Por Jesús Alfaro Águila-Real*

 

La doctrina elaborada en el siglo XIX veía en la disolución la “muerte” de la sociedad mercantil, esto es, la aproximaba a la sucesión mortis causa. La doctrina contemporánea la encuentra equivocada porque esa equiparación implica, a su juicio, suponer que con la disolución no sólo se terminan los vínculos obligatorios entre los socios sino que también se extingue la personalidad jurídica, esto es, el patrimonio social desaparece y es evidente que la persona jurídica, a diferencia de los seres humanos fallecidos, persiste durante la liquidación.

Sin embargo, la analogía entre la disolución de una sociedad y la muerte de un individuo es acertada si se limita a la perspectiva patrimonial. En ambos casos, el patrimonio (la herencia o patrimonio hereditario y el patrimonio social respectivamente) persiste diferenciado a la muerte o a la disolución. Y en ambos casos hay que proceder a su liquidación en sentido estricto, esto es, a pagar las deudas que pesen sobre ese patrimonio, antes de repartirlo entre los herederos o entre los socios (liquidación en sentido amplio). La diferencia más significativa entre ambas está en que en el patrimonio hereditario hay sucesión y no la hay en el patrimonio societario cuando se disuelve la sociedad. El destino del patrimonio hereditario es confundirse con el patrimonio del heredero. El destino del patrimonio social cuando se disuelve la sociedad (por tanto, no en caso de fusión) es repartirse entre los socios. El heredero sucede al causante. Los socios no suceden patrimonialmente a la sociedad en la titularidad del patrimonio, simplemente adquieren, en su caso, bienes. De ahí se deriva que la liquidación de la herencia no es una consecuencia necesaria de la muerte del causante pero sí que lo es la liquidación del patrimonio social, de la disolución societaria.

Si se deja al margen la sucesión universal, los paralelismos entre la liquidación de la herencia (a partir del modelo de la aceptación a beneficio de inventario) y la liquidación de un patrimonio social son notables. En ambos casos, (i) el patrimonio se pone bajo el control de alguien que recibe el encargo de pagar las deudas y de distribuir lo que reste. El “liquidador” de la herencia es, normalmente, el propio heredero y los liquidadores, del patrimonio social son, normalmente, los propios administradores sociales o los socios en las sociedades de personas. (ii) El conflicto de interés entre herederos se plantea de forma semejante si son varios los herederos y sólo alguno o algunos administran como entre los socios en la liquidación. (iii) La gestión se inicia con la elaboración de un inventario de los bienes hereditarios, que es también la primera obligación de los liquidadores; (iv) la representación del patrimonio hereditario corresponde al heredero, como corresponde al liquidador la del patrimonio social en liquidación; (v) el heredero, como el liquidador social, ha de pagar los créditos y, a continuación, los legados – art. 1027 CC –; (vi) los legatarios, como los socios, se arriesgan a tener que devolver parte de lo recibido si aparecen acreedores tras el pago de los legados y los bienes de la herencia no son bastantes para satisfacerlos. (vii) Si hace falta vender bienes hereditarios para pagar a los acreedores, se pueden vender – art. 1030 CC – y la malversación de lo obtenido hace perder el beneficio de inventario como en la liquidación societaria a través de distintas instituciones. (viii) El heredero, como gestor, responde frente a legatarios y acreedores si no han podido recibir la totalidad de sus legados y créditos por insuficiencia del caudal hereditario (arts. 1031-1032 CC). (ix) La sanción de pérdida del beneficio de inventario es, mutatis mutandi, el equivalente a la responsabilidad de los liquidadores ex art. 397 LSC porque se traduce en la responsabilidad “personal” del heredero – es decir, con su patrimonio personal – por las deudas de la herencia o los legados que hayan quedado impagados debido a su gestión negligente de la liquidación de la herencia.

Pero donde se manifiesta el principal paralelismo entre la herencia y el patrimonio social en la fase de liquidación es en la preocupación del legislador en ambos casos por proteger a los acreedores frente al riesgo de ser preteridos en su derecho frente a los herederos y legatarios y los acreedores de éstos, en el caso de la muerte de su deudor o frente a los socios en el caso de la disolución de su deudor. Y esta preocupación es legítima en el caso de la sucesión mortis causa, porque dado que hay sucesión universal, la muerte del deudor no provoca necesariamente la apertura de la liquidación y los herederos y legatarios pueden entrar a controlar – poseer – el patrimonio del difunto antes de que éste haya sido liquidado, esto es, pagadas las deudas del difunto. En alemán se dice muy gráficamente que “el primer heredero es el acreedor”. La técnica de protección de los acreedores es, en el caso de la herencia la de mantener unido el patrimonio del causante y separado del patrimonio del heredero en tanto no se ha producido su liquidación al menos en sentido estricto, esto es, se hayan pagado las deudas que pesan sobre ese patrimonio o en tanto los herederos no hayan asumido responsabilidad con todo su patrimonio de dichas deudas. Y esta técnica es extensible mutatis mutandi a la disolución de una sociedad: (i) el patrimonio social ha de ser transmitido vía pago de su cuota de liquidación a los socios; (ii) la personalidad jurídica de la sociedad persiste hasta el reparto a los socios y (iii) no se puede repartir entre los socios si no se han pagado todas las deudas sociales.

En ambos casos, y parafraseando a Peña, (La herencia y las deudas del causante, Granada, 3ª ed, 2009) se trata de gestionar un patrimonio en liquidación y en ambos casos, las normas correspondientes tienen por finalidad la protección de los interesados en la liquidación concreta del mismo: los acreedores del patrimonio en primer lugar y los destinatarios de los bienes que lo forman, en segundo lugar.

La conclusión no se deja esperar. La doctrina antigua no estaba errada al aplicar analógicamente a la disolución y liquidación societarias las normas de la sucesión mortis causa (Si estaba errada, lo estaba en otro aspecto. Quizá lo estaba en pretender que pueda existir copropiedad sobre un patrimonio cuando lo cierto es que los derechos subjetivos sobre los bienes como el de propiedad o la copropiedad y demás derechos reales se ejercen sobre bienes singulares). Al poner el foco en la continuidad de la personalidad jurídica, la doctrina contemporánea ha oscurecido el significado de la disolución como terminación (de los efectos obligatorios) del contrato de sociedad. La disolución como terminación del contrato de sociedad tiene dos efectos trascendentales. El primero es que, como la terminación de cualquier contrato, obliga prima facie a liquidar las relaciones patrimoniales que se han generado como consecuencia de la celebración del mismo. El segundo y quizá más importante es que como actus contrarius a la creación del sujeto titular del patrimonio, la disolución hace desaparecer lo que de individual tiene el sujeto titular del patrimonio. Sin contrato de sociedad, la persistencia de “ese” patrimonio social carece de sentido porque el patrimonio no sirve ya al fin que llevó a su constitución, fin común que determina su organización y que le proporcionaba el contrato de sociedad concretamente celebrado por las partes.


* Esta entrada es un apartado del artículo titulado «La disolución como terminación del contrato de sociedad: teoría y algunas consecuencias prácticas» publicado en el número 61 de la Revista de Sociedades

Foto: Miguel Rodrigo