Por Víctor Moreno Catena

 

En la materia específica de la reparación del daño causado por ilícitos antitrust, a diferencia de la vasta experiencia de los países anglosajones (y de algunos del espacio económico europeo), España se mueve todavía una etapa muy temprana, seguramente debido a una tardía y más que discutible transposición de la Directiva comunitaria de daños, y el reconocimiento de las acciones stand-alone, que en principio son ajenas al resultado de un expediente administrativo, en un proceso donde el demandante tiene que probar la existencia del perjuicio que se le ha causado y en todos los casos deberá acreditar la cuantía de los daños.

Precisamente los numerosos procesos judiciales que se han instado en el llamado cártel de los camiones tal vez nos puedan ayudar a adaptar la configuración clásica del derecho de daños a las particularidades del derecho de la competencia, permitiendo así situar la reparación íntegra del daño como uno de sus elementos nucleares, y que sirva así para disuadir a los infractores de perseverar en la lesión de la libre competencia, con el consiguiente grave daño a las reglas del mercado.

Parece que queda mucho camino por recorrer, y buena prueba de la costosa adaptación del derecho de daños clásico a las singularidades del derecho de la competencia la podemos encontrar en el modo de razonar (y de argumentar) de algunos tribunales que intervienen en estos procesos. En los casos judiciales del cártel de los camiones se han producido daños derivados de la actividad ilícitas de unos pocos fabricantes que han afectado en España (como en otros países) a numerosos compradores de estos vehículos.

Esta circunstancia ha movido a ciertos tribunales a la aplicación de un supuesto principio de igualdad, en virtud del cual, ante el mismo ilícito causado por el mismo infractor, las víctimas deben de ser resarcidas en el mismo importe. La misma infracción, cometida por el mismo fabricante de camiones, debe de traducirse en que el daño causado a cada una de las víctimas tendrá que calcularse para los distintos procesos siguiendo los mismos órdenes y tendrá que cuantificarse en cifras exactamente iguales. Según este modo de razonar, y de resolver, una valoración diferente o discrepante, pronunciada por un tribunal que se separase de lo decidido por otro tribunal, supondría una vulneración del principio de igualdad y estaría vulnerando la Constitución.

Pues bien, pretender que se tiene que aplicar el principio de igualdad, y que si se resuelve con criterios o cuantías distintas la decisión judicial cae bajo el reproche o la amenaza de traicionar la Constitución, solo puede ser fruto de un incorrecto entendimiento y una indebida aplicación a procesos dispares del artículo 14 de la Constitución.

Comenzando por lo más obvio, la igualdad constitucional no es la uniformidad, sino el resultado de una buena gestión de la diferencia, de modo que la igualdad en la ley no significa que todos deban ser tratados igual, sino que ese tratamiento se aplique sobre aquellas personas que, sin distinciones irracionales o injustificadas, se hallen en igual posición jurídica.

Cuando el principio de igualdad se proyecta sobre la actuación de los órganos del poder judicial, la igualdad es un concepto que se circunscribe al proceso, a cada proceso, que tiene sus partes procesales propias y su objeto singular y necesariamente distinto del resto de las actuaciones judiciales (pues, de tratarse de objetos idénticos, estaría afectado por la cosa juzgada). En el ejercicio de la jurisdicción, y con los instrumentos legales, el juez ha de velar porque se respete la igualdad de las partes procesales y debe decidir la controversia planteada mediante una resolución motivada y fundada en derecho, en virtud de lo alegado por las partes y la prueba practicada.

Por consiguiente, la inclusión de elementos ajenos a la realidad del proceso (no discutidos) o la omisión de la valoración de los hechos y de los argumentos que se han discutido en el proceso, trae como consecuencia la incongruencia omisiva o extra petita de la sentencia, que encierra una denegación técnica de justicia, contraria al derecho a no padecer indefensión (artículo 24 de la Constitución).

La igualdad ante el juez también comprende lo que el Tribunal Constitucional ha denominado “igualdad en la aplicación judicial de la ley” (SSTC 144/1988, Fj 3; 161/1989, Fj 1 y 134/1991, Fj 3º, entre otras muchas), que significa que no puede invocarse el principio de igualdad para cuestionar el contenido de una sentencia dictada por un tribunal distinto que, en caso igual, a la vista del material probatorio obrante en el proceso, ofrece una respuesta judicial diferente.

Y esto es así no solo en atención a la independencia de cada juez para resolver cada caso de acuerdo con los hechos, con la prueba y con la norma jurídica que considere de aplicación, sino también atendiendo a la individualidad del proceso.

Esta característica esencial requiere de algunas precisiones, porque si bien pueden existir procesos judiciales análogos, con objetos muy parecidos, incluso basados en unos mismos hechos, eso no autoriza a sostener que nos encontremos ante procesos idénticos, que por eso exijan una solución idéntica y que, en caso de discrepancia, se produzca una vulneración del principio de igualdad. Es más; cuando la ley (no un juez concreto, sino la ley) considera que pueden promoverse procesos judiciales similares en un gran número (reclamaciones de consumidores, o de obligados al pago de un tributo) lo que hace es exigir, o permitir, una acumulación ordenada de actuaciones judiciales o la tramitación de «procesos testigo». En tales casos la resolución, que se ha adoptado con todas las garantías de audiencia y defensa, se aplicará a los demás objetos procesales.

Cada proceso es único y, por eso mismo, únicas son las alegaciones (las partes no siempre utilizan los mismos argumentos, ni los jerarquizan o exponen de igual modo); único es el debate entre las partes y única la prueba sustanciada y la valoración de sus resultados. Cada procedimiento judicial es un relato cerrado en el que el órgano judicial tiene la última palabra. Por esta razón, el principio de igualdad no ampara el hecho de juzgar por comparación, y el derecho a la tutela judicial prohíbe juzgar por remisión a lo ocurrido en otro proceso judicial, a no ser que, en puridad, la resolución judicial de referencia pueda ser considerada como jurisprudencia.

La igualdad en la aplicación judicial de la ley nunca puede alcanzarse aplicando a una controversia judicial lo resuelto en otro proceso de contenido parecido. La jurisdicción no es la determinación irrevocable del derecho por importación de lo acontecido en otro proceso, sino aquella que se produce en un proceso “independiente” y por la actuación de un juez “independiente”, es decir, con criterio propio.

La única forma, prevista por el ordenamiento jurídico, para alcanzar el objetivo de la interpretación igual de la ley y asegurar una respuesta semejante ante casos similares es la articulación de un sistema legal de recursos y el establecimiento de una organización judicial piramidal. La igualdad en la aplicación judicial de la ley se produce a partir, y como consecuencia, de ese tránsito por diversas instancias judiciales, de manera que es ese recorrido ascendente el que permite llegar a un último Tribunal que, por su autoridad y jerarquía, pronuncia la última palabra y cierra definitivamente el debate. Y, como dispone el artículo 1.6 del Código civil, es el Tribunal Supremo quien crea la jurisprudencia con la doctrina que establezca de modo reiterado al interpretar y aplicar la ley.

El recurso de casación tiene como objetivo fundamental lograr la uniforme interpretación y aplicación judicial de derecho, con lo que la igualdad se produce verticalmente (de arriba/abajo) y, además, a modo de criterio hermenéutico de autoridad que orienta a los órganos judiciales inferiores, con la consecuencia de que el apartamiento de la doctrina legal del Tribunal Supremo seguramente conducirá a la revocación de la resolución en instancias superiores.

Así pues, el juzgador está jurídicamente vinculado a lo que suceda en el concreto proceso: a las alegaciones de las partes, a lo que se pide y a la causa de pedir, así como a la prueba practicada en ese proceso y a su resultado, sin que le esté permitido introducir elementos ajenos al mismo. A estas alegaciones y a la prueba puede aplicar la norma jurídica que considere adecuada y deberá tener en cuenta (aunque se pueda apartar de ello) lo declarado por los órganos superiores (por las consecuencias revocatorias si se aparta de lo resuelto) y desde luego atender a la jurisprudencia, a la doctrina legal del Tribunal Supremo recaída en casación.

Contrariamente, incumple el juzgador su deber de juzgar ex artículo 117 CE y lesiona el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 CE, cuando desconoce lo sucedido en el proceso y se limita a resolver el asunto invocando lo declarado por otro órgano judicial de igual rango en un asunto similar. En este caso, el juez renuncia a su independencia y no juzga por sí mismo, ya que se limita a aplicar lo juzgado por otro.

El juez no puede «importar» la resolución de otro juez en asunto similar, alegando que no encuentra por sí mismo un argumento que le resulte del todo satisfactorio. Eso sería una vinculación, y el juez no puede vincularse ni a los pronunciamientos ni, mucho menos, a los hechos que ha considerado probados otro juez, a las apreciaciones de certeza sobre los hechos realizadas por otro juzgador. Y sin duda alguna, vincular a un juez a algo ya decidido es propiamente lo contrario de permitirle juzgar. El juez vinculado a una apreciación fáctica de una resolución anterior no juzga sobre el hecho, sino que simplemente lo acoge como cierto.

Por otra parte, no hay defensa alguna si el juez de un proceso está vinculado a lo que sobre un hecho se dijo en otro proceso. El tribunal que actúa vinculándose a apreciaciones fácticas de tribunales anteriores vulnera el derecho de defensa, porque por definición no valora pruebas, sino que recoge hechos declarados previamente, impidiendo la defensa de la parte afectada y haciendo baldíos sus esfuerzos probatorios.

No nos podemos escudar en la observancia del principio de igualdad para salvar las contradicciones sobre hechos que puedan contener los pronunciamientos judiciales. Aun cuando sin duda afecte al principio de coherencia del sistema jurídico que unos mismos hechos puedan ser y no ser al mismo tiempo, esa máxima no representa ningún canon constitucional ni principio general, mientras que frente a todo ello se erige la libertad de juzgar y el derecho de defensa, que sí están integrados en la Constitución.

No es posible conseguir que en un sistema jurídico desaparezcan absolutamente los pronunciamientos contradictorios o las apreciaciones fácticas divergentes en procesos distintos. Cualquier Ordenamiento ha de convivir con estas contradicciones, pues el coste de no hacerlo sería insoportable, aunque las partes deben disponer de los instrumentos procesales necesarios para evitar o limitar las incoherencias de las resoluciones judiciales, entre ellos, el recurso de casación, de modo que sea el Tribunal Supremo, como órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, quien garantice la igualdad estructural en la aplicación judicial de la ley.