Por Eduardo Pastor Martínez
“La abuela temblaba, así como suena, siguiendo sus vueltas. ¿Pero de veras cree que ganará otra vez con el zéro? -pensaba yo mirándola perplejo. En su rostro brillaba la inquebrantable convicción de que ganaría, la positiva anticipación de que al instante gritarían: zéro! La bola saltó finalmente hasta una casilla. -Zéro! -gritó el crupier”.
Dostoyevski, F., El jugador.
Alexander Ivánovich es el desesperado reflejo literario de Fiódor Dostoyevski en “El jugador”. Arrastrado por la expatriación, el desamor y el juego de ruleta. Prisionero de extraños caprichos, un ingobernable orgullo y cierta medida de audacia. Tratará infructuosamente de comprar el afecto de Polina Aleksándrovna sometiéndose al destructivo azar del casino. En el descenso de su adicción, el vértigo de una estrategia imposible y una punzante probabilidad estadística, descubrirá la perplejidad del zéro. A diferencia del resto de números sobre el tapete, el zéro no es ni rojo ni negro, ni par ni impar. Una apuesta sencilla para un instante prestado al todo o nada.
Cuando dos o más empresas se conciertan en secreto para evitar competir entre sí, incurren en una infracción que se denomina cártel. Los cárteles son considerados un comportamiento ilícito porque persiguen un incremento artificial del poder de mercado del que disponían previamente esas empresas (vid. Alfaro, J., “Reflexiones sobre los objetivos del Derecho tomando el Derecho de la Competencia como ejemplo”, Almacén de Derecho, 23 de marzo de 2017). Ese incremento artificial del poder de mercado determina, invariablemente, una restricción de la oferta de productos y servicios. Esa restricción provoca la expulsión del mercado de algunos consumidores y el incremento de precios para quienes todavía pueden permanecer en él. También se obstaculiza el desarrollo tecnológico. Y se compromete, por fin, la propia estabilidad de nuestro modelo de economía liberal. Si las empresas incurren en conductas de ese tipo, es porque pretenden garantizar sus beneficios o incrementarlos. Para eso pueden compartir información comercial sensible, repartirse clientes y territorios o fijar precios para uno o varios canales de distribución. Es posible que hagan cualquier otra cosa, pero siempre con el mismo propósito. Por ejemplo, para el caso de las licitaciones públicas, las conductas de cártel estriban en la adulteración de ese mecanismo concurrencial, anulando la incertidumbre de su resultado. El cártel es el instrumento adecuado para garantizar ese empeño pues, de otro modo, los infractores no se hubieran concertado entre sí o, de haberlo hecho, pero una vez comprobada la ineficacia del mecanismo, lo habrían abandonado en un estado de completa inmadurez.
Por todas estas cosas, los cárteles son infracciones muy graves. Son comportamientos ‘pluriofensivos’, pues comprometen simultáneamente bienes jurídicos de carácter público y privado. En realidad, todos esos bienes jurídicos son de relevancia constitucional, tanto desde una perspectiva nacional (arts. 38 y 51 CE) como comunitaria (art. 101 TFUE). Porque los efectos de una infracción de cártel son empíricamente conocidos, las autoridades de competencia, que son las habitualmente encargadas de investigar y sancionar esta clase de comportamientos, no tienen por qué comprobar que los cartelistas han alcanzado efectivamente sus objetivos para sancionarlos. A eso se le denomina una infracción por objeto: la autoridad de competencia se ve eximida de la obligación de probar los efectos de la infracción en el mercado porque, si eso no fuera posible, los infractores no se habrían comportado de esa manera en primer lugar. Debe entonces recordarse que la prohibición de infracciones por su objeto contrario a la competencia no crea una mera presunción de ilegalidad, refutable si no puede probarse la existencia de efectos negativos para el funcionamiento del mercado (así en las conclusiones de la Abogada General Kokott, presentadas el 19 de febrero de 2009, asunto C-8/08, T-Mobile, párrafo 45). Eso significa que una infracción de cártel nunca puede dar lugar a una suerte de ‘falso positivo’. Por ejemplo, la sola disponibilidad de información comercial reservada de los competidores determina una presunción sobre la efectiva distorsión del poder de mercado por su utilización (partiendo de SSTJUE, de 8 de julio de 1999, asuntos C-49/92 Anic Partecipazioni y 199/92P, Hüls). Sucede lo mismo con los posibles repartos de clientela o con la eventual aplicación de precios supracompetitivos. Por eso, una vez comprobado que existe un cártel, ya no es necesario analizar hasta qué punto cada empresa cartelista se sirvió de la infracción para variar su comportamiento económico desde entonces (vid. Alfaro, J., “La distinción entre infracciones por el objeto y por sus efectos en el art. 101 TFUE y algunos ejemplos en la práctica de la CNC”, Derecho Mercantil, 2012).
Las sanciones impuestas por una autoridad de competencia son imperfectas, en la medida en que persiguen una finalidad de disuasión de los infractores y, solo formalmente, procuran el reequilibrio del poder de mercado alterado por la infracción sancionada. Nuestro sistema opta entonces por un mecanismo complementario del anterior, las acciones de daños, que persiguen un triple objetivo: completar el efecto disuasorio de las sanciones impuestas por las autoridades de competencia, procurar de manera efectiva el reequilibrio de poder de mercado mediante el despojo de los beneficios ilícitamente obtenidos por los cartelistas y conceder una compensación conmutativa a las personas perjudicadas por su conducta (vid. Torre Sustaeta, M. V., “Amicus curiae: la intervención de la CNMC en el proceso civil español”, Almacén de Derecho, 14 de diciembre de 2021).
Si esto último es posible, es porque también se presume que los cárteles causan daño susceptible de compensación (vid. Bell, J., et. al., “El daño provocado por un cártel: por qué los criterios Airtours son relevantes”, Almacén de Derecho, 16 de diciembre de 2021). De manera coherente con el carácter antijurídico de una conducta de cártel, su significado económico y los requisitos probatorios de los procesos de aplicación pública para la imposición de una sanción por ese motivo, en nuestro sistema se ha establecido una previsión normativa específica que habilita el recurso a las presunciones de daño compensable tras la constatación de una infracción de cártel. Es el artículo 76.3 LDC. Y admite prueba en contrario. Es cierto que esta previsión normativa es muy reciente y que existen problemas de disponibilidad temporal para el recurso directo a ese precepto respecto de las infracciones agotadas antes de su entrada en vigor. Pero esta opción del legislador nacional, impuesta armónicamente para todo el mercado comunitario por el legislador europeo en el artículo 17.3 Directiva 2014/104/UE, no responde a un imperativo voluntarista, artificial y novedoso. Aunque resultó limitada a las infracciones de cártel por su carácter secreto y las dificultades probatorias que eso entraña (en el considerando 47 de la Directiva). En efecto, no se trata de un mero criterio de política legislativa, contingente y para la difusión de un catecismo moderno. La literatura económica más clásica ya apreció ese efecto, per se, para las infracciones de cártel, al señalar que “rara es la ocasión que los miembros de los gremios se reúnen, aunque sea por pura diversión, que no acaben por una conjura contra el público o discurriendo algún procedimiento que aumente el precio de su trabajo” (Smith, A., La riqueza de las naciones, en la versión de Brontes, 2011, p. 27). Esta visión es coherente con otros hallazgos más actuales de la literatura científica (Oxera, “Quantifiying antitrust damages”, estudio preparado para la Comisión Europea, 2009, secc. 4.1).
Precisamente por esa previa asunción empírica, se desarrolló una jurisprudencia precursora de ese cambio legislativo, para la disponibilidad de una presunción de daño aplicable a las infracciones de cártel. Es decir, que primero fueron la literatura y la jurisprudencia. Y luego siguió la Ley. No ha sucedido al revés. Se trató de la difusión de criterios de facilidad probatoria para los demandantes, más respetuosos con la efectividad de su derecho al pleno resarcimiento, que constituye el hito central de la modernización del Derecho de la Competencia Europeo (STJUE, de 20 de septiembre de 2001, asunto 453/99, Courage). Entre nosotros, la sentencia Azúcar II (STS, 1ª, núm. 651/2013, de 7 de noviembre de 2013, ponente Rafael Sarazá Jimena, FJ 7º), resultó adelantada a su tiempo por tal motivo y, hasta la fecha, constituye nuestro sobresaliente leading case. La razón para la flexibilización de la carga de la prueba que resulta exigible al actor no es solo la dificultad o asimetría informativa en la tarea de cuantificación del daño, sino un razonamiento antecedente sobre la naturaleza esencialmente ilícita de un cártel dado su carácter secreto y lesivo. La aplicabilidad a las acciones privadas tras infracciones de cártel de las reglas generales del Derecho de Daños es indudable. Al menos donde las previsiones de la Directiva 2014/104/UE no resulten temporalmente aplicables (partiendo, a sensu contrario, del párrafo 104 STJUE, 1ª, de 22 de junio de 2022, asunto C-267/20, Volvo AB, sobre exclusión temporal de la presunción de daño prevista en la Directiva y, también, en los párrafos 94-95 de la misma sentencia, sobre las interacciones del Derecho de Competencia con la regla general de responsabilidad civil extracontractual). Esas reglas básicas del Derecho de Daños permiten presumir que los actos intrínsecamente lesivos causan, generalmente, daños susceptibles de compensación. Se trata de las presunciones ex re ipsa, que no suponen una aporía, sino un axioma jurídico elemental. No hace falta prueba específica sobre un hecho, si la realidad actúa incontestablemente por él. Para la litigación mercantil compleja, la Sala Primera aceptó la aplicación de la regla a los litigios en materia de competencia desleal (STS, 1ª, núm. 170/2014, de 8 de abril de 2014, ponente Sebastián Sastre Papiol) o propiedad industrial (STS, 1ª, núm. 541/2012, de 24 de octubre de 2012, ponente Antonio Salas Carceller).
Por lo dicho hasta ahora, afirmar la aplicabilidad de la regla para las infracciones de cártel es tan poco como recurrir al sentido común. Para el razonamiento clínico, resulta admitido que el médico prudente debe pensar en caballos y no en cebras si escucha ruido de cascos. Pues bien, en el mismo lugar, pero entre los juristas, resulta también más probable que una infracción de cártel cause daños susceptibles de compensación a que no lo haga. Por eso, de manera más reciente y para el caso de la aplicación privada del Derecho de la Competencia, se ha admitido de forma expresa, pacífica y concluyente el recurso a la misma presunción de daño por nuestra jurisprudencia menor (vid. Marcos, F., “Jurisprudencia menor sobre los daños causados por el cártel de camiones”, Almacén de Derecho, 21 de enero de 2022).
Y es que durante los últimos años los jueces españoles nos enfrentamos a un fenómeno de litigación masiva en ejercicio de acciones de daños tras infracciones de cártel, en “condiciones de sistema” aptas para provocar un gran desconcierto. Tras la presunción del daño, sigue el ejercicio de cuantificación, traído de criterios de valoración probatoria todavía incompletos. Hasta ahora, es cierto que una parte de nuestras soluciones de cuantificación del daño se han probado acusadamente artificiales. No está del todo claro si la aplicación de la presunción es un punto de partida o, en su conexión con la facultad de valoración conjunta de los medios de prueba y de estimación judicial de los daños causados por la infracción, es más bien una vía de escape para rehuir la complejidad de esta clase de litigación. Sencillamente, la mayoría de los tribunales se preocupan mucho de tratar por igual a quienes son desiguales y procuran un resultado de cuantificación homogéneo para los perjudicados por una misma infracción de cártel. Todo mediante un estándar de exigencia probatoria que aúna el descontento de los actores y de los demandados. Lo que debería ser excepcional, el desenlace estandarizado del juicio de cuantificación del daño, se ha convertido en una solución recurrente. Pero, a la espera de los necesarios pronunciamientos unificadores de la Sala Primera y mientras pende la solución de cuestiones prejudiciales relevantes ante el TJUE, parece generarse cada vez más presión para crear un estado de opinión pro-cártel. No solo se rebate el desenlace de ese ejercicio de valoración, lo que sería aceptable, sino el mismo punto de partida que la presunción de daño supone para ese ejercicio. Sí, también se insiste en la laxitud de los umbrales de exigencia probatoria para la cuantificación del daño establecidos a favor de los reclamantes, la limitada elaboración económica de la valoración probatoria y la perpleja fundamentación técnica de ese recurrente ejercicio alternativo de estimación del daño. Pero lo más importante para los cartelistas parece ser cuestionar el significado de la presunción de daño, pues supone el pilar más básico de esta particular disciplina. De forma adicional, se insiste en la transparencia y plena funcionalidad de los mecanismos de disclosure probados entre nosotros para remediar las insuficiencias de la práctica de prueba pericial y que, por su ausencia de cobertura procesal bastante y porque el ánimo de colaboración de los litigantes no siempre ha resultado auténtico y sincero, han gozado de poca difusión. Incluso la confrontación parece asomarse al terreno del lenguaje, cuando en algún lugar se sugiere que debería decaer el empleo del término “cartelista”, asociado a connotaciones negativas y a esa inevitable presunción de daño, para emplear el de “infractor”, con una precaria vocación de neutralidad para la solución del juicio de daños.
Pero, mientras los reclamantes y los propios jueces no escapan de este escrutinio severo, nadie parece reparar en cómo deben articularse las defensas en un proceso de daños tras la constatación de una infracción de cártel. Seguramente, los reclamantes carecen de los medios adecuados para contrarrestar esa progresiva corriente de opinión. Y, aunque la justicia debe ser explicada, el trabajo de los jueces es el de decidir, no el de convencer. ¿Cómo deberían defenderse los cartelistas?
En el juego de la ruleta, el zéro del torturado Alexander Ivánovich se paga 36 a 1. En el juego de la ruleta, obtener un zéro maximiza las ganancias inopinadamente. Pero es muy difícil que eso resulte así. Si la bolita se detiene donde el zéro, estalla el júbilo entre un público expectante y entonces la victoria del jugador es completa. Pero si solo se apuesta al zéro, lo normal es perderlo todo. Porque el zéro es un resultado muy extraño. Para el cartelista, la infracción representa también un dilema propio de la teoría de juegos. Por ejemplo, esa es la clave con la que comprender la claudicante difusión de los programas de clemencia. Esto también ha sido explicado hasta la saciedad por la literatura científica (vid. Rubiano Meza, D. P., “Programas de clemencia y reparación del daño antitrust” en La aplicación privada del Derecho de la Competencia, Velasco San Pedro, L. A., et. al., Lex nova, 2011, p. 797). Pero puedo afirmar que, tras haber intervenido profesionalmente en la litigación privada seguida de cinco infracciones anticompetitivas diferentes, tres de ellas sancionadas como cártel, solo en un caso dos de los infractores confesaron la existencia de daños estadísticamente relevantes y susceptibles de compensación. Para ese cártel en concreto, la autoridad de competencia había constatado la alteración de los precios de mercados conexos al enjuiciado en umbrales verdaderamente patológicos. E incluso esas peticiones de cuantificación intervenían como subsidiarias para el resultado del proceso, insistiendo con carácter principal esos cartelistas, al igual que el resto de los infractores en todos los casos restantes, en la imperativa y prioritaria desestimación íntegra de las demandas. Todo por una panoplia de argumentos que, de forma más o menos homogénea, incluían la inaplicabilidad de la presunción de daño a una infracción de cártel. Zéro.
No es razonable afrontar la litigación privada tras una infracción de cártel desde una posición tan ruda. Eso sucede, por ejemplo, si se obstaculiza el avance del proceso generando resistencias procesales que persiguen dilatarlo, consumir los recursos de los reclamantes o agotar los del propio juzgado. Desde luego, no es una construcción especialmente sofisticada la de solicitar, con carácter principal, un pronunciamiento judicial que asuma que un cártel no es una infracción especialmente lesiva. Que un proceso de aplicación pública resuelto transaccionalmente es, quizás, un desafortunado malentendido. Que las presunciones de daño no resultan jamás aplicables por novedosas o que son construcciones jurídicas desprovistas de un contenido económico concreto. Que el umbral probatorio de cuantificación solo se satisface mediante la elaboración de un exorbitante estudio técnico, inalcanzable para los perjudicados españoles, pues nuestro hábitat se caracteriza por la ausencia de acciones de clase, la escasa presencia de fondos de litigación y de asociaciones de consumidores que tutelen, de manera adecuada, los intereses que se les encomiendan. Que los números pueden retorcerse hasta convertir el zéro en casual rutina, porque la formación de precios en un mercado cartelizado se explica de cualquier forma excepto por los efectos del cártel, siquiera en una mínima fracción susceptible de compensación. Que el juez, desprovisto de un recurso auxiliar a un experto independiente y ante la imposibilidad constitucional de desplazar a un tercero la labor de valoración probatoria (vid. Pastor, E., “Jueces -y autoridades- de competencia”, Almacén de Derecho, 10 de noviembre de 2021), debe imprimir a sus resoluciones un sesgo econométrico y no jurídico, que es tanto como reproducir el estudio de parte más intensamente elaborado, que siempre será el de los cartelistas. A veces los cartelistas solo están dispuestos a variar sus estrategias iniciales y compartir información relevante cuando la convicción de los jueces ya ha sido formada irreversiblemente. Y tantas otras circunstancias que, de manera objetiva y serena, deberían también tomarse en consideración para un análisis exhaustivo de la situación actual de la litigación por daños en nuestro país.
Es cierto que, pese a la disponibilidad de una noción legal de cártel en la Disposición Adicional 4ª LDC, la propia calificación de una conducta como de esa tipología es algo menos seguro y concluyente de lo que pudiera parecer. Se trata de un concepto líquido, sujeto a contradicciones en su formulación económica y jurídica, en su aplicación por las autoridades de competencia y en su evolución en los instrumentos de soft law que la acompaña (vid. Rincón García Loygorri, A., “El nuevo concepto de cártel de la LDC a la luz de la práctica de la CNMC” en Novedades y retos en la lucha contra los cárteles económicos, Beneyto Pérez, J. M., et. al., coord., Thomson Reuters Aranzadi, 2019, pp. 37-82). En mi opinión, la difusión de las acciones de daños exigirá en el futuro de una reformulación del principio de efecto vinculante a lo resuelto por una autoridad de competencia, no para la exclusión de la presunción de daño tras una infracción de cártel, pero sí para la graduación de la intensidad probatoria con la que pueda refutarse, considerando las especiales vicisitudes de cada caso concreto, en examen de la concurrencia de los presupuestos generales de la regla de responsabilidad civil por daño. Esta afirmación parece coherente con la doctrina jurisprudencial que ha advertido la inaplicabilidad de las presunciones de daño allí donde, de la misma manera evidente y ante la ausencia de una prueba específica, no se constata su existencia (STS, 1ª, núm. 516/2019, de 3 de octubre de 2019, ponente Ignacio Sancho Gargallo, Nuba). Y, por supuesto, la presunción de daño debe resultar siempre refutable: el infractor es beneficiario del derecho a un proceso justo, con plenitud de oportunidades de contradicción y defensa, de resultado nunca prejuzgado. Esta es una opción tan radical para este Derecho como para cualquier otro. Y ese derecho del cartelista no es de menor valor que el del perjudicado por una práctica anticompetitiva a obtener compensación de los daños sufridos a resultas de ella. Lo que no puede obviarse es que el cártel es el hecho identificativo con el que los tribunales y el legislador comunitario han desarrollado una presunción de daño (de nuevo, en los párrafos 94 y 102 de la STJUE C-267/20). Tampoco que existen recursos defensivos disponibles y específicos para el Derecho de la Competencia, como la excepción basada en la repercusión del sobrecoste, igualmente afectada por presunciones (art. 79.2 LDC) y accesible a la estimación judicial (art. 78.2 LDC), pero a modo de instrumento para el exclusivo ensayo académico (vid. García Perrote, I., Repercusión del sobrecoste y la compensación de los daños causados por un cártel, Comares, 2022), mientras es excepcional que un cartelista demandado resuelva emprender este camino con carácter material. Pues eso exige reconocer, primero, que se ha causado un daño y, después, cuantificarlo (SAP Barcelona, 15ª, núm. 198/2022, de 25 de marzo de 2022, ponente José María Ribelles Arellano, PSOE).
Como los rusos vagabundos, hace algunos años tuve la oportunidad de coincidir en un balneario erigido sobre el Danubio con un experto abogado antitrust, que recientemente había asumido la defensa de una gran compañía tecnológica. De manera sorprendente, bastó un té en el piano bar, me confesó que, en ese proceso, su cliente había falseado la información puesta primero a su disposición y, después, del propio órgano jurisdiccional. Descubierta la treta, eso había minado su credibilidad profesional hasta ubicarle al borde de una temprana jubilación, pues no podía soportar tal descrédito. Esta litigación no es pasajera y, de ahora en adelante, ocupará el trabajo de los juzgados mercantiles españoles al modo de la litigación de consumo. Muchos de los profesionales que intervienen actualmente en estos procesos seguirán haciéndolo en otros venideros, por motivos tanto reputacionales como operativos. El diseño de cualquier estrategia procesal, especialmente de las de defensa, compromete la credibilidad futura de los profesionales que la sostienen. Los jueces españoles deberíamos aprender a pasar factura frente a cualquier transgresión deontológica, esas que se constatan de manera muy asequible a la vuelta de la esquina, guiándose por el ruido de los cascos. De nuevo, caballos y no cebras. La litigación es, tantas veces, una especie de batalla por el relato. No debería acudirse al juzgado para contar un cuento y hacerlo impunemente.
Es poco probable que algo suceda. Los jueces españoles somos, ante todo, españolísimos. Y, también, muy convencionales. Nuestras respuestas acostumbran a observar un cómodo patrón de motivación por anclaje inspirado por la desconfianza: entre una posición de máximos y otra de mínimos y donde el objeto del proceso resulta demasiado difícil para nuestras entendederas o el tiempo que reclama su solución es excesivo para nuestra disponibilidad, optamos por posiciones intermedias. En realidad, eso no es una particularidad de los jueces españoles, sino otra constatación empírica de la literatura y que afecta a todas las jurisdicciones por igual (vid. Rachilinski, J. J., et. Al., “Can judges make reliable numeric judgements? Distorted damages and skewed sentences”, Indiana Law Journal, Vol. 90, Issue 2, 2015, pp. 685-739). Pues bien, mientras los reclamantes pidan 10 para asegurar el suelo de 5 y los defensores ofrezcan 0 para asegurar el techo de 5, los procesos se resolverán, frecuentemente, donde ese 5. Estas también son las consecuencias inevitables de una jurisdicción todavía inexperta para esta clase de litigación compleja. ¿Cuándo cambiará este estado de cosas? De manera progresiva, con más experiencia y madurez y, sobre todo, con mayor compromiso ético de todos los intervinientes en estos procesos. Esas son las herramientas que permitirán el diagnóstico certero de las carencias de nuestra legislación y jurisprudencia, pero, también, de la praxis profesional ante nuestros tribunales. Y no puede argüirse quejosamente que ese resultado estandarizado es frustrante, si no se está verdaderamente comprometido a colaborar para hacer de esta litigación algo más elevado, seguro y transparente.
Foto: Pedro Fraile
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