Por Gonzalo Quintero Olivares
La renovación de la regulación legal del proceso penal ha sido tildada como la última gran asignatura pendiente desde que se aprobó la Constitución, que, en opinión unánime, exigía un Código procesal penal adecuado a nuestro tiempo. A la vez que se decía eso, se subrayaban las virtudes de la anciana Ley de Enjuiciamiento Criminal, todavía vigente, de la que unánimemente se cantaban, con toda justicia, las excelencias de su Preámbulo, suscrito por el Ministro que la promovió, don Manuel Alonso Martínez, texto que se ha citado siempre junto con el Preámbulo de la Ley de Enjuiciamiento civil, suscrito por don Pedro Gómez de la Serna. Como mera anotación cronológica sin mayores pretensiones, puede destacarse que la Ley de Enjuiciamiento civil hace ya 21 años que fue sustituida (Ley 1/2000 de 7 de enero), mientras que la de Enjuiciamiento criminal, que echó a andar reinando Alfonso XII, aguarda su relevo exhibiendo parches y remiendos que le han conferido un cierto perfil “frankestein” por usar un símil de moda, que no ha remediado la vetustez irremediable de muchos de sus conceptos o fórmulas legales.
En los años transcurridos desde que comenzó su actividad el Tribunal Constitucional se ha producido una copiosa jurisprudencia, que permite asegurar sin riesgo de error que esa ha sido, quizás, la más importante fuente renovadora del derecho procesal penal. Y es lógico que haya sido así, pues en el enfrentamiento del individuos ante el poder del Estado, y, concretamente, el poder punitivo, iba acompañado de los derechos fundamentales, cuya significación y alcance, paralelamente también desarrollaba el mismo TC. Esa incidencia ineludible de los derechos del ciudadano, en unión de otras fuentes tan importantes como la jurisprudencia del TEDH, ha llevado a una obligada adaptación del proceso penal a los derechos fundamentales, respetando todas las opiniones discrepantes que sobre este punto hay. Debe añadirse la “revolución” que para una Ley aprobada en 1882 supone la España actual y el cambio tecnológico, que, por supuesto va más allá de la ley procesal, pues incide en la realidad, contenido y ejercicio de los derechos.
Toda la justicia y el derecho penal, están experimentando un permanente proceso de cambio, que debe afrontarse sin absurdas nostalgias y con el convencimiento de que la renovación del derecho penal y del derecho procesal penal nos tiene que llevar a algo mejor que lo que había, aunque ya sé que aquí también habrá opiniones discrepantes, del mismo modo que hay que asumir que, con las excepciones que se quiera, la actitud de los llamados “operadores jurídicos” ( desafortunado nombre, por cierto) es próxima al inmovilismo, aunque solo sea porque los cambios legales profundos, por más que sean para bien, comportan esfuerzos de adaptación que no siempre cuentan con el imprescindible apoyo.
En cuanto a la mejora del proceso penal, creo que puede decirse – y en seguida señalaré algunas muestras, a modo ejemplificativo – que casi todo lo que se propone es para ir a mejor, lo cual es de celebrar, pues no siempre es así en todos los cambios ( en la Universidad española y en las Facultades de Derecho, el fuego combinado de los modos de acceso al profesorado, en unión del malhadado plan Bolonia, permiten asegurar que cualquier tiempo pasado fue mejor, respetando al que opine otra cosa).
Como decía, en la nueva Ley procesal penal se ubicaban diversas esperanzas. La primera, como es lógico, disponer todo el cuerpo doctrinal y jurisprudencial de acuerdo con un orden lógico, orden quebrado desde hace tiempo para la vigente Ley de Enjuiciamiento, pero, junto a eso, la nueva Ley habría de acoger figuras y criterios usuales en Europa – algunas importantes reglas procesales proceden de Directivas – no por el afán de imitar, sino porque esos criterios son los que merecen la consideración de más adecuados a los derechos de los ciudadanos europeos. De modo muy sucinto señalaré algunos de los “grandes cambios”, a título de ejemplos y sin ánimo exhaustivo:
- La atribución a los Fiscales de la dirección de la investigación de los delitos, reformando el actual concepto de instrucción, a la vez que se reserva al Juez para que garantice los derechos de los acusados. La figura del Juez instructor que marca el camino a seguir por la investigación y que en buena medida decide quién ha de someterse a juicio y por qué delitos, no es plenamente compatible con la imparcialidad, y eso explica el protagonismo acusador del Fiscal frente a la función garantizadora del Juez. Claro está que estas ideas tienen detractores entre los jueces y los fiscales, en primer lugar, y también las censuran los que estiman que es incompatible con la dependencia del Gobierno que, según ellos, caracteriza al Fiscal en España. Pero en estas líneas no entraré en esa polémica ya vieja, y, en cualquier caso, para que ese nuevo sistema fuera posible sería preciso contar con un nuevo Estatuto del MF, pendiente de preparación y configurar adecuadamente los poderes del Juez de garantías.
- Otra novedad de calado es la introducción del principio de oportunidad reglado, en lugar de la obligatoriedad de acusar en todo caso, una manera de racionalizar la intervención del derecho penal. La Exposición de Motivos del Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento criminal lo presenta como Exposición de Motivos le dedica específica atención, presentando al principio de oportunidad como “máxima expresión de los mecanismos alternativos a la acción penal, que continúan con la mediación y la conciliación”.
- Unida a la dirección de la investigación por parte de los Fiscales se establecen normas concretas para regular las actuaciones de la Policía judicial, su labor investigadora, y sus límites.
- El estatuto del encausado y el estatuto de la víctima constituyen otro capítulo de enorme importancia: los derechos de unos y otras durante las actuaciones, el grado de participación de la víctima en el proceso, el régimen de la acusación particular, el estatuto de la persona jurídica encausada, el de los acusados con afectaciones de su capacidad.
- De enorme significación es la regulación y limitación del ejercicio de la acción popular, de la que se excluye a las personas jurídicas públicas, los partidos políticos y los sindicatos. Igualmente se limita el número de delitos en los que es posible el ejercicio de la acción popular, acabando con la actual y constante discusión.
Como decía antes, estos solo son algunos pocos ejemplo de la transcendencia de lo que debería ser el nuevo Código Procesal Penal español, cuya consecución es considerada imprescindible por una gran mayoría, pero lo cierto y real es que lo mejor será olvidarse de llegar a tener ese deseado nuevo Código procesal, con lo que todo lo que se diga o escriba sobre el Anteproyecto creo que es trabajo inútil y estéril, teniendo en cuenta que, de acuerdo con la disposición final octava del Anteproyecto, la nueva Ley entraría en vigor a los seis años de su publicación en el Boletín Oficial del Estado.
De ese modo se supera el término marcado en las primera versiones del Anteproyecto, en las que se proponía
“un periodo de vacatio legis de tres años, salvo lo dispuesto en el libro VII (Los recursos) que lo hará al año de entrar en vigor”.
El Anteproyecto finalmente aprobado ha desbordado ampliamente ese plazo, elevándolo a los seis años, lo cual, en lo que alcanzamos a ver, aún no alcanza al texto legal “plusmarquista” en España, que es la Ley del Registro Civil de 22 de julio de 2011, que se aprobó con la advertencia de que no entraría en vigor hasta el 30 de abril de 2021 (excepto las disposiciones adicionales séptima y octava y las disposiciones finales tercera y sexta, que entraron en vigor al día siguiente de su publicación en el “Boletín Oficial del Estado”, y excepto los artículos 49.2 y 53 del mismo texto legal, que entrarán en vigor el día 30 de junio de 2017).
Si a la vacatio le añadimos el previsible tiempo de tramitación, que no sería, en el mejor de los casos, inferior a dos años, resulta que los temas que plantea, que son muchos, se remiten, para ser realidad, a un futuro lejano y , por lo mismo, impredecible. Sin olvidar que la Legislatura ya está algo avanzada, y si llega a su término sin haber aprobado la nueva Ley se producirá la caducidad del Proyecto. Con un horizonte de seis años pueden imaginarse cambios de Gobiernos y de Legislaturas, por lo cual cualquier especulación sobre lo que significará su entrada en vigor no pasará de ser eso: un análisis hipotético sin otra utilidad que la de servir de pretexto para reflexionar sobre muchos problemas del sistema penal español. La tramitación de lo que aún es solo Anteproyecto hasta que sea Ley, más seis años ¡Cuán largo me lo fiais!, que dijera don Juan, por no hablar de la burla a las lógicas expectativas de disponer de un nuevo Código procesal penal, reclamado desde hace lustros.
Las explicaciones oficiales sobre lo que comporta una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que exige que los diferentes responsables de su aplicación dispongan de bastante tiempo para ir comprendiendo y asumiendo tan importantes cambios, no son convincentes. Más cambios suponía para la sociedad española la Constitución de 1978, y a nadie se le ocurrió la idea de retrasar su entrada en vigor.
El Código penal de 1995, tan importantes como la Ley de Enjuiciamiento Criminal, entró en vigor a los seis meses de su publicación en el BOE. La Ley Orgánica del Poder Judicial, que suponía un completo cambio de la estructura del sistema judicial español, entró en vigor al día siguiente de su aparición en el BOE, por más que hubiera un abanico de disposiciones complementarias cuya desarrollo requería tiempo, y, para terminar, recordemos que Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, entró en vigor un año después de su aprobación.
A la vista de esos ejemplos referidos a leyes de enorme importancia, resulta de toda evidencia que no hay modo razonable de justificar una vacatio legis de seis años, salvo que sean motivos inconfesables, como podrían ser las presiones corporativistas. Pero es evidente que remitir la entrada en vigor de una Ley a un tiempo en el que es imposible predecir quiénes serán los responsables gubernamentales, legislativos y judiciales, que, en uso de sus propias competencias, pueden dejar sin efecto lo aprobado por unas Cortes seis años antes, da lugar, desgraciadamente, a que se pueda poner en duda la sinceridad del deseo de cambiar la más que centenaria Ley de Enjuiciamiento criminal.
Después de esas reflexiones lo lógico y coherente sería renunciar a analizar los problemas de la Ley, o hacerlo como puro ejercicio académico, sin pretensión alguna que vaya más allá de eso. Ahora bien, subsiste una razón para proseguir con el estudio del tema es la leve esperanza de que haya alguna innovación, como es el caso del principio de oportunidad, que no haya de aguardar tanto tiempo y pueda abandonar la nave principal y alcanzar naturaleza de Ley mucho antes, lo cual podría suceder sin trastorno alguno.
Eso sucedió, por ejemplo, con la reforma del comiso, y, especialmente, del comiso en ausencia, que se introdujo en el sistema penal a través de las Leyes Orgánicas 1/2015 y 41/2015, que a su vez se inspiraron en la regulación del comiso que ya por entonces ofrecía el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, cuyo primer texto, no se olvide, data de 2012.
¿Podría hacerse lo mismo con el principio de oportunidad? La respuesta ha de ser afirmativa, y no solo porque se podría promover una entrada en vigor mucho más cercana a los seis meses o al año, sino porque la regulación de la oportunidad podría incorporarse al sistema actual sin especial esfuerzo. El problema no es solo de poder, que también, sino de querer, y tampoco estaría de más conocer los argumentos de los que, fuera del arco parlamentario, siembran de obstáculos el camino hacia un nuevo orden procesal penal, y, a los hechos me remito, por el momento se salen con la suya.
Foto: Miguel Rodrigo