Por Gonzalo Quintero Olivares

Una situación reconocida

Basta con una breve visita las hemerotecas para comprobar un lugar común en la crítica social, a saber: la multirreincidencia se ha transformado en una opción vital para muchos sujetos. Cierto que ese es un tema tan antiguo como el derecho penal, pues desde siempre se ha hablado de la delincuencia habitual o profesional como un hecho que no puede calificarse de “fenómeno” nuevo, sino consubstancial a la realidad social en muchos países.

Se señala también, pero no es un consuelo, que el número total de infractores de las leyes penales no crece en modo significativo, pero lo que sí aumenta es el volumen de reincidencia de los mismos sujetos. Con lógica preocupación se citan ejemplos de individuos que acumulan decenas de delitos cometidos, incluso, estando en situación de libertad provisional.

Lógicamente, los ciudadanos se preguntan por qué razón esos sujetos están en libertad si ya habían sido detenidos, y cuesta explicarles, y, más aún, que lo acepten, que el recurso a la prisión provisional no puede ser ilimitado, máxime teniendo en cuenta que, en la mayoría de los casos, los delitos son de carácter leve. Ese dato se combina con la imposibilidad material de juzgar al hilo de la detención, que no puede ir acompañada de un “arresto policial” que durara hasta que se pudiera celebrar el juicio, pues la Administración no puede imponer castigos que equivalgan a penas, y una medida de esa clase (arresto policial), además de que técnicamente sería de muy difícil puesta en práctica, entraría pronto en la condición de inconstitucional.   La consecuencia, inevitable, es que con harta frecuencia el detenido es devuelto a la calle, donde vuelve a delinquir, pues ese es, innegablemente, su modus vivendi.

En estos momentos, tal vez el punto diferencial más preocupante lo marca el explícito reconocimiento de la situación por parte de los propios máximos encargados de la lucha contra la delincuencia, como son las diferentes policías y la propia Magistratura y el Ministerio Fiscal, que reconocen la existencia del problema y, lo que es peor, una cierta impotencia para afrontarlo.

En lo que sigue intentaré señalar algunos ángulos preocupantes, pero, sobre todo, quiero llamar la atención sobre uno: estamos ante un problema que puede transformarse en una baza electoral plasmada en la promesa de mano dura sin contemplaciones. Sería una muestra de populismo punitivo, cierto, y por eso el tema es grave porque entraríamos en una senda muy peligrosa.

La utilización en el debate sobre inmigración 

Como he adelantado antes, una de las reacciones más usuales ante la ‘abundancia de delincuencia’ y la extendida convicción de que la impunidad es el mejor abono para que siga creciendo, es la atribución a la inmigración ilegal de la extensión del problema. Y es cierto, y a los datos me remito, que el porcentaje de extranjeros, especialmente, no comunitarios, detenidos o condenados por esa clase de hechos (pequeña delincuencia masiva) es muy significativo, como también es cierto que muchos de esos sujetos nunca han tenido un trabajo normal y, posiblemente, no lo hayan intentado tener.

Dicho eso, sería una equivocación cargar al inmigrante la culpa de la visible escalada de esos delitos, y dar paso al debate acerca de qué clase de respuestas penales habría que introducir para lograr eficacia en la lucha. No es popular decir que, mal que pese reconocerlo, las medidas a tomar frente a colectivos de difícil o imposible integración no han de ser necesariamente penales.

Claro está que la alternativa no puede ser, tampoco, mirar para otro lado, pues si no se quiere o puede acabar llevando el problema a la justicia penal (con el consiguiente y seguro fracaso) habría que recurrir a la aplicación eficaz de controles sobre entrada y permanencia en España y realizar un esfuerzo presupuestario y técnico para la realidad práctica de los procedimientos de expulsión, lo cual siempre será mejor que confiar al sistema penal la regulación de la inmigración, lo cual es, simplemente, un disparate.

Frente a esta última consideración, voces expertas sostienen que la expulsión no puede ser el ‘remedio universal’ frente a todas las formas de delincuencia menor, y no solo por las dificultades prácticas de las expulsiones, sino porque, además, muchas veces se tienen que decidir cuando ya ha pasado demasiado tiempo desde el hecho delictivo, y, en muchas ocasiones, pueden haber perdido sentido y proporcionalidad.

¿Subsistencia del derecho penal garantista?

Ante un problema tan grave, en el que, inevitablemente, afloran los más preocupantes sentimientos represivos, y no solo la xenofobia, el penalista se enfrenta a una pregunta que también se haría la sociedad toda si pudiera ser consultada, y que se resume en la siguiente interrogación: ¿Es posible una política criminal eficaz acorde con el respeto a los derechos, principios y garantías propios de la cultura penal occidental?

Hay que tener en cuenta que el extendido fenómeno del incremento constante de votantes a la extrema derecha no es casual ni puede ser minusvalorado, y eso pone de manifiesto una realidad sociológica: que todos pueden estar de acuerdo en la necesidad de preservar nuestra cultura jurídica, pero sin que eso perjudique la eficacia del sistema.

Cuando se invocan aspectos nucleares de la política criminal propia de un Estado de Derecho democrático es normal referirse al ‘dogma del hecho’ o al rechazo a la culpabilidad inspirada en la manera de vivir o en la personalidad. Pero llegado el momento de arbitrar respuestas para la lucha contra la pequeña criminalidad masiva surgen inmediatamente voces que, bajo la bandera del lema ‘a grandes males, grandes remedios’, estiman que, si se quiere alcanzar esa deseada eficacia, hay que renunciar o, por lo menos, relajar el respeto al derecho penal garantista.

Más aún, ya no es extraordinario que surjan partidarios de recuperar la función de la peligrosidad sin delito, tan cara a los positivistas naturalistas, como fundamento de la respuesta represora (prescindiendo del calificativo de ‘pena’) que ya no se basaría en el hecho concreto atribuido al sujeto, sino en que ese sujeto presenta una personalidad criminal insoportable. Por supuesto, cuando se entra en ese terreno pierde importancia la realidad de lo hecho por ese sujeto y se diluye cualquier vinculación con la idea de ‘proporcionalidad’ que, sin duda,  es la que peor parada sale.

Ante esa crítica se dice que la pena ha de ser proporcional al hecho, pero es una invocación inoperante, porque el hecho ya no es la infracción concreta, sino la dedicación habitual al delito como forma de vida. Según ello, las reacciones represoras (o “preventivas”) han de contemplar esa dimensión total del problema, que se compone de hecho, habitualidad del infractor, y perceptible profesionalización en el delito. Para completar el argumento se añade que todo lo que no sea eso solo servirá para generar un efecto “llamada” a nuevos inmigrantes ilegales que incrementará el volumen del problema.

La subsistencia del dogma del hecho

Con lo que acabo de decir es realista asumir que en nuestros tiempos se ciernen grandes peligros sobre el otrora sacrosanto dogma del hecho, por mucho que sea un lugar común en la ciencia penal y en la jurisprudencia españolas decir que nuestro derecho es un derecho penal del hecho y de la culpabilidad, y que eso es lo único que admite un Estado social y democrático de derecho.

La fuerte corriente ultraderechista que se vislumbra en el horizonte del mundo occidental no ha de tardar mucho en plantear la necesidad de otra clase de leyes (penales y administrativas), siguiendo la corriente que se está imponiendo, y basta pensar en las alabanzas que recibe en algunos medios el régimen de Bukele en El Salvador -sin entrar en la gravedad del problema que suponían las maras- y en la preocupante progresión de la idea de que el remedio a la enfermedad de la multirreincidencia es incompatible con el respeto al Estado de Derecho.

El resumen es fácilmente deducible: mantenemos, como juristas y, especialmente, como penalistas, que nadie puede ser juzgado y condenado más que por la comisión de un hecho concreto y situado en el tiempo, y que sólo se le puede reprochar ese hecho ‘y nada más’, pues, si no fuera así, se ofendería a la dignidad humana y a la certeza del derecho, que la Constitución incluye como derecho a la seguridad jurídica.

Las soluciones no garantistas no son soluciones

Hay que asumir que está creciendo la exigencia de soluciones que no se paren en las barras de las garantías. Las sociedades, y está comprobado, no parecen aceptar una enseñanza histórica: el aumento de la represión no resuelve los problemas, y eso se ha comprobado, y es el ejemplo más extremo, con la ineficacia de la pena de muerte en la reducción de la tasa de asesinatos. Lo mismo se puede decir de otros delitos. Pero el problema no es solo de aumento de las penas, sino de supresión de garantías.

Si el camino no puede ser un incremento desaforado de la gravedad de las penas imponibles por el hecho, se abre la vía de la respuesta específicamente dirigida a la reincidencia o a la habitualidad, cuya apreciación no depende de los muchos delitos cometidos por un mismo sujeto sino, más concretamente, de que el delito reiterado sea su forma de vida

Aún no hemos llegado a recuperar – recordemos la antigua Ley de Vagos y Maleantes – la represión penal sobre la pura peligrosidad sin delito o sin delito concretamente vinculable a la reacción represiva, pero creo que es cuestión de tiempo que eso suceda si persisten los problemas atribuidos a esa clase de bandas y organizaciones, al igual que a la masa de sujetos sin medios conocidos de vida, y de los cuales la ciudadanía da por supuesto que viven del pequeño o gran delito.

Un siglo después de que desapareciera su prioridad ideológica parece regresar triunfante el más rancio positivismo naturalista, aunque hoy no se reviste de esa pretendida fundamentación ‘científica’, sino que se sustenta desde ideologías que abiertamente propugnan el derecho penal máximo, esto es: cualquier cantidad de represión a cambio de la tranquilidad de la mayoría, sin que importe el precio que pagará el Estado de Derecho.  La idea es sencilla: hay que vaciar de contenido garantista al derecho penal para así ponerlo al servicio de acercarse a las preocupaciones de la sociedad.

Por supuesto que no es imposible que se llegue a implantar una duplicidad de sistemas penales, a partir de la convicción de que la realidad impide la posibilidad de querer resolver todos los problemas con un sistema penal único. Ya sabemos que son problemas diferentes la delincuencia profesional, sea de hurtos o de atracos y otras clases de grupos de criminalidad (drogas, tráfico de automóviles, corrupción, delitos económicos, etc.). El derecho penal ha de tener respuestas adecuadas a las característica jurídicas y criminológicas de cada grupo, esto es, una política criminal para cada uno de esos grupos. Pero eso no es lo mismo que establecer derechos penales diferentes en principios rectores y ejecución práctica, y, sobre todo, en garantías en función de la clase de delincuente.

Doy por sentado que quien lea estas notas puede caer en la crítica fácil, que se resume en que ante el fenómeno de la multirreincidencia como modo de vida los penalistas son incapaces de ofrecer soluciones, que sean algo más que la recomendación de incrementar las plantillas de los cuerpos policiales y judiciales y mejorar los controles de entrada y residencia en España y otras medidas en la misma línea como son la eficacia del registro de delitos leves, la coordinación informativa entre policías y órganos judiciales y fiscalías.

Ante la crítica hay que decir que el precio de la destrucción del Estado de Derecho es demasiado alto, y, lo que es más grave: no resolvería el problema y, como tantas soluciones “excepcionales” abriría la vía del paso atrás en la solidez de las garantías constitucionales, y esas consecuencias tienden siempre a contaminar a la totalidad del sistema penal.


foto: Francesco Ungaro en unsplash