estamos hablando de perdonar ilegalidades menores o poco relevantes, sino de graves delitos que suponen un uso fraudulento del dinero de todos los contribuyentes, así como un intento de acabar con el propio orden constitucional, la vulneración de los derechos fundamentales de la ciudadanía amparados por la Constitución y la ruptura de la soberanía popular, y todo perpetrado por quienes tenían como principal cometido precisamente el cumplimiento de la ley y la salvaguarda de nuestros derechos. La desigualdad es mayor y más intensa cuanto más relevantes son las consecuencias legales de los actos cometidos, por lo que es mucho peor una situación en la que dos personas que hayan cometido el mismo tipo de comportamiento que lleve asociado una severa pena de prisión, a una de ellas se la condene mientras que la otra quede impune, que otra situación que conlleve como consecuencia la imposición de una multa de cien euros, en la que una persona sea sancionada y la otra no. A pesar de que en ambos ejemplos existe una desigualdad de trato, no son ni mucho menos del mismo calibre.

El argumento opera de manera similar por lo que respecta a la separación de poderes: no puede considerarse igual privar a los jueces de enjuiciar posibles ilegalidades menores que hacerlo respecto de graves delitos que afectan al núcleo del orden constitucional.

En contraste con la severa afectación de dos principios centrales en un Estado de Derecho, el grado de satisfacción del objetivo institucional de investir a Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno no ofrece una compensación que pueda equipararse, ni mucho menos superar, al menoscabo de los principios constitucionales sacrificados. La amnistía no es ni muchísimo menos el único camino posible para que exista un Gobierno en España, aunque lo sea para el presidido por Pedro Sánchez, y aunque tal Gobierno esté legalmente constituido, la Constitución, afortunadamente, no permite que lo sea a cualquier precio.


Foto: Jordi Valls