Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz y Gonzalo Quintero Olivares
1. Las organizaciones, a partir de un cierto tamaño, tienden a la complejidad. Se van creando más y más órganos, de suerte que, para que mantengan las capacidades operativas, las piezas han de ensamblarse como en un mecanismo de relojería.
Y eso resulta particularmente aplicable a los Estados: la complejidad organizativa es un termómetro de la democracia, al menos las modernas. Si uno repasa la Constitución española de 1978, observa que las instituciones son legión. No sólo es que, a nivel central, existen los famosos tres poderes de Montesquieu (legislativo, ejecutivo y judicial), sino que además contamos con un Tribunal Constitucional -un legislador negativo, en el sentido de Kelsen, más que propiamente un juez-, un Consejo General del Poder Judicial (Art. 122), un Defensor del Pueblo (Art. 54), un Consejo de Estado (Art. 107), un Tribunal de Cuentas (Art. 136) -lo que ahora nos concierne- y sabe dios cuántas cosas más.
Lewis Mumford, en su famoso libro “Técnica y civilización”, del remoto 1934, explicó que el referente ideal de las ciencias sociales es el maquinismo y que, dentro de las máquinas -los ingenios, como se decía antes-, el paradigma es el reloj. Pero sucede que cada una de las piezas responde a su propia dinámica y por eso resulta difícil la reconducción a la unidad. La democracia tiene muchas ventajas, pero entre ellas no está precisamente la de facilitar la adopción de decisiones, por mucho que esos lugares hayan sido colonizados por los partidos (también mencionados en la Constitución: Art. 6), que han comisionado a sus gremlins para que, estén donde estén, secunden lo que viene de arriba sin detenerse a examinar los contenidos. Y bien sabemos cómo de disciplinados son en España los designados, al menos cuando se atisba que (por seguir gozando su partido del apoyo de los sufridos electores) van a poder seguir buscando acomodo a esos gremlins por un nuevo período. El militante de la secta no se guía por el palo ni (necesariamente) por la zanahoria, sino, habida cuenta de cómo son las plantas umbelíferas, sobre todo por el temor a la pérdida de la zanahoria: otra cosa no, pero esa gente goza de una gran pituitaria.
El resultado es que a la complejidad organizatoria derivada de la letra de las normas se superpone lo que el Art. 3 del Código Civil llama la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, realidad social -la partitocracia- en la que las cosas suelen mostrarse más prosaicas y desde luego menos sutiles.
La alternativa es, por supuesto, peor, la del Estado absoluto o dictatorial, donde quien manda es uno y así se suele reconocer sin ambages ni disimulos, dando lugar a modelos cuya metáfora no está en el mecanismo de relojería, sino en la caja negra y además cerrada a cal y canto: la única fuente del poder son las ocurrencias del autócrata -pues lo es aunque goce de apoyo el pueblo, como sucede con Orban en Hungría o con el baranda de Eslovenia, como quiera que el tipo se llame-, ocurrencias que además se muestran impenetrables, porque la arbitrariedad se caracteriza sobre todo por su impredecibilidad. Y ello aunque a veces se conserven, para despistar, algunos maquillajes de las democracias. Pero son, como suele decirse pensando en los herederos del Imperio Otomano, “democracias a la turca”. Una calificación que, como es obvio, se emplea para ofender.
Los independentistas catalanes reprochan a España -de eso se trata, de un severo reproche- no ser una democracia: “Madrid” resulta incompatible con nada moderno ni bueno. Pero luego, cuando trapichean con el gobernante de turno de La Moncloa y sucede que se topan por ejemplo con un Tribunal de Cuentas que no se pliega (porque, partitocracia al margen, no tiene por qué hacerlo o, mejor dicho, está obligado a no hacerlo), montan en cólera. O sea, acusan a España de ser una democracia a la turca, pero -punto crucial- luego le exigen que lo sea. O, dicho lo mismo pero a la inversa, se quejan de que no lo sea. Y tiene su lógica: una sociedad de hechuras norcoreanas tiende inercialmente a pensar que lo suyo es lo natural y que los demás responden a lo mismo.
Esto de las Mesas de Diálogo entre el todo y la parte resulta asunto difícil de comprender desde las categorías ortodoxas: tal vez quepa pensar en las pláticas de paz del Gobierno de Colombia con las FARC, pero el parangón se antoja poco tranquilizador. Los sistemas admiten muchos cuerpos extraños, pero todo en la vida tiene un límite. Incluso para los gremlins más aguerridos.
Vamos a ver lo que sucede en los próximos días. Si se trata de exonerar a los sediciosos de sus responsabilidades frente al Tribunal de Cuentas, habrá que mover muchos hilos, incluso quizá algunos tan poco discretos como los del mismísimo poder legislativo, donde los gremlins actúan a cara descubierta, porque los grupos parlamentarios están para eso y no tienen que ir emboscados. Ahí se mostrará si el diseño de la Constitución de 1978 sigue siendo el de un mecanismo de relojería o si, por el contrario, es el símil de la caja negra -el que a veces se emplea con tono acusatorio- el que responde a la verdad.
2. ¿Cuáles son los datos concretos? No ha de sobrar un breve recordatorio.
Cuando un cualificado miembro del Gobierno declaró que el Tribunal de Cuentas era una piedra en el camino del arreglo de los problemas con el independentismo catalán, abrió, tal vez sin quererlo, la tapa de un plan pendiente de concreción que pasa por reducir la legalidad -todo lo más- a la condición de “deber ser” teórico, pero no necesario. En la misma línea, el Presidente Sánchez ha descalificado ad personam a alguno de los miembros del Tribunal de Cuentas. Son solo pequeños datos, pero significativos.
A su vez, los bastantes personajes del independentismo a los que se reclama el abono de altas sumas a causa del gasto injustificable dedicado a la preparación del referéndum y también a la publicidad exterior del proceso independentista, claman diciendo que la exigencia de responsabilidad patrimonial personal se integra en un siniestro plan del Estado para, no contento con reprimir las justas aspiraciones de independencia, acabar con ellos como personas. El Tribunal de Cuentas está siendo presentado, en medios independentistas, como una especie de policía malo, carente de legitimidad, que actúa sin control y que el Gobierno debiera callar y descoyuntar para que sus promesas de querer una normalización de la situación en Cataluña resultasen creíbles. Para completar el panorama, alguna de las cabezas jurídicas del independentismo ha advertido de que la actuación del Tribunal de Cuentas puede ser llevada al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según uno, y según otro, a los tribunales belgas, nada menos.
Como ha sucedido en otras ocasiones, hay quien dice que esa clase de reacciones se producen porque los políticos o los politicastros catalanes no conocen el funcionamiento de la Administración. Eso es simplemente un tópico. La conocen de sobra, pero lo suyo es la convicción de que el derecho se cumple solo si se quiere. Ninguno de los que hoy se tiene por perseguido por las tropas contables, y que en su día fueron altos cargos, desconoce que el mal uso en la administración de los recursos públicos ha de tener consecuencias jurídicas, del mismo modo que en la actividad empresarial no es impune la conducta desleal o defraudadora de un administrador de fondos privados. Tradicionalmente, debe añadirse, en el derecho español, la mala conducta referida al dinero público ha producido responsabilidades penales notablemente más severas que las que pueda imponerse por las mismas acciones referidas al patrimonio de un particular.
Las deudas provenientes de desviaciones o malos usos son de dos orígenes: los gastos del referéndum ilegal del 1-O y los derivados de la promoción del procés en el extranjero. Los primeros estaban presentes en el proceso que terminó en condena, pero ya se había prestado fianza suficiente. La segunda partida afecta a personas que no fueron juzgadas, con la excepción de Junqueras, que son las que hoy se enfrentan a la llamada responsabilidad contable.
Cuando el dinero malgastado o desviado es público, las consecuencias son potencialmente dos: la imputación de un delito de malversación o la responsabilidad contable que se substancia ante la jurisdicción contable, a la que pertenecen organismos de las Comunidades Autónomas, la Sindicatura de Cuentas en el caso catalán, y, por encima de todos ellos, con potestad jurisdiccional, el Tribunal de Cuentas, sobre la base del artículo 136 de la Constitución («El Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica de Estado, así como del sector público») y cuya actividad jurisdiccional regula la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas (LOTCu). Sus decisiones pueden ser objeto de recursos de casación y revisión ante el Tribunal Supremo, Sala Tercera (Ley 7/1988 de 5 de abril de funcionamiento del Tribunal de Cuentas, LFTC). Es, por lo tanto, un órgano constitucional con poder jurisdiccional, aun sin pertenecer al Poder Judicial.
De la vía de la casación hay que indicar que, como marca el guión, ha sido ya descalificada por los independentistas afectados, que, según dicen, “no pueden confiar en el Tribunal Supremo”, después de que hace pocos días éste haya rechazado la admisión de los recursos presentados por Mas y otros ex altos cargos de la Generalitat contra la resolución del Tribunal de Cuentas que les condenó a reintegrar altas sumas de dinero gastado ilícitamente en la promoción exterior.
La razón era bien sencilla. No se cumple ninguna de las condiciones legalmente fijadas para la admisión del recurso de casación, especialmente, la ausencia de interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia, requisito común a los diferentes recursos de casación, y que desde 2015 figura en la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa. Los motivos de interés casacional elegidos por los independentistas condenados por el Tribunal de Cuentas se centraron en que esa decisión afectaba no solo a ellos, sino a un gran número de situaciones directa o indirectamente relacionadas que exigían la fijación de un criterio que no podía reducirse al meramente contable. Pero visto lo decidido por el Tribunal Supremo, resulta evidente que no compartía la idea de que era precisa una valoración de los hechos ajena a la revisión de las cuentas públicas. Ese rechazo, determinado por razones técnico-jurídicas, es presentado como una “libre decisión del Estado español” contra los independentistas.
El problema se puede agravar, pues todavía están pendientes de fallo otros expedientes, como es el de los gastos del procés ligados al referéndum ilegal, y la posición del Tribunal Supremo podría repetirse, aunque no necesariamente. Del mismo modo, el Tribunal de Cuentas puede modificar su criterio en futuros casos, pero es imposible predecir lo que sucederá, entre otras razones porque el propio Tribunal de Cuentas, donde actualmente son mayoría las personas designadas por el PP, concluye su mandato el 23 de julio, pero visto lo visto sobre la conducta de ese partido en la renovación de ese tipo de órganos (un mandato constitucional) lo más prudente es dar por sentado que todo seguirá igual, por renovación, por lo que una posible solución de los problemas contables del independentismo gracias a una nueva mayoría de izquierda -sustituir unos gremlins por otros- es, hoy por hoy, ilusoria.
Algún observador ha señalado un aspecto del tema que tiene difícil solución: la jurisdicción contable no dispone de ningún tipo de vía para individualizar la declaración de responsabilidad con argumentos propios de la culpabilidad penal o de la exención o atenuación de la responsabilidad en la manera en que pueda hacerlo la jurisdicción penal. Y es posible que sea así. Efectivamente, el derecho sancionador administrativo, parte -aunque con matices- de criterios preponderantemente objetivistas, y la jurisprudencia contable está más cercana al derecho sancionador que al derecho penal.
Frente a esa idea se alza la de los que sostienen que el principio de culpabilidad se encuentra recogido en el artículo 28.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público (LRJSP), que dispone que sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las personas físicas y jurídicas, así como, cuando una Ley les reconozca capacidad de obrar, los grupos de afectados, las uniones y entidades sin personalidad jurídica y los patrimonios independientes o autónomos, que resulten responsables de los mismos a título de dolo o culpa. Pero eso es solo el reconocimiento de una mínima, aunque esencial, garantía, sin alcanzar el sometimiento al juicio personal propio de la culpabilidad.
También se suele invocar la jurisprudencia y en particular la importante STC 89/1995, de 6 de junio, en la que se declaró que
“los principales principios y garantías constitucionales del orden penal y del proceso penal han de observarse, con ciertos matices, en el procedimiento administrativo sancionador y, así, entre aquellas garantías procesales hemos declarado aplicables el derecho de defensa y sus derechos instrumentales a ser informado de la acusación y a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa así como el derecho a la presunción de inocencia, derechos fundamentales todos ellos que han sido incorporados por el legislador a la normativa reguladora del procedimiento administrativo común… e incluso garantías que la Constitución no impone en la esfera de la punición administrativa -tales como, por ejemplo, la del derecho al “Juez imparcial” (STC 22/1990 y 76/1990 ) o la del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (STC 26/1994 ), también han sido adoptadas en alguna medida por la legislación ordinaria, aproximando al máximo posible el procedimiento administrativo sancionador al proceso penal.”
Pero, siendo esas unas garantías esenciales, no llegan a suponer la plena incorporación del derecho sancionador a la ideología culpabilista propia del derecho penal, que se traduce en conceptos como la exigibilidad de conducta, la conciencia de la prohibición o el error. Con ello no quiero decir que los hechos que motivaron la condena del Tribunal de Cuentas pudieran ser revisados a la luz de esas ideas, sino solamente que la jurisdicción contable no puede entrar en dimensiones culpabilísticas de los hechos que enjuicia.
Deuda por alcance y malversación son conceptos emparentados pero no idénticos. El primero corresponde a la legislación contable y el segundo al derecho penal. La existencia de un alcance la resuelve el Tribunal de Cuentas y la malversación la declara un tribunal penal, pero el menoscabo de fondos públicos es común a ambas. En caso de identidad de hechos es preferente la jurisdicción penal, pero no puede decirse que todo caso de responsabilidad contable resulta también constitutivo de malversación, ni lo contrario (toda malversación responsabilidad contable). El art. 72 de la citada LFTC distingue entre alcance y malversación, y lo hace así:
“1. A efectos de esta Ley se entenderá por alcance el saldo deudor injustificado de una cuenta o, en términos generales, la ausencia de numerario o de justificación en las cuentas que deban rendir las personas que tengan a su cargo el manejo de caudales o efectos públicos, ostenten o no la condición de cuentadantes ante el Tribunal de Cuentas.
2. A los mismos efectos, se considerará malversación de caudales o efectos públicos su sustracción, o el consentimiento para que ésta se verifique, o su aplicación a usos propios o ajenos por parte de quien los tenga a su cargo.”
El concepto de malversación aparece claramente inspirado en el Código Penal y es más amplio que el de alcance. Pero, como siempre sucede, hay matices: aunque el concepto que ofrece el precepto recién transcrito incluya un supuesto de alcance, resulta algo más complicado describir la malversación, pues eso no puede hacerse solo en base a dicha disposición. Se trata de una clase de delito que en la actualidad tiene remitidas parte de su descripción típica al a las de la administración desleal o la apropiación indebida (arts. 252 y 253 del Código Penal). En lo que ahora importa, baste con decir que alcance y malversación son conceptos diferentes y, materialmente, y en cuanto infracciones, la malversación resulta claramente más grave.
Las aparentes paradojas se producen cuando se observa que el delito de malversación puede ser indultado por el Gobierno (como todo delito) pero un alcance no, si bien esa paradoja no lo es tanto si se recuerda el hecho obvio de que la responsabilidad patrimonial derivada del delito no se incluye en un eventual indulto. La otra paradoja es que la defensa de una acusación de malversación (el hecho más grave) puede utilizar argumentos que no caben en la defensa de un alcance (hecho menos grave) a causa de las características de la jurisdicción contable y su naturaleza cualitativamente distinta -para bien o para mal, según los casos- de la jurisdicción penal.
En el independentismo se afirma, con el tono que le resulta proverbial, que es absurdo perdonar la pena y mantener una especie de capitis deminutio a través de la exigencia de enormes sumas de dinero que condicionan su calidad de vida, y ciertamente, aunque se puedan diferenciar las naturalezas jurídicas, la valoración material puede ser esa.
Pero en el caso de que se liquidara la responsabilidad contable, por cualquier vía, habría que recordar que en esa clase de responsabilidad están inmersos otros muchos cargos públicos de todos los rincones de España, que entenderán que su caso resulta tan comprensible o legítimo como el de los sediciosos y que no merecen un trato peor por el simple hecho de que no son catalanes ni independentistas.
3. Terminamos llegando a lo de siempre. El resto de España ve en Cataluña sólo privilegios mientras que ellos mismos se consideran siempre agraviados. Tenía razón Werner Heisenberg: la observación cambia el objeto observado. Más aún: es sólo ella la que constituye dicho objeto. Pasa con las identidades y los victimismos.
Lo dicho: ¿se comporta de hecho el Estado -siendo el Tribunal de Cuentas una de sus piezas- como un mecanismo de relojería o como una caja negra? Imposible profetizar lo que va a terminar sucediendo en este concreto caso. Las espadas están en alto. La respuesta (y el juicio de valor) también dependerá, en buena medida, de los ojos del observador. Un observador cada vez, por cierto, más fatigado. Esté a uno u otro lado del tramo final del Ebro.
Foto: Miguel Rodrigo
Excelente análisis que vale la pena retener.